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El club de la miseria: Qué falla en los países más pobres del mundo
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El club de la miseria: Qué falla en los países más pobres del mundo
Libro electrónico313 páginas5 horas

El club de la miseria: Qué falla en los países más pobres del mundo

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El mundo es cada vez menos pobre en general: la verdadera crisis radica en unos 50 "estados fallidos", que suman unos mil millones de personas: esos mil millones que siempre están en la parte baja de todas las tablas.

Con este libro, Collier arroja nueva luz sobre ese grupo de pequeñas naciones, a las que el mundo occidental deja "por imposibles" y que se enfrentan, en muchos casos, a una situación límite. Señala las trampas que les impiden superar sus problemas: guerras civiles, corrupción, excesiva dependencia de los recursos naturales, malas compañías de sus países vecinos...
IdiomaEspañol
EditorialTurner
Fecha de lanzamiento1 abr 2016
ISBN9788415427254
El club de la miseria: Qué falla en los países más pobres del mundo

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    This is an important book and people should be aware that global prosperity may never get to a portion of the world due to major systemic issues. However, the problems and solutions raised in this book were pretty basic. Corruption, civil wars(what a surprise). Of course if you give aid to corrupt governments not much will happen. Unless the developed world chooses to intervene in these countries, I really don't see how this problem can be addressed
  • Calificación: 5 de 5 estrellas
    5/5
    Paul Collier moves away from ideologies to bluntly explain why 1/6 of the Earth's population is stuck in extreme, lacerating poverty. His solution is not romantic socialism or heartless capitalism, but a set of tools that go beyond political labels and moves forward to propose a world agenda to help the people before it is too late.
  • Calificación: 3 de 5 estrellas
    3/5
    I have decayed into a skimming/sampling mode at the moment, but overall I have found Collier impressive. I never know quite what to make about arguments sustained by regression models across multiple societies over a limited (50 year) period -- can we trust these correlations, or are they artifacts of a specific set of circumstances? Can culture really be so neatly excised from the account? This is a quibble, however, with an excellent and thoughtful book. Anyone who wants to understand the disaster in which a fifth of the world finds itself should read it.
  • Calificación: 2 de 5 estrellas
    2/5
    I had high hopes for The Bottom Billion. It seemed like it would be an interesting discussion of what to do about poverty in the worst economies on the planet. In fact, I think Collier has some good things to say about the subject. Unfortunately, he didn't do such a good job of saying them here. My biggest complaint about the book is that it presents ideas without a shred of work to discuss the ideas. What's sad is that he did the work to back up his ideas, and he tells the reader frequently that he did the work. But the nature of a book like this requires the author do more than just tell us about his results. It should let the reader evaluate whether we believe the arguments, and that just isn't possible here. In fact, he didn't include footnotes or endnotes to reference specific works in favor of a bibliography at the end with relatively few detailsto point to a specific paper for a specific issue. The average reader will not have the resources to track down all the papers discussed.The book could have been really good. It's only 192 pages long, and Collier could easily have doubled the length and put in details of the work behind his discussion. Instead, it just felt like he wanted to throw off a quick book without too much work. If he was concerned about getting bogged down in details, he could easily have used a two-track system where the first half of each chapter is the published material and the second half of each chapter is the detail. Then readers not so interested in the details could just skip over the second track material.

Vista previa del libro

El club de la miseria - Paul Collier

Título Original: 

The Bottom Billion. Why the Poorest Countries Are Failing and What Can Be Done About It

Copyright © 2007, Paul Collier. All rights reserved.

De esta edición: 

© Turner Publicaciones S.L., 2011 

Rafael Calvo, 42 

28010 Madrid

www.turnerlibros.com

Diseño de la colección: 

Enric Satué 

Ilustración de cubierta:

Turner sobre ilustración original ©Getty Images, 2008

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones: turner@turnerlibros.com

ISBN EPUB: 978-84-15427-25-4

Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial.

Para Daniel: su mundo

PREFACIO

E

n 1968, cuando estudiaba en Oxford, me afilié a una asociación llamada Estudiantes Socialistas Revolucionarios de Oxford. El nombre ahora suena a chiste, pero en aquella época todo parecía muy simple. Mi plan, nada más licenciarme, era poner en práctica mis conocimientos económicos en África. Las nuevas naciones africanas estaban mal preparadas y prácticamente ninguno de sus habitantes había recibido una educación como la que yo acababa de completar. Por aquel entonces, muchos alumnos de la universidad de Oxford tenían vínculos familiares en África, toda vez que sus padres habían trabajado en la administración colonial. Aunque ése no fuera precisamente mi caso, pues mi padre era un carnicero de Yorkshire, algo se me debió de contagiar de esos vínculos coloniales: el padre de un amigo había sido gobernador general de un pequeño país llamado Niasalandia y se me ocurrió investigarlo. Lo que leí acerca de este país me decidió a conocerlo de primera mano. Le habían cambiado el nombre; entonces ya se llamaba Malaui, y era la nación más pobre del continente africano. El problema es que resulta más fácil cambiar el nombre de un país que cambiar su economía: treinta y cinco años después, Malaui sigue siendo tan mísero como lo era entonces, y dudo mucho de que dentro de otros treinta y cinco años vaya a cambiar gran cosa, a menos que… De ese a menos que trata este libro.

Si Malaui no ha cambiado mucho en los últimos treinta y cinco años, en cierto sentido yo tampoco, puesto que sigo trabajando sobre África, ahora desde mi cátedra en Oxford. Antes fui catedrático en Harvard y director del departamento de desarrollo del Banco Mundial, puesto al que me llevó Joe Stiglitz con la intención de que la entidad dedicase mayor atención a los países más pobres. De hecho, mi primera misión para el Banco Mundial fue acompañarlo a Etiopía. Como me acababa de casar, el viaje me sirvió de luna de miel, sólo que con Joe en lugar de mi esposa, la cual, afortunadamente, se mostró comprensiva (no sé si fue casualidad o es que las mentes afines se atraen, pero ella había trabajado en Malaui al terminar la carrera). 

Este libro trata de los malauis y las etiopías del mundo, esa minoría de países subdesarrollados que actualmente se encuentran a la cola del sistema económico global. Algunos, como Malaui, siempre lo han estado; otros, como Sierra Leona, en su día eran menos pobres que la India o China. Los países que hoy ocupan los últimos lugares del escalafón mundial se distinguen no sólo por ser los más pobres, sino también por no haber logrado prosperar mínimamente. No están en vías de desarrollo como la mayoría de los países; por el contrario, van a la deriva. A medida que países antaño pobres como la India, China y otros de desarrollo económico similar han progresado, el panorama de la pobreza global se ha vuelto más confuso y ha camuflado esa evolución divergente. Como es obvio, para que a unos países les vaya relativamente mejor, a otros ha de irles relativamente peor; pero el declive de los países que hoy están a la cola no es sólo relativo, sino que a menudo es absoluto. No es que muchos de estos países se estén quedando descolgados: es que están yéndose a pique.  

En los últimos años he dedicado la mayor parte de mi trabajo a las guerras civiles. Mi propósito era comprender por qué los conflictos se concentraban cada vez más en el África pobre. Poco a poco, fui desarrollando la idea de la trampa del conflicto, según la cual ciertas condiciones económicas hacen que un país sea más proclive a la guerra civil y determinan que, una vez estallado el conflicto, el ciclo de violencia se convierta en una trampa de la que resulta difícil escapar. Me di cuenta de que la trampa del conflicto explicaba la situación de estos países, pero tenía haber algo más. Malaui no ha sufrido una sola guerra en toda su historia poscolonial y, sin embargo, no se ha desarrollado. Otro tanto ocurre con Kenia y Nigeria, países sobre los que he escrito libros en distintas fases de mi carrera y que no se parecen a Malaui ni entre ellos. Tampoco creo que la pobreza en sí constituya una trampa. El fracaso de estos países ha tenido como telón de fondo el éxito del desarrollo global; la pobreza es algo que la mayoría de los habitantes del planeta está logrando dejar atrás. Desde 1980, la pobreza mundial ha disminuido por primera vez en la historia. Asimismo, tampoco es un problema exclusivamente africano, puesto que los desarrollos fallidos también se dan en otras partes del mundo, tales como Haití, Laos, Birmania y los países de Asia central, donde Afganistán es el caso más llamativo. Ante semejante diversidad, dar una explicación universal del desarrollo fallido no suena convincente.  

Parte de la razón por la cual las teorías unifactoriales del desarrollo fallido son tan habituales es que los investigadores actuales tienden a la especialización: están formados para emitir haces de luz intensos, pero estrechos. Por mi parte, yo he escrito libros sobre el desarrollo rural, los mercados de trabajo, las perturbaciones macroeconómicas, la inversión y el conflicto; y durante un tiempo trabajé para Joe Stiglitz, que se interesaba de verdad por todo y tenía opiniones ingeniosas sobre la mayoría de los asuntos. Esta amplitud de miras tiene sus ventajas. Con el tiempo terminé dándome cuenta de que son cuatro las trampas que explican la situación de los países más pobres del mundo. Entre ellos representan cerca de mil millones de personas. Si no se hace nada al respecto, durante las dos próximas décadas este grupo irá separándose paulatinamente del resto de la economía mundial, creando un gueto de miseria y descontento.  

Los problemas de estos países son muy diferentes de los que en las últimas cuatro décadas han afrontado los llamados países en vías de desarrollo, que son la mayoría, puesto que los países más desarrollados sólo representan un sexto de la población mundial. Durante todos estos años, hemos manejado una definición de países en vías de desarrollo que englobaba a cinco mil de los seis mil millones de habitantes del planeta. Sin embargo, no todos los países en vías de desarrollo son iguales; aquéllos donde el desarrollo ha fracasado se enfrentan a problemas intratables, que no aquejan a los países que están saliendo adelante. En realidad, lo que hemos hecho era la parte más sencilla del desarrollo global; ahora lo difícil es rematar la faena. Y hay que rematarla, porque un gueto paupérrimo de mil millones de individuos será algo cada vez más imposible de tolerar para un mundo que se pretende confortable.  

Por desgracia, no se trata simplemente de darles dinero; si así fuera, tendrían una solución relativamente fácil, porque tampoco son tantos. Salvo excepciones importantes, la ayuda no resulta muy eficaz en estos casos, al menos el tipo de ayuda que se ha proporcionado hasta ahora. En las sociedades más míseras, el cambio hay que promoverlo desde dentro, no se les puede imponer desde fuera. En estas sociedades se libra una lucha entre los valerosos individuos que desean el cambio y los arraigados intereses que lo rechazan. Hasta ahora, por lo general, hemos sido meros espectadores de esa lucha, pero podemos hacer mucho más para consolidar la posición de los reformadores. Para ello, sin embargo, habrá que recurrir a instrumentos tales como la intervención militar, la promulgación de normas internacionales y la política comercial, que hasta ahora se han utilizado con otros fines. Los organismos que controlan estos instrumentos no están al tanto de los problemas de esos mil millones de personas ni tienen un especial interés en ellos, pero tendrán que ponerse al corriente, y los gobiernos tendrán que aprender a coordinar ese amplio abanico de medidas. 

Estas ideas abren nuevos horizontes a ambos lados del arco político. La izquierda tendrá que darse cuenta de que los métodos que tradicionalmente ha rechazado, como la intervención militar, el comercio y la estimulación del crecimiento, son herramientas fundamentales para alcanzar los objetivos que siempre ha perseguido. La derecha deberá entender que el problema de los países más míseros no se corrige solo, con el crecimiento global, como pasa con la pobreza en términos globales, y que si este problema se desatiende ahora, nuestros hijos vivirán en un mundo de inseguridad infernal. Es un problema que podemos resolver; es más, debemos resolverlo, pero para ello hace falta aunar voluntades.  

Este consenso exige un cambio de mentalidad no sólo dentro de los organismos dedicados al desarrollo, sino también entre las masas de electores, cuyas opiniones determinan lo que es o no posible. Sin un electorado informado, los políticos seguirán utilizando a los más pobres del mundo únicamente para hacerse la foto y no para promover una verdadera transformación. Este libro pretende un cambio de mentalidad; está escrito para que se lea, y por eso he prescindido de notas a pie de página y de toda esa lúgubre parafernalia típica del academicismo profesional. He tratado de escribir un texto que el lector pueda disfrutar, pero que nadie piense por ello que me he limitado a soltar un montón de banalidades. El libro se sustenta sobre un gran número de artículos especializados publicados en revistas profesionales y sometidos a evaluación anónima, algunos de los cuales están referenciados en las páginas finales.  

A menudo la investigación es como una búsqueda. Se empieza con una pregunta que parece imposible de responder: cuánta ayuda económica termina desviándose a gastos militares, o qué porcentaje de la riqueza de África se ha evadido del continente. ¿Cómo se hace para responder preguntas así? ¿Preguntando a los ejércitos tercermundistas de dónde obtienen el dinero? ¿Llamando a la puerta de los bancos suizos y pidiéndoles que nos muestren sus cuentas africanas? Hay otra manera de obtener las respuestas, y es de índole estadística. Pero esta información contrasta con las rudimentarias imágenes que suelen conformar lo que sabemos del mundo (o lo que creemos que sabemos). La imagen de la rebeldía, por ejemplo, es ese póster del Che Guevara tan omnipresente en las habitaciones estudiantiles de mi generación, un póster que pensaba por nosotros. Nuestras ideas sobre los problemas de los países más pobres están saturadas de imágenes así, y no sólo de revolucionarios nobles, también de niños famélicos, empresarios desalmados y políticos corruptos. Somos prisioneros de esas imágenes, y no sólo nosotros sino también los políticos, que actúan en función de nuestros deseos. La pretensión de este libro es que el lector vaya más allá de esas imágenes. En ocasiones las haré añicos. Y mi martillo será el testimonio irrefutable de la estadística.  

Para este análisis estadístico he confiado en unos cuantos colaboradores jóvenes, a muchos de los cuales el lector tendrá la oportunidad de conocer en las siguientes páginas. Uno de ellos, Anke Hoeffler, ha desempeñado una tarea fundamental en gran parte de este libro. Llevamos una década trabajando juntos y conformando un tándem en el que yo ejerzo el papel del catedrático increíblemente pesado y Anke, más o menos, mantiene la calma y saca el trabajo adelante. Quien quiera hacerse una idea un tanto exagerada de cómo trabajamos, que se imagine a Morse y Lewis, los protagonistas de la famosa serie de detectives británica, pues, tal y como les ocurre a estos personajes, nuestra investigación también suele enredarse en un montón de pistas falsas. Sin embargo, aunque tengo mi base de operaciones en Oxford –como Morse–, mis colaboradores componen un colectivo de lo más internacional. Como el lector ya habrá adivinado, Anke es alemana, pero también están Mans, que es sueco, Lisa, que es francesa, Steve, un estadounidense de origen irlandés, Cathy, afroamericana, Victor, de Sierra Leona, y Phil, australiano. No son más que algunos nombres de una larga lista, pero bastan para que el lector se haga una idea. Lo que todas estas personas tienen en común es la paciencia para ser concienzudos en su trabajo y la inteligencia necesaria para dominar técnicas arduas y conocimientos muy complejos. La obra que el lector tiene en sus manos no habría sido posible sin el concurso de mis colaboradores, pues no habría habido resultados en los que basar el relato. Este libro es el dibujo que se forma cuando se unen los puntos; pero los puntos, en sí mismos, también constituyen un relato. Aunque no es un libro sobre la investigación, espero que a lo largo de sus páginas el lector se forme una idea aproximada de cómo se investiga hoy día, y que experimente parte de la emoción que se obtiene al resolver problemas inextricables.

PRIMERA PARTE

DEFINICIÓN DEL PROBLEMA

I

REZAGADOS Y FRACASADOS: EL CLUB DE LA MISERIA

E

l Tercer Mundo se ha reducido. Durante los últimos cuarenta años, el desafío del desarrollo consistió en el enfrentamiento entre un mundo rico de mil millones de personas y otro pobre de cinco mil millones. Los Objetivos de Desarrollo del Milenio fijados por las Naciones Unidas para supervisar el progreso en materia de desarrollo hasta 2015 sintetizan ese enfoque. Sin embargo, cuando lleguemos a 2015 esta forma de considerar el desarrollo se habrá quedado obsoleta. La mayoría de esos cinco mil millones, un ochenta por ciento, vive en países que, efectivamente, están desarrollándose, y con frecuencia a una velocidad increíble. El verdadero desafío del desarrollo viene planteado por la permanencia en los últimos puestos de la economía mundial de un grupo de países rezagados y, en no pocos casos, sumidos en un estrepitoso fracaso.

Este auténtico club de la miseria convive con el siglo XXI, pero su realidad es la del siglo XIV: guerras civiles, epidemias, ignorancia. La inmensa mayoría de sus miembros se concentra en África y Asia central, a los que hay que añadir algunos casos aislados en otras latitudes. Incluso en la década de 1990, que en retrospectiva se antoja una etapa dorada entre el final de la Guerra Fría y los atentados del 11 de Septiembre, las rentas en ese grupo disminuyeron en un cinco por ciento. Tenemos que acostumbrarnos a invertir las cifras a las que estábamos habituados: ahora hay un total de cinco mil millones de personas que ya son prósperas o, cuanto menos, van camino de serlo, y mil millones que están estancadas en la miseria.  

Es un problema importante, y no sólo para esos mil millones de personas que viven y mueren en condiciones propias de la Edad Media, sino también para nosotros. El mundo del siglo XXI, este mundo de bienestar material, viajes internacionales e interdependencia económica, será cada vez más vulnerable ante estas grandes bolsas de caos económico y social. Y el problema es importante ahora mismo, pues, a medida que los países del club de la miseria se vayan descolgando de una economía mundial cada vez más compleja, la integración les resultará cada vez más difícil. 

Sin embargo, éste es un problema que los que se dedican al desarrollo, tanto en su vertiente empresarial como en la propagandística, se niegan a reconocer. La vertiente empresarial la integran los organismos de cooperación y las compañías que obtienen los contratos para los proyectos de las primeras. Ambos se oponen, con tenacidad de burócratas que ven peligrar su estatus, a la tesis que vengo formulando, pues prefieren que las cosas se queden tal como están. Una definición de desarrollo que englobe a cinco mil millones de personas les da vía libre para introducirse en todas partes o, mejor dicho, en todas partes menos en el club de la miseria. Ahí, en el furgón de cola de la economía mundial, las condiciones son bastante duras. Todos los organismos de desarrollo tienen dificultades para que su personal acepte trabajar en Chad o en Laos; los destinos más glamourosos son China o Brasil. El Banco Mundial tiene grandes oficinas en todos los países de renta media de cierta importancia, pero ni un solo funcionario en la República Centroafricana. Así pues, que nadie espere que el brazo empresarial del desarrollo vaya a cambiar de enfoque por iniciativa propia. 

La propaganda del desarrollo la generan las estrellas de rock, los famosos y las ONG, y, dicho sea en su honor, sirve para centrar la atención en la situación desesperada de los miembros del club de la miseria. Gracias a su labor, África figura en la agenda del G-8. Sin embargo, este brazo propagandístico del desarrollo, obligado a generar eslóganes, imágenes e indignación, no tiene más remedio que simplificar sus mensajes. Por desgracia, aunque la penosa situación de los mil millones más pobres del mundo se presta a simplezas moralizantes, las soluciones exigen algo más. Estamos ante un problema que debe abordarse mediante varias medidas simultáneas, algunas de ellas aparentemente contrarias al sentido común, y no podemos basar la estrategia en esta especie de farándula del desarrollo, que en ocasiones es todo corazón y nada de cabeza. 

Por lo que respecta a los gobiernos de los países más pobres, las condiciones imperantes propician los casos extremos. A veces sus dirigentes son psicópatas que han llegado al poder mediante el asesinato; otras veces son sinvergüenzas que lo han hecho a base de comprar a todo el mundo; y otras son personas valerosas que, por increíble que parezca, se empeñan en construir un futuro mejor para su país. En estos Estados, la apariencia de gobierno moderno no es en ocasiones más que una simple fachada, como si sus dirigentes representasen un papel teatral. Se sientan a las mesas de negociación internacionales, como la Organización Mundial de Comercio, pero no tienen nada que negociar. Ni siquiera cuando sus sociedades se van a pique dejan de ocupar esos sillones: años después de que el Gobierno de Somalia dejara de existir como tal, sus representantes oficiales todavía se presentaban en los foros internacionales. Por consiguiente, no cabe esperar que los gobiernos de los países del club de la miseria vayan a unirse para formular estrategias de tipo práctico: se encuentran divididos entre héroes y villanos, y de algunos apenas si puede decirse que ejerzan un poder real. Para que en el futuro nuestro mundo sea habitable, los héroes deberán hacerse con la victoria, pero los villanos cuentan con las armas y con el dinero, y por ahora van ganando. Así seguirán las cosas a menos que cambiemos radicalmente de enfoque. 

En su día, todas las sociedades fueron pobres, pero la mayoría está levantando cabeza; ¿por qué las demás no lo consiguen? La respuesta está en las trampas. La pobreza en sí no es una trampa; de lo contrario todos seguiríamos siendo pobres. Visualicemos, por un momento, el desarrollo como una serie de toboganes y escaleras. En el moderno mundo globalizado existen algunas escaleras fabulosas: la mayoría de las sociedades las está utilizando para subir. Pero también hay unos cuantos toboganes, por los que se precipitan ciertas sociedades. Los países más pobres son una minoría sin suerte, y además están estancados.

LAS TRAMPAS Y LOS PAÍSES ATRAPADOS EN ELLAS

Imagine el lector que su país es pobre de solemnidad, con la economía prácticamente estancada y muy pocos habitantes con cierta preparación. Tampoco hay que esforzarse mucho para imaginar semejante panorama, pues así es como vivían nuestros antepasados. A base de trabajo, ahorro e inteligencia, una sociedad puede salir paulatinamente de la pobreza…, siempre que no se quede atrapada. Las trampas al desarrollo se han convertido en un tema de discusión académica muy en boga, con una polarización entre la izquierda y la derecha bastante previsible. La derecha tiende a negar que existan las trampas al desarrollo y a afirmar que todo país que adopte políticas sensatas escapará de la pobreza. Por su parte, la izquierda tiende a considerar que el capitalismo global, por su propia naturaleza, genera una trampa de pobreza.

Aunque el concepto de trampas al desarrollo lleva mucho tiempo en circulación, últimamente se asocia a la obra del economista Jeffrey Sachs, que se ha centrado en las consecuencias de la malaria y otras enfermedades. La malaria no deja que los países salgan de la pobreza y, como son pobres, su potencial de mercado para una vacuna no es lo bastante elevado como para que las compañías farmacéuticas inviertan las enormes sumas necesarias en su investigación. Este libro trata de cuatro trampas a las que se ha prestado menos atención: la trampa del conflicto, la trampa de los recursos naturales, la trampa de vivir rodeado de malos vecinos y sin salida al mar, y la trampa del mal gobierno en un país pequeño. Como muchos países en vías de desarrollo que ahora comienzan a prosperar, todos los países sobre los que versa este libro son pobres. Su rasgo distintivo es que se han quedado atrapados en alguna de esas trampas. Ahora bien, las trampas no son inexorables: con el tiempo, algunos países las han burlado y han empezado a recuperar terreno. Pero, por desgracia, últimamente este proceso de recuperación se ha detenido. Los países que lograron zafarse de las trampas durante la última década han tenido que afrontar un nuevo problema: ahora el mercado global es mucho más hostil hacia los recién llegados que en la década de 1980. Es muy probable que los países que acaban de escapar de las trampas al desarrollo hayan perdido el tren y se encuentren en una especie de limbo en el que el crecimiento se ve limitado por factores externos; mi análisis de la globalización lo centraré en este asunto. Cuando, en la década de 1980, Mauricio se libró de las trampas, se aupó vertiginosamente a los niveles de renta media; cuando, dos décadas después, la vecina Madagascar logró hacer lo propio, no subió a ninguna parte. 

La mayoría de los países se ha mantenido alejada de las trampas que analizo en este libro, pero otros, la suma de cuya población ronda los mil millones de personas, han caído en ellas. Varias definiciones subyacen a esta afirmación. Por ejemplo, una de las trampas tiene que ver con carecer de salida al mar, aunque el hecho de no tener salida al mar no constituye por sí solo una trampa. Ahora bien, ¿cuándo carece un país de salida al mar? Se podría pensar que basta con mirar un atlas para saberlo. Pero, ¿qué decir de Zaire, el inmenso país africano que tras el ruinoso mandato del presidente Mobutu decidió, comprensiblemente, cambiarse el nombre por el de República Democrática del Congo? Está prácticamente encajonado sin salida al mar, pero posee una minúscula franja litoral. Y Sudán también tiene algo de costa, pero la mayor parte de sus habitantes vive muy lejos de ella. 

Al definir estas trampas me he visto obligado a trazar unas líneas un tanto arbitrarias, lo cual ha generado ciertas zonas grises. La mayoría de los países en vías de desarrollo se dirige claramente hacia la prosperidad, mientras que otros viajan con idéntica determinación hacia lo que bien podemos denominar un agujero negro. Sin embargo, hay un tercer grupo sobre el que no es posible pronunciarse con certeza. A lo mejor Papúa Nueva Guinea va camino del éxito; así lo espero, y así he clasificado este país, pero algunos especialistas rechazarán incrédulos mi pronóstico. Toda decisión subjetiva se presta a críticas. En cualquier caso, esas discusiones no invalidan la tesis de fondo, a saber: que existe un agujero negro y que muchos países, en lugar de encaminarse hacia la prosperidad, se dirigen indiscutiblemente hacia él. Conforme avance el libro se irá aclarando el fundamento de esas decisiones subjetivas; de momento, tenga el lector por seguro que las líneas que he trazado están justificadas.  

Según estas líneas, en el año 2006 había 980 millones de personas viviendo en esos países atrapados. Puesto que sus poblaciones continúan creciendo, cuando el lector lea este libro la cifra rondará los mil millones. El setenta por ciento de estos individuos se encuentra en África, y la mayoría de los africanos vive en países que han padecido alguna de las trampas mencionadas. Así pues, África es el meollo del problema, y el resto del mundo se ha dado cuenta; basta con fijarse en la evolución de las comisiones internacionales sobre desarrollo. La primera de cierta importancia, la Comisión Pearson, se estableció en 1970. Dirigida por un antiguo primer ministro de Canadá, de quien tomó el nombre, abordó el problema del desarrollo desde un prisma

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