Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Elena Garro: Lectura múltiple de una personalidad compleja
Elena Garro: Lectura múltiple de una personalidad compleja
Elena Garro: Lectura múltiple de una personalidad compleja
Libro electrónico383 páginas5 horas

Elena Garro: Lectura múltiple de una personalidad compleja

Calificación: 5 de 5 estrellas

5/5

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Lucía Melgar y Gabriela Mora han construido en este libro mucho más que un conjunto de voces en torno a Elena Garro. Las 14 experiencias, sean éstas de lectura, revisión histórica o narración de uno o varios encuentros con la autora de Los recuerdos del porvenir, son una paradoja. El equilibrio se da en la lectura, en el tercero que lee, que reinterpreta e incluso que lucha con la propia imagen que de Elena se haya construido. No es un libro que ensalsa ni denosta; tampoco juzga o aprueba. Es, en su conjunto una pieza polifónica que al igual que se complementa, se contradice. Quizá como la propia Elena.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 mar 2018
ISBN9786079784010
Elena Garro: Lectura múltiple de una personalidad compleja

Relacionado con Elena Garro

Títulos en esta serie (100)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Biografías literarias para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Elena Garro

Calificación: 5 de 5 estrellas
5/5

1 clasificación0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Elena Garro - Lucía Melgar

    I

    Semblanzas de

    Elena Garro

    LAZOS DE FAMILIA

    Gloria Prado

    …a pesar de que realmente nunca se

    habían abrazado o besado. Con el

    padre sí, porque Catalina siempre

    había sido más amiga de él.

    Cuando la madre les llenaba los platos obligándolos a comer

    demasiado, los dos se miraban

    guiñándose el ojo en complicidad

    y la madre ni lo notaba.

    Los lazos de familia, Clarice Lispector

    Mientras escribía, escuchó

    los pasos.

    Cuando volteó no encontró

    la sombra.

    Adiós, dijo, y se quedó.

    Puntos de vista, Gloria Prado

    Desde que recuerdo, siempre oí hablar de Elena Garro: la prima, la escritora, la hija de la tía Esperanza y de Pepe Garro, mi sobrina,... sus hermanos, Devaki, Albano, Estrella...,...cuando vino a vivir a la casa...,... cuando era novia de Octavio...,...cuando íbamos a casa de mi tía Amalia... ,...cuando estaba embarazada de Elenita...,...cuando se fueron a España,...

    Así fue siempre. Elena, Elena Garro Navarro, que nació en Puebla, porque ahí llegó, en ferrocarril, Esperanza, su madre, trayendo de la mano a Devaki y embarazada a punto de parir, tras desembarcar en Veracruz después de la larga travesía por mar, en tercera clase, desde España donde vivían, debido a un pleito terrible con su esposo, Pepe Garro, a casa de su hermana Consuelo (Coconita), porque así era mi hermana Esperanza, temperamental, impetuosa, incontenible.... Elena poblando los recuerdos, las reminiscencias, los juicios aprobatorios y reprobatorios, la multinombrada, la omnipresente, la protagonista de episodios, aventuras, anécdotas... La heroína o la villana (nunca medias tintas) de una historia, forja de sus acciones, refigurada en el imaginario familiar, narrada por sus parientes contemporáneos, los próximos, y los que continuamos en las generaciones subsiguientes. Cada uno contando su propia historia, cada uno configurando a su personaje, cada uno desdiciendo a los otros y afirmando apofánticamente su propia versión, la verdadera, frente a las falsas que pretendían ser la abso luta verdad.

    Elena Garro Navarro: en las erres vibrantes múltiples y en la contundencia de las os de sus dos apellidos, estaba signado su destino. Porque siempre fue eso: vibrante en multiplicidad y rotunda, a pesar —o quizá por eso mismo— del misterio que continuamente la rodeó aún para los más cercanos.

    Elena Garro Navarro, la nieta favorita, la leona, como la llamaba su abuelo Tranquilino Navarro, quien no hacía honor a su nombre porque de tranquilo no tenía nada, que jamás dejó de estar en acción aun cuando era un anciano; diputado constituyente, fue apresado e incomunicado en la cárcel de Belén de la ciudad de México por ser partidario, amigo y colaborador de Francisco I. Madero a quien Victoriano Huerta mandó asesinar vilmente. Ese Tranquilino Navarro que casó con Francisca Benítez, la abuela materna de Elena, profesora (siempre leyendo y ¡fumando!), lo que no impidió que procrearan diez hijos: cinco mujeres y cinco hombres de los cuales dos —Samuel, el médico de Francisco Villa, y Saulo, uno de sus generales, los Dorados— murieron luchando en la revolución mexicana. Benito, el mayor de todos, participó asimismo en la contienda armada y sobrevivió por muy largo tiempo. Las mujeres: Esperanza, Consuelo, Lidia, Margarita y Amalia, esas tías que Elena definió (en la entrevista que hace muchos años le hiciera Emanuel Carballo) como enormemente bellas, como Greta Garbo o Pola Negri, y luego hieráticas, disciplinadas y hermosas, madres de Amalia Hernández, la famosa bailarina y coreógrafa, y de Agustín Hernández el reconocido arquitecto, de Lin Durán, coreógrafa y bailarina también, Rubén y Horacio Durán, diseñadores prominentes. Familia de artistas, pues. Margarita, la tía con quien vivió Elena, a quien apodaban la Chica, apasionada de la literatura, leía en voz alta las novelas de moda: Balzac, Stendhal, Flaubert o recitaba poesía romántica..., a sus hermanas, a la vez que estudiaba pintura. Esperanza ensayaba la fotografía, Lidia era pintora y Margarita y Amalia fueron maestras, igual que su madre. Mientras que el padre, Tranquilino, practicaba la teosofía y el espiritismo, medio en el que conoció y se hicieron amigos, a Francisco I. Madero y a José Antonio Garro, su futuro yerno, entre otros. Ese fue el entorno familiar, cultural y artístico en el que Elena Garro Navarro nació y vivió parte de su infancia y primera juventud por el lado materno. Atmósfera alimentada por las Letras, la historia, el afán de saber, las artes; signada por un pensamiento liberal y un espíritu combativo; habitada por temperamentos fuertes, rebeldes e indomeñables, prestos al juicio crítico y a la acción, en la que se insertó José Antonio Garro quien detentaba características semejantes. Esa es, por tanto, parte de su historia, de sus genes, de su sangre, rompecabezas incompleto, apenas fragmentos, jirones de vida, atisbos...

    Después de años de matrimonio y de frecuentes vicisitudes tanto conyugales como económicas en las que ambos esposos jugaban alternativamente o de manera simultánea, papeles protagónicos, mudanzas de casa y de lugar, Esperanza Navarro y José Antonio Garro, que por entonces residían con sus hijos en Iguala, decidieron enviar a las niñas a México para que estudiaran en escuelas de la capital. Elena fue a vivir a casa de su tía Margarita, mi abuela, y compartió la habitación con su prima Marga, mi madre. Ésta, según la propia Elena, en la misma entrevista, era muy seria y formal. Ella, en cambio, a pesar de tener la misma edad que su prima, se alió con Poncho, el segundo hijo de la tía Margarita, para hacer una infinidad de travesuras: o arrojaban por las ventanas al interior de la casa la comida que ponían para los perros callejeros los vecinos de la esquina, o atravesaban un hilo a lo ancho de la acera con el propósito de que cuando la gente pasara por ahí se tropezara y cayera, o iniciaban una guerra a muerte con las almohadas de plumas con lo que la habitación se convertía en un hermoso paisaje nevado. Cuenta la prima Marga que, además, la fantasía y la imaginación fabuladora de Elena eran desbordantes. Sus estados de ánimo y su actuar pendulaban entre ese espíritu festivo, travieso, exultante incluso, y momentos, episodios, de enorme temor, visiones fantasmagóricas amenazantes, en los que entraba en pánico terrible, caía en una gran depresión, melancolía o simple tristeza, para luego encarnarlos en historias pobladas de personajes, espacios, situaciones, aventuras, maravillosos que, sostenía, eran totalmente reales.

    Más tarde (ya la familia Garro-Navarro, de nuevo en la ciudad de México, todos, padres e hijos), cuando ambas iban a la Facultad de Filosofía y Letras —Marga cursaba la carrera de Geografía, Elena más dedicada al arte: la danza, la literatura, aunque no de manera formal— se conocieron Octavio Paz y Elena en un baile. Octavio quedó pren dado de ella: hermosa, inteligente, sensible, creativa, irónica, aguda, pero sobre todo, rebelde, subversiva e insolente a pesar de su aire de inocencia e ingenuidad. Seductora, en una palabra. Octavio formaba parte de un grupo de jóvenes que estudiaban Derecho —entre ellos Rafael López Malo, quien sería el primer esposo de Amalia Hernández, y Salvador Toscano— atraídos enormemente por la poesía y el arte en general, al que llamaban los Barandales debido a que solían reunirse en los corredores de la Escuela de Jurisprudencia, recargados en los barandales precisamente, en donde hablaban, discutían, dialogaban sobre los temas y manifestaciones artísticas y políticas que les interesaban y que ellos mismos cultivaban, lo que dio pie a la creación de una revista, principal aunque no exclusivamente literaria, llamada Barandal. Poco tiempo después iniciaron su noviazgo Elena y Octavio, Amalia y Rafael.

    En casa de la tía Amalia y de su esposo, Lamberto Hernández, ubicada en la calle de Guadalajara #94, en la colonia Roma de la Ciudad de México, la tía organizó un club al que llamó el Club Jade. Formaban parte de él todos los primos, hijos de las Navarro, así como vecinos de la colonia que por entonces era una de las residenciales de la ciudad. El arquitecto Mariscal había construido muchas de las mansiones que se ubicaban en ella —entre las que se contaba ésta precisamente— entreveradas con casas de menos lujo y aspiraciones, como ocurría y sigue ocurriendo en nuestra urbe. En esta misma localidad vivían todas las hermanas Navarro con sus familias, motivo por el que los primos hermanos convivían, asistían a las mismas escuelas públicas, y en casa de los Hernández nadaban, jugaban frontón, tomaban clases de baile en el gran salón que la tía Amalia había destinado para que sus hijas y sobrinas aprendieran danza clásica, moderna y baile flamenco con las mejores bailarinas y maestras que había en México o habían llegado por entonces. Ahí es donde Amalia Hernández y Lin Durán (Lilita) comenzaron su carrera de bailarinas y coreógrafas y Elena pudo iniciarse en este arte que tanto amaba. Ahí, asimismo, alternaban por igual con los hijos de los nuevos generales, políticos mexicanos surgidos de la Revolución: los Obregón, los Treviño, los Calles... como con las Blanchet, las Torregrosa y otros jóvenes que vivían en la colonia. En la misma que Doña Valentina C. de Aymes fundara Les Cadettes du Christ, una agrupación de niñas y mujeres jóvenes que pertenecían a una clase social más encumbrada (refiguradas algunas de ellas por Elena Poniatowska en su Flor de lis), de la que los descendientes de las hermanas Navarro tenían noticia e incluso conocían a algunas, pero con quienes no se relacionaban directamente ya que éstos descendían del sector liberal y revolucionario. Las fiestas del Club Jade en la casa de los Hernández eran extraordinarias, a ellas acudían Elena y Octavio, algu nos de los integrantes de Los Barandales, otros estudiantes de Derecho y de Filosofía y Letras compañeros y amigos, los primos, los vecinos, los pretendientes de las primas, los amigos de los amigos..., fiestas de disfraces en ocasiones, espléndidas, donde se bailaba, se cantaba y se vivía momentos y sensaciones maravillosas.

    En el año de 1937 Elena y Octavio se casaron y se fueron a Nueva York y Canadá. Elena le escribió a su prima Marga una postal en la que le decía: "Queridos Marga y Luis: Viaje formidable, estoy en Canadá. Mañana en la tarde embarco a París. Cásense y hagan lo que nosotros todo es decidirse. En N.Y. estuve feliz y me eché a la bolsa la ciudad en menos que se los cuento. Yo salía de compras sola de extremo a extremo. Ya les contaré de París. Besos a todos. Escríbanme a la Emb. Mex. de París. Helena."

    A partir de ese momento, el contacto se fue haciendo cada vez más difícil pues los Paz viajaban mucho (se fueron a París y luego a España al Congreso de Intelectuales Antifascistas...), Amalia se casó también con Rafael López Malo, Marga con Luis Prado, Devaki con el pintor Jesús Guerrero Galván y cada quien fue tomando su rumbo, haciendo vida de familia y teniendo hijos: Amalia y Rafael a Norma López, la actual dirigente del Ballet Folklórico de México que creara su madre, Elena y Octavio a Laura Elena (Helena Paz Garro, ahora), Devaki y Jesús a Paco Guerrero Garro y, después, Marga y Luis a Gloria. Sin embargo, las noticias sobre los Paz eran constantes ya que la madre de Elena, Esperanza, contaba a sus hermanas, las Navarro, lo que sabía de ellos cuando se encontraban fuera del país o estaban en México. El carácter violento y apasionado de Esperanza, igual al de su esposo, coloreaba sus relatos con profusión de epítetos, juicios tanto favorables como desfavorables, hipérboles y tintas ya sombrías, ya resplandecientes. Los sentimientos que albergaba respecto a Elena y al resto de sus hijos, eran ambiguos y contradictorios. Esto contribuyó a que se fuera forjando una imagen difuminada y misteriosa —como la de la fotografía de Mariana— de Elena, Octavio y Elenita en el seno de la gran familia de los Navarro. A veces eran los héroes de una novela fabulosa, a veces los antagonistas, admirados o reprobados episódicamente. El apasionamiento y la enjundia con los que narraba sus historias resultaban cautivantes y su audiencia, de la que en ocasiones yo formaba parte, quedaba atrapada por ellas. La leyenda de Elena, Octavio y Elenita (la Chata), se forjaba, crecía, tomaba enormes vuelos y se entretejía en las anécdotas que las tías y los primos recordaban, recontaban y tramaban con los hilos de las historias de Devaki, Amalia Hernández y los Durán: Horacio, Rubén y Lilita (Lin), hijos de la tía Lidia (Lilí), en una inmensa telaraña en la que todos quedaban (quedábamos) capturados. De ese modo, teníamos noticia de un cúmulo de supuestos, de posibilidades, de informaciones contradictorias y excluyentes de acontecimientos que habían sucedido hacía tiempo o recientemente, con Elena y Octavio protagonizándolos. Que si la Guerra Civil Española, que si el embarazo de Elena, y Octavio cumpliéndole todos sus antojos, que si el parto había sido terrible para ella, que la muerte de José Antonio Garro y los sucesos derivados en los que Elena y principalmente Octavio habían tomado parte, que los episodios con los campesinos en Morelos y las visitas que hacían a la ciudad, que cómo Elena recogía de la calle a jóvenes indigentes y los llevaba a vivir a su casa y luego le robaban, que el 68, que el falso deceso de Elena en París... La propia familia era jugada por el juego envolvente y misterioso de Elena e iba configurando novelas de su vida a partir de las señales —complejos enigmas— que ella enviaba y entre todos intentábamos descifrar.

    Los Paz iban y venían, vivían temporadas cuya duración era variable, en México. En el año en el que cumplió quince Elenita, estaban aquí. Hacía poco tiempo que habían regresado, y se habían instalado en un edificio redondo en la esquina de la avenida de los Insurgentes y Viaducto Miguel Alemán. Ahí fuimos unos cuantos primos y tíos a un festejo pequeño e interesante. No tuvo nada de convencional, convivimos, platicamos, adolescentes y adultos, en una tertulia familiar en la que se habló de temas muy diversos. Elena Paz destacaba entre los primos por su inteligencia y conocimientos. Los demás nos sentíamos apabullados y la veíamos como un ser de otros mundos, lo que exactamente acontecía, ya que el transcurrir de su vida entre viajes, artistas e intelectuales le confería una dimensión que estaba a siglos luz de aquellas en las que nosotros nos movíamos. Días antes los tres Paz habían estado en nuestra casa de Guadalupe Inn y los primos nos habíamos puesto a jugar a dígalo con mímica. A Elenita le tocó actuar el nombre de la película Julio César, entonces fingió con las manos el movimiento de un río y luego un salto muy amplio. Huelga decir que nadie de nosotros, primas y primos, la mayoría menores de edad que ella y mayores en ignorancia, pudimos adivinar de qué se trataba. Nos explicó, al ganar, que era el salto (el paso) del Rubicón. Todos, adolescentes, niños y adultos, quedamos verdaderamente asombrados. No así Elena y Octavio que encontraron totalmente natural que su hija hubiera actuado de esa manera.

    Algún tiempo después, mi abuela Margarita nos comunicó que Elena nos invitaba muy especialmente (y le había dado boletos para la función) a ver la puesta en escena de algunas de sus obras teatrales en Poesía en voz alta. Acudimos mi madre, mi abuelita y yo. En mi caso con una emoción intensa a pesar de lo poco enterada que estaba en la materia. Era una adolescente bastante ignorante y más que la expectativa respecto al valor poético y dramático de las obras, lo que me atraía enormemente era el registro anecdótico y fabuloso del que la propia Elena, para mí, formaba parte. Era, en mi fantasía (que según mi madre era igual a la de Elena, afirmación que emitía no sin un dejo reprobatorio) ella en su creación, ella sus propios personajes dramáticos, ella a quien yo iba a ver en el escenario teatral y en el de mi imaginación. Y no fui la perdedora en mi apuesta: Un hogar sólido estaba poblado por los personajes que habían sido mis ancestros, contados, descritos, recreados por mi abuela, y luego reconfigurados por mí misma. Los podía ver ahora, en escena, muertos-vivos, gracias al prodigio de la escritura, de la imaginación creativa de Elena y la magnífica puesta en escena. Mis historias robadas de las de mi abuela y de mi tía Esperanza, cobraban realidad en el teatro dentro del teatro, cercadas por Los pilares de Doña Blanca. Y aquéllos que andaban entre las ramas. Pero la maravilla se colmó cuando Elena salió de no sé dónde y se aproximó sonriente, esplendorosa, a saludarnos y besarnos efusivamente.

    Después de estas ocasiones, no volvimos a tener un contacto directo con los Paz. Sólo esas noticias que provenían de los relatos de las ma dres, las Navarro, que, refigurados, nos transmitían a sus hijos e hijas, nietas y nietos, o bien a través de los suplementos culturales, gacetas o revistas especializadas.

    En el año de 1991, cuando por fin regresaron las dos Elenas a México, las volvimos a ver. Mi tío Mauricio Garduño, hermano de mi madre y primo hermano de Elena, las había visitado poco antes en París. Para entonces todas las hermanas Navarro, asombrosamente longevas y lúcidas, habían muerto, así como Benito el mayor, que vivió los últimos años en casa de su hermana Amalia. Mauricio es médico y atendió a casi todos hasta el final. Por ello, tenía una información privilegiada. Por él sabíamos que Elena pasaba por un estado de enorme depresión y deterioro físico y que Elenita había estado muy enferma, de cómo vivían en París, de sus trece legendarios gatos y del igualmente legen dario baúl que guardaba el tesoro de la creación literaria de su prima. Yo fui invitada por Domingo Adame, a la sazón director del Centro de Investigaciones Teatrales Rodolfo Usigli, a participar con una ponencia en el homenaje que en Aguascalientes le harían a Elena a su regreso a México. Enormemente emocionada, empecé a imaginar lo que sería mi reencuentro con ella, con esa mujer escritora admirada, idealizada, inventada por mí en la urdimbre de la historia familiar, los estudios literarios a los que desde hacía ya poco más de treinta años estaba dedicada y la lectura y asistencia a la representación de sus obras narrativas y dramáticas. El reencuentro sobrepasó mis expectativas. Después de mucho esperar, aparecieron las dos Elenas en el lugar donde se haría la presentación. Elena como Lucía Mitre, vestida con un traje color durazno, su favorito, rodeado el fino cuello por una larga chalina flotante de seda, delgada, elegantísima. Elenita, muy semejante en el atuendo, ambas rubias, parisinas, sólo les faltaban los abrigos de pieles. Cuando me presenté ante ellas, con esa efusividad que caracterizaba a Elena, me saludó cariñosísimamente y como si nuestra relación hubiera sido ininterrumpida y estrecha. Elenita actuó de manera similar. Después me pidió que estuviéramos juntas para que le platicara sobre la familia todo lo que pudiera. El homenaje fue un éxito. Acudió y participó en él gente de muy diversas inscripciones en el mundo de las Letras: dramaturgos, directores teatrales, críticos, actores, novelistas, ensayistas, académicos, investigadores. Se armó así un foro, en el que la obra de Elena y ella misma se convirtieron en personajes dramáticos una vez más. Concluido el homenaje, las dos Elenas se trasladaron a la ciudad de México y luego a Cuernavaca a la casa de Devaki en la que permanecieron por algún tiempo. Como Elena me había pedido que organizara una reunión familiar con los Garduño Navarro, así lo hice e invité también a Agustín Hernández, hermano de Amalia, con su esposa Trudi. Fue una fiesta inolvidable. Los primos en cuya casa había vivido Elena: Marga, Poncho, Paco, Güicho, Martita, y ella estaban felices. Todos recontaban anécdotas, episodios, secretos que ahora dejaban de serlo; la palabra, como saeta, cruzaba en todos sentidos el cálido paisaje de Ahuatepec, vestido por la flora exuberante y lujuriosa y el canto de los pájaros y grillos que lo poblaban. Un jardín que rememoraba el de La semana de colores. Los ¿te acuerdas...? se barajaban con las risas, el brillo de las miradas cómplices, la añoranza, la reencarnación, y con ello la presencia de los muertos desde los abuelos Francisca y Tranquilino, los padres y tíos, y ahora los primos, los sobrinos; de todos se hablaba, se contaba, se recordaba, se les traía al lugar como en una nueva representación teatral escrita comunitariamente y a la que Elena daba forma.

    En 1993, las dos Elenas regresaron a vivir definitivamente a México y se establecieron en Cuernavaca. De nuevo la familia Garduño Navarro se reunió con ella en Ahuatepec. Los primos Francisco (Paco) y principalmente Mauricio (Güicho) siguieron visitándola ocasionalmente. Su salud comenzó a ser cada vez más precaria. Yo acudía casi todos los sábados a visitarla. Platicábamos sobre temas muy diversos: familiares, literarios, personales, de su concepción sobre la escritura y la lectura, sus gustos o preferencias en este campo, anécdotas que le ocurrieron con intelectuales y artistas tanto durante los años de su matrimonio con Octavio como después. Yo, a cambio, le relataba lo que había escuchado de su mamá, de mi abuela, de mi madre, de sus primos, mis tíos, esas viejas sagas familiares, y ella oía atenta y divertida todo aquello, se reía, se indignaba, desmentía o ratificaba. Pero le encantaba saberse, descubrirse desde la otra orilla, desde aquel imaginario que de ella habían construido sus familiares, críticos literarios y políticos. Le ofrecí en muchas ocasiones llevar una grabadora y trans cribir sus pláticas para que luego las corrigiera e hiciera con ellas una autobiografía, memorias o lo que quisiera. Traté de convencerla de que eran testimonios muy valiosos que no deberían perderse. Sin embargo, nunca aceptó porque decía que estaba muy cansada, deprimida, y que ya no tenía ánimo para hacer nada, mucho menos para escribir o enmendar. Que tampoco deseaba publicar una letra más pues tendría que releer, corregir, re-escribir, mucho de lo que —a veces decía— estaba dentro y —a veces aseguraba— que ya no existía, porque se lo habían robado de su fabuloso baúl.

    Por ese tiempo hubo varias personas que intentaron escribir su biografía. Ella se ponía furiosa. Con indignación y aquel brillo que conservó hasta el último día en los ojos y la mente, elevaba la apenas audible voz, y aseguraba que nadie tenía derecho a contar una historia que ignoraba porque nadie sabía nada de ella, ni parientes ni escritores contemporáneos suyos, mucho menos éstos que insolentemente trataban de hacerlo ahora. Se negaba rotundamente. Cuando le hacían entrevistas y las publicaban después, al menos ante mí, desdecía mucho de lo que se aseguraba que ella había declarado y argumentaba que no era así. (Finalmente accedió, y autorizó a Patricia Rosas Lopátegui para publicar una Biografía visual de Elena Garro que se publicó en este año 2000, dos después de la muerte de Elena).

    De entre muchas de las cosas que me contó confidencialmente y que no quiero hacer públicas por lealtad a su memoria y ser congruente con ella, me referiré a algunas que no constituyen una traición (ya que no sólo me las confió a mí sino a otras personas) y que están relacionadas directamente con su oficio de escritora y su imaginación creativa.

    Algo que verdaderamente la enfurecía era que catalogaran su obra dentro del llamado realismo mágico. Afirmaba con una mezcla de desprecio y enojo que tal cosa no existía ni existió jamás. Que en todo caso podría decirse que era literatura fantástica aquella que se etiquetaba con esa denominación, pero dentro de la que la suya tampoco se inscribía. Su obra, afirmaba, era total y absolutamente realista sin nada de mágico ni fantástico. Todo lo que en ella aparece fue real, verdadero, ocurrió o había ocurrido tal cual. Esas, aseguraba contundentemente, son estupideces. Y aunque por momentos negaba que se tratara de una configuración autobiográfica o con visos autobiográficos al menos —como en el caso de Testimonios sobre Mariana, La casa junto al río, La semana de colores, Andamos huyendo Lola o Memorias de España 1937 — en otros decía que aquello de lo que escribía sí le había acontecido a ella o a personas que había tratado o con las que había convivido. Que no inventaba nada, sólo lo transcribía. En el caso de Reencuentro de personajes afirmaba que había conocido tanto a Fitzgerald y a su esposa, como a los personajes que interactúan en el texto, que eran reales totalmente, que no sólo los había conocido, sino tratado, y no habían sido creados por ella; y al preguntarle yo, entonces, qué pasaba con los de Evelyn Waugh que son literarios y hay una intertextualidad explícita en la novela, me contestaba sonriendo maliciosamente que éstos también eran reales en la de Waugh. De este modo, con ironía y gracia, encuadraba su obra entera en la literatura realista.

    En cuanto a sus aficiones literarias estaban los rusos de los siglos XIX y XX, los franceses, los anglos: ingleses y norteamericanos, la Generación perdida especialmente. De los españoles, los clásicos del Siglo de Oro, Dante, griegos y latinos, en fin, una literatura franca y abiertamente europea y estadounidense. La mexicana no le gustaba en general, le parecía que lo que se escribió en la segunda mitad del siglo XX, salvo poquísimas excepciones, no era digno de tomarse en cuenta. Algo similar le ocurría con la latinoamericana. Sus grandes amigos y a los que sí les confería valor literario eran, por supuesto, Borges y Bioy Casares. Incluso me relató que en una ocasión que se tenía que ir de viaje y no podía llevarse a sus gatos les envió, por vía aérea, la mitad a cada uno de ellos. Esto, según ella, era también absolutamente real.

    Otro sector al que veía con mucho desdén era el de los críticos. Le molestaban ya que pensaba que como de su vida los aspirantes a biógrafos no sabían nada, los críticos lo ignoraban todo acerca de su obra y quehacer literario. Le atribuían plagios como el de Pedro Páramo, argumentaban que en sus escritos Octavio seguramente había intervenido ya fuera en la escritura misma o que el reconocimiento a su obra se había logrado gracias a las relaciones que éste tenía con el mundo de las letras; hacían una crítica que no tenía nada de crítica literaria sino más bien la exhibición de su ignorancia y un sin fin de argumentos

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1