Reliquias
Por Tamara Romero
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Una reina espera a su rey desaparecido acompañada de su pantera. Una relación rota hace que Varla se encierre en un guardamuebles. Una madre y su hija llevan a su muñeca al hospital mientras el hombre pisa por primera vez la Luna. Una adolescente asesinada, unas ranas que explotan y la Reina de la Lejía se cruzan en Llave Oxidada. Un hombre se topa con el diablo en la autopista todos los días.
Una colección de once relatos escritos y publicados en diversas antologías entre 2014 y 2021.
Auténticas reliquias.
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Reliquias - Tamara Romero
RELIQUIAS
Primera edición: Septiembre 2023
Copyright © Tamara Romero, 2023
Todos los derechos reservados. Los personajes y hechos que se detallan en estas historias son ficticios. Cualquier similitud con personas o situaciones reales sería totalmente casual y no intencionada por parte de la autora. Todas las historias han aparecido publicadas previamente en otros libros y antologías colectivas.
Quedan prohibidos, sin la autorización expresa y escrita del titular del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea eléctrico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra. Si necesita reproducir algún fragmento de esta obra, póngase en contacto con la autora.
Este libro es solo un archivo. Recoge una serie de relatos escritos entre 2014 y 2021, publicados en diversas antologías colectivas. Algunos fueron encargos específicos. Otros nacieron de mis propios delirios. La escritura muta con el paso de los años y estas historias contienen todos esos residuos weird y sci-fi que he ido dejando atrás. En ellas están todos los excesos de mis inicios, los tics, el barroquismo primigenio, los nombres exóticos, las relaciones imposibles y los mundos incómodos. Quiero dar las gracias a los editores que los seleccionaron en su día y sobre todo a los lectores que los encontraron y posteriormente dieron una oportunidad a mis novelas.
Nos leemos pronto.
Tamara Romero,
Málaga, 30 de agosto de 2023
Reliquias
2014-2021
Tamara Romero
Hospital Clarence Halliday para Juguetes Enfermos
Sophie Kerby subió las escaleras en dirección al cuarto de su hija Lilly para constatar lo que la niña proclamaba a voz en grito: su muñeca Barbie había vuelto a vomitar. Por tercera vez en una semana, para ser exactos. Apartó con el tacón la marea de juguetes que yacían sobre la moqueta y se agachó para examinar la virtuosa mancha de color malva.
—Está enferma. Vamos al médico— dijo la pequeña Lilly Kerby.
—¿La has visto, Lilly? ¿Mientras lo hacía?
La niña asintió.
—¿O estabas jugando con el Señor Nils?— le preguntó, señalando el pato de peluche, desplomado sobre la cama.
—No. Estaba mirando y ha vomitado. Y se ha tocado la barriga primero. Vamos al médico. Pero que no le pinchen.
Sophie no pudo evitar inclinarse un poco más, como si rezara en memoria de un profeta, y acercar la nariz a la mancha. Olía a entrañas de plástico y a azúcar quemado. Se incorporó de nuevo y fue a buscar algún producto con el que limpiarla. No había podido eliminar del todo las otras, que habían impregnado la moqueta granate de sombras químicas en distintas habitaciones. Regresó con un cepillo y con una supuestamente poderosa crema blanca y frotó durante unos minutos, sin mucho éxito.
—La llevaremos al doctor mañana.
La niña negó con la cabeza, y Sophie supo por su gesto que se avecinaba un berrinche si no cedía a su voluntad.
—Tiene que ser hoy. Está muy enferma. Va a desmayarse— objetó la pequeña.
Recientemente Lilly había descubierto de forma tangencial la existencia de la muerte y para ella todo iba a desmayarse. A sus siete años no podía discernir bien la naturaleza de ese proceso y estaba convencida de que morirse era descansar durante un tiempo largo, tal vez un día entero. Como cuando vuelves de visitar a la abuela Marcia en Halifax y estás tan cansada después del viaje en coche que duermes mucho rato, le había dicho.
—¿Le has dado de comer esta semana?
Lilly asintió.
Observó el rostro compungido de su hija y cogió la muñeca. Tenía el gesto contraído, y diría que estaba más pálida que en los días anteriores, a pesar de que su perenne maquillaje seguía intacto. Detectó unos restos de vómito en la melena rubia y sintética.
—Está bien. Voy a lavarle el pelo. Baja a cenar y después nos iremos al médico. La sopa ya está lista.
Los muñecos orgánicos eran ya una realidad de la que cualquier familia americana difícilmente podía escapar. ¿Qué niño podría conformarse, a punto de entrar en la década de los setenta, con un trozo de plástico inerte ahora que el interior de los juguetes podía funcionar como un cuerpo humano? Con la prohibición gubernamental de tener animales domésticos en casa después de la Rabia Colectiva en octubre del 1961, la industria juguetera había experimentado una auténtica revolución. El fabricante Rudolph Fullop fue el pionero. Dispuesto a hacerse con la campaña de Navidad del sesenta y tres, presentó henchido de orgullo una colección de Muñecas Orgánicas, pequeños seres en miniatura que presentaban unas constantes vitales mínimas y albergaban reproducciones sintéticas completamente funcionales de los órganos internos. La administración puso el grito en el cielo, pero Fullop calmó los ánimos, asegurando que sus Muñecas Orgánicas no eran en absoluto conscientes.
—No piensan —había asegurado en incontables encuentros ante la prensa—. No sienten, ni sufren ni pueden desarrollar ningún tipo de pensamiento complejo. Solo son pequeños cuerpos que nuestros hijos se esmerarán en cuidar. Con mis Muñecas Orgánicas todos los niños de este país aprenderán a ser responsables.
Tal fue el furor que causaron aquellas pequeñas aberraciones que, al año siguiente, se convirtieron en el estándar juguetero. En la Navidad del sesenta y cuatro, todos los fabricantes se encargaron de llenar las estanterías de los grandes almacenes con un ejército de cuerpecitos sintéticos que comían y hacían sus necesidades, algo que fascinaba a todos los niños de la nación.
La pequeña Lilly Kerby, de siete años, no había conocido otro tipo de juguete. Estaba acostumbrada a alimentarlos regularmente con el suero fisiológico que ponía en marcha el aparato digestivo de sus muñecas y a observar sus reacciones físicas. Ponía en ello el mismo esmero que en la exhaustiva vigilancia de los botes de cristal donde plantaba legumbres para estudiar el crecimiento de las plantas. Sophie sabía que su hija, al contrario que muchos otros niños, era una muchacha responsable que cuidaba con mimo de sus muñecos orgánicos. Veía cómo les introducía el suero por la boca con la meticulosidad de un relojero. En cambio, otros niños se cansaban de sus flamantes juguetes semivivos a las pocas semanas. Se olvidaban de alimentarlos y enfermaban. Por eso habían empezado a proliferar las clínicas para juguetes. A nadie le gustaba que los muñecos muriesen —o se desmayasen, como decía Lilly—. Si se descuidaba su alimentación o se arrinconaban durante demasiados días, empezaba un inexorable cambio de color en su piel
y sus ojos de plástico se entornaban. Entonces había que llevarlos a la clínica para ver si existía alguna esperanza de resucitarlos.
Sophie lavó con esmero el cabello de la Barbie y acto seguido la sentó en la repisa del espejo sobre el lavabo. Miró fijamente los ojos pintados de la muñeca y se preguntó si había alguien ahí dentro. Acercó sus firmes pechos al oído y escuchó el latido de su minúsculo corazón. No podía negar que en más de una ocasión había sentido el impulso de practicar una incisión sobre el torso de alguna de las muñecas de Lilly para ver qué había allí exactamente, pero el material que conformaba la piel era de un grosor y dureza extraordinarios. Cuando ella era niña resultaba muy fácil separar las cabezas del cuerpo de las muñecas y llevarlas a papá decapitadas para que las arreglara. Con las muñecas orgánicas aquello era impensable.
Sin embargo, lo que más intrigaba a Sophie era aquel órgano que latía solo por defecto, más o menos como el suyo propio. Un año atrás, George, el padre de Lilly, había abandonado la casa familiar sin mirar atrás. Cogió el corazón de Sophie como si de un globo alargado se tratase, lo convirtió en un animal y lo colocó de nuevo en su cavidad torácica. No había sabido más de él. Todo apuntaba a que se mudó a California con su secretaria. El segundo lunes de cada mes recibía puntualmente un generoso cheque que cubría sin problema los gastos de manutención de su hija. En el remite, sus inequívocas iniciales. Su marido había sido reemplazado por una impersonal y previsible carta postal. Once meses después, Sophie empezaba a respirar sin dolor.
Mientras Lilly terminaba su sopa, Sophie encendió el televisor de la cocina. Como tantos otros millones de ciudadanos, aquel veintiuno de julio de 1969 tenía algo prodigioso que presenciar. El día anterior los tres hombres que integraban la misión Apolo 11; Neil Armstrong, Edwin Buzz
Aldrin y Michael Collins, habían conseguido alunizar con éxito en el Mar de la Tranquilidad. Los hechos extraordinarios —o las catástrofes descomunales— sirven para despegarnos de nuestras miserias durante unas horas y aferrarnos a la intensidad de una noticia. Es ese momento en que la realidad cobra tintes de ficción y pone de manifiesto el poder de las grandes historias. Y es entonces cuando los problemas propios se relativizan y nos dejamos arrastrar por una magnífica realidad colectiva.
Sophie, que cada día se entregaba por completo a su profesión —era modista—, había barajado durante aquella mañana la placentera posibilidad de disfrutar de los primeros pasos del hombre en la luna recostada en su diván, con un Banana Cooler en la mano y Lilly dormida desde hacía rato. Sin embargo, el percance de la muñeca enferma amenazaba con desbaratar el plan. Si Sophie no hubiera confirmado el deterioro de la muñeca por sí misma, habría conseguido convencer a su hija de que lo que necesitaba Barbie era descansar durante la noche y, por la mañana, si no se encontraba mejor, la llevarían al hospital. Pero la niña tenía razón. Aquello no tenía buena pinta.
Eran casi las ocho de la tarde cuando Sophie introdujo la llave en el contacto de su Dodge Coronet y arrancó en compañía de su hija, poniendo rumbo al Hospital Clarence Halliday para Juguetes Enfermos, a las afueras de Harrisburg. Lilly acunaba en sus brazos a la Barbie enferma y mantenía el gesto serio. Era una calurosa noche de verano y la carretera estaba desierta. Una de esas noches en las que no le hubiera importado conducir sin rumbo, abandonada a sus pensamientos. El mundo se había confabulado para no perderse la conquista del espacio y las calles eran superficies de cemento infinitas, ignoradas por las estrellas que escoltaban a los astronautas y que aquella noche abarrotaban el cielo de Pensilvania.
—Estás muy callada, cielo. ¿Qué te pasa?
Lilly no contestó.
—¿Seguro que no quieres contarme nada?
La cría negó con la cabeza, pero Sophie, conociendo la naturaleza habladora de su hija, intuyó que allí había gato encerrado.
Al contrario de lo que esperaba, el parking del Clarence Halliday estaba bastante concurrido. Había unos veinte vehículos estacionados. Tal vez la mitad pertenecía al personal del centro. ¿Cuánta gente podía trabajar allí? Sophie no tenía ni idea de cómo era aquel sitio. Nunca había visitado ninguna clínica de muñecas. Debido a que Lilly era tan responsable con el cuidado y la alimentación de sus juguetes, no habían tenido la necesidad de acudir a ninguna.
El Clarence Halliday no era un hospital al uso. Carecía de entrada de urgencias, no había cafetería, ni padres primerizos nerviosos fumando en la puerta, esperando la llegada de su primer hijo. Era una casa blanca, con contraventanas pintadas de color verde y una gran cruz escarlata plasmada sobre la puerta principal. Aquel lugar era la realidad que cualquier niño habría dibujado si le pidiesen que ilustrase el lugar donde se curaban los juguetes.
Sophie y Lilly bajaron del coche y justo en aquel momento se encendieron las luces del parking. En la puerta de la clínica se había formado una pequeña marabunta. Ajenos al prodigio selenita, un matrimonio bregaba con unos gemelos de unos cinco años que lloraban con total desconsuelo. El hombre arrastraba como podía un castillo hinchable multicolor que acababa de sacar de la parte trasera de su furgoneta. El castillo requería de acción urgente, pues parecía perder el aire que necesitaba para mantenerse en pie. Sophie ralentizó el paso y los observó, perpleja. Dos hombres con bata blanca y sendas bombonas de oxígeno salieron del hospital para ayudarlo y aplicar el aire comprimido sobre la fuga. Atendieron al castillo agonizante en el mismo aparcamiento, aplacando también los lloros de los gemelos al instante.
Ya en el interior de la clínica, la realidad pareció por un momento volver a sus cabales. Cierta dinámica de hospital se manifestó ante las recién llegadas: revistero, baldosas blancas, olor a medicamento, estetoscopios rodeando algunos cuellos, carteles preventivos. En el mostrador de recepción, una administrativa con gesto cansado atendía una llamada sin poder apartar la vista del pequeño televisor que alguien había colocado en un rincón de la sala de espera. Una nube de batas blancas apenas le permitía ver el programa especial que ofrecía conexión con el Lyndon B. Johnson Space Center en Houston, desde donde se dirigía la misión.
Sophie esperó pacientemente a que Susanne, según rezaba la placa clavada sobre su pecho izquierdo, colgara el teléfono. Versada en la multitarea, la recepcionista ya había avistado la muñeca pálida en los brazos de Lilly y tal vez ya había aventurado un conato de diagnóstico. Colgó el teléfono y les prestó toda su atención.
—La Barbie de mi hija ha vomitado tres veces esta semana. No tiene buen aspecto— dijo Sophie—. Necesitamos que la vean.
Lilly estiró de la falda de su madre. Bajo ningún concepto quería dejar a la muñeca allí sola.
—¿Tiene ficha en esta clínica?
—No lo creo. Es la primera vez que venimos— contestó, extendiéndole su permiso de conducir.
—Pues hoy estamos a tope. Tendrán que esperar allí hasta que les avisemos— sentenció Susanne, devolviéndole la tarjeta y señalando la sala de espera con su bolígrafo.
—No pensaba que precisamente esta noche este lugar estuviera tan transitado. ¿No podría dejarla y regresar a primera hora de la mañana?
—¡Mamá!
—Me temo que no, señora Kerby. Tendrán que esperar a que las atienda el doctor Frigg.
Cada vez que alguien la llamaba señora Kerby una corriente de puro malestar cruzaba su conciencia. Por algún motivo seguía postergando la solicitud del divorcio de George. Ya había pasado un año y aún no había movido un dedo para librarse de su apellido. Él tampoco. Se lo recriminó a sí misma por enésima vez. Sabía que en el fondo, y no era algo de lo que se sintiera particularmente orgullosa, era porque albergaba un resquicio de esperanza de que todo se solucionara por arte de magia. Jamás le perdonaría, pero tal vez en un mundo en que los juguetes habían cobrado cierta vida, alguien encontraría la manera de erradicar aquel dolor de espíritu.
Sophie y su hija se sentaron en dos de las sillas de plástico naranja que había en la sala de espera. Allí aguardaba también una anciana con un pequeño de la edad de Lilly con una evidente inflamación en la garganta. En sus brazos sostenía un tigre de peluche descolorido, y con el cuello igualmente hinchado.
—Tienen paperas —murmuró la anciana al ver que Sophie no podía apartar la vista—. Pasan todo el tiempo juntos y al final ha pasado lo inevitable.
A Sophie le pasaban varias ideas por la mente. Desde que habían entrado por la puerta del Clarence Halliday había tomado una repentina conciencia acerca de lo que implicaba insuflar constantes vitales en los juguetes de los críos. ¿Cómo habían llegado a aquella situación? ¿Por qué la administración Kennedy jamás lo impidió? La respuesta en un principio parecía clara: no había ningún dilema ético. Los fabricantes lo habían asegurado hasta la extenuación. Los juguetes no tenían ningún tipo de voluntad. Jamás emitirían un discurso coherente. Jamás se levantarían y dejarían atrás el hogar familiar en busca de una vida autónoma. Y sin embargo, había algo en los ojos de plástico de aquel tigre desmejorado que encogía el corazón de Sophie. Por no hablar de lo que acababa de decir la abuela. ¿Un contagio de paperas? ¿Tal cosa era posible?
—¿Llevan mucho tiempo esperando?—preguntó a la anciana.
—Unos veinte minutos. Pero es que hoy es un día especial. Normalmente nos atienden muy rápido.
—¿Vienen a menudo?
—Norman es un peluche hipocondríaco. Parece que le ha cogido cierta afición a palidecer para que nos preocupemos— la mujer inclinó en torso en dirección a Sophie, como si quisiera evitar que su nieto oyera sus palabras—. Es como si le gustara recibir más atención de la que merece. Pensamos que era un defecto de fábrica