Un Chanel día, en el instituto, llevé a clase un tutú en la cabeza. Lo que realmente quería era uno de esos velos de viuda, en concreto esos voluminosos y negros que llevaban las mujeres pudientes en el siglo XIX cuando fallecía un ser querido (y que Versace ha recuperado en la pasarela esta temporada). Leí a Edward Gorey y me enamoré del mundo visual de sus libros, un pastiche de las eras victoriana y eduardiana con la era del jazz. En los dibujos de Gorey siempre había una mujer perfilada con elegantes líneas, rodeada de una furia de velos negros, a punto de formar parte de una oscura pantomima con un animal imaginario. Yo estaba cautivada, pero los velos de viuda no son fáciles de comprar y, con la lógica confiada de la adolescencia, me pareció que un tutú de tul negro comprado en Urban Outfitters tras ahorrar mucho quedaría igual de bien. Estaba convencida de que nadie notaría la diferencia. Recuerdo la suprema satisfacción de colocármelo cuidadosamente en la frente para que los rollos de tela enmarcaran mi cara de una forma tremendamente intrigante. Me parecía tan acertado que era obvio. Seguro que todo el mundo me miraría y comprendería su magnificencia.
Mi instituto era un hogar para excéntricos; el chiste era que la única norma del campus era que no estaba permitido no fue recibido con ridículo o lástima, sino con algo aún peor: cuando esperas que tu atuendo cause impacto, la peor reacción es la indiferencia más absoluta. Llevé ese tutú en la cabeza durante toda una jornada y nadie dijo nada. Cuando acabaron las clases, me lo quité, más molesta por la falta de respuesta que por el hecho de haber llevado en público una falda en la cabeza.