Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

El virus del miedo: Siete aproximaciones a una pasión triste
El virus del miedo: Siete aproximaciones a una pasión triste
El virus del miedo: Siete aproximaciones a una pasión triste
Libro electrónico221 páginas3 horas

El virus del miedo: Siete aproximaciones a una pasión triste

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Cada siglo tiene sus propios temores y cada uno moldea a su manera la sensibilidad colectiva. El miedo se aloja tras sus símbolos, sus discursos e imágenes. Cala hasta el tuétano de su realidad. Manuel Cruz se ha detenido a reflexionar sobre los temores que amenazan el presente. A pensar en la enfermedad y en la soledad del encierro, pero también en aquellas pesadillas que son menos palpables. El miedo al otro, el miedo como reclamo de otros miedos, el miedo a que el miedo mute en rabia. El miedo al miedo.
Este libro es un viaje intelectual y emocional por los últimos meses de la pandemia. En sus páginas, el autor despliega una mirada amplia y cercana que se aleja del catastrofismo de los medios de comunicación. El virus del miedo es un alegato a favor de la filosofía, no como fuente de respuestas absolutas, sino como invitación al pensamiento y a la templanza. La filosofía como un lugar para todos desde el que hacernos preguntas que desactiven la sensación de irrealidad y desconcierto que impone la actualidad.
Al ensayo sobre el miedo, le siguen once conversaciones con escritores, analistas y periodistas cuya edición y revisión corre a cargo de Antonio García Maldonado. Allí Manuel Cruz nos habla de su paso por la política. Manuel Cruz nos habla de su paso por la política. Del transitar de un Catedrático de Filosofía por el cargo de diputado en el Congreso y de presidente del Senado. En ellas dialogan sobre la nueva y la vieja política. Sobre el equilibrio entre la libertad de pensamiento y la lealtad al partido. Sobre el procés y las posibilidades del federalismo en un país como España.
IdiomaEspañol
EditorialCaja baja
Fecha de lanzamiento10 feb 2021
ISBN9788417496487
El virus del miedo: Siete aproximaciones a una pasión triste
Autor

Manuel Cruz

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona. Autor de más de una treintena de títulos (varios de ellos traducidos a otros idiomas) y compilador de casi una quincena de volúmenes colectivos, se ha visto galardonado con los premios Anagrama de Ensayo 2005 por su libro Las malas pasadas del pasado, Espasa de Ensayo 2010 por Amo, luego existo, Jovellanos de Ensayo 2012 por Adiós, historia, adiós y Miguel de Unamuno de Ensayo 2016 por La flecha (sin blanco) de la historia. Colaborador habitual en la prensa española (El País, La Vanguardia, El Confidencial, El Correo o Infolibre) y argentina (Clarín), así como en la cadena SER y Catalunya Ràdio, en la XIIª legislatura fue diputado en el Congreso por el PSC-PSOE y en la XIIIª, presidente del Senado. Ha dejado testimonio de su experiencia en ambas cámaras en el libro Transeúnte de la política.

Lee más de Manuel Cruz

Relacionado con El virus del miedo

Títulos en esta serie (17)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Filosofía para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para El virus del miedo

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    El virus del miedo - Manuel Cruz

    Si queréis no temer nada,

    pensad que todo es temible.

    SÉNECA

    De la tranquilidad del alma

    El virus del miedo

    Siete aproximaciones a una pasión triste

    Introducción

    El miedo camina hacia la angustia

    El miedo es algo tan natural que lo raro es no tenerlo. Tanto es así que es uno de los rasgos que compartimos con otras especies animales. Si definimos miedo como esa emoción que nace en nosotros a causa de la percepción o incluso de la imaginación de un peligro, es fácil encontrar esa misma emoción en otras especies que parecen reaccionar de manera idéntica ante las amenazas. Ahora bien, dicha coincidencia tiene un recorrido limitado. A partir de un determinado momento, en el que la especie humana va creando su propio mundo, el tipo de amenazas varía, y emergen aquellas que son específicamente humanas y, por tanto, los miedos irrenunciablemente sociales. Lo que nos define como seres humanos no es, pues, que tengamos miedo, sino ante qué tenemos miedo.

    En la medida en que se trata de un mecanismo de defensa, puede entenderse también como una de las dimensiones básicas de la fragilidad o la vulnerabilidad humanas. Las amenazas, reales o imaginarias, forman parte de su universo simbólico y, en consecuencia, de su proceso de socialización. Educar a un niño implica también traspasarle un repertorio de miedos que actúen a modo de mecanismos automáticos mientras no pueda utilizar su capacidad deliberativa. De no obrar así, el niño no experimentaría el más mínimo temor ante lo que nosotros sabemos que son amenazas objetivas, como tantas veces hemos visto en esas fotografías en las que un bebé juega feliz con serpientes u otras alimañas peligrosas.

    La cosa no acaba aquí. Porque, como, a su vez, uno de los rasgos constitutivos de los seres humanos es su dimensión histórica, lo propio de nuestra especie es que sus miedos, además, varíen a lo largo del tiempo. En ese sentido, se podría afirmar, sin el menor temor a incurrir en error ni en exageración, que la historia de la humanidad se deja leer en clave de la historia de sus cambiantes miedos.¹ Hasta tal punto que no nos costaría ampliar el foco de la eficacia de este registro y, haciendo una lectura interesada del Koselleck de Futuro pasado,² sostener que lo que diferencia unos momentos de otros en la Modernidad es la diferente dirección en la que apuntan nuestros miedos. Habría, de acuerdo con esta interpretación, épocas caracterizadas fundamentalmente por el temor a regresar al pasado, frente a otras cuya especificidad sería el temor a enfrentarse al futuro.

    Pero, si no queremos remontarnos muy atrás y nos ceñimos a lo más próximo para poder ir aproximándonos a lo que más nos interesa, no creo que constituya una gran aportación teórica la afirmación de que, en el plazo de poco tiempo, hemos pasado de definir a nuestra sociedad como la sociedad del riesgo, según proponía Ulrich Beck en el libro del mismo título, a hacerlo como la sociedad del miedo, según la teorización de diversos autores (como el sociólogo alemán Heinz Bude entre otros).³

    Precisemos, antes de continuar, que definir significa algo más, mucho más que señalar la presencia de un determinado elemento: significa afirmar que dicho elemento se ha convertido en hegemónico. El matiz resulta fundamental, precisamente porque es el que permite determinar la diferencia entre épocas, no porque en una esté presente un elemento y en otra no se encuentre en absoluto. En el caso del registro del miedo del que venimos hablando, hubo muchos momentos en el pasado, incluso no muy lejano históricamente, en que estaba muy presente. Así, durante la Guerra Fría, el miedo a la destrucción nuclear recíproca parecía ocupar casi por completo el imaginario colectivo de las sociedades occidentales. Sin embargo, no era el mismo tipo de miedo, por su naturaleza y por su eficacia, que hoy está tan extendido. Cada época, en ese sentido, tiene su propio miedo, que, en cierto modo, al trasluz, nos informa de sus mudables características.

    Probablemente los rasgos de los miedos de la hora presente se venían prefigurando en alguna de sus manifestaciones recientes, en concreto en el miedo provocado por el terrorismo en sus momentos más álgidos, en la primera década del presente siglo. Este puso de manifiesto dos aspectos que no solo han continuado más tarde, sino que incluso se han agravado. Por un lado, la imposibilidad de predecir en todo su espectro los actos terroristas, y, por otro, la imposibilidad de obtener una victoria absoluta, en términos clásicos, sobre dichas amenazas.⁴ El resultado, señalaban los especialistas en estos asuntos del Ministerio de Defensa hace ya un tiempo,⁵ es que se ha incrementado enormemente la percepción de vulnerabilidad en nuestras sociedades.

    El miedo que hoy ha terminado por imponerse tras la pandemia posee una tonalidad inédita. Sigue siendo tan impredecible e invencible como el anterior, pero incorpora un rasgo nuevo, y es que parece haberlo invadido todo por completo. Es un miedo del que, por su propia naturaleza, nadie está a salvo. Ha dejado de estar localizado en una instancia exterior (fuera esta una potencia extranjera que nos amenazaba con un armamento extremadamente destructor, como en la Guerra Fría, o fuera un grupo de fanáticos dispuestos a inmolarse por sus convicciones políticas o religiosas, como en el terrorismo yihadista) para ubicarse cerca de nosotros mismos, en ocasiones en nuestro propio interior. Se trata, por tanto, de una doble novedad o diferencia respecto a miedos anteriores que bien podríamos calificar como cuantitativa y cualitativa, y ambas dimensiones están íntimamente ligadas.

    Porque, en efecto, si este registro ocupa la totalidad de nuestra experiencia, hasta el punto de que podemos tener la sensación de que no hay manera de escapar de él, es precisamente porque, en cierto sentido, lo generamos todos. No hay un otro al que endosarle la responsabilidad por crear ese miedo. Si todos estamos amenazados es porque todos constituimos en alguna medida una amenaza para los demás. Es esa condición difusa y universal con la que se muestra el miedo la que podríamos afirmar que define la especificidad del mismo en nuestros días.

    Alguien podría objetar que esta variante del miedo no es tanto la propia de nuestra época en general como la de una particular coyuntura, y que, en el momento en el que la amenaza dejara de ser tal porque un determinado avance (especialmente en forma de vacuna, aunque también de medicamento) desactivara su poder atemorizador, el miedo en cuanto tal se desvanecería. Pero aceptar la objeción equivaldría a incurrir en el error de aquel que, distraído por los árboles, es incapaz de darse cuenta de la existencia del bosque. Lo que en este caso significa ignorar que la situación de crisis en todos los órdenes provocada por el coronavirus representaba el último episodio hasta ahora de una serie de amenazas en forma de epidemias (gripe aviar, crisis de las vacas locas, SARS, ébola…) que llevaban poniendo sobre aviso desde hace tiempo a nuestras sociedades.

    La situación actual es consecuencia inevitable de la acción humana y no una mera contingencia más o menos azarosa. La cosa va más allá de que las condiciones materiales que han elevado la epidemia a su potencia como pandemia las haya propiciado el desarrollo tecnológico al hacer posible la circulación global del personas. Más importante que eso es el hecho de que las nuevas enfermedades humanas de las últimas décadas tengan origen animal, algo que está relacionado con la destrucción de hábitats llevada a cabo por la actividad humana; destrucción que causa una extinción masiva de especies y que, como es sabido, está en el origen de las enfermedades infecciosas provocadas por bacterias, virus, hongos o parásitos que se transmiten de los animales a los humanos: la denominada zoonosis.

    De ser esto cierto, el hecho de que en las pandemias cada uno de nosotros constituya una amenaza para los demás podría considerarse una genuina metáfora de lo que, como especie, constituimos para nosotros mismos: la mayor de las amenazas posible. Por supuesto que, también en esto, estábamos avisados, y de bien antiguo, por cierto. Pero cuando tiempo atrás se nos avisaba, el asunto todavía no parecía preocupante. Adoptaba la forma de aquellos miedos particulares a los desvaríos concretos de un científico loco o de un gobernante con delirios de grandeza, enraizados, en realidad, en un ancestral miedo al conocimiento que nos acompaña desde los orígenes de nuestra cultura. Ese miedo va desde la Biblia, donde Adán y Eva son castigados por Dios al morder el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, a Frankenstein, producto monstruoso del desarrollo del conocimiento, pasando por el Quijote, loco de tanto leer libros de caballerías «que le sorbieron el seso» y tantos otros ejemplos.

    Se trata, en puridad, no tanto de un miedo al conocimiento en sí mismo (aunque el miedo a la rebelión de las máquinas no ha dejado de ganar terreno desde hace tiempo),⁶ sino a que podamos perder el control sobre él y, por ejemplo, cometamos errores de consecuencias desastrosas en el manejo de artefactos de una enorme capacidad destructiva. Eso, que hasta hace no tanto era una posibilidad que se creía bajo control y apenas se contemplaba como una hipótesis poco verosímil y alarmista para alimentar relatos catastrofistas de ciencia ficción, hoy tiende a ser visto como una realidad que, por añadidura, ha venido para quedarse. Fundamentalmente porque el desarrollo de ese conocimiento que nos atemoriza (porque se nos pueda escapar de las manos en cualquier momento y de cualquier manera) es extraordinario y aceleradísimo. Pero es que, además, en la medida en que el complejo científico-técnico se ha convertido en irreversible, al constituirse en una formidable fuerza productiva en la actual fase del capitalismo, el miedo a dicho conocimiento ha devenido un miedo estructural y, en esa misma medida, hegemónico.

    Ello no quiere decir, claro está, que no continúen vigentes las viejas lógicas productoras de este registro. Así, en la medida en que, como decíamos al principio, gran parte de los miedos son miedos inducidos, se mantiene el conocido y criticado peligro de que la sociedad (sea a través de los padres, de los educadores, de los medios de comunicación, etc.) induzca miedos tendenciosos, interesados, paralizadores o, quizá todavía peor, miedos patológicos, como el miedo al miedo, que actúa a modo de cautela previa, bloqueante, e impide el análisis y cualquier toma de decisión ante una situación nueva. De la misma manera que sigue siendo válida la consideración de que los regímenes autoritarios resultan los principales beneficiarios de la extensión del miedo, en la medida en que lo utilizan para que los ciudadanos solo presten atención a todo aquello que supuestamente se lo genera. Todo eso continúa vigente en muchos lugares, pero con una clara tendencia a convertirse en residual.

    El miedo que se ha extendido como una mancha de aceite y que, como una mancha de aceite, lo empapa todo ha terminado por convertirse en un miedo difuso.⁷ Parte de esa condición difusa no es específica de nuestro presente, sino que tiene que ver con el reciclado social y cultural que los seres humanos llevan a cabo de las amenazas que sufren. O, mejor, con el modo en que dicho reciclado termina por sedimentar en una específica conciencia del miedo. Hugues Lagrange⁸ ha denominado «miedo derivativo» a este sentimiento de ser susceptible al peligro, esto es, a la doble sensación de inseguridad y de vulnerabilidad con la que los seres humanos terminan mediando su relación con el mundo.

    Precisamente por ello, porque se trata de una mediación, cabe la posibilidad de que se produzca una disociación entre el miedo y los peligros que en efecto lo causan y que sea incluso frecuente que las personas se confundan y terminen atribuyendo su sensación de inseguridad y vulnerabilidad a factores cuya presencia no explica dicha reacción (o la medida de la misma). De hecho, una de las formas más frecuentes utilizadas por el poder para instrumentalizar el miedo es precisamente la de orientarlo hacia una determinada dirección, convirtiendo, por ejemplo, a un determinado grupo o sector (judíos, inmigrantes, musulmanes…, o élites de diverso tipo: disponemos de una amplia gama de ejemplos entre los que escoger)⁹ en el falso objeto de los temores de los ciudadanos. En todo caso, equivocado o no, cabe afirmar que, finalmente, el objeto del miedo es siempre algo determinado.

    Pero el miedo del que estamos hablando ahora, el miedo que nos envuelve en este presente que nos ha tocado vivir, no es difuso porque equivoquemos su objeto, sino porque, en cierto sentido, no conseguimos dar con él. No atinamos a determinar qué lo causa, y cabe la posibilidad de que las personas lo acaben experimentado como una fatalidad, como un destino o, peor aún, como una maldición con la que se ha visto castigada la especie humana como consecuencia de sus actos. Aunque no hay que descartar otra posibilidad, y es que el miedo se generalice tanto, se convierta de tal manera en la atmósfera en la que vivimos, en aquello que respiramos, que acabe por desvincularse por completo, en nuestras representaciones, de ningún objeto definido. El mundo entero, creado por nosotros, se ha convertido todo él en una amenaza. Una amenaza cuya materialización depende de nosotros. Hemos pasado a ser cómplices necesarios del propio peligro que nos amenaza. Ya no cabe seguir centrifugando el miedo. De llegar a ese extremo, no nos encontraríamos ante una modalidad de miedo propiamente, sino ante una auténtica angustia. La misma angustia que Heidegger había definido, de manera premonitoria, como un miedo indeterminado o sin objeto. Un miedo a estar en el mundo, a fin de cuentas. Justo lo que empieza a pasarnos ahora.

    1. Que el miedo no mute en rabia

    Muchos recordarán que, tras los primeros días del estado de alarma de la primavera del 2020 en los que la solidaria reacción de la ciudadanía de este país ocupaba las portadas

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1