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Golpe a golpe, historias de boxeo en México
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Golpe a golpe, historias de boxeo en México
Libro electrónico245 páginas3 horas

Golpe a golpe, historias de boxeo en México

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No son muchos los que han roto la vasija del alma deportiva y aun así llenan de felicidad los corazones por aquellos años, por aquel trancazo y por esas noches de calles vacías y cantinas repletas. Un ídolo nunca pasa inadvertido en el humor social; es dueño del alma del tiempo, que no se ha ido.
El boxeo en México no
IdiomaEspañol
EditorialProceso
Fecha de lanzamiento14 sept 2022
ISBN9786078709175
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    Golpe a golpe, historias de boxeo en México - Mauricio Mejía

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    Round de reconocimiento

    El boxeo en México no es un simple deporte. Menos devoción o religión. Es entraña, hígado, corazón. Es el verdadero sismógrafo del fervor nacional. No es espejo, round de sombra: es la nación en estado puro. Dolor, soledad, gancho al hígado. Golpe al ego. Euforia, desenfreno, idolatría. Perdón y santoral. Al campeón, al dueño del corazón del público se le disculpa todo. Todo. No son muchos los que han roto la vasija del alma deportiva y aun así llenan de felicidad los corazones por aquellos años, por aquel trancazo y por esas noches de calles vacías y cantinas repletas. Un ídolo nunca pasa inadvertido en el humor social; es dueño del alma del tiempo, que no se ha ido.

    La brevedad es cortesía de una introducción. Esta no es la historia del boxeo mexicano. Tampoco una antología de biografías de los grandes ídolos del riquísimo pugilato nacional. No hay, hasta ahora, manera de concretar semejante pelea con la Historia. Son muchas las lagunas y más las imprecisiones que han dejado historiadores y cronistas. La empresa, sin embargo, está pendiente para futuras generaciones de expertos y reporteros.

    Toda antología es caprichosa. Siempre habrá quien diga que sobra y falta algo. Se han elegido a 20 de los grandes campeones del boxeo nacional con el sencillo, pero no por eso menos imprudente argumento de su unánime categoría de ídolo, al que se le perdona incluso la victoria. No es lugar para debatir el significado de un concepto que podría llenar varios tomos y acabar con muchas horas de polémica.

    Basta decir que todos los campeones incluidos en este libro, todos, deberían estar convocados al ring de las épocas del evangelio del putazo.

    Estos son ejercicios literarios ‒los datos y las estadísticas confiables‒ de acuerdo con la vida pública y privada de los boxeadores. Un divertimento en el que participan algunos de los muchos escritores y pensadores aficionados al Noble Arte. Como en todo juego, el lenguaje, el tiempo y el espacio tienen vida propia. La circunstancia es un movimiento de cintura.

    Una cosa, para terminar: ninguna actividad deja ver tan íntimamente a la especie humana. En el pugilato lo más maravilloso, lo más sublime y admirable compiten contra lo más demoledor, lo más vergonzoso y lo más bajo. Ha llegado la hora de saltar al cuadrilátero, el recinto de la Tragedia.

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    RODOLFO El chango CASANOVA

    I. En un resquicio perdido del tiempo duerme Rodolfo Casanova, un hombre que ha olvidado el mundo. Está cerca de Dios, Dios que tanto lo esquivó en los largos y ásperos días de la mentirosa y atroz vigilia; sabe –como Nietzsche– que el hombre no soporta, sino por instantes, la plenitud divina, aunque esa plenitud sea indiferente al sufrimiento, a la soledad absoluta. El acontecer despierto fue para él un asalto repleto de trancazos, duros golpes de ira de una realidad absurda, inclemente, una realidad inmisericorde. Casanova, una promesa incumplida del Señor, duerme tranquilo en un manicomio de Mixcoac, lejos del castigo del vivir, del quirófano de la razón. Ya no es consciente de nada; el paso de los días se pierde en una mirada que no ve, que no separa un momento de otro. Para Rodolfo, vértigo a un paso del abismo, el tiempo es un momento perpetuo, sin cortes ni heridas, no hay sucesión ni flujo, no hay sentimientos aplicados al devenir ni al pretérito; ya nada puede ser porque ya ha sido todo para él, detalle de Dios caído sobre los charcos del infortunio. Casanova sueña –ya irremediablemente a la distancia de todo– el sueño de los hijos de Heracles, el intacto estado de la extrema región de la pureza, destilada de una suma infinita de desgracias. ¿Cuándo es el presente?, pregunta Rilke. Para Casanova, el presente es aquellos días, ásperos, de los que solamente quedan cicatrices. Días prehistóricos de arenas llenas, matracas, giras, dinero a manos llenas, botellas vacías y noches de 72 horas; días en los que la prensa lo elevó a la categoría de ídolo invencible en un país de héroes derrotados, días en los que, como Hofmannsthal, creyó ver a un dios no nacido todavía.

    Poco antes del día de san Juan de 1934, Casanova, dueño del cariño de una chusma cobarde, que lo erige y lo derrumba con el mismo entusiasmo, hace un viaje con rumbo a Montreal, Canadá, para enfrentar a Sixto Escobar, un rival que promete ponerlo en la esquina neutral y abominable del destino. Por un lado, la sublime banalidad de la muerte; por otro, el desplante egoísta del éxito, padre de todos los fracasos. Antes de partir, Casanova, que sabe que el mundo es un mar abundante de mentiras, propone matrimonio a su novia, a la que cree merecedora de lo único bello de su alma, tan llena de fealdades y amarguras. Ella, que no ha leído a Canetti, intuye que las horas de los enamorados nunca dan la misma hora. Promete una vida eterna junto al campeón de los pluma. Casanova no sabe entonces, porque no lo conoce, que el amor destruye, que mata sin piedad, como un peso completo sin escrúpulo alguno; como el personaje de Schnitzler (curioso, Casanova), se siente incapaz en el campo de la seducción intelectual y física. Parte, como Ulises, para regresar y besar la única boca fiel y pura que ha probado, y ha probado muchas. Hace planes, familia, hijos, el edificio convencional del matrimonio. Vivir y morir son un combate, dice san Pablo. En Montreal, El Chango, aquel 26 de junio, se da cuenta de que lejos de México no es nadie. El gancho de la melancolía se le clava como recto en un corazón que presiente otro dolor aún más devastador. Desconcentrado, sin piernas, pierde por nocaut en el noveno. Pero conmigo siempre estarás, evoca hacia una cuerda en la que quiere encontrar refugio. Extraña, como nunca, el abrazo cariñoso que, seguramente, nunca le regaló su madre. Se debate entre mareo y naufragio. Todo está acabado para el campeón. Él será el último en enterarse.

    II. Desde muy chico, a Casanova la huida le fue precisa; la duda le persiguió con agotador ritmo. Algo adentro le comunicó que sería algo más que un niño emigrante de León, Guanajuato, en una capital llena de vicios, pobreza y perdición. Algo más parecido a Algo. Inescrutable es la vida de los héroes, ese algo le advirtió que el hijo de una sirvienta tendría que partirse la cara más veces y con mayor severidad que cualquiera de aquellos infantes que suelen recibir domingo y tortas para el recreo de la escuela en la que los niños huérfanos y pobres son comida rápida para el paladar antropófago del crecimiento. Algo le dijo que sería el cáliz y el vino, sobre todo el vino, de una sociedad insaciable, cansada de tomar y beber para el perdón de sus pecados.

    Los hombres nacen; los ídolos son creados. Casanova tiene forma en 1915. Caprichos de la vida; en otra cuna, en otro vientre, sería escritor, filósofo, poeta; ilustre como aquellos de la mitad de la Revolución. La época, siempre superior a los hombres grandes, le tiene reservado un lugar privilegiado en el México posrevolucionario. El costo del futuro es carísimo para los pobres. Rodolfo es pobre entre los pobres. Su padre, Rafael Casanova, muere un día sin fecha durante la Revolución. La madre, Jerónima Núñez, con escasa educación, emigra, con sus hijos desnutridos a una Ciudad de México en donde crecer es derrotar el ego.

    El cliché no es un clinch. Desde esos años tempranos, los más dañinos e imborrables, Rodolfo se sentirá humillado. Resistirá con coraje, con odio imperecedero, que su madre sea una sirvienta, que atienda las necesidades más elementales, más vergonzosas, de una clase con conciencia de sí misma que presume sus privilegios hasta en los pequeños detalles. Una clase importante para su mísera visión del mundo, colmado de carencias y agresiones. Dios no mira a todos con el mismo rasero, pensará siempre. Los recuerdos amargos no lo abandonan nunca, son leales como el herpes. Ventilará aquel rencor entre el desamparo y la inmundicia; entre el vulgar éxito y la abrasadora fama; entre trago y trago; Dios no quiere encontrarse en todos los hombres. Sin que nadie lo note, ese resentimiento se dejará sentir en el ring con una autoestima bañada con aires de superioridad prestada.

    III. En la sala insalubre del sanatorio, Casanova ya no duda ni combate. Su grito es un silencio sin reparos. Algo se le adelantó en el transcurso de los días, algo, quizás él mismo, y nunca pudo alcanzarlo. Muchos hombres comunes sienten conscientemente lo mismo a lo largo de los años, pero en los seres duramente frágiles, como Rodolfo, la aceptación de la derrota ante su veloz súper yo fue letal, como un martillazo en la nuca. Un personaje de Von Rezzori dice: ninguno de nosotros morirá nunca, esté tranquilo, de hecho ninguno de nosotros ha existido, querido amigo. El Chango murió en aquellos días de junio del 36 en la pelea contra Sixto Escobar; el resto de sus días fue ilusión, muerte pagada a plazos fijos con intereses cada vez más caros. No hay peor muerte que la que sucede en vida, sobre todo si a la vida le quedan muchos días por delante. La de El Chango fue una muerte manifestada en público; desconocida en la intimidad. Regresó a México, donde la degradación de valores es el valor mismo, y México lo ignoró como hache intermedia y muda de una palabra esdrújula. Donde las sombras son frecuencia, Casanova fue una sombra más. Nada dijo la tribuna alegórica de paja, nada. Un silencio casi perfecto lo rodea, como ahora que la vida le abandona, por fin, en esa habitación de geométrica desolación.

    IV. Todo en el escrutinio de ese hombre perdido en el tiempo es confuso, no hay manera de cotejar, de confirmar o negar un dato, una fecha, un hecho. No hay familiares que aboguen por el ídolo desamparado. No hubo muertos que enterraran al muerto Casanova; ningún familiar pidió un novenario ni le rezó un rosario, ni siquiera un padre nuestro. No hay tampoco muertos a los que acudir para darle forma menos interpretativa a esta historia. Quedan versiones de los hechos. Unos dicen que Jerónima llegó a Tlatelolco; otros, que a la colonia Martín Carrera. En lo que muchos acuerdan es en que encontró trabajo en el local de Francisco Osorio en un mercado de La Lagunilla, que tampoco existe ya: todo se ha desmoronado, El Chango es un dibujo sin ojos para mirar y para ser mirado: ya no hay reloj en aquella arena vacía.

    V. El 15 de noviembre de 1932, Casanova comienza a dar síntomas de su flaqueza. Viaja a Los Ángeles, California, para enfrentar al experimentado filipino Diosdado Posadas, Speedy Dado. Aguanta todo el combate, pero pierde por decisión después de diez asaltos. Todo mito es una contradicción, allí su encanto. Puede sostenerse que el acta de registro del nuevo ídolo se firma en la Arena Nacional cuatro semanas antes de aquel combate, en una pelea histórica que desarticuló el endeble orden establecido de un país en el que el presidente vivía allá, pero el que mandaba estaba enfrente. Casanova ante Dado, en México, estrenó el gozo social en el cuarto asalto con un golpe letal contra un rival nueve años mayor que él y con siete más de entrenamiento. Frenesí sería la palabra corriente en el México posCasanova; antes que él, apenas había sido usada en su sentido pleno.

    Si la relación entre héroe e ídolo en México es cuestionable, aún el destino quiso que, el 15 de septiembre de 1934, Casanova conquistara el cinturón nacional pluma en un pleito ante Juan Zurita, en la Arena Nacional, en un combate a doce rounds. "El Chango pegaba durísimo y me iba minando", dijo muchos años después Zurita a Raúl Talán, reportero de El Universal y autor de Tercer round, el primer libro de los ídolos del boxeo. Esa noche, Casanova se reconoció como una mala cita de éxito. Abajo, en el desamparo, su vida seguía siendo tan invivible como antes; el campeonato de los pluma le confirmó que había perdido todos los lazos con la realidad; el público no lo había despertado de la muerte ni lo había salvado del caos en donde se encontraba desde que vino al mundo. Se dedicó al suicidio.

    VI. Rodolfo y su hermano mayor, Carlos, abandonaron la escuela antes del tercer asalto. En 1979, ya ruina de sí mismo, le contará sus razones al reportero de Excélsior Sergio Lara Mejía: A los nueve años yo andaba descalzo, nunca supe lo que era un juguete; mi madrecita nos mantuvo con dificultades. Sólo fui un par de años a la escuela. Sentía como un dolor en el pecho ver que mi madre trabajaba de sirvienta. Me prometí sacarla de allí lo más rápido posible. Por eso me salí de la escuela y me fui a trabajar….

    Parece, en efecto, que nada ha sido, que todo fue carcomido por el paso atroz del embustero progreso. El Nevero de la Lagunilla se llamaba el negocio en el que Casanova buscó afanosamente llevar centavos a casa para, honradamente, salir de la miseria. Carlos fue el primero en caer rendido ante el destello cegador del noble arte. Y el primero en sus quemaduras. Logró su clasificación a los Juegos Olímpicos de Ámsterdam en 1928. Carlos no tuvo idea clara de lo que significaban los Juegos, mucho menos de dónde exactamente estaba la capital de Holanda. Sus preocupaciones pertenecían al microcosmos de la supervivencia. Cuando le dijeron que no había dinero para sufragar los gastos del viaje no extrañó lo que no era capaz de experimentar. La felicidad es una alergia para la pobreza. Rodolfo sintió que a su hermano la vida le había robado un poco de lo poco que tenía.

    Un pleito en la calle, en el que Casanova descubre sus dotes artísticas, llama la atención de Manuel Canseco, un ex púgil que encuentra lo que no busca. Lo hace ascender en el turbio edificio del boxeo de entonces. Lo lleva con el manager Tío Torres, quien promete pulirle el estilo, el movimiento de piernas, de caderas y el juego de cabeza. Las versiones de la vida de un hombre se contraponen, se complementan, se desmienten; acaso la vida de un hombre solamente puede ser contada por ese hombre, pero ese hombre no tuvo la menor importancia en la narración de los vencedores ni, lamentablemente, de los vencidos. Voces posteriores o casuales sostienen que Fray Nano, director del diario La Afición, y Manuel Canseco lo acercan con Jimmy Fitten, promotor de peleas, quien ve en Rodolfo un golpazo de taquilla. Fitten observa ese algo que Casanova, ese ser acosado, intuía de niño. El azar por primera y única vez le favorecía. ¿Cuándo es el presente?

    Carlos fue llamado por los promotores Babe Casanova. Rodolfo rebasó la pubertad en el cuadrilátero. Le llamaron Young Casanova para atraer al público en la función del 9 de abril de 1932 en la Arena Nacional. Ese día comenzó la carrera de un hombre dispuesto a manifestar su lado oscuro al público con rotunda sinceridad. Ese día, la sociedad mexicana comenzó a darle forma artesanal a la representación sobrehumana de sus creencias laicas. Ese día murieron los héroes; nació el ídolo. El rival fue Paco Villa, vencido por nocaut en el cuarto round. Carlos Monsiváis escribirá muchos años después: Casanova es la visión cruel, lacerada, agónica, suplicante, del mexicano que ya se enteró que todo triunfo es limitado, y todo fracaso, inabarcable; Casanova nos pertenece como ser emblemático, como alegoría profunda y llegada del México en donde uno se enseña a perder.

    Casanova gana sus primeras 13 peleas en siete meses. Aglutina a una masa huérfana de victorias. La Revolución ha sido la derrota más contundente para los mexicanos. No sólo las balas y los muertos han servido para que nada cambie; las construcciones simbólicas de justicia y la libertad han caído abatidas todas en homicidios históricos e impunes: Madero, Villa, Zapata, Ángeles, Carranza y, si se quiere, Obregón. México es un panteón de víctimas. Casanova es, en sentido estricto, la primera víctima de la popularidad, que no erige monumentos ni entiende de circunstancias.

    VII. Casanova hizo de su suicidio una muerte colectiva, inconscientemente planeada, de modo que todos murieran un poco, un mucho con él. Al matarse, mató a los demás con una crudeza y elegancia nunca vistas. El mejor boxeador del medio siglo, el Patrimonio Cultural de México, como lo llamó Manuel Seyde. El idolazo hizo del asesinato una propuesta religiosa: su agonía para expiar los pecados de una sociedad que tergiversa en grado sumo, una sociedad que extravió el significado de todas las cosas, entre ellas la compasión y la solidaridad, quiso perdonarle todo sin perdonarlo a él.

    Todo homicidio es producto del trabajo de un autor material y de uno intelectual. Para cometer la desproporción metafísica, Casanova creó la trama del concierto. Él, dejándose llevar por el entorno, creó un personaje, Joe Conde. Un escenario, la Arena Nacional. Y la trama: el triángulo Casanova-Zurita-Conde. Uno debía vencer constantemente al otro. Casanova a Zurita, Zurita a Conde, Conde a Casanova. El medio, dice la leyenda hecha, fue el idioma inglés. Las fuentes son cualquier cosa cuando se trata de contar una historia: en efecto, Conde vence a Casanova en el primer enfrentamiento en la Arena Nacional en 1935. En efecto, Casanova vence rutinariamente a Zurita. Y, en efecto, Zurita a Conde 14 veces en esos años de finales de los treinta. Pero el 7 de septiembre el triángulo, figura perfecta e inquebrantable, se rompe en una función estelar. Esa noche Casanova vence a Conde al exponer el cetro nacional pluma en una batalla a 12 asaltos. Gana por decisión. Casanova se enfrenta dos veces más a Conde, cuando la autodestrucción ya es definitiva. El 20 de marzo de 1937 (después de caer en el tercero ante Henry Armstrong, el 1 de enero, en el Toreo), pierde, por nocaut en el primero, el campeonato de los ligeros ante un Conde ya dueño del papel de agnórisis de la tragedia comenzada en aquel día previo al san Juan de 1934. Si hay que poner un acta de defunción formal del campeón, esa debe establecerse en el día de la Revolución Mexicana (madre de la desventura), en la Arena México. Las últimas piedras de la estatua de El Chango, Joe las despedaza por nocaut en el primer asalto. Para entonces Rodolfo es una misa

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