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Antes del Juglar
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Libro electrónico158 páginas2 horas

Antes del Juglar

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Guido Demian, un fabricante de pianos vienés de tercera generación, construye junto a su padre un instrumento musical al que bautizan acordeón. Tras la muerte de Cyrill, su padre, el misterioso artefacto empuja a Guido a una travesía azarosa que habrá de llevarlo, en enrevesadas circunstancias, hasta el otro lado del mundo, a una tierra de música y
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 jul 2020
ISBN9789585481640
Antes del Juglar
Autor

Jorge Ignacio Garnica

Nació en Tabio (Cundinamarca) en 1985. Se graduó en Licenciatura en Humanidades y Lengua Castellana en la Universidad Distrital Francisco José de Caldas (Bogotá), y Máster en Literatura Comparada y Crítica Cultural en la Universidad de Valencia (España). Además de ejercer la docencia, es columnista de la revista Bonaria y un entusiasta del folklore colombiano, según él, una musa inexorable.

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    Antes del Juglar - Jorge Ignacio Garnica

    © 2018 Jorge Ignacio Garnica Laverde Reservados todos los derechos Calixta Editores S.A.S Primera Edición Abril 2019 Bogotá, Colombia Editado por: ©Calixta Editores S.A.S E-mail: miau@calixtaeditores.com Teléfono: (571) 8120514 Web: www.calixtaeditores.com ISBN: 978-958-5481-63-3 Editor: María Fernanda Medrano Prado.Corrección de planchas: Carolina Pinzón Pinzón Corrección de Estilo: María Fernanda Medrano Prado.Maqueta de cubierta: David Avendaño Maldonado Fotografía de Cubierta: David Avendaño Maldonado Diseño y diagramación: Sebastián Morales Primera edición: Colombia 2019 Impreso en Colombia – Printed in Colombia Impreso por: La imprenta Editores S.A Todos los derechos reservados:Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

    Los sucesos narrados en este libro son producto de la ficción; no obstante, a lo largo de la historia el lector podrá encontrar personas, lugares, y eventos reales. Se han incluido allí para dotar de verosimilitud al relato.

    Busco en las noches serenas de mi tierra

    la triste nota que brota de un acordeón

    Para sentirme de nuevo enamorado

    yo vengo de pasado de versos y canción

    Miro la senda de mis antepasados

    y encuentro que sufrieron por culpa de un amor

    Gustavo Gutiérrez Cabello

    Al fin los tiempos modernos —comentaban las señoras—,

    como los que hay en Europa, de la que tanto se añora.

    Carlos Vives

    I

    «Ha muerto la reina», era el rumor que corría por las calles de Viena aquel frío noviembre de 1780. Un acontecimiento total, pues, para los versados era ella, María Teresa I, la última de la rama cadete de la Casa de Habsburgo austriaca, un imperio ininterrumpido de más de trescientos años. A pesar de que su hijo José Benedicto Augusto de Austria, nombrado desde sus veinticuatro años José II del Sacro Imperio Romano-Germánico, estaba ahora, a sus treinta y nueve, más que preparado para asumir también las riendas del imperio húngaro, era por parte de su padre perteneciente a la Casa de Lorena, lo que desembocó en la mixtura del título real, y tanto su casa como su linaje pasaron a denominarse Casa de Habsburgo-Lorena. José Benedicto, en un movimiento audaz, se negó a jurar como monarca a la muerte de su madre, lo que le permitía no ceñirse a las leyes que protegían a los húngaros del despotismo del Rey. Un movimiento hábil e inteligente, aunque mal presagio para los húngaros. Como se rehusó a ponerse la corona, luego de ello solo usó sombreros.

    Estas y otras disertaciones escuchaba Cyrill mientras miraba a través de la ventana salpicada de lluvia. Tenía ocho años. Le encantaba el grave y tranquilizador timbre de la voz de su padre ambientado por el golpeteo de la llovizna, y armonizado por los ecos de la madera de la casa. Cuando llovía, el padre de Cyrill, un ebanista armenio llamado originalmente Krikor, que cambió a Gregor a su llegada a Viena para no resaltar mucho, suspendía su trabajo en el taller de ebanistería y se iba a tomar el té a la sala de estar en compañía de su esposa Lena. Entonces Cyrill corría al taller a ver la lluvia por la ventana y a escuchar a sus padres hablar sobre cosas que no entendía o que no le interesaban; era el sonido de sus voces, tal vez, lo que le apasionaba.

    La familia Demian vivía en una pequeña casa en el centro de Viena, no muy alejada del paso del Danubio. Si bien no era una familia muy acomodada, Gregor Demian gozaba de un gran renombre como ebanista y, aún más allá, algunos decían que sus piezas eran auténticas obras de arte. No obstante, Gregor jamás se consideró a sí mismo un artista. La ebanistería la heredó de su padre como un oficio digno, hermoso y rentable, pero oficio al fin y al cabo. Era, eso sí, un lector consagrado, que se maravillaba con los adelantos del mundo moderno. Sus tiempos libres los consumía leyendo todo recorte y avance que pudiera encontrar sobre una nueva disciplina que estaba siendo llevada a niveles impresionantes de precisión por los suizos: la relojería.

    Lena, por su parte, era una mujer más bien callada. Parecía que sus mejores conversaciones las guardaba para las tardes lluviosas con su esposo Gregor. Jamás le preguntó por qué no trabajaba cuando llovía, si el taller estaba completamente bajo techo. La verdad es que ella también tenía un gozo secreto con esas tertulias: disfrutaba conversar con su esposo de tú a tú, en igualdad de condiciones, y se regocijaba con la expresión atónita de este ante sus sosegados aportes. Su semblante serio e implacable daba cuenta de su fortaleza de carácter, y a Gregor le parecía fascinante cómo una mujer tan sencilla en la cotidianidad, establecía ideas con una propiedad tal que hubiera hecho sonrojar a los ilustrados de la época. Lena tenía un pensamiento muy similar al de Gregor, pero siempre buscaba algo en qué diferir para mantenerlo entretenido. Así también y sin saberlo, le mantuvo enamorado. Cuánto te ama este hombre, Lena, tanto más cuando lo contradices, cuando lo envuelves con tu verbo poderoso.

    Poco después de su ascenso no oficializado al trono, el emperador José II organizó una competencia musical entre un intérprete muy virtuoso y reconocido, de nombre Muzio Clementi, y una joven promesa de la música que recién llegaba a Viena. Muzio Clementi resultaba ser un allegado de Gregor, a quién encargó un par de trabajos y otorgó su favor por su preciosismo en el detalle. Se generó entre ellos una relación de camaradería respetuosa, y Gregor visitaba a menudo el taller de Muzio, absolutamente intrigado por los artefactos musicales que allí reposaban, pero su personalidad conservadora jamás le permitió el atrevimiento de preguntar por alguno de ellos. Muzio quiso tener un regalo con este artesano sencillo pero talentoso, y le concedió una invitación a la competencia organizada por el emperador. Podrían asistir él, su esposa y su pequeño hijo.

    A Lena le pareció una fabulosa oportunidad para que Cyrill conociera algo del mundo, ya que era educado por ellos en casa y aprendía el oficio de su padre. Aceptó gustosa la invitación y preparó las mejores galas de las que disponían, regocijada en el pensamiento de las muchas tardes en las que conversarían con Gregor –y con Cyrill, por qué no– sobre la fabulosa velada.

    Era una noche espléndida. Cyrill estaba maravillado con el atavío de sus padres, y aún más con la idea de asistir al teatro. Su padre no fue muy detallado con él acerca de la gala, pero a Cyrill le parecía que la intriga redoblaba el placer de la salida. En la entrada del teatro, un hombre muy elegante de semblante impasible recibía las invitaciones. Gregor avanzaba inseguro, pensando que aquel hombre no les iba a permitir la entrada a causa de su sencilla vestimenta. Lena le leyó el pensamiento a su esposo, y al llegar le arrebató con dulzura la invitación. La entregó con firmeza al hombre de la entrada y le clavó la mirada mientras rezó con una voz que delataba una inquebrantable convicción:

    —Gregor Demian, esposa e hijo.

    El hombre de la entrada recibió el papel y levantó la mirada, pero cuando quiso auscultar a profundidad el grupo se encontró con los ojos fijos, altivos e inquisidores de Lena. Supo entonces que ella se abriría paso de cualquier modo y decidió no tentar al destino.

    —Adelante, bienvenidos —murmuró mientras esbozaba una sonrisa.

    Al ingresar, Gregor apretó con suavidad la mano de Lena en agradecimiento por sacarlo del apuro; ella le correspondió con una dulce caricia en el hombro. Cyrill permanecía inocente a todos estos eventos: la majestuosidad del teatro le había capturado por completo. Le fascinó la elegancia y la luz tenue que lo bañaba todo: el escenario, la gradería, el palco del emperador. Se sentó en medio de sus padres, sus pies no alcanzaban el suelo, y contempló sobre el tablado un enorme aparato que no conocía, pero que creía haber visto antes. Unos minutos después sobre el escenario, aparecía la figura del amigo de su padre, Muzio Clementi. Se sentó en una pequeña banca frente al aparato y abrió la cubierta. Cyrill no pudo contener la curiosidad y, antes de que fuera tarde, se animó a hacerle una pregunta a su padre.

    —¿Cómo se llama ese instrumento?

    Sin apartar la mirada del escenario, Gregor acercó su cabeza y le susurró la respuesta a su hijo en un tono que le hizo entender que no admitiría más preguntas, por lo menos no en el momento.

    —Eso, hijo, se llama piano.

    Jamás habría imaginado Cyrill el hermoso sonido que produciría el aparato. Jamás habría imaginado tampoco lo que esa dulce, dulcísima melodía, produciría en él. Cómo podía existir en el pequeño mundo en el que vivía, un fenómeno tan sublime, tan magnífico, como el que ahora atribulaba su corazón. Con los ojos cerrados levantó las manos, y sintió que casi podía tocar ese maravilloso sonido. Conforme avanzaba la interpretación de Clementi, más se adentraba Cyrill en su propio éxtasis. Decidió que tenía un nuevo sonido favorito en el mundo, más que el de sus padres conversando durante las lloviznas.

    La gente ovacionó a Clementi y no era para menos. Mostró por qué era un magistral pianista y uno de los más reconocidos de Europa, todo esto sin pasar de los treinta años. Descendió del escenario luego de la venia respectiva al público y al emperador. Ahora, era el turno del retador. Subió entonces al escenario un hombre extremadamente delgado y pálido, se sentó frente al instrumento y, con una parsimonia interminable, se dispuso a tocar. Esta vez fue Lena quien se aventuró a preguntar a Gregor, justo en el momento en que iba a comenzar la interpretación.

    —¿Cómo dices que se llama ese hombre?

    Gregor, incómodo, tuvo que retirar la mirada del escenario para examinar el papel. Luego de un corto momento, respondió con dificultad.

    —Wolfgang Amadeus Mozart.

    Otra vez, Cyrill se desdobló de su cuerpo, se alejó de allí sin moverse. Con las manos hacia el aire ahora trataba de agarrarse, de no dejar escapar ninguna nota. Saltaba sobre cada sonido, escalando la melodía. Luego el silencio. El posterior aplauso. Las miradas de reproche de su padre.

    Al salir del teatro Cyrill, trémulo y conmovido, sintió que la vida ya no era la misma. Tenía ahora una única obsesión: el piano. Quería desentrañarlo todo acerca de ese maravilloso artefacto, quería conocer la fuente inagotable de las hermosas melodías que componían ese lejano mundo que Mozart y Clementi le mostraron.

    Tanto insistió Cyrill en la idea del piano, que Gregor terminó llevándolo con él a entregar los trabajos a casa de Muzio Clementi, solo para que pudiera ver uno de cerca. Al principio el pequeño joven se contentaba con observar desde el zaguán, pero luego de un par de visitas se aventuró a acercarse más al piano, del que no apartaba la mirada. Sus dedos hormigueaban en la ansiedad voluptuosa de hundir el dedo en una de las teclas. Ya hacía tiempo que Muzio se había percatado de la fascinación del chico por el instrumento, así que con un aire de resignación le comentó a Gregor que estaba próximo a recibir un estudiante vienés y una estudiante italiana, su propia hija, para instruirlos en el piano, y que no sería para él ninguna molestia recibir a Cyrill también a cambio de un par de trabajos sencillos, por supuesto si Gregor estaba de acuerdo. Al ver la cara de inmensa felicidad de su hijo, Gregor no pudo objetar y aceptó.

    Cyrill jamás olvidaría la tarde aquella de la primera lección. Entró al salón esperando ver mucho más de cerca el piano, pero lo que vio le estremeció casi del mismo modo que la sonata de Mozart. Una niña, un poco más alta que él, sentada sobre una silla bajo la ventana, por donde entraba la dorada luz del sol vespertino y la bañaba entera, de arriba a abajo. Sus cabellos dorados refulgían. No podía ser un reflejo. El cabello de la niña tenía luz propia. No había otra explicación para tal resplandor. La claridad entraba y denotaba su silueta asemejando una aureola de cuerpo entero. Miraba indiferente hacia la nada, con una expresión de resignada serenidad. Cyrill no pudo ver bien su rostro, pero no se deshizo de esa imagen jamás. Muy seguramente, Cyrill, si quisieras ser pintor, en un futuro

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