Kukum
Por Michel Jean
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Contado en un tono intimista, el relato de Almanda, que se desarrolla a lo largo de un siglo, expresa el apego a los valores ancestrales y a la necesidad de libertad que aún hoy sienten los pueblos nómadas.
Premio literario France-Québec
Finalista premio Jacques Lacarrière
Más de 150.000 ejemplares vendidos en Canadá
Michel Jean
MICHEL JEAN is a writer, TV news anchor, and investigative journalist. The author of eleven books, he also writes and curates short stories and has edited two French-language collections showcasing Indigenous writers: Amun (2016) and Wapke (2021). In his 2012 novel Elle et nous, he opened up about his own Indigenous origins for the very first time. Kukum won the Prix France-Québec in 2020. Michel is Innu from Mashteuiatsh and much of his writing reflects his Indigenous origins.
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Kukum - Michel Jean
Tiempo De Papel
Kukum
First published by Tiempo de Papel 2022
Copyright © 2022 by Tiempo De Papel
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First edition
ISBN: 978-84-09-38306-1
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Publisher LogoContents
Créditos
Kukum
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NISHK
HUÉRFANA
PEKUAKAMI
EL INDIO
POINTE-BLEUE
COMPROMISO
PÉRIBONKA
EL WINCHESTER
PILEU (4)
LAS PASSES-DANGEREUSES
TERRITORIO
TRAMPAS
AGUJAS
INNU-AIMUN
LA MONTAÑA SAGRADA
LA CAZA MAYOR
REGRESO
LA FOURCHE MANOUANE (5)
LA TIENDA DE LA BAHÍA DE HUDSON
TÓRTOLAS TRISTES
LA BODA
RELATO
LA JOROBA DE LA CANOA
TRINEOS
REENCUENTRO
NASKAPIE
ANTES
SOLA EN EL MUNDO
AZÚCAR DE ARCE
NOCHEBUENA
CUENTAS
ANNE-MARIE
LA CABAÑA
ELECCIÓN
AUSENCIAS
PESSAMIT
MISTOOK
LA NÁUSEA
LOS MADEREROS
BOOMTOWN (7)
FERROCARRILES
DESGAJE
EL MAL
EL INMUEBLE DE CATORCE VIVIENDAS
ACERAS
EL JEFE (8)
OCASOS
CÍRCULO
Cobh (Queenstown), Irlanda, 1875
NOTA DEL AUTOR
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Créditos
Título: Kukum
© Michel Jean (Agence littéraire Patrick Leimgruber), 2019
La obra original fue publicada primero en francés (Canadá) bajo el título
Kukum
por Libre Expression, Montreal, 2019
© Traducción de Luisa Lucuix Venegas
© Tiempo de papel ediciones 2021 para la edición en español.
C/ Polo y Peyrolón, 1
46021 Valencia
info@tiempodepapelediciones.com
© Imagen de portada: Marike Paradis
© Créditos fotográficos: Carine Valin: 50-51 y 154 (2); Musée McCord: 167 y 186;
Jeannette Siméon: 183 y 210; Michel Jean: 154 (1) y 220
© Foto del autor: Julien Faugere
Imprenta: Estugraf
Maquetación: Ártico Digital
Agradecemos el apoyo financiero de la SODEC a la traducción de este libro.
https://sodec.gouv.qc.ca/a-propos/logos
ISBN: 978-84-09-38307-8
ISBN EBOOK: 978-84-09-38306-1
DEPÓSITO LEGAL: V-644-2022
Primera edición: marzo de 2022
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción,
distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar
con autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los
derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual
(arts. 270 y sgts. Código Penal).
Kukum
Michel Jean
Traducción de Luisa Lucuix Venegas
-
En memoria de France Robertson.
-
Apu nanitam ntshissentitaman anite uetuteian
muku peuamuiani nuitamakun
e innuian kie eka nita tshe nakatikuian.
«No siempre me acuerdo de dónde vengo
cuando duermo, mis sueños me recuerdan quién soy
mis orígenes no me abandonarán nunca.»
JOSÉPHINE BACON
Tshissinuatshitakana
Palos mensajeros [LL1] [1]
La cita pertenece al libro de poemas de Joséphine Bacon, Tshissinuatshitakana /Bâtons à message, publicado por la editorial de Montreal Mémoire d’Encrier en 2009. La traductora y profesora asociada de la Universidad de Nuevo Brunswick Sophie M. Lavoie lo traduce como Palos mensajeros en su traducción al español del poema del mismo libro «Los maestros», disponible en Internet, en la web colaborativa del proyecto Siwarmayu. He mantenido este título. (Todas las notas son de la traductora [LL1]
NISHK
Un mar en medio de los árboles. Agua hasta donde alcanza la vista, gris o azul, según el humor del cielo, atravesada por corrientes heladas. Este lago es hermoso y aterrador al mismo tiempo. Desmesurado. Y la vida en él es tan frágil como ardiente.
El sol asciende en la bruma de la mañana, pero la arena todavía está impregnada del frescor de la noche. ¿Cuánto tiempo llevo sentada frente a Pekuakami?
Mil manchas oscuras bailan entre las olas y graznan con insolencia. El bosque es un universo de disimulo y de silencios. En él, presas y predadores compiten en habilidad para fundirse con el paisaje. Sin embargo, el viento porta el estrépito de las aves migratorias mucho antes de que estas se muestren en el cielo, y nada parece capaz de contener su cotorreo.
Estos gansos salvajes aparecen al comienzo de mis recuerdos con Thomas. Hacía tres días que nos habíamos marchado, remando hacia el noreste sin alejarnos de la seguridad de la orilla. A la derecha, el agua. A la izquierda, una línea de arena y de peñascos se erigía delante del bosque. Avanzaba entre dos mundos, sumergida en una euforia que no había sentido nunca.
Cuando caía el sol, acostábamos en una bahía protegida del viento. Thomas montaba el campamento. Yo le ayudaba lo mejor que podía mientras lo acribillaba a preguntas, pero él se contentaba con sonreír. Con el tiempo, comprendí que, para aprender, había que observar y escuchar. No servía de nada preguntar.
Aquella tarde, se sentó sobre los talones y colocó sobre sus rodillas el ave que acababa de abatir, un animal muy graso cuyas plumas se dispuso a arrancar empezando por las más gruesas. Es un trabajo que exige minuciosidad, porque, si se hace con prisas, el extremo se rompe y se queda clavado en la carne. Hay que tomarse su tiempo. En el bosque así es como suele ser.
Una vez desembarazado el animal de su plumaje, lo pasó por el fuego para quemar el plumón. A continuación, con la hoja del cuchillo le raspó la piel, esta y su preciada grasa. Luego suspendió el ganso encima de las llamas para asarlo.
Yo preparé té y comimos en la arena mirando el lago negro bajo un cielo estrellado. No tenía ni idea de lo que nos aguardaba, pero, en ese momento preciso, supe que todo iría bien, que había tenido razón al fiarme de mi instinto.
Él apenas hablaba francés y yo todavía no hablaba innu-aimun. Pero aquella noche, en la playa, envueltos en el aroma de la carne asada, a mis quince años, por primera vez en mi existencia, me sentía en mi sitio.
Desconozco cómo terminará la historia de nuestro pueblo. Pero, para mí, comienza con aquella cena entre el bosque y el lago.
Levantando el vuelo. Serigrafía, Thomas Siméon.
HUÉRFANA
Crecí en un mundo inmóvil en el que las cuatro estaciones determinaban el orden del día. Un universo de lentitud en el que la salvación dependía de un pedazo de tierra que había que labrar y volver a labrar sin descanso.
Mis recuerdos más antiguos se remontan a la cabaña donde vivíamos, poco más que una modesta casa de colonos de madera, cuadrada, con un tejado a dos aguas y una única ventana en su fachada. Delante, un camino de arena. Detrás, un campo arrancado al bosque con el sudor de la frente.
Es una tierra pedregosa, pero los hombres la tratan como un tesoro, la remueven, la abonan, la despedregan. A cambio, esta solo da unas verduras insípidas, un poco de trigo y heno para alimentar a las vacas, que dan leche. Que la cosecha fuera buena o no, dependería del tiempo. El Cielo decidiría, decía el cura. Como si Dios no tuviera otra cosa que hacer.
De mis padres no conservo ningún recuerdo. A menudo traté de imaginarme sus rostros… Mi padre era alto, fuerte y determinado. Tenía unas manos poderosas. Mi madre era rubia, de ojos azules como los míos. Tenía las facciones finas, era afectuosa, cariñosa. Aquellas dos personas solo existían en mi mente de niña, por supuesto. ¿Quién sabe cómo eran mis progenitores de verdad? En realidad no importa. Pero me gusta pensar que la fuerza y la dulzura habitaban en ellos.
Crecí junto a una mujer y un hombre a los que yo llamaba «tía» y «tío». No sé si me quisieron, pero me cuidaron. Hace mucho tiempo que murieron y la casa del final del río À la Chasse se quemó. La tierra, sin embargo, todavía sigue ahí. Ahora todo el espacio lo ocupan los campos. Los granjeros, aferrados a sus parcelas, rodean ahora a Pekuakami.
El viento se levanta y se acerca a lamerme el rostro cansado. El lago se agita. No soy más que una anciana que ha vivido demasiado. A ti al menos, lago mío, no pueden hacerte nada. Eres inmutable.
PEKUAKAMI
El silbido resuena en el aire templado. Estridente, ininterrumpido.
En cuanto el tren entra en la comunidad, empieza a aullar y no se detiene hasta que no sale, sin importar la hora del día o de la noche. Cuando dejaron de poder ir a sus territorios de caza, a muchos les dio por beber. A veces algunos se quedaban dormidos en los raíles. Hubo varios accidentes. De modo que los jefes de tren ralentizan y accionan la sirena para que los innus se quiten de las vías y les dejen proseguir su camino.
En cuanto a mí, prefiero ignorarlo. Me concentro en el lago que tengo delante, en sus olas que muerden la arena y vienen susurrando a morir a mis pies. Esta mañana, el viento trae su llovizna y esta me moja la piel. Así, somos uno: Pekuakami, el cielo y yo.
He vivido casi un siglo a su lado. Conozco cada una de sus bahías y todos los ríos que desembocan o parten de él. Su canto cubre el estrépito de los caballos de metal, aplaca la humillación. Y, si a veces se enfada, su cólera siempre termina por pasar.
Nosotros lo respetábamos, temíamos su poder, y nadie se aventuraba lago adentro, porque el viento que se levanta sin avisar puede engullir las canoas imprudentes. Hoy se ha convertido en una especie de área de juegos y, con sus enormes barcos de motor, los humanos se divierten en él. Han manchado sus aguas, lo han vaciado de sus peces. Lo recorren incluso a nado, le han dado el nombre de un santo. Ya no respetan su grandeza.
Sin embargo, es el único lago de Nitassinan (2) imposible de atravesar con la mirada. Al igual que ocurre con el océano, hay que imaginarse la otra orilla. Yo todavía lo consigo. Cuando cierro los ojos aparece aquel que los ancianos llamaban Pelipaukau, el río en el que la arena se desplaza. En su desembocadura, el agua parece inmóvil de la lentitud con la que fluye por entre los bancos de arena clara, como si su largo viaje desde los montes Otish allá arriba la hubiera agotado.
Brotan las imágenes de mi encuentro con el río y, como hace casi cien años, el corazón se me encoje. Todavía. Vuelvo a verme en aquella canoa con él. Nos deslizamos en silencio por la superficie lisa. Me dispongo a adentrarme en un mundo del que solo sé lo que él me ha contado. Los primeros vértigos son los más poderosos.
No era mucho mayor que yo. Pero su mirada ya destilaba una sabiduría y una fuerza que me conquistaron. Thomas me describió el Péribonka con aquella economía de palabras que yo aprendería a apreciar. Aunque su voz cantarina pudiera parecer dubitativa en algunos momentos, nunca vi un hombre más seguro de sí mismo. Cuando la canoa se introdujo por el río y ante mis ojos se abrió el Péribonka, el corazón me dio un brinco.
Hoy han construido una ciudad, pero en aquella época los bancos de arena ocupaban todo el horizonte. Al igual que el Ashuapmushuan y el Mistassini, el Péribonka abría un camino hacia el norte. Nos llevaba hasta el territorio de caza de los Siméon.
La calma de su estuario era engañosa. Pronto las aguas se hincharían, la corriente se aceleraría y, ante nosotros, se dibujarían unas cascadas infranqueables que habría que rodear a pie. Este río posee múltiples caras.
Al final del camino se encontraba el lago alargado que me había descrito Thomas, más allá de las montañas cuyas cimas se dibujaban en el horizonte. Con quince años, todavía era fácil soñar. Pero aquello que estaba a punto de descubrir era más majestuoso que todo lo que imaginaba.
2-Nuestra tierra», en innu-aimun. Territorio ancestral del pueblo innu, situado en la parte oriental de la península del Labrador, al este de Canadá.
EL INDIO
Mi tío era de esos hombres que cada día se levantaban antes del alba, engullían un pedazo de torta, se bebían el té ardiendo y salían a labrar su tierra. Bajo y fornido, tenía un rostro consumido que parecía siempre preocupado. Sus inmensas manos, salpicadas de manchas por las horas pasadas bajo el sol, mostraban las marcas de una vida de trabajo duro.
Mi tía se recogía el cabello ya gris en un moño que le confería, creía ella, un aire distinguido. Endeble, sus facciones demacradas traslucían su cansancio; era piadosa y se entregaba de lleno al trabajo, porque Dios nos había dado la tierra para que cuidáramos de ella, decía.
Vivir en la granja es una cuestión de sacerdocio. Los agricultores se imaginan que su tierra los protege del salvajismo. En realidad, los convierte en sus esclavos. Los niños trabajan en ella al igual que los adultos. Yo ordeñaba las vacas por la mañana antes de ir al colegio y a la vuelta, al