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De Drácula a Madero
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Libro electrónico240 páginas3 horas

De Drácula a Madero

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Información de este libro electrónico

Juan Pablo y Marisol quisieron invocar al famoso escritor de Drácula . El ritual de los jóvenes no vislumbraba éxito. Tampoco contemplaba que los protagonistas fueran arrojados del presente al preámbulo de la Decena Trágica. Deambularán por una ciudad en guerra y, en su intento por volver al presente, conocerán a personajes que pautaron el rumbo de
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 ene 2022
ISBN9786075404936
De Drácula a Madero
Autor

M. B. Brozon

Mónica B. Brozon (Ciudad de México) Estudió en la Escuela de Escritores de la Sogem. Es autora de más de treinta obras de literatura infantil y juvenil y ha merecido los principales galardones que se otorgan en este ámbito en el país.

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    De Drácula a Madero - M. B. Brozon

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    Juan Pablo se miraba al espejo mientras masticaba otro pedacito de papel de baño. Buscaba encontrar la cantidad exacta que le permitiera establecer una respiración pausada y sibilante sin notarse dentro de la nariz. Una vez más erró en sus cálculos y la bolita de papel de baño masticado fue a dar al suelo a la primera exhalación.

    —¿Qué será peor? —le preguntó a Gonzalo quien miraba una revista sin hacer ya caso al proceso—. ¿Llegar con la nariz demasiado ancha o arriesgarme a que se me salga la bolita de papel de baño en medio de la conversación con Marisol? ¡O mientras le doy un beso!

    —Eres un subnormal —respondió Gonzalo sin levantar la mirada de su revista.

    Esta escena, que podría hacer pensar en una tarde de ocio cualquiera entre dos adolescentes —ambos medio zonzos— en realidad era lo que quedaba de lo que un día fue un triángulo amoroso poco dramático: Juan Pablo y Gonzalo se enamoraron de Marisol al mismo tiempo y un día decidieron: que gane el mejor. Juan Pablo fue mejor que Gonzalo en el cuerpo, eso gracias al futbol y al kick boxing que practicaba en el club tres veces por semana. Era, si no mejor, sí más afín a los gustos musicales de Marisol y además, al menos en el estándar internacional de los años de secundaria, más guapito que Gonzalo, que antes que preocuparse por su apariencia y salud corporal, se dedicaba a leer un poco de todo y en general resultaba un tanto nerd.

    Marisol, por lo tanto, se convirtió en novia de Juan Pablo, Gonzalo se hizo a un lado y el triángulo se desintegró para después rehacerse cuando ella, algunos meses más tarde, se enamoró perdidamente de un vampiro que pertenecía al mundo de la ficción. No fue un romance de esos tan comunes, chica conoce artista guapo, va a ver todas sus películas, se inscribe a cuanta página de fans encuentra y tiene una relación más o menos normal con su novio en turno. No. Marisol estaba enamorada del vampiro con toda la intensidad con la que alguien se podría enamorar de una persona que va en el mismo salón o que conoce en la cola del súper. Cuando sucumbió a esa pasión ya llevaba un tiempo siendo novia de Juan Pablo y se le hizo exagerado cortarlo, porque aunque su romance con el vampiro era maravilloso en el mundo onírico, siempre es bueno tener a alguien a la mano para ir al cine, a las fiestas, o a la boda de una tía. Al principio Juan Pablo se sintió algo incómodo dentro de ese otro triángulo tan raro y, aunque sabía que su rival existía solamente en libros (algunos de los cuales ya eran películas), no podía evitar la sensación de que Marisol le estaba poniendo un enorme cuerno cada vez que los releía o veía las películas, lo cual sucedía con extraordinaria frecuencia.

    Frente al espejo, calculando una nueva dosis de papel de baño a masticar, Juan Pablo se sentía un poco ridículo —mucho, en realidad— y una vez más se planteaba la posibilidad de buscar una novia menos soñadora, una que no amara a un ente ficticio por encima de él, y que no le pidiera llenarse la nariz de papel de baño para lograr el efecto que describía la autora del vampiro de sus sueños: A cada exhalación, notas musicales emanaban de su nariz simulando una sinfonía de amor. Diablos. Juan Pablo sabía que, aunque lograra el silbidito, la sinfonía de amor estaba totalmente fuera de sus posibilidades, cuando era incapaz de silbar una cumbia con la boca.

    La nueva pasión de Marisol por el vampiro enfrió aún más la de Gonzalo hacia ella. ¿Cómo alguien podía enamorarse de un vampiro así? Era incomprensible, en especial para alguien como Gonzalo, legendario fan de los vampiros, gran conocedor de libros, películas, vampiros históricos y otros muertos vivientes. Alguien que se había gastado sus ahorros de años (los que en un principio le iban a servir para comprar una cámara de video y un programa de edición para hacer su versión —un poco casera, sospechaba— del vampiro moderno) en una máquina de escribir en la que, de acuerdo con la información del anticuario que se la vendió, Bram Stoker había escrito ni más ni menos que la novela paradigmática del universo vampírico: Drácula. Su papá casi lo mata, por otro lado, porque a él no le importaban los vampiros y, como hombre de negocios, sabía que algún listo le había tomado el pelo a su hijo, pues no entendía nada de literatura y por mucho que en aquella máquina hubiera sido escrita semejante obra, no dejaba de ser un vejestorio.

    Gonzalo tenía todas las versiones cinematográficas de Drácula y un gran póster de la de Francis Ford Coppola adornaba una de las paredes de su cuarto. Vaya pues, que su amor por los vampiros era tan intenso como el de Marisol por ese único, moderno y anodino representante de la especie. Gonzalo se preguntaba cómo alguien podía tomar en serio una raza de vampiros que al ponerse al sol no se achicharran asquerosa y salvajemente sino que adquieren un cutis lisito y brillante. Simplemente no alcanzaba a comprenderlo.

    —Se me hace que esto del papelito no va a salir —dijo Juan Pablo. Gonzalo levantó los ojos de su revista—. Tal vez podría tratar con chicle.

    —Esa tontería del ruidito por la nariz no te va a servir. Te apuesto que lo de la sesión le va a parecer mucho más interesante.

    —No sé —suspiró Juan Pablo y dos bolitas más de papel de baño mojado terminaron en el suelo.

    —Vamos a hacerlo de todos modos. Me lo debes —dijo muy serio Gonzalo—. Es una deuda de honor. Si no fuera por mí, probablemente jamás hubieras contentado a Marisol.

    Había sido un enojo muy serio en el que Gonzalo ayudó a Juan Pablo. Él y Marisol habían quedado de ir a ver, por cuarta vez, la película del vampiro guapo, ahora con Selene, la mejor amiga de Marisol. Acordaron encontrarse en casa de Juan Pablo, quien ya tendría que haber comprado por internet los boletos para asegurar su lugar. Marisol lo había bombardeado con mensajitos de celular para insistir en la rapidez de la compra y cuando estuvo hecha él —muy paciente, la verdad— tecleó: "Tengo los boletos. Acá las espero, dear". Dear era una manera anglosajona que tenía su mamá para rematar una frase a la que pretendía darle un matiz de sarcasmo. "A ver cuándo levantas tu cuarto, dear, solía decirle. Juan Pablo pensó que con ella lograría hacerle saber a Marisol algo así como: Compré los boletos y todo, pero voy bajo protesta". Gran error. Marisol y Selene llegaron a su casa presas de una indignación poco común.

    —¿Sabes qué? —le dijo Marisol en lugar de hola—, si quieres mejor dame la clave de los boletos y nos vamos nosotras.

    —¿…?

    —Ya sé que yo te digo Feo, pero es de cariño, no puedes tú andar diciéndonos eso a mí y a mis amigas —siguió reclamando.

    —Y si te parece que somos tan feas, ¿por qué andas con Marisol? —agregó Selene.

    —Pero… yo…

    —Ya, dame la clave mejor, no quiero escuchar tus explicaciones.

    Juan Pablo le dio la clave de los boletos y las dejó ir sin acabar de entender qué había hecho mal, pensando que todo había sido un pretexto de Marisol para irse sola a ver, por cuarta vez, a su rival. Feo, pensó; antes de conocer al vampiro no le decía Feo, le decía Juamp o Corazón. Lo invadió un poco de angustia y se dijo al espejo:

    —¿Eres tonto o qué? ¡Estás celoso de un actor chulito que hace el papel de un vampiro chafa!

    Pero la angustia persistió. Y se convirtió en algo cercano al terror cuando revisó los mensajes enviados en su celular y se dio cuenta de lo que había pasado. Juan Pablo tecleaba sus mensajes con gran rapidez, aunque no solía verificar lo escrito. Normalmente no importaba. Sin embargo, en su teléfono, que tenía activada la función de texto predictivo, al teclear las letras que componen dear, la primera opción que el teléfono daba era feas. Acá las espero, feas, puso. No se fijó y así se fue. Al comprender la razón del enojo supremo de Marisol, Juan Pablo mandó dieciocho mensajes para explicarle el error y pedirle perdón de cuanta manera se le ocurrió. Marisol los recibió todos de golpe al salir del cine, pues nada podía interrumpirla durante la proyección. Tecleó dear en su teléfono y comprobó que Juan Pablo decía la verdad, pero pensó que le convenía hacerse la indignada otro rato, porque Juan Pablo se esforzaba mucho para contentarla y, hasta eso, se le ocurrían buenas cosas. Y si no a él, a Gonzalo, quien, siguiendo el antiguo Decálogo de lealtad con los carnales, no sólo se había hecho a un lado cuando Marisol y Juan Pablo se hicieron novios, sino que lo ayudaba en todo lo que podía, cosa que no le era difícil porque tenía su lado sensible más desarrollado que Juan Pablo. Esa vez, para ayudarlo a contentarla, Gonzalo compuso unos versos musicalizados (que podían haber llevado el sustantivo de canción pero había algo que faltaba), cuyo título era: Nunca confíes en el traicionero texto predictivo.

    Sin embargo, en el Decálogo de lealtad con los carnales nada es gratuito. Todo favor se regresa con otro, si no de temática, cuando menos de importancia equivalente. Y Juan Pablo se comprometió a acompañar a Gonzalo (y a convencer a Marisol de ir también) a una sesión espiritista.

    —Y las deudas de honor no pueden quedarse sin saldar por mucho tiempo. ¿Ya le dijiste siquiera a Marisol? —retomó Gonzalo.

    —Casi.

    —¿Cómo casi? ¿Qué es casi?

    —La invité a cenar, güey, pero no me animé a decirle lo otro, ya ves cómo es, estoy seguro de que se va a reír de mí, y de ti, obvio, y luego me va a decir que no.

    —Eso depende de cómo se lo plantees.

    —A ver, ¿cómo podría decirle: Vamos a comunicarnos con un escritor muerto a través de su máquina de escribir en una sesión espiritista, de alguna manera que no suene como… pues como suena?

    —Invéntale que queremos comunicarnos con un vampiro. Puedes decirle que es con su vampiro. Dile que se lo vas a regalar de Día de San Valentín.

    —¿Contactar a su vampiro en una sesión espiritista? Sí, cómo no. Digo, está clavada pero no es idiota, sabe que ese fulano está vivo en alguna mansión carísima de Hollywood. Además el catorce de febrero es hasta el domingo, ¿por qué quieres que sea el lunes?

    —Porque es el único día que puede venir el Operador Psíquico, y quiero que sea antes de que lleguen mis jefes de Europa —Gonzalo se quedó pensativo—. Ese güey que dices es el actor. Ella está enamorada del personaje vampiro. Es distinto.

    —Sí, bueno, pero tampoco es que puedas contactar a un personaje en una sesión espiritista. Sería como querer contactar a… no sé, a Pinocho.

    Gonzalo lanzó una risa que pretendía expresar que lo que acababa de decir Juan Pablo era una tontería, pero al mismo tiempo pensó en lo interesante que sería poder contactar a personajes de ficción y en el fondo, muy en el fondo, se preguntó: ¿Se podrá?. Pensó que le hacía falta una conversación al respecto con su mamá.

    Así como el papá de Gonzalo era un hombre de negocios pragmático y sereno, la mamá era, según ella, una mística. Hacía tiempo que se había integrado a un grupo en el que hacían meditación, regresiones, llamados espiritistas y otras monadas de cuya efectividad Gonzalo tenía serias dudas, pero cuando conoció al Operador Psíquico de su mamá esas dudas se convirtieron en curiosidad, porque él, además de ser un Operador Psíquico (título que por sí solo sonaba rimbombante y atractivo) era gótico y tenía cuerpo de gimnasio, combinación que a cualquiera le hubiera generado desconfianza, pero a Gonzalo no. Él lo quería para hacer una sesión espiritista con la idea de contactar a Bram Stoker a través de su máquina de escribir. Se le ocurrió que Juan Pablo podía invitar a Marisol no porque fueran, ninguno de los dos, elementos de gran ayuda en una sesión espiritista, sino porque el Operador Psíquico le dijo que cuando se trataba de convocantes sin experiencia, era necesario contar, como mínimo, con cuatro sujetos para llevar a cabo un llamado. Y Gonzalo no tenía a la mano suficientes amigos a quienes pedirles semejantes favores sin arriesgarse al escarnio público, del cual normalmente estaba cerca gracias a su condición de nerd. Juan Pablo no parecía nada convencido pero, tal y como había dicho Gonzalo, era una deuda de honor.

    —Ándale —insistió Gonzalo—. Voy a comprar velas e incienso, y ya cuando acabemos abrimos unas chelas y cenamos pizza, ¿cómo ves? Por mi cuenta.

    Juan Pablo pensó que no era mala la idea de una velada romántica a la luz de las velas con pizza y cerveza acompañado por su amada, aunque tuviera que soplarse un prólogo tan mafufo. Y quién quita, pensó, en una de ésas en verdad nos comunicamos con el tal Stoker y le pido algunos consejos vampíricos que no tengan que ver con sinfonías de amor que se silban por la nariz.

    Marisol tenía razón. Cuando se ponía digna, la imaginación de Juan Pablo se elevaba hacia niveles muy coquetos. Pensó que la invitación a cenar era para reafirmar su perdón, aunque en realidad ella se lo había dado genuinamente cuando leyó el poema. Al hacerlo se dio cuenta una vez más de que sí lo quería. ¿Cómo no? Juan Pablo era un gran tipo, decente, medio bobo a ratos pero buena onda, tenía un cuerpo razonable gracias al kick boxing y, lo más importante, estaba muy enamorado de ella. ¿Qué más podía pedir cualquier chica cuya vida va avanzando por el tercero de secundaria? Pues al vampiro de los libros. Era un amartelamiento muy serio el suyo, y sí, había que admitir que la distraía un poco y hacía algún tiempo que no pelaba a Juan Pablo como debía. En ocasiones se sentía incluso confundida. Pero terminaba diciéndose en el espejo:

    —¿Qué te pasa? Los vampiros no existen. ¡Él tampoco! —y acompañaba su intento de ubicación con un par de palmadas en la mejilla.

    Al contrario que Juan Pablo, Marisol nunca tuvo la sensación de estarle poniendo el cuerno. Eran cosas distintas. Sólo una vez sintió algo de culpa, cuando Juan Pablo le estaba dando un beso y ella cerró muy fuerte los ojos e intentó imaginar que quien se lo estaba dando era el vampiro. No resultó, pues le hicieron falta los colmillos. Le dio un poco de pena con Juan Pablo y se prometió no volver a intentarlo.

    —Te tengo una sorpresa, además, para la cena —le dijo Juan Pablo.

    —¡Eeee, ya lo sabía! —dijo Marisol—. Gracias, Feo.

    Juan Pablo suspiró. Ahora sólo esperaba que la tal sesión espiritista no resultara un fracaso, que pudieran contactar al autor del vampiro más famoso del mundo y que Gonzalo dejara a un lado sus locuras de sesiones y Operadores Psíquicos. Juan Pablo se llevó las manos a la cabeza mientras pronunció en voz baja:

    —Operadores Psíquicos —y suspiró con la esperanza, no muy firme hasta eso, de que todo saliera bien.

    —Te veo el lunes para irnos a casa de Gonzalo.

    —¿Por qué el lunes, si el catorce de febrero es hasta el domingo? ¿Y por qué nuestra cena de San Valentín va a ser en casa de Gonzalo?

    —Mmmm. Bueno. Por lo que te había dicho de la sorpresa.

    —No sé si me gusta la idea de una sorpresa en casa de Gonzalo, la verdad. Yo lo estimo y es muy nuestro amigo pero creo que prefiero que vayamos solos, aunque sea por unos tacos si no tienes lana.

    —Es que ya quedé, amor. Ándale, vas a ver que es algo padre —Juan Pablo se mordió la lengua.

    —Espero que no sea una de sus ñoñeces —suspiró Marisol. Y Juan Pablo ya no se atrevió a decir nada.

    Gonzalo no los recibió en toga y con los ojos pintados, como Juan Pablo imaginó por un momento que sucedería. Estaba vestido como para una ocasión cualquiera, pero la casa olía a algo raro, una mezcla de canela con uno de los componentes de la loción que usaba su papá. Hasta la puerta se oía música clásica. Marisol le echó a Juan Pablo una mirada en la que él alcanzó a ver la insistencia en ir mejor por tacos.

    —Bienvenidos sean, sólo faltaban ustedes.

    Gonzalo tomó la mano de Marisol con la intención de besarla, pero ella no se dejó. Cruzó de nuevo su mirada con la de Juan Pablo, que le suplicaba pasar. Aunque sea un rato. La negociación por medio de miradas se prolongó un poco.

    —Si me hacen favor —dijo Gonzalo—. El Operador Psíquico cobra por hora.

    —¿El qué? —preguntó Marisol.

    —Te compensaré por esto, te lo prometo —dijo Juan Pablo con voz suplicante y apretó un poco el brazo de Marisol. Ella entró con el ceño fruncido y se encaminó, con refunfuñosa resignación, hacia la sala de Gonzalo.

    —Ejem… —el anfitrión se refrescó la garganta y con una seña les indicó que el evento no sería en la sala.

    —El Operador Psíquico nos espera en mi habitación.

    Marisol miró de nuevo el gesto, ahora más suplicante, de Juan Pablo. Solamente negó con la cabeza y empezó a caminar por el pasillo.

    —Si mi mamá se entera de que le tomé prestado a su Operador Psíquico, me mata —le dijo Gonzalo a Juan Pablo al oído.

    A Juan Pablo le quedaron muchas preguntas, pero prefirió no perder tiempo haciéndolas y terminar con eso lo más pronto posible. A saber cuánto cobraría el Operador Psíquico por hora, pero a cada momento su imagen iba formándose en la cabeza de Juan Pablo como la de un charlatán. Y eso que aún no había visto sus tatuajes, su cola de caballo y

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