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Antes del después
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Antes del después

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Olimpia es una joven estudiante de literatura que descubre un secreto que marcará el devenir de su familia. Afectada por la bipolaridad y los recuerdos de su infancia, la protagonista de Antes del después va bordeando el tiempo en búsqueda del pasado reciente de Chile. En ese ejercicio íntimo de la subjetividad, verá cómo se tensionan, cómo estallan y cómo se resignifican sus relaciones sociales y los vínculos al interior de su familia nuclear.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento1 jul 2018
ISBN9789560010513
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    Antes del después - Montserrat Martorell

    Lorca

    Capítulo I

    La memoria olvidada

    La primera vez que decidí irme de Chile tenía veintidós años. Había terminado hace muy poco la carrera de Literatura y necesitaba un cambio, una marea nueva que interrumpiera ese curso indefinido en el que estaba presa hace quizás cuánto tiempo. Él ya había sido diagnosticado de Alzheimer hacía tres años. Ya no le iba a importar tanto que me fuera. Quizás, si tenía suerte, me recordaría una vez cada cierto tiempo y alguien, a muchos kilómetros de mí, me diría que había pronunciado mi nombre.

    Él es mi padre y tiene setenta y seis años.

    Tendría que empezar diciendo que él se casó en una época pasada, medio añeja, medio de mentira, cuando todavía nadie sospechaba que mi hermano, mi madre o yo íbamos a ser alguien dentro de una historia que a ratos parece salpicada por ciertos resabios de oscuridad.

    No exagero. Para la gente, antes, e incluso tal vez después, sólo éramos puntos suspensivos en la memoria de nadie. Inexistentes. Sombras frágiles de un espacio eterno que podía ser la imaginación, las posibilidades de otra vida, un tiempo errante.

    Por eso, antes que todo, él, mi padre, tuvo cinco hijos con una mujer que probablemente lo amó demasiado para aceptar que él se fuera con otra algún tiempo después, en una época ya no tan pasada, con la que formaría una segunda familia donde me convertiría en la menor de su estirpe. De esa historia, al menos hoy, sí puedo hablar.

    Cincuenta años tenía mi padre el día que nací. Papá abuelo, papá viejo, me gustaba decirle. Lo quería tanto. Lo quise tanto. No me importaba la diferencia, nunca me importó hasta quizás ahora, en este último tiempo, cuando siento que la vida se le está escapando por los ojos. Es que me mira desde una foto que tengo ahí, en el velador de este barrio que se llama Lavapiés, y sé que puede ser el último día. Sé que alguien puede llamarme, de un momento a otro, para decirme que lo que tiene que contarme es lo más difícil que me va a tocar en este paréntesis que es mi vida en Madrid, y yo, al otro lado de la línea, preguntaré con la cabeza gacha si él está muerto, si él está muerto.

    Él murió, Olimpia. Él murió, me va decir ese hombre sin rostro y la voz va a ser también un puñal seco que le declarará, probablemente sin contemplaciones ni treguas, una guerra moral a mi alma.

    Pero no ha pasado. Nadie ha llamado todavía y el teléfono no suena ni hoy, ni mañana y quizás tampoco pasado. Todavía él está aquí o allá y respira en algún lugar de Valparaíso, aunque no sepa bien quién es, aunque no sepa bien quiénes somos.

    La duda eterna. Esa. La de pensar y pensar y sentirte que te partes por dentro. Tienen razón: es egoísmo puro. No aceptamos la muerte porque somos egoístas, porque queremos apropiarnos de la vida de los otros, porque queremos creer, ingenuamente, que la gente que amamos no debería partir de nuestro lado, y los atamos a la vida y los atamos a ese torbellino de símbolos que no contemplan otra posibilidad. Más y más clichés. La muerte es un cliché, un invento que hicimos los seres humanos para no pedirnos perdón en vida, un sinónimo de esos falsos adioses que no se alcanzan a vislumbrar en ninguna parte, ese adiós intermitente que es no volver a mirarle la cara a él, a ella, al reflejo de unos ojos en cualquier espejo porque la vida de uno es también siempre la vida de otro.

    A veces, muchas veces, nos da miedo, tratamos de no nombrarla, y sin embargo existe, nos roza el hombro, sacude el tiempo de vez en cuando en tres y en dos y en seis, recordándonos quizás esa inmortalidad de la que no nos gusta hablar, esa inmortalidad que callamos y que cae espalda arriba y espalda abajo como si siempre hubiera estado ahí, como si nunca nadie la hubiera visto, como si no pudieras ignorarla.

    Hace unos días releí las cartas que Julio Cortázar le escribió a Carol Dunlop cuando ella murió. Palabras. Ni inocentes. Ni frágiles. Ni rotas. Palabras que conocen el dolor de la herida. Palabras que podrían estar quebradas, torcidas, en pausa. Palabras que arrojan una despedida, el inicio de una historia, el escuálido punto suspensivo de una frase que no alcanzó a configurar ninguna realidad. Palabras que nacieron del invierno, del último invierno, del último espanto que quería ir detrás de tu sombra. Palabras con fecha, con memoria, con recuerdos. Palabras. «El dolor no es, no será nunca más fuerte que la vida que me enseñaste a vivir».

    Por eso todas las noches pido que él se muera. Si vivir con Alzheimer es una putada, una putada de la vida y de la mala suerte. Es como estar muerto en vida y, peor aún, ni siquiera poder recordar a todos esos que quisiste, a todos esos que odiaste, a todos esos que fracturaron tu vida y la cambiaron, que te hicieron mejor, que te hicieron peor, no importa, pero cuya marca queda en ese espacio invisible que sobrevive cuando nos preguntamos quiénes somos. Es olvidarte de ti mismo y de eso que te duele y de eso que te hace sonreír.

    El Alzheimer rompe nuestra fábrica de recuerdos, de sueños, de nostalgias. El Alzheimer bombardea nuestra vida, nos deja a ciegas. Es la única enfermedad de la que sabes no vas a poder salir, no te van a poder sacar. Se adueña de tus tiempos, de tu cuerpo, de tu personalidad. Te liquida. Te mata y no te mata porque sigues también muy vivo, inerte. Tu cuerpo es un cañón de soledad, materia con olor de escarabajo roto que nace y crece en medio de la nada, como si estuvieras presa de un limbo, de una parálisis del sueño, de intervalos rotos, agonizantes.

    ¿Cuándo le diagnosticaron el mal del olvido? Veintinueve de octubre de hace ya siete años. Lo veníamos sospechando hace un tiempo, pero nadie le quiso poner palabras, nadie quiso buscar una explicación a los comportamientos que de a poco, lentamente, empezaron a aparecer y tener un nombre.

    Primero fueron los extravíos sin importancia que no quisimos ver como un suceso inusual, la voz de ese alguien conocido por la familia que nos dice que está con mi papá en una calle cualquiera y que parece que no lo reconoce. «Está un poco desorientado, un poco molesto». «Que se quede ahí contigo, dame cinco minutos», recuerdo que le dije a Fabián. Fabián era el novio de mi hermano Tomás, el primer novio que tenía desde que había dicho que era homosexual, y aunque no tuvo la importancia que pensábamos que iba tener en su vida en ese tiempo, cuando se lo encontró en Avenida Providencia con Las Urbinas, tenía el nombre de la peor pesadilla de mi padre. Cómo no iba a reconocer a Fabián, si era para él el mal de todos los males, el problema de todos nuestros problemas, la raíz de toda la mierda que inundaba a la familia por ese entonces. Me pierdo. Escucho unos tacos que suben y bajan escaleras, siento un temblor, un leve cosquilleo detrás de la oreja derecha.

    Me miro las venas, reconozco los lunares de mi antebrazo, las planta de mis pies y la costra que sale de una de mis rodillas. Es una caída que todavía no ocurre. La piel se resiente. El futuro y el pasado como una hoja muerta, quebrada. Volver. Vuelvo a Fabián o quizás a Tomás o quizás a mi viejo enfermo que está postrado en una cama diciéndonos «perdónenme».

    Las imágenes se me confunden; se me confunden porque mientras escribo esto a nadie, afuera llueve. La imagen de un viaje en el sur de Italia, desde un tren, me aleja de este y otros recuerdos, como si mi vida fuera siempre una continuidad de fragmentos, de pedazos que no terminan por completar ninguna imagen.

    Miro mis dedos largos tecleando, sacudiendo el computador donde escribo estas y otras líneas, sintiendo el peso de cada palabra, de cada letra, que desde un punto que ni siquiera conozco, empiezan a contar una historia, un capítulo, una vida aparte, una pausa de nuestra existencia. La vida debería estar en otra parte. Mi vida debería estar en otra parte.

    Mis manos. Siento mis manos y los golpes y el sentir y sentir y sentir, y la rabia y la pena y lo que se fue y no le pertenece ni siquiera a Dios, al Dios que nos inventamos para seguir viviendo con las uñas rotas.

    El otro día me preguntó la Adela qué creía que significaba la vida, si había algún sentido detrás de las cosas que íbamos viviendo, de las personas con las que nos íbamos encontrando. Ella es más espiritual, y a pesar de todas sus dudas y sus incoherencias y sus inconsistencias, que para mí no son más que delirios esotéricos, se esfuerza en mantener cierto equilibrio espiritual. Calma y alma, Olimpia, me dice cada vez que intuye que voy a tener una de esas crisis que hace seis años provoca mi enfermedad.

    No sé, Adela, le respondo. Quizás no hay ningún sentido, salvo que convirtamos las cosas que amamos, las cosas que odiamos, en historias que alguna vez alguien cuente. Sé que no le gusta mi respuesta, que quizás espera más. A veces tengo la impresión de que me ve lejana, extraña, como si hubiera querido que su hermana menor, yo, fuera diferente. Más cómplice, más amiga. Nuestra relación siempre está maquillada, quizás teñida, por una urgente violencia que se esconde detrás de una falsa sonrisa. Siempre la hemos tenido. Por genética, por imitación, por necesidad. Somos buenas para sonreír aunque no queramos hacerlo. Son gestos poco auténticos y fingidos en bocas demasiado grandes, tan grandes, donde se pueden meter también, tantas otras cosas.

    Lamento ser diferente. Lamento no parecerle lo suficientemente sensible. No ser tan ingenua, no comprarme lo que me dice gente que cree que ve más allá. La Adela es de esas personas que pagan cursos para que otros le digan cómo vivir una vida más ligera, más espiritual. Y que el yoga y que la comida y que la naturaleza y que el sol y que la conciencia de sí y del otro y del otro, y de pásame doscientas lucas para seguir diciéndote más mentiras. Se obsesiona con monjes, con maestros chinos. Pasa por épocas. Un tiempo raya con el coreano que inventó no sé qué curso de acupuntura y con la otra vieja chica que le revisa el ojo y el brazo y la pierna y el iris y que cuántas enfermedades va a tener usted durante su vida, y los hijos y los amores y los problemas y déjame mirar una foto para saber cómo es Juan, cómo es Olimpia, cómo es la Maca. Y así. Ansiosa. Necesita que le digan qué va a pasar, como si la vida fuera tan lenta, tan lenta, y se hostigara de ese ritmo pausado. ¿De qué sirve mirar las cartas del tarot? ¿Las líneas de las manos? Nadie nos va a ahorrar nada, y probablemente se equivoquen y fallen y no aporten nada más que un juego imaginario para ocultar las verdades verdaderas; trucos para lo cotidiano, para hacer la vida más entretenida. Tengo que reconocer que hay momentos en que también dudo, pero inmediatamente me digo a mí misma: Olimpia, no seas huevona, acuérdate de esa época de promiscuidad cuando una mujer te miró la borra del café. Yo no quería, pero ella insistió, vino hasta la mesa del restaurante donde estaba con mis amigas. Una de ellas ofreció pagar los diez euros que cobraba la mujer. ¡Diez euros por un par de preguntas! Era insólito. Están más forradas que nosotras, dijo Irene, que es poeta. Capaz que somos tontas. ¿Por qué no cambiarse de rubro y acercarse a las mesas de la gente y predecir un par de cosas, siempre inventadas/siempre inventadas, y terminar vendiendo poemitas? Nadie paga por poesía, parece que escuché decir a Pilar. En cambio, sí pagan porque les inventen una historia. ¿Al final no es lo mismo?

    ¿Al final no es lo mismo?

    Las palabras de la bruja me llegan como si me hablara desde otro tiempo. Y es otro tiempo. Me acuerdo que me costaba concentrarme en sus palabras porque sus ojos eran verdes y grandes y raros, y uno de ellos se le caía. Me acuerdo de esa seguridad disfrazada de desfachatez: Olimpia es tu nombre… bueno, Olimpia, está claro… tienes que abrirte más a los hombres, dejar de pensar en ese, que no has podido olvidar, chica, si no eres una monja. Date la oportunidad de pasarlo bien con otro, de jugar, de tener sexo, de liberarte. Sal con uno, con dos. Da igual. Tú entrégate, hija, que pareces una mujer de cincuenta. Te lo digo porque se te nota. Estás muy encerrada en ti misma.

    Yo no sabía qué decirle. Miraba a mis amigas y ellas con los ojos para arriba, intentaban contener la risa, mientras miraban otra vez a la bruja. Todas estábamos en silencio, quizás tratando de reinterpretar, buscando la metáfora, la señal escondida, un mensaje que nos devolviera a la tierra. Nada. Era demasiado pobre su visión para sacarles algo a esas palabras. ¿Pero es así?, seguía la mujer. ¿Tengo razón?, nos preguntaba. Yo me encogía de hombros. Me daba un poco de vergüenza decirle que estaba totalmente equivocada (es insólito que uno, que es finalmente del que se están burlando, sea el que tenga vergüenza y no el estafador, pero a veces pasa), así que preferí guardar silencio. Habló Elena, que siempre tiene voz, y le dijo: ese no es precisamente su problema. Al contrario. Parece que no estás leyendo bien el café. Y me cerró el ojo. No hubo réplica. La vieja se fue con sus diez euros y nosotras seguimos ahí, hundidas en nuestros asuntos, desparramadas en esos sofás que tienen a veces los barcitos madrileños del siglo veinte, esos que están en el centro, que tienen ochenta años, que son medio bohemios, medio alternativos, medio caros. Tomándonos una botella de vino tinto, celebrando la vida, la amistad. Porque en Madrid siempre sobran los amigos y las excusas para romper las copas. ¡Cómo necesito esa ciudad! Tengo nostalgia de Huertas y los tintos de verano y el parque de El Capricho. Tengo nostalgia de Atocha y los desvelos y la calle de Tremps. Tengo nostalgia de las cañas y las aceitunas verdes y la Plaza Mayor. Tengo nostalgia por las sombras que se quedaron dando vuelta en las calles de Tirso, la Gran Vía y Sol. Tengo nostalgia por las tapas de La Latina. Tengo nostalgia de vivir en una ciudad que no tiene estrellas. Tengo nostalgia del «Chino Subterráneo» de Plaza España. Tengo nostalgia de Ópera y Callao y Santo Domingo. Tengo nostalgia de los amigos, la calle, la vida. Tengo nostalgia de El Retiro y la Cibeles. Tengo nostalgia de los teatritos. Tengo nostalgia de los «hasta logo». Tengo nostalgia del jazz del Café Central. Tengo nostalgia de esa ventana que miraba la Almudena. Tengo nostalgia de un bonsái que nunca fue mío. Tengo nostalgia de orgasmos de mentira. Tengo nostalgia de botellas vacías, de cuerdas rotas. Tengo nostalgia de Malasaña y de Chueca y del Museo del Prado. Tengo nostalgia de acostarme con hombres que nunca amé. Tengo nostalgia del pasaje San Ginés y las puestas de sol en el Templo de Debod. Tengo nostalgia de ti. Tengo nostalgia de mí. Tengo nostalgia.

    Pocas cosas sé, pocas cosas me quedan como certezas. Una de ellas es que algún día voy a volver a vivir en Madrid. Una de ellas es que será contigo. Olé.

    Cierro el paréntesis. Mejor que sí. En la realidad ya no flotan los versos ni la tristeza latente por una ciudad que no existe. En la realidad hay una mujer que se cree hada, y yo ya dejé de creer en ellas hace mucho, porque el mercado de brujos y brujas lo compone en una gran mayoría gente chanta. Nadie puede saber qué va a pasar más adelante, porque el futuro se está escribiendo a cada rato y los únicos responsables de ciertos detalles, de ciertas determinaciones, de ciertas muecas de futuros, somos nosotros mismos. El destino se deshace en mis manos y en las de todos los que he conocido. El destino no existe. El destino es una bolsa de plástico llena de basura que tiramos en algún lugar que nadie puede ver, que nadie va a encontrar.

    Hace muchos años que perdí la noción de sentido, de reloj, de montañas, pero quizás hay algo que rescatar dentro de todo esto que nos arrastra, que me arrastra, que me conduce hacia una nueva noción, y es precisamente la inevitable consideración de estar vivos, de reconocer nuestras culpas, nuestros miedos, los vidrios quebrados del espejo. Eso que digo, eso que siento, lo sé y tú lo sabes. Ponte frente a un ventanal de vidrio gigante y haz la prueba. Sácate la ropa. Mastúrbate pensando en esa compañera de quinto básico. Sigue frotando. Date tres vueltas más, dúchate sin tiempo. Inténtalo. Ahí no puedes esquivar la mirada de otro que te conoce demasiado para poder engañarlo. Eso debe ser estar vivo. Sentir. Dejar de pensar. Dejar pasar esas emociones viejas y agrietadas. Dejar pasar el amor, dejar pasar la locura, dejarte pasar a ti. Mi resignación.

    Vuelvo a la historia. A ese día en que a todos nos cambió un poco la vida.

    «Estoy bien, Olimpia, estoy bien», repetía mi padre mientras yo lo miraba intentando entenderlo. «Es que me cambiaron la calle, cambiaron el letrero… esto hace veinte años se llamaba de otra manera… yo sólo salí a dar una vuelta». Está bien, papá, le

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