5 Wigamba: La infección
Por Marcus van Epe
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El incesante llamado de Wigamba resuena en la mente de Berenice. Debe volver a Nueva Alejandría, donde el maestro vudú le ha tendido una trampa difícil de eludir. Pero algo sale mal y la infección zombi se desencadena, pues el viejo doctor Darsen ha dado con la fórmula para zombificar por contagio. Por fortuna, ahora la chica ha conseguido un nuevo aliado en el Comadreja, quien se ha metido en la trama en busca de aventura. Antes de leer este libro adquiere "1 Wigamba - El hacedor de zombis" en este mismo sitio.
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5 Wigamba - Marcus van Epe
5 Wigamba
La infección
Marcus van Epe
Smashwords edition
Copyright: 12 Editorial AC / Alejandro Bernardo Volnié Abuásale - 2012
Cover design: COVALT | www.covalt.com.mx
Cover image: Ron Chapple | Dreamstime.com
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Contenido
Lo siento, Berenice
Un hallazgo inquietante
Desconfianza
Necesito protección
Un nuevo vecino
Una partida de caza
¡Detente o disparo!
¡Levántalo!
No es más que un cadáver
Necesitamos hablar
Lo siento, Berenice
La madre de Berenice despertó poco después del amanecer, invadida por la culpa. La noche pasada, al acostarse, seguía molesta con su hija. Buscaba la explicación de su alejamiento, que se había ido acentuando con el correr de los años, así que se dio a recapacitar, a traer de su memoria cada evento y cada instancia de su relación, desde los tiempos en que aún era una niñita hasta los meses recientes.
Por primera vez en su vida intentó visualizar su relación desde una óptica distinta, sustrayéndose de las escenas que iba recordando para contemplarse como si las actuara un ser distinto; entonces las respuestas comenzaron a aparecer en una sucesión congruente, iluminadas por la luz de la lógica.
Una vez viéndose desde fuera, logró percibir que había relegado a su hija, que la había puesto por debajo de su nueva pareja, quizá por temor a la soledad. ¡Se había equivocado!, ahora estaba segura. ¿Cómo llegó a pensar que un hombre pudiera ser más importante que su niña, que era su propia sangre y su vía de trascendencia en este mundo; y que era tan parecida a ella que la gente las confundía en las fotografías de su adolescencia?
Al recordar la primera vez que Berenice, todavía pequeña, le insinuó que su padrastro se le había acercado de un modo que la asustó, ella tomó partido con él sin detenerse a pensarlo. ¿Acaso había estado ciega? Sabía bien que el hombre era afecto a la cerveza, quizá un poco más de lo conveniente. Lo había visto llegar pasado de copas un buen número de veces. Lo más probable era que su hija hubiera dicho la verdad.
Pero no sólo se negó siquiera a considerar que pudiera ser cierto, sino que, cuando la situación se repitió, reaccionó de modo aún más violento. Ahora comprendía que la había movido el temor, pues ya sospechaba que su hija le decía la verdad, pero la solución práctica, la inmediata, la que la salvaba de la soledad, era negarlo todo a cambio de conservar a su lado a ese sujeto, que de otro modo debería sacar de su vida sin dilación.
Ignoraba que el intento de pase de su pareja se había repetido poco antes, pues esta vez Berenice simplemente se calló para evitar conflictos y decidió marcharse sin dar aviso, de modo que resultara menos dura la partida, aunque pensando en llamar a casa en cuanto se hubiera instalado en otra ciudad.
Por eso al despertar, una vez procesados lo recuerdos durante la noche de sueño, veía las cosas de manera muy distinta y se sentía culpable. Volteó a ver a su hombre bajo las cobijas, que le daba la espalda. Respiraba emitiendo ese silbido que delataba su acendrado vicio por el tabaco, y comprendió que ni siquiera estaba segura de amarlo. Quizá siguiera a su lado por simple costumbre.
Pero a su hija sí que la amaba, aun si en los años recientes no había sido capaz de demostrárselo. Pensó en buscarla de inmediato para darle el beso y el abrazo omitidos la tarde anterior. Para pedirle perdón y escuchar lo que tuviera que decir. La dejaría hablar sin interrupciones hasta que descargara su alma en ella, y al terminar quizá corriera a su pareja de la casa, que a fin de cuentas era de ellas dos, legada por el padre biológico de Berenice.
Así que se levantó, se puso la bata y las chanclas, y fue al cuarto de su hija. Al llegar giró suavemente la perilla, evitando hacer ruido pues suponía que aún dormía. Pensaba despertarla con un beso, entregarle una sonrisa dulce y sentarse a escucharla tras un fuerte abrazo.
Ignoraba que llegaba tarde. La recibieron la cama vacía, impecablemente tendida, y el cuarto bien ordenado. Por no dejar se asomó al baño, aunque sabía que tampoco ahí la encontraría. Los ojos se le anegaron mientras paseaba la vista por la habitación. Se echaba la culpa por su ausencia. ¡La había tratado tan mal la tarde anterior…!
Una hoja de papel sobre el buró llamó su atención. La tomó enseguida. ¡Era una carta! Encendió la luz para leer:
Mamá:
Debo marcharme otra vez. Lo que sucede es muy difícil de explicar en pocas palabras, y es probable que de cualquier modo no lo creas o no lo puedas comprender. Estaré bien, debes confiar en ello. No sé si podré hablarte pronto, pero te prometo que volveré en cuanto pueda.
Por favor deja a la policía fuera de esto. Diles que ya aparecí para que no me busquen, y no dejes de pensar en mí, pues si lo haces podré escuchar tus pensamientos y ello me ayudará a mantener la calma y la determinación para resolver la tarea que tengo por delante.
Yo pensaré en ti cada día que pase.
Te quiero mucho,
Berenice.
La mujer leyó la carta de corrido. Sus ojos anegados comenzaron a escurrir. Cuando releyó la carta sus lágrimas la manchaban. Al intentar leerla por tercera vez ya no pudo. Su visión estaba nublada y ella sollozaba.
¿Por qué?
, se preguntó, ¿por qué no le dije ayer todo lo que hoy ya no podré decirle? ¡Es mi culpa otra vez!
Salió de la habitación y bajó las escaleras. Fue al rincón más oscuro de la sala, todavía en las penumbras del amanecer incipiente, y se sentó a pensar. No sabía que había perdido a Berenice apenas por unos cuantos minutos. En ese momento ella colgaba el teléfono y emprendía la marcha hacia el lugar donde se había citado con el Comadreja.
En el restaurante a la salida de la carretera Berenice se sentaba frente a un plato vacío, al que poco antes llenaba una orden de hotcakes con tocino. Los había comido hasta dejar el plato limpio. Ni siquiera quedaba la abundante porción de miel de maple con las que los bañó. Un solo plato le había bastado para quedar satisfecha, lo que en cierto modo le devolvía la tranquilidad. Si bien se trataba de su segundo alimento en apenas un par de horas, resultaba mucho menos que las cantidades increíbles que debió comer el día anterior para saciarse. Ahora confiaba en que su apetito volvería a la normalidad.
Ocupaba una mesa pegada al ventanal, por la que el sol de la mañana, todavía rasante, brillaba intensamente. Consultó la hora en el reloj de pared tras la barra. Ya daban las siete, el