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Mundo burbuja
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Libro electrónico216 páginas9 horas

Mundo burbuja

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«Con diecinueve años el hombre es todavía animal...» Así se afirma en este Mundo burbuja, espléndida novela en la que José Ángel Mañas narra los cerca de dos años que un joven emplea en recorrer buena parte de Europa dentro del plan Erasmus. Sin más objetivo, en principio, que «airearse», conocer mundo y vivir aventuras, el protagonista de la novela se irá encontrando, en efecto, con diversos y pintorescos personajes, y pasará por situaciones de «desparrame», pero al mismo tiempo irá descubriendo que hay ciertas cosas que parecen estar enraizadas en uno mismo.
Como el recuerdo de Sandra, una antigua novia, a la que no es tan fácil olvidar; o el afán por encontrar una voz propia con la que escribir... Es precisamente esta voz propia de José Ángel Mañas, novelista ligado profundamente al mundo moderno y la expresión actual, lo que confiere un gran valor a este "Mundo burbuja", a esta búsqueda acelerada del protagonista por viajar y descubrir lo que quizás tenía justo al lado pero no era capaz de descifrar.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 dic 2014
ISBN9788494321214
Autor

José Ángel Mañas

José Ángel Mañas nació en Madrid en 1971. Su primera novela, "Historias del Kronen" fue finalista del Premio Nadal 1994 e inspiró una de las películas españolas más taquilleras de los noventa. Seleccionada por el diario El Mundo como una de las 100 mejores novelas españolas de todos los tiempos, "Historias del Kronen", se ha consolidado, por méritos propios, como un auténtico clásico contemporáneo, un punto de referencia ineludible en la literatura española contemporánea. Desde entonces ha publicado 9 novelas. "Mensaka" (1995), "Soy un escritor frustrado" (1997), "Ciudad rayada" (1998), "Sonko 95" (1999), "Mundo burbuja" (2001) y "Caso Karen" (2005). La más desconcertante, "El secreto del Oráculo" (2007), fue una ambiciosa recreación de la epopeya de Alejandro Magno. Con "La pella" (2008) y "Sospecha" (2010), las dos últimas, Mañas ha vuelto al universo realista que fue el escenario de sus primeros éxitos. Tres de sus novelas han sido adaptadas a la gran pantalla. De "Ciudad rayada" dejó dicho el crítico Rafael Conte: «un bloque verbal de primera magnitud, una verdadera creación lingüística tan poderosa como fascinante» donde «el lenguaje argótico y potente se eleva a unos niveles de creación artística desconocidos en nuestras letras»

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    Mundo burbuja - José Ángel Mañas

    José Ángel Mañas

    1ª Edición Digital

    Diciembre 2014

    Smashwords edition

    © José Ángel Mañas, 2010

    © de esta edición:

    Literaturas Com Libros

    Erres Proyectos Digitales, S.L.U.

    Avenida de Menéndez Pelayo 85

    28007 Madrid

    http://lclibros.com

    ISBN: 978-84-943212-1-4

    Diseño de la cubierta: Benjamín Escalonilla

    Fotografía del autor: Thomas Canet

    Smashwords Edition, License Notes

    This ebook is licensed for your personal enjoyment only. This ebook may not be re-sold or given away to other people. If you would like to share this book with another person, please purchase an additional copy for each person. If you’re reading this book and did not purchase it, or it was not purchased for your use only, then please return to Smashwords.com and purchase your own copy. Thank you for respecting the hard work of this author.

    Índice

    Copyright

    I. LOS ROSBIF

    II. LAS RANAS

    Sobre el autor

    Sobre la editorial

    I. LOS ROSBIF

    Un inglés es un individuo que cuando está sobrio no se atreve ni a darte la mano.

    Cuando está borracho te la da, pero se equivoca de sitio.

    ROGER WOLFE

    ACABO de recibir un cuestionario. Me preguntan por qué escribo. He estado a punto de contestar que porque me aburro. Me aburro, luego escribo. Mentira, claro. La verdad es que me he gastado el anticipo de mi última novela, y toca seguir produciendo. Y ya os podéis imaginar lo que cuesta arrancar otra novela. Son demasiadas palabras. Demasiadas horas sentado delante del ordenador, con todo lo que desgasta el maldito cacharro. Eso sin contar con que, después de meses peleando con un tema ya de por sí peliagudo, toca aguantar críticas. Una editora me dijo, una vez, que no conoce a un solo escritor que no lea cada reseña que se publica sobre él. En mi caso, os puedo jurar que hago todo lo humanamente posible para evitarlas. Claro que siempre hay algún amigo que te las recuerda. Y si no, la editorial, que en eso siempre cumple, se encarga de enviártelas todas juntitas. Pero es que luego empieza la promoción, y además de aprender a posar («No seas tan seriote, hombre, sonríe un poco...») y opinar sobre temas tan trascendentes como la nueva alineación del Real Madrid, las futuras elecciones en Platanolandia o la dudosa existencia del punto G, encima te exigen tener un discurso: tienes que saber explicar por qué haces lo que haces, como si no fuera suficiente con hacerlo. Menos mal que tampoco importa demasiado lo que uno diga, porque luego quedan —si es que quedan— las novelas. Esta es ya la sexta, y cuesta, decía. Además, en la editorial andan encabronados con el retraso. Porque esa es otra, los editores. Antes de que salga la novela son la gente más encantadora del mundo. Y luego, si vendes y tienes buena crítica, están que no cagan contigo: te llaman a casa cada dos por tres, te invitan a mil actos, te envían turroncitos por Navidad, todo esto con la tarjeta del impresentable de márketing, la de prensa, tu lectora, el jefe y el superjefe. Y cuando pasas por la editorial, dejan lo que sea que estén haciendo, a no ser que estén reunidos con un autor que venda más que tú, para salir a darte palmaditas en el hombro: «¿Cuándo nos envías la nueva Obra, figura? Tengo un pisito en Marbella donde podrías trabajar tranquilo. ¿Dejas que la Casa te invite a una copilla?». Que malas críticas pero vendes: cosa de los críticos, que no han entendido nada. Ya se encargan ellos de que la próxima la entiendan; y si la cifra de ventas es golosa, igual hasta le dan un telefonazo al redactor del suplemento cultural de turno, que da la casualidad de que pertenece al mismo grupo empresarial, a ver de qué va el soplagaitas ese que intenta hacer pinchar a sus autores. A ti te explican que hoy en día la crítica no cuenta nada («Mira Pérez Merengue»). Que lo importante es el público («Mira Gala»). Y a continuación te citan varios casos de buenos escritores («Fulano Díez, Pepito Flores, Albertina Suárez») que siguen teniendo malas críticas en España, a pesar de que el mundo entero los considera ya monstruos consagrados de la literatura universal. Buena crítica pero poca venta: eso es el público, que falta cultura, ya se sabe. «Tu próximo libro tendrá más suerte...», te animan, aunque te acabas de percatar de que tu foto ya no está en la sala de espera de la editorial, y el restaurante al que te han invitado es más barato que el de la otra vez. Ahora, si tienes malas críticas y no vendes, entonces lo llevas chungo. Pero chungo chungo. Tu editor, tan simpático como parecía, desaparece, como por arte de magia, ya ni se pone al teléfono («Está en una reunión», dice la Mari Pili), y no te extrañe si te devuelven tu próximo manuscrito con una notita cortés firmada por alguien a quien no has visto en tu puta vida explicando que tu texto no va en su línea editorial, pero por favor envía lo siguiente que tengas, volveremos a considerarlo. Con lo cual prepárate para una larga, larguísima, travesía por el desierto. Pero en fin, aquí seguimos, empezando una nueva historia. Y es mucho material, dos años. Y hay que darle vidilla al asunto, que no me se os durmáis. Ya digo que lamento el desvarío, pero es que de tanto escribir se me va la pelota. Casi os oigo protestando: «¿QUÉ ES ESTA DIGRESIÓN, ESCRITORZUELO? ¡AL GRANO, SEÑOR NOVELISTA!». ¡Voy, coño! ¡Que cuesta arrancar! Pero tenemos muchas páginas por delante. Mirad, el guion es este bonito fajo de apuntes encima de la mesa. (Por cierto que será lo último que escriba directamente a ordenador, porque a mano la página me quedaba clavada a la primera, y con este trasto acabo corrigiendo hasta mil veces todo. La informática agilipolla, os lo digo). O sea, que tranquis, hay tiempo por delante, y más vale que nos vayamos conociendo. Leche, cuando invitas a una nena a casa no te tiras encima sin mediar palabra. Claro que no. Primero le echas labia al asunto, sacas una copita de Bálantains, te curras los preliminares. Pues contando historias, igual. Con prisas no se llega a ningún lado. Y me pienso tomar mi tiempo, os guste o no. Y a quien le moleste que hable así, que cierre el libro ya mismo. «¿PERO QUÉ COÑO NOS ESTÁS CONTANDO? ¡ARRANCA DE UNA VEZ, MAMÓN!». Os oigo, os oigo. Pero toda la gracia del tema está en eso, en no precipitarse, chavalotes. O sea, que el exaltado de turno también cierre el libro. Y ya con esto deberíamos quedar entre amigos, y me meto con lo mío. Ufff, toca hacer memoria porque han pasado diez años... Cómo corre el tiempo, la leche. Dentro de nada los treinta, la edad a la que Onetti decía que uno ya es un hombre hecho o deshecho. Y qué lejos empieza a quedarme ese año noventa...

    Al final me había matriculado en la Autónoma, después de no hacer Icade, con los jesuitas, como le habría gustado a mi padre, cuando mi mejor amigo me había convencido de que Historia era una carrera con mucho futuro. No había pegado chapa en todo el año, pero había acabado enrollado con una de clase y nos habíamos mosqueado el último día del curso, lo típico. Yo había pasado agosto en un pueblo de Santander, donde veraneo, imaginándome que ella aparecía por la playa (ella veraneaba a cincuenta kilómetros de allí), fantaseando con que entraba por la puerta del bar mientras yo seguía absorto en mi copa, con cara de duro, como Bogart. No apareció, pero a principios de septiembre, ya en Madrid, me llamó, y aprovechando que mis viejos todavía no habían vuelto, quedamos en mi casa, según ella para aclarar las cosas y quedar como buenos amigos. Así que la dejé hablar, asintiendo a todo, la invité a unos tragos de güisqui con naranja y acabamos retozando por los suelos. Pero esta vez sí que era definitivo. Ella vivía justo enfrente del Bernabéu, en un décimo con terraza, desde que su viejo les había anunciado, unos meses antes, que se largaba a vivir con un figurante de su última peli, y la madre había malvendido su antigua casa, un chalé de quinientos metros cuadrados detrás de la estación de Chamartín, para traerse a los hijos a este piso de Concha Espina. Como era antes de la ampliación del estadio, los domingos, me acuerdo, todavía se podían ver los partidos del Madrid desde la terraza. Sandra me abrió en bragas y con esa cara de pilla que ponía los días que no había nadie en casa y que podíamos follar, pero me las apañé para esquivar su beso y quedé sin decir nada. Con eso dejó de sonreír, estirándose la camiseta por encima de la braguita: «¿Pasas o te quedas en la puerta?», y entré con las manos en los bolsillos, agachando la cabeza para que las greñas me escondieran la cara. En el salón tenían todavía parte del mobiliario de la otra casa, entre los libros apilados por todas partes había un bargueño, un escritorio inglés y unas sillas que la madre quería vender cuanto antes. Las cortinas echadas resguardaban del sol de media tarde. Viendo el televisor encendido, pregunté si no había nadie. Dijo que no, y que Ainoa y los otros llegaban dentro de media hora, querían despedirme. «Bueno. ¿Lo vas a decir o no? Porque ya no soporto tus tonterías, te lo advierto». Sin dejar de mirarme, cogió unos vaqueros del suelo y se los puso de mala manera. Antes de que pudiera contestar sonó el timbre y pasó delante de mí para abrir: era Ainoa, su mejor amiga, que siempre llegaba en el peor momento. «¿Qué tal el verano...? —me dio dos besos—. ¿Ya dispuesto a irte...? Qué bien, qué suerte, hijo». Habían ido al mismo colegio, pero Ainoa había madurado antes, y durante un tiempo había salido con chicos mayores, pasando de las «niñas del cole». Habían vuelto a coincidir en la Autónoma y Sandra se había apoyado mucho en ella durante el divorcio de sus padres. Cada vez que quedaba con el viejo a escondidas, porque de todos los hermanos era la única que seguía viéndolo, decía en casa que estaba con Ainoa. También era la que se había fijado en mí primero, a principios de ese curso, aunque ahora decía que todavía me faltaban años para estar «en mi punto». Preguntó que cómo me había enterado de lo de las becas y dije que por Jorge. «Claro, Jorge se entera de todo...», dijo Sandra, que seguía buscando sus gafas por el salón. En cuanto las encontró propuso que esperáramos a los demás en el bar, «si te parece, claro»; Ainoa nos miró. «Yo, si molesto...». Pero: «Qué va, qué va». Se cogieron del brazo y bajamos al Akí Madrid, un garito de música española, en el portal de al lado, que los fines de semana se ponía de bote en bote, igual que Birra, Cuatro Rosas y otros locales de la zona. Mientras hablaban me entretuve con el concierto de Loquillo que emitían por la tele. Al poco llegó Arroyo, hecho un pimpollo, como siempre, con esos politos Lacoste, los Levisquinientosuno y los náuticos de rigor, todo de marca, el pitillo colgando entre los labios, les dio dos besos a cada una y a mí ni me miró. Era menudo y más bien bajo, no pasaba del metro sesentaycinco, mientras que Nuria, que llegó minutos después, era un palillo y casi tan alta como yo. No tenía tetas y todas las camisetas le quedaban grandes, los vaqueros le caían hasta las caderas y llevaba las perneras remangadas a la altura del tobillo. «Qué pena, de verdad —decía—. Jorge en Grenoble, tú en Sásex, y yo en Estados Unidos. Nos escribiremos, ¿verdad?». «N-n-nos escr-cr-cribiremos, ¿verdad?». A Arroyo le encantaba imitar a una vieja condesa tartaja que se pasaba los domingos jugando a la ruleta en el casino donde trabajaba, y todos nos reímos menos Nuria, que dijo que no tenía ninguna gracia. «¿A que no haces eso delante suyo? Pero las propinas las coges, ¿verdad?». A ella a sensible no la ganaba nadie. Olvidaba decir que era la única que tomaba en serio mis aspiraciones literarias, la única que leía los cuentos que estaba escribiendo. Arroyo, impasible, dijo que se quedaba una cervecita y luego se iba «pal Zoo», como llamaba al casino. Quise irme, pero Sandra me pidió que la acompañara, «que es miércoles y tengo que ver a la señora», y prácticamente me arrastró al coche. «Escribe, ¿vale?», dijo Nuria cuando les hice adiós, con la mano, desde la puerta.

    «La señora» era un eufemismo para referirse a su sicoanalista. Sandra había empezado con ella después de cortar con Pepote, que además de su primer ligue era su primo. Durante los veranos era el único que no jugaba al fútbolplaya, así que se quedaba con las niñas, tocándoles la bandurria y contándoles chistes. Un día le había pedido la Zódiac a su tío y se la había llevado a una playita solitaria, donde ocurrió lo típico, ella tenía catorce añicos y él dieciocho. Habían estado viéndose durante tres cursos, entre Santander, donde él hacía prácticas en el taller de un artista famosillo, y Madrid, donde se veían a escondidas en un hostalucho de mala muerte por Callao, uno de los picaderos más conocidos del centro, que alquila habitaciones por horas, supongo que sabéis dónde digo. Solo que, por muy discretos que fueran, a una madre no se le escapan ciertos detalles, y una tarde que volvió de improviso los había pillado in fraganti y había acabado a bofetada limpia con Pepote, que después no había soportado la mirada acusadora de toda su familia (y sobre todo la de su hermano Ramiro, que lo había intentado antes que él sin ningún éxito) y había desaparecido durante meses. Al final un detective lo localizó en el puerto de Las Palmas, a punto de enrolarse en un barco de pesca ruso, y desde entonces no habían vuelto a verse, y Sandra había empezado a visitar a esta «señora» que «la había ayudado tanto». «Espérame donde siempre, no te vayas, ¿vale?», dijo, bajándose a la puerta de uno de los primeros números de Serrano. Yo no había abierto la boca durante todo el trayecto. Me la quedé mirando mientras llamaba al timbre del portal. Luego, pillé hueco en el primer esquinazo que encontré, y ya en el bar de costumbre empecé a comerme la cabeza. No sabía por qué coño la había acompañado si mi plan era cortar con ella, dejarla con sus colegas y no contestar cuando me llamara por la noche. Pero me tenía cogido por los cojones, estaba claro. Cuando apareció, exactamente una hora después, que la «señora» no bromeaba con estas cosas, ya era otra persona. Sonreía para sí misma, y por cómo me miraba supe que había estado charlando con el comecocos, pero no sobre ella, sino sobre mí. ¡Y cómo sonreía la muy puta! Antes de que abriera la boca me dijo: «Acompáñame al parque, anda». Sentados sobre el césped, en el parquecito de Colón, me lié un canuto y viendo el tráfico de Serrano, eran las ocho, me dio por pensar en cuántos coches podía haber en Madrid: ¿uno por cada tres habitantes?, ¿más de dos millones?, ¿tres? Así andaban las fachadas, negras de polución, y el famoso cielo madrileño, que daba grima mirarlo. En una de las monumentales esculturas de la plaza estaban grabados los nombres de los marineros que habían viajado a América en las carabelas. Cualquier cosa con tal de huir, pensé. Ella, en cambio, seguía tan tranquila y le dio una calada al peta, atrapándolo entre el índice y el pulgar, como hacía siempre, que entrecerraba los ojos con cara de flipada como si se estuviera metiendo un chute de yo qué sé qué. «Bueno —dijo, sonriéndome otra vez—. ¿Me escribirás?». Yo rehuía su mirada. «Lo que tienes que hacer es comprar muchos sobres y tenerlos en casa preparados, es lo más fácil. Claro, que si no quieres... Un año tampoco es tanto. Vamos, digo yo...». ¡¿Tampoco tanto?! Dios mío, en un año podía... Se quedó callada y luego preguntó: «¿Por qué me hiciste lo de Arroyo?». «No hay ninguna razón», dije. «Solo querías hacerme daño. Lo sabes, ¿no?». «He dicho que no hay ninguna razón», repetí, tumbándome en el césped y cerrando los ojos. «Por favor... Joder... —chasqueó la lengua y quedamos un buen rato en silencio, hasta que, por fin, se puso de pie y se sacudió el pantalón—. Bueno, ¿me acercas?». Ya en plaza de Lima paré el coche en segunda fila y esperé inclinado sobre el volante a que saliera, pero ella seguía cavilando. «Igual nos hemos equivocado. Igual no teníamos que haber seguido...». Me miró de reojo, y tragué saliva. «Bájate». «¿Qué?». «Que te bajes», dije. Ella no se movía y ya grité: «¡Que te bajes!». «Que no... ¿Pero qué haces, imbécil...?». Yo había arrancado, acelerando Castellana arriba y saltándome el rojo. «¡Ay, eres ridículo!». «He dicho que te bajes». Pegué un frenazo y salió del coche, dando un portazo.

    Mis padres vivían en un barrio residencial, a las afueras de Madrid. Era un sitio donde de compras en el centro comercial te cruzabas con el último fichaje del Real Madrid o con la estrella de televisión de turno, siempre con gafas de sol, por si no la hubieras reconocido, y seguidos por dos paparachis, también con gafas de sol, por si tampoco los hubieras reconocido; el típico sitio donde con quince tacos no eres nadie si no tienes una Yamaja Tezetaerre y todo lo que vistes no es de marca. Yo estaba encantado de pirarme. Nada más entrar en casa, apareció mi madre, que había vuelto pronto del trabajo. «Pero ¿dónde te has metido? ¡Que mañana te vas y ni siquiera has hecho las maletas! ¡Vente a ver qué te llevas!». A los pies de la cama había una maleta abierta y varias bolsas de plástico llenas de zapatos. «Mira a ver lo que te he sacado», dijo, señalando las camisetas y jerséis apilados en la cama. Parecía empeñada en que me llevara media casa conmigo y no dejaba de sacar ropa del armario. Yo todavía le daba vueltas a lo que había pasado y estaba acordándome de la primera vez que había visto a Sandra en clase: me habían hecho gracia sus pintas de despistada, esa cara menudita, el pelo rizado recogido en una coleta mal hecha, los jerséis sueltos con los puños deshilachados que traía. Siempre se sentaba en segunda fila con Arroyo y al principio pensé que estaban saliendo. En cuanto me enteré de que no, le entré en el pasillo, y esa misma noche quedamos en La Vía Láctea... De repente me entraban ganas de llamarla y no lo entendía. Porque era lo que quería, joder. ¡Ya estaba! Solo tenía que mantenerme firme y me iba sin ataduras. Y sin embargo... Sonó el teléfono y me acerqué a cogerlo con el corazón en un puño. ‘«Cómo estamos, tío, que últimamente no se te ve el pelo»’. «Qué pasa, Roberto», digo. De un tiempo para acá los había dejado un poco de lado, porque era imposible estar con una tía y con ellos al mismo tiempo. ‘«Bueno, pues eso, que te vas, ¿no?»’. «Ya, joder. No me apetece nada ahora mismo», mentí. ‘«No me extraña, yo no me iba ni

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