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Las damas en blanco
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Libro electrónico376 páginas5 horas

Las damas en blanco

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Información de este libro electrónico

Viaja a través del tiempo son Samanta y su familia, según van de Puerto Rico a Nueva York, superan adversidades y obstáculos para encontrar amor verdadero. Reconcilian lazos étnicos con ambiciones del mundo moderno en este tributo a la mujer boricua del pasado y del presente. Su fuerza y su determinación te dejarán con la esperanza para un mañana más brillante.

En su búsqueda por encontrar sus raíces en la isla donde nació, Samanta Rivas se embarca en la jornada emocional de su vida. Lo que descubre la sacudirá y la moldeará hasta el núcleo, obligándola a confrontar su propio pasado borroso.

De pronto, emociones que han sido enterradas en su subconsciencia vuelven a emerger una noche en un suburbio de Nueva Jersey, dejando a Samanta en la lucha de su vida y obligándola a enfrentar sus propios problemas: desde la lucha de su abuela querida contra espíritus hasta un evento que obliga la familia a cambiar su apellido; todo regresa en apogeo total para bien o para mal. Sus valores de familia y su crianza serán los factores que decidirán el resultado final en la vida de Samanta y de sus hijas.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento16 feb 2021
ISBN9788418238734
Las damas en blanco
Autor

S. R. Vargas

S.R. Vargas nació en Cabo Rojo (Puerto Rico) y ha vivido en Estados Unidos, Costa Rica y México durante su vida adulta. Su reinmersión en la cultura latina durante sus años en América Central fue la base para su primer libro, On Rainbow's Edge. Actualmente reside en Nueva Jersey para poder disfrutar de la compañía de sus hijas y nieta. Sus intereses incluyen, pero no están limitados a, viajar, la cocina criolla y por supuesto leer y escribir.

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    Las damas en blanco - S. R. Vargas

    Las-damas-en-blancocubiertav2.pdf_1400.jpg

    Las damas

    en blanco

    Silvia Vargas

    Las damas en blanco

    Primera edición: 2021

    ISBN: 9788418238246

    ISBN eBook: 9788418238734

    © del texto:

    Silvia Vargas

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2021

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    En memoria de mi querida madre

    Carmen Santiago y mi abuela Josefa Vélez.

    Las damas

    en blanco

    Una novela de Sylvia Vargas

    Con la colaboración de Carmen Quiñones y Joel Santiago en los capítulos «Casita»

    y «Carmen»

    Un día soleado del mes de mayo, la clase 2005 de la Universidad de Princeton celebró su graduación. ¡Guau! ¡Qué semana había sido! La noche anterior, un show espectacular de siquitraques iluminó el cielo con colores vibrantes. Dentro del edificio, al igual que los demás, Emily y su madre Samanta se abandonaron en la exhibición. El show, visto desde la ventana amplia de los nuevos dormitorios, fue suficiente como para dejar a una boquiabierta.

    Ahora, mientras se relajaban en los jardines inmaculados, almorzando con sándwiches de atún y ensalada de pollo y refrescos, cortesía de la universidad, los estudiantes, al igual que los miembros de sus familias, se regocijaban en la alegría, la anticipación y los eventos del día. Algunos, aún embriagados de tanta emoción después de la semana de festividades, especialmente el baile de fin de curso, se regocijaban en cada último segundo en tan prestigiosa universidad. Y mientras que el mensaje de la profesora Toni Morrison fue superinspirante y conmovedor, al igual que bien recibido por todos; el del actor y comediante Chevy Chase fue poco digno. En otras palabras, fue el más pobre anfitrión y nada que valiera la pena recordar.

    La clase de 2005 por fin se encaminaba a confrontar la realidad de la vida.

    Algunos tomarían un hiato antes de empezar la búsqueda de empleo. Otros se embarcarían en sus carreras inmediatamente. Mientras que otros adoptarían la mentalidad de «¡Déjame ver lo que pasa durante el verano y dónde septiembre me encuentra!».

    Habiendo cursado al igual que cruzado el rito de pasaje de tan prestigiosa institución, los estudiantes, al igual que sus padres, saboreaban el momento de esa moda celebratoria y eufórica tan típica de las graduaciones.

    De repente nubes grandes grises parecieron colgar del cielo y cubrieron todo. Sin dar mucho aviso, se abrieron y la lluvia cayó, alternándose entre sabanas y cántaros, mandando a todos corriendo a buscar refugio. Muchachos y muchachas por igual corrían ingeniosamente en chanclas por la grama resbalosa, según brincaban en estilo orgía por pozos de agua aposentada. Woodstock entraba a la mente, al ver cómo se las manejaban por medio de los desechos de cartones del almuerzo anterior. Era preciso ver cómo saltaban y algunos resbalaban según cortaban por medio de la gente al estilo del tigre naranja de Princeton, la famosa mascota de la universidad.

    Y cuando llegó el momento de despedirse los unos de los otros, se dieron cuenta de que el fin de la jornada había llegado. Muchos, todavía en estado de incredulidad, medio aturdidos se preguntaban: «¿A dónde se fue el tiempo?». Parecía que fuera solo ayer que pasaban por debajo de los famosos arcos como cachorros perdidos. Había llegado el día por el cual tantos habían rezado durante los últimos cuatro años.

    La lluvia cayó en el preciso momento en que muchacho abrazaba a muchacha y viceversa y amigo se despedía de amigo. Alegres a carcajadas un momento y tristes con los ojos lagrimosos al otro. La lluvia gloriosa lavó los rostros cansados de noches pérdidas preparándose para exámenes y disertaciones, o proyectos que habían de ser entregados en periodos de tiempos irreales. La lluvia borró las lágrimas y el cansancio de noches interminables sobre textos pesados, al igual que también pareció limpiar la agonía de tener que decir adiós. Fue un tanto difícil después de tantas horas de darse la fría, de mucho zapatear o también zapatearse en las famosas fiestas, de indulgencias en las cenas astronómicas en el Tower, etcétera.

    Y, por lo tanto, los cuatro años de Emily Lynn Rivas como ivy leaguer llegaron a un cierre, a menos que decidiera seguir la maestría en sociología.

    Habiéndose ya despedido de sus compañeros por penúltima vez, la joven deliberó. Mirando a su alrededor con nostalgia, tomó en cuenta el lugar que había llamado su hogar por un cuarto de su vida. Una vez más le echó un buen ojazo a sus alrededores y con mezcla de melancolía y gozo se encaminó en la dirección de su VW Touareg. Su familia, orgullosa y sin prisa alguna, esperaba pacientemente por ella.

    El primer día del resto de su vida estaba por comenzar.

    Cuando me enteré de que Samanta pensaba escribir un libro en el cual pagaría homenaje a cinco generaciones, en particular a las mujeres de su pasado, yo dije entre mí: «¡Qué gran idea!». Yo la ayudaría, le prestaría mis años de experiencia, viajaría con ella en su búsqueda de datos y, sobre todo, le ofrecería todo mi amor y apoyo incondicional.

    Eso es, si mi querida Samanta me lo permitiera.

    ¡Gracias a Dios que así fue!

    No fue tan fácil. Antes que nada, tuve que conseguir la aprobación y bendición de mi Dios, pero en su infinita misericordia él me concedió mi petición de viajar cuantas veces fuera necesario, para ayudar a Samanta a lograr su deseo sin que ella se diera cuenta.

    Libro uno

    Luisa y Casita

    Ya para el medio día, mientras trabajaban juntas una al lado de la otra, ambas jóvenes lucían empapadas de pies a cabeza con sudor. El calor y la humedad opresiva no dejaron duda alguna.

    Ahí fue cuando, sin aviso alguno, la joven María Luisa Vélez se sacó el grito del siglo.

    —¡Aaaaaaaaaayyyyyyyyyyy! —pareció oírse hasta en el cielo.

    Era uno de esos días insoportables de calor, sin brisa alguna y mucho menos señal de lluvia. Las hojas de los árboles colgaban sin ánimo, como si llevasen el peso del mundo en sus espaldas delicadas y caídas. Se podía freír un huevo en el camino literalmente, tan compactado y árido estaba. Se podía ver también cómo el humo salía de la tierra y subía a la atmósfera. Leal, el perro llamado adecuadamente, había asegurado su lugar debajo de la casa entre los socos, al igual que lo hubiese hecho Casita si no hubiese temido tanto las sabandijas que habitaban en la tierra, particularmente, los ciempiés. De solo pensar en ellos, la muchacha temblaba con terror.

    Casita Vélez se viró a mirar a su hermana.

    —Luisa, ¿me quieres matar con ese grito?

    Un sonido adicional, como el de una bolsa de arena cayendo en las tablas frágiles del piso, hizo que Casita soltara el trabajo de enlace que tenía en sus manos y tomara en serio lo que estaba pasando, al mismo tiempo que la obligaba a olvidarse de sus sueños de visitar París en un futuro lejano. En estado de consternación, a la joven no le quedó otro remedio que poner sus sueños a un lado por ahora. Miró boquiabierta.

    Luisa se había desmayado y, resbalando de la silla donde estaba sentada, había caído hasta quedar tendida en el suelo, donde se retorcía de forma alarmante.

    Lo que le pasó a la pobre, causó que se desplomara como una… «¿bomba?».

    Casita dijo:

    —¡Dios mío, esto es serio!

    Con la debida razón, nerviosa y desalentada, entrando en cuenta de lo que había pasado, la jovencita corrió al dormitorio que compartía con su hermana, tomó una de las dos almohadas de plumas de la cama con espaldar de hierro, regresó con Luisa y se la colocó debajo de la cabeza. El ver a su hermana en tal condición desconcertó a Casita y arrodillándose a su lado le preguntó:

    —Luisa, mija, dime, ¿qué te pasa? —Pero la única respuesta que recibió fueron más gritos desconcertantes, los cuales, junto con sus retorcimientos de cuerpo, se hacían más alarmantes con cada segundo.

    Casita trató de mantenerse tranquila, pero cada segundo que pasaba parecía hacérsele más difícil. Sin tener idea alguna de qué le pasaba a su hermana, le susurró:

    —Luisa, voy a buscar ayuda, pero regreso lo antes posible. ¿Me oyes? Te prometo que regreso lo antes posible. ¿Me oyes?

    La visión de su hermana retorciéndose en el piso en la forma en que lo hacía desconcertó a Casita hasta el punto de que su corazón entró en estado de agonía. La joven reiteró:

    —¿Me oyes, Luisa?

    Casita se volteó y sin más rebotó afuera por la puerta del frente.

    Desde el balcón de la casa Casita se asomó y tomó inventario de sus alrededores. No había una sola persona a quien pudiera acudir, lo que la dejaba aún más aturdida.

    —Dios mío, ¿pero dónde está todo el mundo? —dijo en voz baja.

    De pronto un pensamiento positivo entró a su mente a la misma vez que una sutil sonrisa se apoderó de su rostro. Pero Casita no podía darse el lujo de sonreír por mucho tiempo hasta no estar absolutamente segura de que Luisa no corría peligro.

    —Por fin parece que va a llover —susurró mirando hacia el cielo oscuro.

    Para ser justos, en esos días había un aire impalpable de esperanza, el cual había llenado los corazones de la gente con cierto optimismo, incluyendo el de Casita. En menos de dos años la isla había visto cambios drásticos con la invasión americana. Algunos buenos, algunos no tan buenos, pero cambios, aun los cuales quizás probarían ser benéficos a largo plazo.

    ***************

    Por lo general Casita y Luisa se sentaban a trabajar en su enlace, bajo la sombra del árbol de mango frondoso en la parte de atrás de la propiedad. Pero ese día, tan abrasador había sido el calor que no les quedó otro remedio que moverse a trabajar dentro de la casa, con mínima esperanza de alivio.

    Casita bajó dos o tres escalones cuando vio a un pobre solitario que subía el callejón al cruzar del camino por el lado de los Andino. El hombre parecía hacer gran esfuerzo por mantenerse fresco, pero de nada le sirvió. Con esa clase de calor, una melancolía, si es la palabra apropiada en este caso, un malestar o cansancio, se apoderaba de la gente, robándoles toda energía y forzándolos a tomar una siesta dondequiera que pudieran caer. Eso es a menos que hubiese un pozo de agua cerca, en cuyo caso se refrescaban sumergiéndose en tal pozo.

    Desafortunadamente ese día no había sido el tiempo apropiado para Casita, y mucho menos para Luisa, para irse de pasadía a la playa. Aun después de haberse bañado por segunda vez esa mañana, de frotarse todo el cuerpo con agua florida, al igual que con la baba de sábila, había sido imposible manejárselas con la temperatura de ciento y pico de grados Fahrenheit.

    Casita hizo la señal de la cruz.

    —¡Gracias, Dios mío!

    No creyó su suerte. Dios le había mandado el ángel que necesitaba.

    No hubo necesidad de señalar o llamarlo por su nombre, porque en poco tiempo el hombre se encontró frente a frente a la jovencita. El hombre sacó un pañuelo viejo y amarillento de su bolsillo y procedió a secarse el sudor del cuello y de la cara.

    Casita no logró contenerse. Su mirada se fijó directamente en el pañuelo y su mente cambió de pensamiento otra vez. «No voy a esperar hasta Nochebuena. Tan pronto pueda, coseré un pañuelo nuevo y se lo regalaré lo antes posible».

    —Casita, ¿qué pasó? —el hombre preguntó instintivamente. —¿Es Luisa? Oí gritos y subí tan pronto pude, pero esta calor quiere acabar conmigo.

    —Sí, sí —Casita contestó algo ansiosa, e inmediatamente lo impulsó con un empujoncito a subir las escaleras del balcón y a entrar a la casa.

    Luisa seguía tendida en el suelo en el mismo lugar donde Casita la había dejado solo segundos atrás. Su cuerpo seguía alternando entre retorcimientos y sacudidas, sus gritos eran tan fuertes y desconcertantes como para dejar a cualquiera sordo.

    —¡Dios mío! —exclamó el hombre cuando la vio.

    Era la hora de almuerzo en un lugar donde la gente tomaba su almuerzo muy seriamente, un ritual casi sagrado —lo cual podría explicar el porqué nadie había aparecido en la puerta a preguntar sobre el estado de Luisa—. Aun así, con excepción de la reciente visita, nadie había llegado a inquirir, lo cual puso a Casita a pensar.

    Tan raro fue ese detalle, que la joven dijo entre sí:

    —Qué raro que nadie haya venido a averiguar lo que pasa. Los gritos de Luisa son tan fuertes que deben haber alarmado al barrio entero. Pero no. —Cosa que Casita no lograba entender—. ¿Será porque…? No, no puede ser.

    De vez en cuando los gritos de Luisa se reducían a murmullos o suspiros, pero cuando menos se esperaba volvían a alarmar.

    —¿Se queda con ella, por favor, en lo que voy por doña Prude?

    Sin esperar la respuesta del hombre, Casita corrió y agarró la sombrilla que colgaba en un clavo al lado de la puerta y, sujetándola con fuerza nerviosa, se tiró y salió por la puerta.

    El ver a Luisa en el estado en que se encontraba desconcertó al hombre también. Moviendo su cabeza de un lado a otro, sacó algo de su bolsillo y, haciendo la señal de la cruz, sus labios comenzaron a susurrar otra vez:

    —Dios mío, ten misericordia.

    ***************

    Casita parecía entrar dentro de un túnel inmenso y oscuro. El cielo se había oscurecido de forma mórbida, pero aun así ni una gota de lluvia cayó.

    Se acercaba el principio del mes de julio y, al contrario del año pasado cuando San Ciriaco arrasó la isla con vientos y ráfagas de más de ciento cuarenta y cinco millas por hora, hasta la fecha no había caído ni una gotita de agua.

    Casita tembló al pensar en San Ciriaco, cómo había causado que paneles de zinc acuchillaran por el aire como navajas gigantes, destrozando todo en su camino según volaban a la velocidad de relámpagos. Todo tipo de basura volaba por todas partes. Casas enteras hendidas por el medio, frágiles como cáscaras de huevos. Casita recordó también oír que, en otra parte de la isla, una torre de más de setenta pies de altura, construida en una base de cemento y reforzada con cables de hierro, había sido arrasada y cayó a unas doscientas yardas más lejos. Recordó también a la pobre doña Gloria, una vecina —la pobre mujer perdió sus tres pequeños ese día—, ni su nombre le valió para salvar a sus queridos tesoros. Casita recordó cómo, después de borrar el bello sol tropical, una nube de tinieblas cubrió la isla.

    Ay, ¿cómo olvidarse de San Ciriaco? Cómo devastó y arruinó la isla, y cuán espantoso fue para ambas jóvenes, particularmente para Casita. Cómo Luisa la agarró por la mano y cómo las dos corrieron como locas hacia la iglesia en la loma.

    Casita trataba de concentrarse en la situación presente cuando de repente los cielos se abrieron y la lluvia cayó a cantaros, alternando entre sabanas y cubetas. Y no hizo Casita nada más que abrir la sombrilla cuando una lucha furiosa comenzó con los vientos. La tormenta le arrasó la raquítica sombrilla de sus manos, virándosela al revés y rindiéndola totalmente inútil, forzándola a desechar las varillas de metal y tiritas de nylon de lo que segundos atrás había sido su sombrilla. Habiendo perdido su única protección contra los elementos, Casita ahora parecía una muñeca de trapo ensopada de pies a cabeza. Y cuanto más se esforzaba por llegar a su destino, más se enterraban sus chanclas crudas de cuero en el fango hasta el punto de no poder moverse.

    ¿Y ahora qué? –murmuró.

    Como muchos en pueblos de la isla en julio de 1900, las calles de Hormigueros eran callejones y no todas estaban empedradas o pavimentadas, lo que le tomó todo su esfuerzo a Casita poner un pie frente al otro. Pero no siendo persona que se rinde fácilmente, Casita se esforzó hasta por fin salir de su estanque y llegar a su destinación. Sofocada y voceando, llegó a la humilde casa, donde subió las escaleras del balcón, tratando con mucho cuidado de no resbalar y caerse, y asomando su cabeza a la puerta gritó:

    —Doña Prude, ¡venga, por favor! La necesitamos ahora. ¡Por favor, venga pronto!

    Doña Prudencia estaba tan aturdida como los demás con el calor sofocante anterior del día. Segundos antes de que Casita la sorprendiera, la doña se había sentado en el banco crudo en su comedor a almorzar, un tazón medio lleno de su invento culinario en una mano y cuchara en la otra. Minutos antes, cuando fue a buscar sus tazones de esmalte, vio que estaban tan altos en la lacena que cuando vio el casco de coco lo agarró en vez. Muerta de hambre, la pobre mujer no podía aguantarse.

    Prudencia creyó oír la voz de Casita, pero su estómago despidió el pensamiento antes que su mente lo hiciera.

    La mujer iba a empezar con su primera cucharada, cuando oyó la voz otra vez. Esta vez sonaba clarita —un milagro considerando la rugiente tormenta que azotaba—.

    —Ay, bendito sea Dios —pensó en voz alta, su estómago rugiendo. Pensó que lamentablemente tendría que esperar para atacar su almuerzo.—. ¿Qué querrá esa muchacha especialmente bajo esta tormenta? —se preguntó.

    La viuda por lo general cocinaba afuera. Pero ese día, no queriendo arriesgarse con la amenaza de un huracán, decidió entrarse a la cocina, una área pequeña con columnas de palos crudos que servían para soportar las paredes y ramas de palmas que rellenaban entre las columnas y servían como paredes. Habiendo pasado la mayor parte de la mañana preparando la comida, estaba sudada hasta la última gota. Había guisado unos garbanzos con un buen hueso de res que don Juan le guardó especialmente para ella. Le echó cilantro, ajo y cebolla, entre otros ingredientes, y había cocinado la mezcla sobre el fogón a fuego lento por dos o tres horas hasta lograr la sabrosa comida. Por fin había conseguido la receta para caldo gallego por medio de la señora Estefanía, para quien trabajaba en Mayagüez. Así fue que vino a conocer a don Juan, un viejo flaco y blanco con bigote grueso, quien se había enamorado de la mujer gruesa de piel oscura. El carnicero siempre guardaba los mejores huesos y pedazos de carne para la viuda. No hay mejor y más clara prueba de que los polos opuestos se atraen.

    Era difícil oír lo que Casita y Prudencia se decían la una a la otra, ya que la tormenta rugía sin cesar con relámpagos y palazos al techo de la humilde casa.

    Ciriaco se las había puesto el año anterior y le había destruido la mitad del techo a la casa. Debido a sus escasos recursos, Prudencia no había tenido los recursos para repararlo y no sabía hasta cuándo permanecería sin una cocina propia, la cual por ahora era solo ramas de palma.

    Tratando todo lo posible por despedir el hambre tan grande que tenía, Prudencia se compuso y contestó en voz alta:

    —Casita, ya voy. Solo déjame agarrar mi rosario.

    Casita olió un poquito del aroma que salía de la casa de Prudencia y también por poco se desmaya al acordarse de su propia hambre. Pero recordó también a su pobre hermana y decidió despedir el hambre inmediatamente. Este no era el tiempo apropiado para pensar en ningún tipo de comida por más rica que oliera. La vida de Luisa estaba en riesgo.

    —Mija, corre alante y empieza a rezar. Reza mucho.

    —Es todo lo que he hecho desde que vi a Luisa en el suelo. Eso es, rezar.

    —Yo llego lo antes posible —Prudencia le gritó a Casita.

    —Sí, sí. Pero, por favor, doña Prude, venga pronto.

    Con eso, Casita se viró y bajó las escaleras otra vez bajo la tormenta en dirección a su domicilio.

    Después de lamer el poquito de caldo que le quedaba en la cucharada, Prudencia se lamió los labios y con lástima volvió al caldero el caldo que no había probado. Antes de salir de la cocina, miró hacia el techo y rezó que la tormenta no se lo llevara otra vez; y que, al igual, no se llevara su caldo, que su casa y su caldo estuvieran intactos cuando regresara.

    La mujer fijó sus ojos en la pieza icónica. La misma posaba encima de una mesita de madera en una esquina de la sala. La virgen fue la última obra y regalo de su difunto esposo y le daba más aliento a la doña del que ella se podía imaginar. Pero era el rosario que siempre trataba de llevar en su persona lo que le daba la fuerza tan necesaria en casos como este de Luisa. La mujer se secó el sudor de la frente al mismo tiempo que sujetó algo del cuello de la virgen negra, moviéndose tan rápido como una mujer obesa y de media edad pudiera hacerlo.

    —Ay, qué bien. Ahí está —Prudencia respiró.

    Prudencia pensó que no había sentido en llevar el paraguas bajo esa tormenta. En vez de eso, la mujer tomó una bolsa grande, como esas que los almacenes usan para el arroz y otros comestibles, se la tiró por encima de la cabeza y salió de la casa. Pero, tan pronto estuvo fuera, los vientos la atacaron con tal fuerza que en cuestión de segundos la bolsa volaba hacia el cielo. Al igual que Casita, la pobre mujer se encontró sin protección alguna contra los elementos. Pronto las gotas de sudor se mezclaban con las gotas de lluvia, haciendo difícil ver la diferencia. Sujetando su rosario con sus manos gruesas y mojadas, la mujer no tuvo otra alternativa que arriesgarse por medio de los callejones fangosos. Con su cuerpo obeso se le hacía difícil moverse, con la masa de sus caderas moviéndose de lado a lado, mientras la pobre se esforzaba por mantener su equilibrio. Midiendo cautelosamente sus pisadas, la mujer alternaba entre rezar el padrenuestro y quejarse del mal tiempo.

    —Ay, Niño Bendito, ¡ojalá no me vaya a caer! Dios mío, qué horrenda situación. Primero la sequía de nueve meses y, ahora, inundaciones por todas partes.

    Para colmo, el exceso de humedad le estaba causando un dolor extremo en la cadera, un dolor que no la había soltado en dos días y que ahora se sentía como si las garras de un perro rabioso estuviera pegado a su cadera. Ni la tormenta había podido opacar el dolor, si más nada lo que había hecho era que el dolor se sintiera diez veces peor.

    Milagrosamente, gracias a Dios, Prudencia por fin llegó a su destino sin accidente alguno, aunque no le fue nada fácil.

    ***************

    Prudencia fijó sus ojos en Luisa y dijo en voz baja:

    —Ay, Virgen Santa, ten misericordia.

    Al igual que su rostro, el estado de la muchacha decía leguas.

    Sacando el rosario de su bolsillo, Prudencia se volteó hacia el caballero que aún seguía guardando vigilia con Casita.

    —Gracias por quedarse con Luisa y Casita en lo que yo llegaba. Si quiere, se puede quedar, pero yo ya estoy aquí y con el favor de Dios me encargaré de lo demás.

    —Sí, sí, por supuesto. Yo me regreso a la iglesia a seguir rezando. Queden con Dios.

    El hombre se alistó para irse, un poco indeciso al dejar las mujeres bajo tales circunstancias.

    Los gritos de Luisa no cesaban de competir con los truenos y los relámpagos.

    Por un momento la tormenta pareció disiparse. El hombre iba de camino a la iglesia cuando de pronto el cielo volvió a abrirse y el diluvio comenzó de nuevo. Entonces la furia de los vientos lo azotaron de lado a lado, hasta el punto de que el hombre pensó que quizás era el castigo que Dios le había mandado por haber «abandonado» a las mujeres en tan crítica situación.

    Los callejones se habían convertido en ríos de agua color chocolate y estaban inundados con todo tipo de escombros, y el hombre se encontró en medio de esa locura. Al igual que Prudencia, quizás por su peso, no se lo llevaron los vientos, a pesar de tan fuertes eran. El padre decidió rezar el doble.

    ***************

    Los relámpagos seguían competiendo con los truenos, y la lluvia torrencial con los vientos, azotando una y otra vez la humilde casa. Tanto que tal parecía que en cualquier momento los paneles de zinc del techo se despegarían y caerían encima de las mujeres abajo.

    De pronto, un chorro de agua, como una catarata, cayó por una esquina en la sala.

    El chorro pasó desapercibido ante los ojos de Casita, su mayor preocupación era su hermana. Mientras tanto, dentro de la humilde casa, ahora se sentía fresco y mojado en la parte por donde bajaba la lluvia.

    En medio de todo el caos, por la esquina de su ojo Casita por fin se dio cuenta de cómo goteaba el techo.

    —Tendré que avisar a Pablo, a ver si se encarga de ello tan pronto pueda.

    Casita hacía todo lo posible por mantener a Luisa cómoda, frotándole la cara y el resto del cuerpo con una toallita mojada. Mientras, Prudencia, de forma similar, se limpiaba el sudor de su cara con el ruedo de su falda. Este no era tiempo para formalidades.

    Aunque Prudencia se puso a trabajar de inmediato, no había mejoría en la condición de Luisa. Sus gritos seguían rebotando en el techo y resonando de las paredes, y sus retorcimientos de cuerpo se habían agravado.

    Cuando todas las acciones por parte de Prudencia y de Casita parecieron ser inútiles, un brote de dolor como nunca había sentido se apoderó de Luisa, cruzándole sus entrañas, haciéndola sentir como si la estuvieron partiendo en dos y rompiéndola por dentro. Como si le jalaran las piernas en lados opuestos, sus entrañas parecían ser exprimidas y destrozadas hasta tirillas. La muchacha deliraba con dolor.

    —¡Aaaaayyyyyy! ¡Aaaaaaaaayyyyyyyyy! ¡Aaaaaaaaaaaaayyyyyyyyyyy! —se oía según los ecos rebotaban de las paredes y del techo.

    Prudencia seguía luchando por salvar a Luisa, pero todo esfuerzo parecía inútil.

    Y si todavía están preguntándose dónde estarían los vecinos, lo único que podemos asumir es que el diluvio no les permitió salir afuera, manteniéndolos prisioneros en sus propios hogares, quizás locos de curiosidad o verdaderamente preocupados con los gritos de Luisa. Al igual, también es posible que no oyeran nada debido a los truenos y relámpagos.

    El único médico residía en los altos de su consultorio, al otro lado del pueblo.

    Y, pues, nadie llegó a preguntar por Luisa.

    Decir que el dolor de Luisa era atroz, es ponerlo suave. En medio de periodos de completo delirio, quejidos y murmullos, pensamientos confusos se apoderaban de su mente, pero ninguno malo, mientras la muchacha trataba de ser valiente y aguantar las lágrimas. En su estado de frenesí, algunas frases salieron de su boca en voz alta, pero ninguna que ofendiera. Punzadas agudas la dejaban por un segundo y sin dar aviso se apoderaban de la pobre otra vez. Su bello rostro se retorcía con dolor.

    Con la ayuda de Casita, Prudencia movió a la paciente a un colchón de paja en una esquina del suelo, lejos de la gotera de lluvia. Minutos después, cuando aparentemente gozaba de un momento raro de respiro, un dolor como el de un relámpago cruzándole las entrañas a través de las caderas hasta su área pélvica, la dejó jadeando por aire.

    Luisa agarró los lados del colchón y se impulsó a la misma vez que el color iba despidiéndose de su rostro y de sus manos.

    Cuando levantó la cabeza para tomar un buen respiro de aire, se sacó el grito que borró todo tipo de ruido dentro y fuera de la casa, y dejó a ambas, Casita y Prudencia, en un alto estado de ansiedad.

    ***************

    Normalmente el camino a la iglesia no era nada fácil, pero con el diluvio se había tornado en un reto para el pobre padre Ignacio. Según se esforzaba por subir los setenta y cuatro escalones en total, entró en cuenta de lo resbaloso y musgoso que estaban

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