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Cahuín + Porái
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Libro electrónico214 páginas2 horas

Cahuín + Porái

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Dos relatos breves, uno prácticamente desconocido hasta ahora, y otro que funda y echa las bases de su producción más madura. Son Cahuín, de 1946, y Porái, del 63. Textos muy distintos obviamente; mientras el primero se escribe y sale a luz en plena adolescencia, el segundo, a 17 años de distancia, se beneficia a todas luces de una experiencia personal y literaria que no le viene nada de mal. Estas páginas están vitalmente vivas, haciéndonos reír aun varias décadas después de su primera edición, y son parte fundamental de la obra de este gran prosista que nos sigue encantando y estremeciendo con las palabras.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento30 jul 2015
ISBN9562824985
Cahuín + Porái

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    Cahuín + Porái - José Miguel Varas

    José Miguel Varas

    Cahuín + Porái

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Segunda edición, 2012

    ISBN: 978-956-00-0311-9

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 688 52 73 • Fax: (56-2) 696 63 88

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    Varas, hoy y en sus inicios

    Jaime Concha

    Hasta muy recientemente la obra de Varas gozaba (o sufría) de una difusión bien específica. Sin ser nunca restringida, su audiencia consistía principalmente en lectores con cierta afinidad ideológica (de izquierda o de sus aledaños, digamos), gente vinculada al mundo del periodismo, en el que Varas ha tenido y sigue teniendo una presencia destacada, o en tipos andariegos que se habían dado el lujo y el trabajo de viajar a los países socialistas de Europa y del Asia. A esta fauna abigarrada, que a veces coincidía en un mismo ejemplar, habría que añadir al aficionado, experto o adicto a la literatura chilena –especie hoy extinta– que no se conformaba con los grandes nombres de nuestra «selva lírica» y novelística, sino que leía de un cuantuay, lo bueno y lo no tan bueno, lo habido y por haber. De hecho, quien me conectó con Varas por primera vez, estimulándome a conocer su obra, fue el escritor costarricense (chileno de adopción y de corazón) Joaquín Gutiérrez, el que unía sin conflicto los rasgos indicados con una versación al dedillo en la literatura nacional, fruto en gran parte de su largo oficio como editor en la admirable Editorial Nascimento. Para que quede claro, pues el malentendido es previsible, no estoy sugiriendo que la lectura de Varas haya estado limitada a la militancia de antaño. Más bien sospecho que, aun en este sector, su posición como novelista era algo marginal, como lo era también la de esos formidables narradores que fueron y son Alfonso Alcalde y Sergio Villegas.

    Esta situación ha cambiado espectacularmente en los últimos años. El premio Altazor, que le fuera concedido meses atrás, es ya un síntoma de buena salud, sobre todo teniendo en cuenta que es uno de los pocos premios realmente democráticos que se otorgan en el país (según entiendo, un número relativamente amplio y diverso de lectores vota por su escritor predilecto). Si a esto se suman la reedición de El correo de Bagdad (1994, 2002), a mi ver una de las novelas más notables de fines de siglo, y el compacto, macizo volumen de sus Cuentos Completos (¡unas buenas 675 páginas en Alfaguara!), resulta claro que la recepción de esta narrativa se ha ampliado, diversificado e intensificado significativamente, alcanzando una nueva proyección y una nueva clase de lectores –posiblemente jóvenes o de otros peldaños generacionales, por lo menos.

    Más aun: señal ésta algo ambigua, en los curiosos prolegómenos al Premio Nacional de Literatura, su nombre se mencionó con gran frecuencia por parte de críticos, estudiosos y compañeros de profesión. En la guerrilla de codazos y zancadillas potenciales que adornaron nuestro escenario cultural para la ocasión, la única voz sensata y decente fue tal vez la de Varas, al declarar que, en su opinión, quien merecía el galardón era justamente la persona que a la postre lo ganó.

    Confirmando este renovado y creciente interés por su obra, se reeditan a continuación dos de sus relatos breves, uno prácticamente desconocido hasta ahora, y otro que funda y echa las bases de su producción más madura. Son Cahuín, de 1946, y Porái, del 63 (Sucede, 1950, ocupa un puesto más complejo en su evolución, que no corresponde analizar aquí). Textos muy distintos, obviamente; mientras el primero se escribe y sale a la luz en plena adolescencia, el segundo, a 17 años de distancia, se beneficia a todas luces de una experiencia personal y literaria que no le viene nada de mal.

    Textos complementarios, igualmente; si uno se centra en el campo y en el orden de las letras y en el naciente prurito de escribir, el otro es manifestación sobresaliente, rigurosísima, de oralidad popular. Colegio urbano y distante comarca rural; instrucción oficial y habla de las tierras del interior son así los surcos paralelos en que nace y se echa a andar una nueva creación, en un esfuerzo por incluir a los excluidos y por hacer de los otros una parte integrante de nosotros.

    Cuando se lee Cahuín con más de medio siglo de perspectiva, uno se deja invadir por un movimiento de simpatía ante un relato primerizo (no prenatal ni prematuro, lo veremos) y a la vez por el asombro, por un par de asombros sucesivos. No hay duda de que se trata de un escrito balbuceante, pero su balbuceo es genuino y nos aporta más de una sorpresa. En primer lugar, la de su complejidad formal. En una lista bibliográfica que precede a Lugares Comunes (Nascimento, 1969), se nos presenta a Cahuín como compuesto de cuentos y crónicas. Esta descripción a posteriori no corresponde, pienso, a la variedad de componentes que estructuran la obra, la que –en lo mínimo– discurre en tres zonas o terrenos: una fresca y sencilla historia de colegiales, un sondeo fragmentario de la conciencia adolescente y una serie de bocetos de un aprendiz de escritor que busca comprender su ámbito y su ambiente. Cahuín es de veras un cahuín, compositivamente hablando.

    Como historia de colegiales, el relato posee un encanto particular. Ahí vemos a un grupito de alumnos que forjan minúsculas empresas, juegan al fútbol y al billar, atesoran novelas policiales y se divierten con la picardía normal de la pubertad. Mocosos preglobalizados, gracias a Dios, que hacen ver a la gente menor de mediados del siglo pasado con un gran optimismo retrospectivo.

    En el caso del narrador adolescente, transitamos en gran medida de la psicología a la sociología –dos seudociencias a las cuales, de vez en cuando, la literatura da sentido y un fundamento de verdad–. Algo queda de psicología, sin embargo: el tedio, el aburrimiento de los días muertos, se vive con rabia, con desconsuelo, por parte de un sujeto novel. Sin saberlo, lejos de todo existencialismo, el muchacho descubre en su ser la función corrosiva, aniquilante, del tiempo. Pero lo que predomina en esta fase es la mirada vuelta al entorno, al barrio y al paisaje citadino, con su dura y áspera materialidad y humanidad. Adivinamos que el protagonista se formula preguntas acerca de lo que observa. A pesar de que en general se las calla, las adivinamos, sin embargo…

    Finalmente –e insisto, hay otros aspectos del relato– está el conjunto de esbozos, de ejercicios de escritura a que se entrega este autor en ciernes. Prosas volantes, no propiamente crónicas; algo así como tareas o deberes en un tiempo libre que se roba al estudio, donde asoma fugazmente la pirueta vanguardista, una que otra greguería, a veces también la invención de lo inquietante. Surge así otra sorpresa, esta sí con mayúscula.

    Y es que varios de estos textos manifiestan una rara, peculiar y excepcional precocidad. A ver si me explico y no me enredo.

    Sartre en su Flaubert y Leonardo Sciascia en un pequeño libro sobre el físico Majorana (La scomparsa di Majorana) han reflexionado sobre el fenómeno de la precocidad literaria y de las diversas formas que ha solido adoptar. El futuro creador de Madame Bovary es casi idiota a los 10 u 11 años y se convierte sin transición en niño prodigio, Sartre dixit: el semiidiota en la percepción de sus parientes, con frecuentes ausencias mentales (sus famosas hébétudes), se transforma muy pronto en lúcido observador de su medio familiar y en exigente e infatigable estilista. Stendhal, por el contrario, en las brillantes páginas de Sciascia, es más fluctuante; vacila, difiere, pospone su obra hasta el grado que su precocidad llega a parecer inexistente. Mucho más tarde, con brío y con furia, completa y realiza en breve tiempo una obra que siempre había estado a punto. Instantaneidad en uno, constante procrastinación en otro. En Varas parecieran existir, a la altura de Cahuín, dos tempos creativos: uno muy corto, que va a aflorar de inmediato en dos cuentos extraordinarios anteriores a 1950: El cautiverio, de 1947, y Relegados, de 1949; kafkiano el primero, muy afín a las metamorfosis que se incluyen en Cahuín (véase El catre, por ejemplo, una metamorfosis equina), plenamente realista el otro, pues tiene que ver con la represión política bajo la dictadura de turno; más otra dimensión temporal a largo plazo. En esta circunstancia, podríamos hablar paradojalmente de una precocidad con efecto retardado.

    Varas se reserva, siembra y entierra sus dones, elude sistemáticamente el virtuosismo, controla sus efectos para llegar a ser con posterioridad el escritor menos efectista de los que hoy escriben en Chile. De ahí su efectividad.

    En el caso de Porái, estamos ante una flor de madurez, como habría dicho González Vera, su primer prologuista (Ediciones del Litoral, 1963). Para la segunda edición, en Nascimento, escribí unas páginas que me pidió en ese entonces –1972– mi amigo Hernán Loyola, que dirigía con gran acierto la Biblioteca Popular de la Editorial. Dije allí lo que tenía que decir y no vale la pena repetirlo ahora. Sigo creyendo que se trata de una obra impar, cercana como pocas a una extrema perfección. Lenguaje, tono, humor, diálogos, anécdota están decantados y condensados al máximo, a fuego vivo, generando un texto que es denso e ingrávido a la vez, liviano y percutiente, amasado con una exacta alquimia de risas y de lágrimas. El tacto de Varas resulta aquí absolutamente infalible, diría yo. Y conviene no olvidar que el tacto sea posiblemente el sentido fundamental de un gran novelista. El mejor ojo para observar, el mejor oído para la frase son nada y se evaporan en la ausencia de tacto, que no es solo táctica de un narrador eficaz (condición necesaria pero no suficiente, digo yo), sino que es mucho, pero mucho más que eso: un arte de distancias y contactos, proporción entre lo dicho y lo consabido, ecuación de lo terso y lo profundo, distribución del todo en el flujo temporal de sus partículas, etc. En la novela que se va a leer, la huelga y la farra son ejemplos magistrales de tacto narrativo; y el amor pleno y errabundo entre Rosario y el protagonista es un milagro de tacto simplemente humano. Como el párvulo del desenlace, quisiéramos musitar y repetir: Más, más. Y es que todo es justo.

    Aunque mi trato con Varas ha sido en general escaso (él tiene el defecto de ser santiaguino; yo, el estigma de ser provinciano), siempre he valorado su parquedad, su discreción y su falta de avidez. En un medio regido por el más craso conformismo y por la fe hiperactiva en el éxito comercial, Varas mantiene la calma y, con más que buena letra, deja que giren los peces de colores y que brillen no más los voladores de luces. Creo (la opinión no lo compromete, por supuesto) que representa algunos valores de un Chile que trató de ser y que ya se fue; y estoy convencido de que su obra va a durar en un Chile que, hoy, es bastante difícil entrever. Por suerte ya se lo empieza a leer, ya se lo empieza a conocer a fondo. Ojalá estos dos textos disímiles y complementarios –nuevo, novel y novedoso uno; ya un clásico definitivo el otro– contribuyan a enriquecer la lectura y a propagar el conocimiento de un escritor que está a la cabeza del actual renacimiento literario y narrativo que se vive en el país.

    Cahuín

    Soy todavía un indeciso o, mejor dicho, ya lo soy. Carecer de un camino definido, tocar todos los géneros –sin comprometerse mucho– y contradecirse con cierta frecuencia son cualidades que los críticos[1] celebran: les dan combustible abundante y fácil.

    Por lo demás, abomino de los prólogos. Jamás los leo. Nadie los lee.

    El Autor

    [1]  Los que leen los libros.

    i

    unión picaporte

    –¡Ya, socio! ¡Al gol!

    La embarrada y deforme pelota de calcetines voló, describiendo una majestuosa parábola, y rompió en sonoros fragmentos uno de los vidrios de la sala del 2º. Un sonido ululante (tradicional en el Instituto cuando se rompen vidrios) salió de las gargantas de todos los alumnos del patio, mientras un inspector se aproximaba con gesto severo. Sabiendo de antemano a quién debía dirigirse, afirmó:

    –Fue usted, La Sierra, ¿no es cierto?

    –Sí, señor. Mañana le traigo los seis pesos –contestó un muchacho de aquilina nariz. Llevaba pantalones cortos y calcetines de color indefinido, sucios de barro.

    Detrás de la Casa Central de la Universidad de Chile, ocupando el resto de la manzana, está el Instituto Nacional. El edificio es viejo y gris y solo se mantiene en pie por las espesas capas de pintura que se le aplican todos los años (Hay quienes afirman que la disminución de la capacidad de las salas provocada por este sistema fue lo que causó la emancipación del Internado Barros Arana, que antes formaba parte del Instituto). Adentro, patios rodeados de columnas, salas algo oscuras, bancos de madera tallados por los grandes hombres de Chile desde hace más de cien años, palomas y tradiciones. En este ambiente habitan los profesores –serios, correctos y rutinarios–, los inspectores –con Derecho Civil pendiente para marzo– y los alumnos, divididos en dos bandos antagónicos: externos y medio–pupilos.

    La escena anterior se desarrollaba en uno de los patios del Instituto como consecuencia de una partida de fútbol entre alumnos del tercer año del medio–pupilaje.

    Recién había pasado el almuerzo (bombardeo de migas de pan, vuelo planeado de servilletas, jarros dados vueltas, porotos y carne con lechuga) y corría ahora el recreo largo, con gritos, carreras en los patios y sonar de Josefina en los rincones oscuros de las salas.

    Debido a la inesperada ruptura del vidrio, la pelota fue confiscada. La Sierra habló con gran seguridad:

    –No se preocupen, cabros. Se la voy a pedir y me la va a devolver al tiro

    Dos minutos después los jugadores caminaban tristemente hacia la sala con las manos en los bolsillos.

    –Nos deja sin jugar por puro gusto –dijo uno.

    Otro asintió y dijo luego:

    –Yo creo que los inspectores de este patio deben tener estantes llenos de pelotas en su casa.

    –Claro –asintió gravemente La Sierra– y en las tardes, cuando todos se han ido, organizan entre ellos unas tremendas pichangas con las mismas pelotas que nos han robado…

    Durante la hora de estudio que seguía al recreo largo, los comentarios continuaron y los más amargados fueron, sin duda, los componentes de la Unión Picaporte.

    Los primeros cuatro asientos de la fila de la pared estaban ocupados por los socios de la Unión. Estos eran:

    La Sierra,

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