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El Caso De Rady Scott
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Libro electrónico182 páginas3 horas

El Caso De Rady Scott

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Rady Scoot, el joven inocente donde se encuentra, de repente se encuentra con la mayor decepción de su existencia a causa de sus padres. Le había prometido que aprobara los exámenes, y que se tratara de un vehículo deportivo de último modelo.
Fruto de la decepción y la angustia, Rady decide abandonar su dulce hogar. Desea viajar a Mallorca y obtiene una importante suma de dinero apostando a los caballos, que le permite embarcarse en un mercante cuyo capitán es la cuenta de la historia de su familia. Ya en Mallorca, Rady descubre valores como la amistad, la confianza y la unión de la gente. Pero de repente el sueño de Rady se convierte en una auténtica pesadilla. Sufre extraños sucesos que hasta que no se resuelvan no le pagará volver a ser feliz.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 sept 2017
ISBN9781386670711
El Caso De Rady Scott

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  • Calificación: 5 de 5 estrellas
    5/5
    Me parece una novela muy buena. Buen vocabulario, una narración excelente, una prosa muy prolija y un estilo brillante. Admiro cómo escribe este autor, tiene una que se titula El hombre que no besaba a las mujeres. Es simplemente una obra de arte!!
  • Calificación: 5 de 5 estrellas
    5/5
    " Un viaje muy peculiar" es una novela escrita de una manera clara y directa pero , no por ello, es simple. El autor se ha encargado de cuidarla aderezándola con una trama llena de intrigas, amor, amistad, confianza, bondad y tristeza por lo hechos acontecidos en ella.
    Además, no sólo ha creado una historia intrigante, también un personaje principal con el que he ido sintiendo todo lo que él va viviendo.
    También nos trasporta a una ciudad maravillosa como es Mallorca. En ella, describe como es la ciudad, sus playas y su gastronomía.
    En conclusión, esta novela me ha gustado mucho , está bien narrada y su trama es muy intrigante. Muy recomendable.

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El Caso De Rady Scott - mohamed bouzitoune

La existencia es un viaje en el que no existen los caminos llanos: todo son subidas o bajadas

Arturo Graf

––––––––

Uno

Era difícil saber cuanta densidad se había acumulado cerca de la medianoche. Ni siquiera la raída niebla que escorzaba la oscuridad podía hacer desaparecer las escasas estrellas que insistían en irse. Demasiados brindis, abrazos, los mejores deseos, pero nada de lo que esperaba. ¡qué noche aquella! Nada podía conmover a Rady Scoot y, casi sin darse cuenta, el cansancio y la impenetrada angustia lo condujeron directo a su habitación.

Tropezó sin darse cuenta con cuanto objeto se le atravesaba en el corto trayecto de la terraza  al dormitorio. El lecho se le ofreció como un remanso claro, se sentó al borde, cubrió con ambas manos su rostro, ingresando sin querer en una oscuridad diferente, sin resquicios, más propia, quizá más ajena, pero acogedora. Se echó sobre la cama, estaba de pronto dentro de su propia intimidad, no podía esconder su frustración, no tenía donde ir. Un gemido emergido de un suspiro profundo fue  inicio de un llanto convulsivo que ya no podía contener y que lo inundaba por completo.

Aquella tarde de marzo se enteró que había aprobado las últimas pruebas parciales de su curso  preuniversitario con excelentes calificaciones. Con ello el ingreso a la universidad ya era un hecho. Sus padres le habían preparado una cena para festejarlo e invitó a varios amigos y parientes. Esperaba en medio del festejo el anuncio de la promesa cumplida de su padre, en caso de responder a sus estudios en forma satisfactoria. Él estaba conforme con su logro, incluso se permitió decir: tu madre también está muy complacida; pero, llegado el momento, de un modo inexplicable, lo obvió la promesa y le restó importancia a su compromiso. De plano  se lo negó como si no tuviera la menor importancia.

Aquella mañana el sol brillaba en los suburbios de Londres. En un cielo desprovisto de nubes la ciudad había dejado a un lado su apariencia gris y se teñía de ocre claro. En el jardín las flores estallan en colores en los prados cercanos. Rady y su padre miraban los  daffodils de intenso amarillo brillante con indiferencia Luego de un breve silencio, su padre, en un arranque de entusiasmo, mezclado de dudas, le preguntó qué deseaba como premio si llegaba a aprobar el curso preuniversitario. La respuesta de Rady no se hizo esperar: "un convertible Bentley Continentale S1, color champagne".

Hecho –contestó el padre.

Así de simple sonó la promesa y ésta caló hondo en su alma juvenil durante aquel frío y brumoso febrero londinense de 1959. Lo había soñado reluciente, y se veía a sí mismo en el espacioso interior de aquella obra de arte mecánica color champagne. Comentaron por largos minutos varios detalles sobre su apariencia, características y sus ventajas. Ambos lo dieron todo por hecho en aquella conversación simple y llena de camaradería.

A partir de entonces, cada vez que Rady volvía de sus clases maratónicas, repasaba sus pesados libros y apuntes de clase. Todo se le hacían menos penoso al imaginar que ya era verano y removía el techo de su lujoso automóvil. La brisa que entraba por su ventana se le antojaba que era el viento que venía de las calles chocando contra su parabrisas abatido, despeinándolo mientras conducía veloz y temerariamente su automóvil por las sinuosas carreteras rurales de la campiña inglesa. Las muchachas que lo veían pasar por la carretera lo saludaban entusiastas y con apasionada ovación y saludos, deseando acompañarlo.

Rady jamás se había encontrado tan oprimido por esa especie de dolor del alma que produce la decepción. Se sintió traicionado y estafado por sus padres. No esperó tamaña decepción. Había hecho por aquella promesa todo lo que estaba en sus manos y sólo le respondió aquella indiferencia, teñida de una falta de respeto a las elementales reglas del afecto. No le bastaron las explicaciones y razones que olían a pretextos baratos: el riesgo que correría manejándolo, el gasto innecesario de un artefacto de esas características, las recomendaciones de sus amigos, etc. Todas eran simples evasiones.

De haber sido más joven Rady hubiera llorado y blasfemado, habría hecho trizas cuanto objeto de valor se le presentara, pero el mundo de Rady era más simple y complejo de lo que imaginaban sus padres.

La sensación de amargo fastidio y de profunda desazón angustiaba su alma, ya cansada de ser su alma. Algo inexplicable, denso y en cierto modo tétrico, lo inundaba con fuerza y lo envolvía hasta casi asfixiarlo. No sabía cómo despojarse de esa agria sensación en la que se estaba convirtiendo su vida. Pensó en abandonarse al sueño para olvidarlo todo pensando que ello lo tranquilizaría. Pero la intensa inquietud  en la que se hallaba no permitía que Morfeo llegara con su abrazo protector. Su mirada nerviosa se perdía en cuanto objeto lo rodeaba sin prestarle atención a ninguno, hasta que, perdida su atención en algo distante y confuso, se sumergió en lentas e incoherentes ensoñaciones.

Pensó en lo vano, inútil y carente de sentido de todo aquello que había realizado en la vida. La distancia en que lo tenía su madre, tan inconsistente y absurda por los acontecimientos que la ocasionaron. La casi totalidad de sus años vividos desfiló ante los aturdidos ojos de su pensamiento. El pasado se le mostraba ahora desnudo y despojado de toda gracia y encanto.  De pronto se vio a sí mismo lejos de su infancia y su adolescencia. Un sentimiento de dureza y convicción ante lo recientemente vivido le dio una sensación de madurez frustrada. El temor a que todo cuanto deseara o soñara entonces, incluso sus ocultos sueños, cayeran en un caudal de fallida impotencia. No podía soportar la idea de que su vida pudiera transformarse en un incansable lamento, y todo por algo en apariencia simple y negativo: la incomprensible mezquindad de sus progenitores.

La vida ya no le parecía ese océano de olas tumultuosas que describían los poetas. Se le mostraba ahora vacía como un espejo, inmóvil, transparente y sin imágenes –como el aire más quieto–. Sintió su existencia a la deriva, en medio de aguas oscuras y sinuosas, que la arrastraban hacia una caída vacilante e inminente. El lecho oscuro y denso de esas aguas malolientes era ahora su única imagen clara, el conjunto de las miserias que lo asediaban: pesares, angustias, naderías... y algo más que le dolía íntimamente: una incipiente soledad que lo amenazaba con no dejarle conciliar el sueño, que tanta falta le hacía.

Esa permanencia en la vacuidad le era familiar, aunque no percibía la peligrosidad de su recurrencia. Ya le había pasado antes en determinados periodos en los que depositaba una fe excesiva en algún objeto preciso. Cabalgaba a toda prisa hacia ese objeto sin contemplar plazos ni detalles, todo se dirigía a llegar, a llegar, casi siempre con una ansiedad inexplicable. Él pensaba que aquello era la expresión natural de su carácter pasional y persistente y, en cierta forma, tenía razón. Lo que no pudo columbrar hasta ahora era que lo que realmente lo alimentaba no era el líquido ansiado, sino la sed que lo llevaba a él. A veces conseguía lo que buscaba, lo disfrutaba un corto tiempo y ya suyo, el objeto se convertía en una pieza más de su rompecabezas. Pasaba un tiempo y el ciclo se reiniciaba con la persecución de otro objeto utópico.

Para él sólo era el reinicio de esa lucha a muerte con su propia vida. Esta vez se habían reunido otros componentes que su niñez y adolescencia no incluyeron. Esta vez su frustración iba acompañada de una soledad consigo mismo y buscaba un chivo expiatorio. Para consolarse, pensó que estaba próximo al día final de su joven existencia, e imaginó que caería su cuerpo exhausto hacia el fondo de un remolino, donde quizá encontraría su angustiada alma alguna forma de descanso.

En un vano intento por liberarse de estos pensamientos sacudió la cabeza, abrió una esquina de la persiana del amplio ventanal. Desde allí podía ver, en medio de la oscuridad, el inmenso jardín y el bosquecillo de abetos donde le gustaba esconderse de niño para enterrar sus pequeños tesoros. El recuerdo de aquellos rituales lejanos le pareció nimio y ya sin sentido alguno. Sólo el verdor intenso de la hierba le confería una especie de consuelo, que no percibía concientemente; dejó caer la persiana y caminó hacia su pequeño escritorio, lleno de libros desordenados y cuadernos que se encontraba en la esquina norte de la habitación.

Se sentó en la silla giratoria y, sin quererlo, empezó a abrir los cajones. En uno de éstos halló unos folletos turísticos publicitarios que habían repartido en la universidad. Tomó uno sin querer y lo desdobló, quedándose por instantes absorto en la contemplación de aquellas paradisíacas playas, lujosos hoteles y gentes caminando despreocupados.  El sol de aquellas imágenes le parecía distinto del que iluminara aquella tarde fría.

Tomó uno de los folletos al azar, en la portada veía la fotografía de una mansión de tipo clásico, pintada del blanco más puro y límpido que Rady hubiera visto jamás. A los costados estaba rodeada de altos árboles que más que ocultarla, acentuaban la calidez de su belleza. Más abajo, otra fotografía mostraba un arco de entrada, en cuya frontispicio se leía: Illa d´Or. Se preguntó en que lengua estaba escrito y qué quería decir. Era un poblado en las islas Baleares y estaba escrito en catalán. Aquello le causó curiosidad y empezó a observar el folleto con más detenimiento. Más allá del arco podía divisarse otras casas de características similares. La vegetación circundante era hermosa y se veía al fondo un mar azul confundido por un cielo similar.

De pronto sintió un inexplicable deseo de encontrarse allí, aunque no fuera sino para descubrir con sus propios ojos, aquellas inimaginables maravillas que ocultaba en su interior aquel hotel, cuyas imágenes le habían cautivado y distraído de sus cuitas. El armonioso conjunto arquitectónico confundido al mar Mediterráneo era encantador. El tenue oleaje del fondo le pareció a Rady un elemento decorativo de la atractiva imagen. Parecía como si sus arquitectos hubieran puesto allí una porción de mar con la sola intención de armonizar el hotel con el paisaje circundante. Le pareció una tontería su idea y se encogió de hombros mientras doblaba el folleto y lo ponía a un costado, junto al resto.

Una chispa lo distrajo y dirigió su mirada a la chimenea. Las brasas aún mantenían ese calor cobijante en el hogar, el humo tenue salía en espirales azulinas y se perdía. Su imaginación se vio capturada por momentos por estas formas fugaces. Volvió a tomar entre sus dedos el folleto y con una convicción distraída lo introdujo en uno de los bolsillos interiores de su chaqueta. Allí guardaba  los objetos a los que confería mayor relevancia. La noche reinaba en su plenitud, el silencio parecia impenetrable. Pensó que lo mejor que podía hacer era recostarse en su lecho. Se  echó sin prisa y puso sus manos detrás de su cabeza mirando sin ver el cieloraso. No quiso encender la lámpara de noche y se sintió cobijado por aquella penumbra. Sus pensamientos dieron paso a un pacífico sopor y luego a un sueño profundo.

En su sueño Rady se vio en medio de una pradera inmensa poblada por  una manada de caballos. En una de las laderas había un grupo extraño, era un grupo peculiar formado por varios hombrecillos de irrisoria estatura montando caballos blancos. Parecían conversar entre ellos y luego, al verlo, de forma inesperada, iniciaron una desenfrenada carrera en distintas direcciones como si algo tenebroso los espantara. Rady los miraba desaparecer y  empezó a caminar hacia una colina cercana desde donde pudo ver una multitud de otros hombrecillos vociferantes. Nadie parecía prestarle atención ensimismados en su incomprensible perorata.

Montó un caballo bayo con crines y cola blancas que se le aproximó manso. Al rato se vio a sí mismo en medio de todos ellos. Todos hablaban al mismo tiempo y parecían discutir sobre sus caballos favoritos. Los rostros de quienes discutían se veían desencajados y alterados, como si del resultado de la discusión dependiera buena parte de sus destinos. Sonó una especie de cuerno e inmediatamente empezaron a correr rumbo una laguna cercana y dieron una vuelta. La vida parecía írseles en cada metro que recorrían los equinos, cada vez más castigados por las crueles fustas que sujetaban aquellos peculiares jinetes. Se hizo una polvareda tras ellos y ésta pareció llevárselos lejos. De pronto, con esa inexacta arbitrariedad propia de los sueños, Rady apareció caminando entre las suaves dunas de una playa del Mediterráneo. La brisa cálida llegaba a su cuerpo como una caricia fresca y un sol intenso le llegaba a la piel de modo incontenible.

Estaba descalzo y llevaba en la mano derecha tres hondas de doble cordada. Sintió una sombra oscura, pequeña y encorvada que casi lo hizo caer. Alzó la vista y miró detrás suyo, no había nadie, estaba a pocos metros del arco de entrada de una bella mansión blanca rodeada de palmeras. Encima de éste se leía claramente Illa d´Or; Isla de Oro, musitó, sin querer. Allí cerca, más allá de una duna que parecía un inmenso seno aparecieron de improviso nuevamente los caballos. Corrían como desesperados, ahora más castigados que nunca por los hombrecillos que parecían acercarse a la meta. ¡La meta era el arco!, pensó y se hizo a un lado. Al verlos acercarse Rady empezó a gritar como el que más entre la multitud, alentando a un caballo al que no distinguía de los demás, pero que, extrañamente, sabía que era el suyo y con seguridad ganaría.

El lujoso hotel se alzaba imponente un poco más allá recortado su perfil en un cielo azul  intenso y claro. El manso oleaje del mar llegaba a la playa  como una plegaria insistente. Los caballos estaban por instantes cada vez más cerca de la meta, Vio a su caballo encabezar el grupo y sintió una súbita alegría que poco a poco pareció más lejana. La imagen se confundió con la ventana de su dormitorio y los ladridos del perro en el jardín. Estaba despierto, pero la intensidad de las sensaciones del reciente sueño todavía luchaban por mantenerse en su piel y en su mente. Bostezó ampliamente y sentó de un salto en su cama. Caminó con pesadez hacia el cuarto de baño abriendo la llave de la ducha. El agua lo acabó de despertar y luego del baño se vistió con prisa, como si temiera llegar tarde a un compromiso ineludible.

No tenía ninguna cita, pero la evocación de la carrera de caballos, aún lo mantenía excitado. Ya iba a salir de su habitación, cuando su mente lo llevó a sacar del bolsillo de su

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