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Más allá
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Más allá

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09.07 am. 12 de abril de 1961. Un cohete de alto secreto en la URSS. Un joven ruso se sienta en una minúscula cápsula encima del misil balístico intercontinental más potente de la Unión Soviética -diseñado originalmente para transportar una cabeza nuclear- y despega hacia el cielo. Se llama Yuri Gagarin. Y está a punto de hacer historia.

Viajando a casi 18.000 millas por hora - diez veces más rápido que una bala de fusil- Gagarin da la vuelta al mundo en sólo 106 minutos. Desde sus ventanillas ve la Tierra como nadie lo ha hecho antes, cruzando un atardecer y un amanecer, atravesando océanos y continentes, siendo testigo de su belleza y su fragilidad. Aunque su lanzamiento se inicia en total secreto, a las pocas horas de su aterrizaje se ha convertido en una celebridad mundial: el primer ser humano que abandona el planeta.

'Más allá' cuenta la emocionante historia de aquel vuelo épico en su 60 aniversario. Ocurrió en plena Guerra Fría, cuando Estados Unidos y la URSS se enfrentaban al otro lado del Telón de Acero. Ambas superpotencias asumieron enormes riesgos para llevar primero a un hombre al espacio: los estadounidenses a la luz de los medios de comunicación y los soviéticos en la clandestinidad. Ambas entrenaron a sus equipos de astronautas hasta el límite de lo soportable. Al final, la carrera entre ambos se decidiría en el último momento.

Basándose en una extensa investigación original y en el vívido testimonio de testigos presenciales, muchos de los cuales nunca habían hablado antes, Stephen Walker desvela secretos que permanecieron ocultos durante décadas y muestra al lector el drama de una de las mayores aventuras de la humanidad: los científicos, ingenieros y líderes políticos de ambos bandos y, sobre todo, los astronautas estadounidenses y a sus rivales soviéticos que luchaban por la supremacía en los cielos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 oct 2023
ISBN9788412708424
Más allá
Autor

Stephen Walker

Stephen Walker is an award-winning BBC journalist. Born in England and educated in Northern Ireland, he has worked for BBC Northern Ireland for 20 years as a television and radio reporter, a documentary maker and a lobby correspondent at Westminster. In 2005 he was named the Northern Ireland Journalist of the Year. His first book, Forgotten Soldiers: The Irishmen Shot at Dawn was shortlisted for the 2007 Irish Non Fiction Book of the Year.

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    Más allá - Stephen Walker

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    Nota del autor

    La carrera entre las superpotencias por poner al primer ser humano en el espacio fue un gran espectáculo teatral, con sus giros llenos de suspense y figuras legendarias a ambos lados del Telón de Acero. Tanto es así que la historia que sigue en ocasiones puede parecer ficción. Pero no es ficción. Es un repaso histórico. Al escribir, he intentado, en la medida de mis posibilidades, tamizar y verificar las pruebas a partir de la multitud de fuentes escritas, visuales y orales que menciono en las notas del final, con el objetivo de presentar el relato más preciso posible. Incluso todas las líneas de diálogo están documentadas. Inevitablemente, habrá errores, por los que asumo toda la responsabilidad. Pero espero que los lectores que se internen por el mismo camino que yo he recorrido también descubran, como ocurre a menudo, que a veces no hay nada más fantástico que la realidad, y desde luego así es en el relato del primer salto de la humanidad fuera de la Tierra.

    Esporádicamente he utilizado la palabra «ruso» cuando, en realidad, me refiero a soviético, una práctica habitual en Occidente en aquel entonces. Lo he hecho para ayudar a evocar un sentimiento o un ambiente concretos. Asimismo, he evitado utilizar en gran medida el uso del patronímico ruso, salvo las raras veces en las que lo he añadido para enfatizar algo, como por ejemplo al hablar de Yuri Alekséyevich Gagarin. Dado que una parte importante de esta historia tiene lugar en Rusia, me pareció más práctico para los lectores de otros lugares utilizarlo de manera puntual.

    PRÓLOGO

    QUINCE MINUTOS

    ANTES DEL

    LANZAMIENTO

    08:52h - 12 de Abril de 1961

    «La humanidad no permanecerá en la Tierra para siempre, sino que, en su búsqueda de luz y espacio, primero hará una incursión humilde más allá de la atmósfera y luego conquistará todo el sistema solar».[1]

    KONSTANTÍN TSIOLKOVSKI,

    científico y visionario ruso, 1911

    «El control del espacio exterior comporta el control del mundo».[2]

    SENADOR LYNDON B. JOHNSON,

    1958

    [1] Carta de Konstantín E. Tsiolkovski enviada el 12 de agosto de 1911 a B.N. Vorobiev, editor del Herald of Aeronautics Journal. Archivo de la Academia Rusa de las Ciencias F.1528, D.173 p.3.

    [2] Discurso del senador Lyndon Johnson dirigiéndose a la bancada demócrata del Senado, 7 de enero de 1958, en: Logsdon, John F. Kennedy and the Race to the Moon, 30.

    12 de abril de 1961

    Polígono Estatal de Pruebas e Investigación n.º 5 (NIIP-5)

    Cosmódromo de Tiuratam,

    República Soviética de Kazajistán

    El amanecer llega rápido a la estepa kazaja, pero, de un horizonte al otro, apenas hay nadie que lo atestigüe. Una combinación de tórridos y largos veranos y gélidos inviernos ha convertido a esta región en una de las menos pobladas del planeta, una tierra desértica, una tierra de silencio. Los caballos, los camellos salvajes, las arañas venenosas y los feroces escorpiones disfrutan de este lugar para ellos solos.

    O casi.

    Este semidesierto de ajenjo y plantas rodadoras está biseccionado por una línea ferroviaria que enlaza Moscú y Taskent, una distancia de casi tres mil kilómetros. A dos días de la capital soviética, el tren hace una breve parada en un lugar llamado Tiuratam. Cuenta la leyenda que allí se descubrió el cuerpo de uno de los descendientes de Genghis Khan en el siglo xvii, flotando en el fangoso río Sir Daria tras morir en batalla. Antes de 1955, las únicas personas que habitaban este rincón del mundo eran el jefe de estación y su familia, además de los pocos nómadas kazajos que se desplazaban por la estepa con el paso de las estaciones, para quienes era un lugar sagrado. Pero, en 1961, transcurridos apenas seis años, todo ha cambiado. El Ministerio de Defensa de la URSS ha requisado una superficie que prácticamente cuadriplica el tamaño de la provincia de Londres para llevar a cabo su proyecto más ambicioso, más caro y también el más secreto. Ha aparecido un nuevo asentamiento llamado Leninsky donde antes no había nada. Aquí viven ingenieros, soldados, obreros de la construcción y sus familias. Sus calles están flanqueadas por bloques de viviendas nuevos, oficinas administrativas, escuelas y un cuartel. A treinta kilómetros al norte se han erigido nuevos complejos de edificios de ensamblaje y pruebas, se está tendiendo una red de carreteras y ferroviaria, que se expande a gran velocidad, se han levantado torres de alta tensión y se han establecido estaciones de rastreo, búnkeres de control y cuatro plataformas de misiles gigantes. Los nómadas hace tiempo que han sido expulsados del lugar. Aquí, en medio de la nada, lo más lejos posible de ojos espías, los rusos están lanzando cohetes.

    Uno de esos cohetes se alza ahora resplandeciente y sibilante mientras el sol se perfila sobre el horizonte. Con el nombre en código de R-7, es el cohete más grande del mundo y una de las armas más secretas de la URSS. El pasado mayo, un avión espía de la CIA que intentaba fotografiar su plataforma de lanzamiento fue abatido; el piloto, Francis Gary Powers, sobrevivió, pero fue juzgado por espionaje y condenado a diez años en una prisión soviética. Erigido en la estepa, con sus más de 38 metros de altura,[3] el R-7 prácticamente triplica la potencia del misil más grande de Estados Unidos y es capaz de transportar una ojiva termonuclear con el poder destructor de doscientas bombas de Hiroshima[4] a un cuarto de distancia alrededor del planeta, es decir, de aquí a Nueva York.

    Pero el destino de este R-7 en concreto hoy no es Nueva York. Ni tampoco transportar una ojiva nuclear. Se ha adaptado para un fin distinto. A las 09:07, hora de Moscú, sus cuatro gigantescos motores primeros, los de la etapa central, se encenderán y, si todo sale bien, el cohete será lanzado al espacio. En lugar de una ojiva, transportará una cápsula esférica en su interior en la que irá sentado, o mejor dicho tumbado, un hombre. Será un hombre bajito, de menos de 1,65 metros de altura, y delgado, ya que su cápsula debe tener un peso aproximado al de la bomba nuclear de cinco megatones a la que reemplaza. Habrá sido entrenado durante más de un año para llevar a cabo esta misión. Y tendrá que ser un hombre valiente. Ningún humano ha viajado nunca al espacio. Nadie sabe exactamente qué ocurrirá cuando salga ahí fuera, si es que llega a salir. ¿Se le reventarán los globos oculares? ¿Le dejará de circular la sangre por el cuerpo? ¿Sobrevivirá a las aplastantes fuerzas de aceleración del lanzamiento, suficientes para drenarle la sangre de la cabeza? ¿Aguantará el escudo térmico de su esfera metálica las temperaturas de 1.500 grados Celsius de la reentrada? ¿Estallará su cohete, como han hecho algunos de sus predecesores en vuelos de prueba anteriores? Y si consigue llegar ahí arriba, escindido de la vida y de la existencia como ningún humano lo ha estado antes, ¿perderá la cordura?

    Cuando Yuri Alekséyevich Gagarin, un antiguo estudiante de fundición, expiloto de cazabombardero y comunista fiel con veintisiete años recién cumplidos, casado y con una hija de casi dos años y un bebé de solo un mes de edad, emerge al deslumbrante sol enfundado en su traje espacial naranja y se dirige hacia el ascensor que lo conducirá hasta la punta de su cohete, nadie ajeno a un reducido y restringido círculo sabe lo que está a punto de hacer. Ni siquiera su esposa, en su hogar cerca de Moscú, sabe que su marido ha sido elegido para esta misión ni que hoy es el día indicado.

    Y el resto del mundo no sabe nada.

    Más allá de algunas insinuaciones veladas en los medios de comunicación soviéticos, la existencia formal de este programa es un secreto de Estado. La formación de Gagarin y otros diecinueve cosmonautas es un secreto. El hombre responsable de ello también es un secreto y, en sus viajes por el interior de la URSS, lo protege un guardaespaldas del KGB por si agentes de la CIA intentan secuestrarlo o asesinarlo; la agencia estadounidense lleva años intentando, sin éxito, averiguar su nombre. Los varios equipos encargados de las cámaras que ahora filman los preparativos del lanzamiento han jurado mantener la confidencialidad: si a uno de ellos se le escapa una sola palabra, deberá afrontar las consecuencias en este rígido Estado policial. Con la Guerra Fría de por medio, las apuestas son demasiado altas para que la URSS revele su baza. En los dos últimos años, los estadounidenses han estado preparándose de cara al mundo para llevar a su primer hombre al espacio. Lo último que se sabe es que podrían intentar hacerlo en menos de tres meses a partir de hoy. Sin hacer publicidad, los soviéticos les han tomado la delantera.

    En Estados Unidos todavía es la noche del 11 de abril. Millones de personas estarán contemplando a su joven y flamante nuevo presidente, John F. Kennedy, y a su glamurosa esposa, Jackie, hablando en televisión acerca de los desafíos de criar a sus retoños, Caroline y John, en la Casa Blanca. En el West Village de Nueva York, un tal Bob Dylan, con diecinueve años y aún un desconocido, está a punto de hacer su debut profesional en el club Gerde’s Folk City, tocando como telonero de John Lee Hooker. En los telediarios vespertinos, la noticia principal es la primera jornada del juicio de Adolf Eichmann en Jerusalén, el exoficial de las SS acusado de crímenes contra la humanidad por su participación en el exterminio de seis millones de judíos.

    Entre tanto, a miles de kilómetros al este, a Gagarin lo sujetan a su asiento, se atornilla el último perno y finalmente se cierra su escotilla. Solo en aquella pequeña esfera, aguarda silbando una canción de amor. Los controladores e ingenieros que también esperan en su búnker subterráneo, a menos de cien metros del cohete, escuchan a Gagarin a través de los auriculares. En los próximos minutos o bien se convertirá en el primer humano de la historia que abandona la Tierra y contempla su majestuosidad desde el espacio o bien conocerá una muerte truculenta. Si lo consigue, cuando se ponga el sol será el hombre más famoso del planeta, una victoria en la amarga guerra ideológica con los Estados Unidos y sus aliados. Si fracasa, casi nadie sabrá siquiera de su existencia.

    [3] Según Siddiqi en una nota enviada a Stephen Walker, la altura de aquel R-7 (tipo 8K72K) era de 38,36 metros.

    [4] El R-7 podía transportar una ojiva nuclear de entre 3 y 5 megatones, el equivalente a entre 3.000 y 5.000 kilotones. La bomba «Little Boy» de Hiroshima tenía el poder destructor de aproximadamente 15 kilotones. Afirmar que la primera era doscientas veces más destructora es, por ende, un cálculo precavido de «tirando bajo». Casi con toda seguridad era sustancialmente más alto.

    PRIMER ACTO

    CUATRO MESES

    ANTES

    Diciembre de 1960 – Enero de 1961

    «Llegará un día en que nos embarquemos en un vuelo interestelar. ¿Quién puede impedirnos que soñemos con tales cosas cuando fue Lenin el primero que nos enseñó a soñar?».[5]

    NIKOLÁI KRIVANCHIKOV,

    poeta soviético, publicado a las pocas horas del lanzamiento del Sputnik, el primer satélite de la historia, octubre de 1957

    «Que me aspen si duermo a la luz de una luna roja. […] No tardarán en lanzarnos bombas desde el espacio como los críos que lanzan piedras a los coches desde los pasos elevados en las autopistas».[6]

    SENADOR LYNDON B. JOHNSON,

    poco después del lanzamiento soviético del Sputnik

    [5] Scott y Leónov, Two Sides of the Moon, 35.

    [6] Koppel, The Astronaut Wives Club, 15.

    01

    Las perras de pallo

    24 de diciembre de 1960

    60 kilómetros al oeste de Tura

    Siberia, URSS

    En todas direcciones, hasta donde el ojo alcanzaba a ver, no había nada salvo taiga, el denso y sombrío bosque siberiano de píceas, abetos y abedules que se extiende hasta el lejano horizonte y más allá. El helicóptero volaba a baja altura; el ruido sordo de las aspas de su rotor era el único sonido que perforaba el silencio del paisaje primigenio, por lo demás despojado de humanos y cubierto por un grueso manto de nieve. Había nieve por todas partes. Cegaba la vista, sepultaba las copas de los árboles y dificultaba aún más si cabe a Arvid Vladímirovich Pallo[7] la tarea de encontrar lo que buscaba. Tampoco ayudaba que apenas hubiera ya luz del día. En aquella región de Siberia, en aquella época del año, los días apenas duraban cuatro horas. Llevaban volando casi treinta minutos y, en menos de dos horas, el bosque que se extendía bajo ellos desaparecería bajo otra larga noche subártica. Pero para entonces, Pallo y su equipo quizá ya habrían llegado demasiado tarde.

    En algún punto allí abajo, sobre la nieve de uno de los lugares más remotos del planeta, había una esfera de aluminio vacía de poco más de dos metros de diámetro y dos toneladas y media de peso. Y en algún punto cerca de esta, o eso esperaba Pallo, había una caja metálica precintada que contenía dos perras. Pallo esperaba que siguieran con vida, aunque para ello deberían haber sobrevivido al frío extremo del invierno siberiano durante los dos últimos días, con temperaturas inferiores a cuarenta grados bajo cero, por no mencionar los eventos profundamente traumáticos que habían hecho que acabaran aterrizando accidentalmente en aquel rincón olvidado del mundo.

    Las aventuras de Pallo habían empezado dos días antes, el 22 de diciembre, cuando un cohete R-7 había lanzado aquella esfera al espacio desde la base secreta de misiles del Kazajistán soviético. En el interior de la esfera viajaba la caja metálica con las dos perras. La misión había estado rodeada de tal grado de secretismo que incluso hoy los nombres de los animales siguen siendo inciertos. En función de la fuente, se trata de Kometa y Shutka, de Zhulka y Zhemchuzhina, o, según los escritos de Pallo, de Zhulka y Alfa. Y como Pallo es nuestro guía, nos quedaremos con estos últimos. Ambas eran perras mestizas sin amo recogidas en las calles de Moscú. El objetivo de la misión era poner a los dos animales en órbita y hacerlos regresar sanos y salvos a la Tierra nuevamente. La esfera tenía un nombre: públicamente se la conocía como korabl-sputnik, «nave satélite» o «nave espacial», pero sus diseñadores la habían bautizado como Vostok 1, un nombre que significa «Este» y que era confidencial. La Vostok 1 era un prototipo; de hecho, era la primera versión del tipo de nave espacial que se esperaba que algún día, a ser posible no muy lejano, transportara a un camarada soviético al espacio, y antes de que llegaran los estadounidenses. Zhulka y Alfa ayudarían a allanar el terreno.

    No obstante, los precedentes no eran demasiado alentadores. Cuando, el 24 de diciembre, Pallo subió a su helicóptero para ir en busca de aquellas dos perras por el gélido bosque siberiano, se habían lanzado ya cinco Vostoks, la primera de ellas en mayo. Y todas, salvo una, habían fracasado. Dos perras habían muerto en el segundo vuelo de una Vostok cuando el cohete que las propulsaba estalló a los 28,5 segundos de su lanzamiento. Otras dos habían fallecido durante la reentrada del cuarto vuelo. El único éxito había tenido lugar en agosto, cuando otras dos perras, llamadas Belka y Strelka, junto con cuarenta ratones, dos ratas, moscas de la fruta y un conejo, habían logrado completar un asombroso total de dieciocho órbitas antes de regresar con vida. Aquel vuelo, el tercer Vostok que se lanzó, fue un logro sensacional: la primera vez en la historia que organismos vivos conseguían orbitar alrededor de la Tierra con éxito y regresar sanos y salvos. Los estadounidenses no habían conseguido nada comparable y, como era natural, los medios de comunicación soviéticos lo airearon a bombo y platillo. Sin embargo, lejos del resplandor de la prensa, la verdad no revelada era que los animales habían sido afortunados de no morir. Durante su cuarta órbita, habían visto a Belka a través de una cámara de televisión vomitando y desgarrando desesperada su arnés, con señales evidentes de angustia. Antes de la reentrada, el sistema de orientación principal de la nave espacial había fallado y había sido preciso utilizar un sistema de respaldo. Sin él, Belka y Strelka habrían tenido que afrontar una muerte lenta, perdidas para siempre en el espacio.

    Y ahora, justo mientras algunas regiones del mundo se preparaban para celebrar las primeras Navidades de la nueva década, este quinto y último vuelo de la Vostok que transportaba a Zhulka y Alfa también había salido mal.

    Exactamente 425 segundos después del lanzamiento, el motor de la tercera etapa del cohete R-7 que propulsaba la Vostok se había apagado antes de lo previsto y la nave no había conseguido entrar en órbita. En lugar de ello, se había desprendido automáticamente del cohete antes de describir un arco balístico sobre varias zonas horarias de la Unión Soviética. Y no solo eso, sino que cuando la Vostok, con las dos perras atadas en su pequeño compartimento, entró de nuevo en la atmósfera terrestre precipitándose a varios miles de kilómetros por hora, el asunto se puso aún más feo. Para empezar, la bomba de a bordo no se había detonado. Dicha bomba era un elemento que incorporaban todas las naves Vostok tripuladas por perros, un tributo a la profunda paranoia de un régimen que no estaba dispuesto a revelar sus secretos tecnológicos, sobre todo a los estadounidenses. Conocida por sus siglas en código, A.P.O., de Avariynyy Podryv Obyekta o «Destrucción del Objeto de Emergencia», su función era exactamente esa: destruir el «objeto», la Vostok, en caso de que su trayectoria se desviara y acabara aterrizando en un país extranjero y, posiblemente, capitalista, cosa que el liderazgo soviético consideraba una emergencia, por más que las perras del interior tuvieran una opinión distinta. De hecho, eso era justamente lo que había sucedido hacía solo tres semanas, con la cuarta misión de la Vostok, cuando, debido a un problema en el motor de frenado, se temió que la cápsula acabara aterrizando fuera de las fronteras de la URSS. En aquel caso, un sensor de la bomba había detectado que la cápsula estaba regresando a la Tierra por un punto equivocado. Las dos perras que viajaban en su interior, Pchelka y Mushka, «Abejita» y «Mosquita», saltaron por los aires junto con todos los restos de la nave espacial. La agencia de noticias soviética oficial anunció en un breve comunicado que la nave se había incendiado a causa de una «trayectoria de reentrada no calculada».[8] Nadie mencionó las bombas.

    En cambio, mientras Zhulka y Alfa se precipitaban inicialmente hacia un punto desconocido de la Tierra después del fallo del motor de la tercera etapa, el dispositivo de Destrucción del Objeto de Emergencia, por motivos que aún no están del todo claros, no se activó. Con todo, había un temporizador de reserva de sesenta horas,[9] si bien también aquí los detalles se desconocen. Parece probable que la cuenta atrás para la detonación tuviera que dar comienzo en cuanto la cápsula hubiera aterrizado intacta; si es que aterrizaba intacta.

    Según la curva de su arco balístico, que se iba acentuando conforme se aproximaba al suelo en los minutos finales del vuelo, la Vostok se preparaba para hundirse en el río Tunguska Pedregoso, en una de las regiones más inaccesibles de Siberia. En cierto sentido, la situación era irónica: la última vez que algo había caído del espacio en esta zona había sido en 1908, cuando un meteorito había impactado con la fuerza de una bomba nuclear y se calculaba que había arrasado con cerca de ochenta millones de árboles. Entre tanto, dentro de su compartimento sellado, las perras vivían una carrera aterradora mientras su pequeña esfera se agitaba y temblaba en su zambullida a través de una atmósfera cada vez más densa. Y su pesadilla no había hecho más que comenzar.

    A una altitud de siete kilómetros, se suponía que la escotilla de la Vostok tenía que desprenderse, dos segundos y medio después las perras debían ser lanzadas en su propio contenedor y ambas partes debían caer por separado al suelo, frenadas por sus paracaídas. Era un sistema similar al que un día devolvería a la Tierra, sano y salvo, a un cosmonauta humano, con la particularidad de que en este caso el sistema falló. La eyección de la escotilla y de las perras se activó al mismo tiempo, a causa de lo cual el contenedor de los animales chocó violentamente con la compuerta, se abolló y no pudo ser expulsado. Y allí se encontraban las perras, atrapadas dentro de la esfera que caía en picado. Si bien esta también contaba con paracaídas de frenado para suavizar su impacto contra el suelo, no estaba diseñada para que hubiera perros dentro al hacerlo. Como mínimo, Zhulka y Alfa se preparaban para un aterrizaje durísimo en algún lugar de Siberia y en pleno invierno. Y con una bomba activa a bordo.

    Mientras tanto, en las instalaciones de lanzamiento de Kazajistán y en un centro de computación secreto a las afueras de Moscú, nadie atinaba a entender qué había ocurrido en un primer momento. La señal de la Vostok se había perdido durante varias horas. Los datos por radio enviados por la tercera etapa del cohete revelaban un fallo del motor, pero no se escuchaba nada ni de la cápsula ni de sus dos pasajeras. Más tarde, aquella misma noche, estaciones de radar de largo alcance en Moscú, Krasnodar y Taskent empezaron a detectar débiles transmisiones de radiobalizas de la cápsula procedentes de algún punto en las profundidades de Siberia, lo cual sugería que había logrado aterrizar con éxito, si bien se desconocía en qué condiciones lo había hecho. Y también se desconocían las coordenadas precisas del punto de aterrizaje. De inmediato despegaron seis aviones de búsqueda con el fin de localizar y recuperar a las perras, si es que seguían con vida; una operación especialmente complicada dado lo remoto del emplazamiento y las condiciones climáticas extremas. Pero aquella no era una misión de caridad. Antes de que un humano pudiera volar al espacio era esencial analizar aquellos accidentes y enmendarlos. Y eso comportaba encontrar la nave espacial Vostok en el breve espacio de tiempo que quedaba antes de que volara por los aires.

    Arvid Pallo y su equipo de rescate habían estado esperando en la base aérea de Tura, un asentamiento aislado situado sesenta kilómetros al este del supuesto punto de aterrizaje, cuando recibieron la noticia de que uno de los aviones había localizado la nave. A los mandos de un helicóptero, Pallo puso rumbo hacia el emplazamiento. Con él viajaban un oficial del KGB y Anatoli Komarov, un ingeniero superior del instituto de Leningrado que había diseñado la bomba de a bordo. La presencia del KGB no era ninguna sorpresa. Había secretos en juego, entre ellos la propia bomba, por no mencionar la misión en su conjunto, que debían guardarse celosamente.

    Pallo era el hombre idóneo para aquel trabajo. Alto, esbelto y de cuarenta y ocho años, antes de la guerra y de trabajar en la primera nave espacial impulsada por un cohete diseñada en la URSS se había formado como ingeniero en una fábrica de explosivos, una experiencia valiosa a tenor de lo que podía encontrarse. Se trataba de un diseño avanzado con un motor tan nuevo como poco fiable. El rostro de Pallo reflejaba su escasa fiabilidad. De hecho, en una ocasión en 1942, el motor del cohete de la nave espacial había hecho explosión mientras estaba aún en tierra. Pallo había corrido al rescate del piloto que había quedado atrapado en la cabina y se le había quemado el rostro con el ácido nítrico del combustible del cohete, lo cual le había dejado una cicatriz de por vida. Pero el piloto había sobrevivido.

    A medida que el helicóptero de Pallo se aproximaba a la ubicación de la cápsula quedó cada vez más claro que sería imposible aterrizar en algún punto cercano. La arboleda era demasiado espesa. Por encima de ellos, el avión de rescate que había localizado la esfera de la Vostok seguía describiendo círculos, sin perderla de vista. Pallo ordenó al piloto del helicóptero que aterrizara en un calvero situado a unos ochocientos metros de distancia. Junto con Komarov, saltó al exterior y se encontró con la nieve hasta la cintura. No se tiene constancia de si el capitán del KGB se les unió.

    Cargados con sus herramientas y una radio, los dos (o posiblemente los tres) hombres se internaron en el bosque. Tras recorrer menos de sesenta metros, se perdieron. La nieve borraba todos los puntos de referencia visibles. El frío les dejaba sin aliento. Por encima de sus cabezas, el piloto del avión de rescate comunicó por radio que pronto anochecería y que regresaba a la base. Pallo lo interrumpió. Ordenó al avión que les señalizara la dirección correcta volando en línea recta hacia la Vostok.

    Caminaron arduamente a través de la nieve hasta dar con ella. La maltrecha esfera se encontraba en un pequeño claro en medio del bosque. Dos paracaídas colgaban lánguidamente de árboles cercanos. Una gruesa maraña de cables chamuscados sobresalía por la escotilla abierta en uno de sus lados. El exterior había quedado calcinado por su violento retorno a la Tierra. Pallo había esperado encontrar el contenedor con los perros con su propio paracaídas en algún punto cercano. Pero no había ni rastro de él. Entonces se asomó por la escotilla de la Vostok y comprobó que seguía dentro, lo cual significaba que las perras estaban allí. Para entonces habían transcurrido ya más de cincuenta de las sesenta horas del temporizador de la bomba. Si no la desarticulaban antes de que cayera la noche, Zhulka y Alfa pronto volarían en mil pedazos. Eso, claro está, asumiendo que siguieran con vida.

    Llegados a aquel punto, y de acuerdo con las memorias del propio Pallo, la historia da un giro realmente surrealista cuando, de pronto, decidió que él mismo desarticularía la bomba, una decisión cuando menos peculiar dada su historia personal con los explosivos. Le dijo a Komarov que se ocultara tras un árbol mientras él la desactivaba. Komarov se negó, alegando que la bomba era un dispositivo suyo y no de Pallo. Y allí de pie, en la nieve, junto a la cápsula chamuscada en plena naturaleza siberiana, mantuvieron una discusión. Al final acordaron echarlo a suertes con unas cerillas. Ganó Komarov. Fue Pallo quien permaneció de pie detrás del árbol. Y, si había ido con ellos, cabe suponer que el oficial del KGB debió de unírsele.

    Komarov se acercó a la cápsula y empezó a toquetear diversos cables mientras Pallo lo observaba desde el árbol. Para cuando hubo acabado la faena, prácticamente había anochecido. Una vez asegurada la cápsula, Pallo volvió a asomarse a su interior. Intentó ver a las perras a través de las escotillas del contenedor, pero el vidrio estaba cubierto por una densa capa de hielo. Golpeó varias veces en las paredes con los nudillos. No hubo respuesta. Entonces el piloto del helicóptero se comunicó con ellos por radio para informarles de que tenían que marcharse antes de que fuera noche cerrada. No quedaba más alternativa que abandonar la cápsula y regresar por la mañana. Eso significaría otra noche siberiana gélida, la tercera, para Zhulka y Alfa. Pero todo parecía indicar que estaban muertas.

    La mañana siguiente, Pallo volvió a volar hasta aquel punto. Junto con varios miembros de su equipo de rescate, se llevó consigo a Armen Gyurdzhian, un cirujano veterinario. De nuevo, el helicóptero se posó en el calvero y el equipo caminó nieve a través hasta la nave espacial. En cuanto llegaron, Pallo se asomó a su interior. En esta ocasión extrajo el contenedor sellado. Y al hacerlo, escuchó un leve ladrido procedente del interior. Los hombres se apresuraron a desatornillar los pernos y luego abrieron la compuerta. Y allí, tumbadas y aún atadas en sus camas, asustadas y prácticamente congeladas tras sus tres días de calvario, estaban las dos perras, y lo más increíble de todo es que ambas estaban vivas.

    Gyurdzhian las envolvió con cuidado en su grueso abrigo de piel de carnero y las transportó hasta el helicóptero que los esperaba. En menos de media hora llegaron al aeródromo de Tura, y al día siguiente ya estaban de regreso en Moscú, en sus jaulas de la perrera del Instituto de Aviación y Medicina Espacial donde las habían adiestrado. Estaban bien, pero ni una palabra de su terrible experiencia, ni siquiera de la existencia de su misión, se reveló a la prensa, y así seguiría siendo durante varias décadas. Entre tanto, para Pallo, la labor estaba a medio completar. En la carrera por colocar a un ciudadano soviético en el espacio antes que los estadounidenses, no bastaba con devolver las perras a Moscú. También tenía que recuperar la cápsula.

    Tardaría casi tres semanas en hacerlo, tras una heroica marcha de más de tres mil kilómetros en el más inclemente de los inviernos rusos. El 11 de enero, veinte días después de haber sobrevolado media Unión Soviética, la Vostok estaba de vuelta en sus instalaciones secretas en Kaliningrado, cerca de Moscú, conocidas con el nombre de OKB-1, el lugar donde se diseñaban los misiles soviéticos y donde se construían las naves Vostok.

    No andaban sobrados de tiempo. Apenas seis días antes, el 5 de enero, Konstantín Bushuyev, diseñador en jefe adjunto en el OKB-1, había fijado el último calendario para el primer vuelo espacial soviético tripulado por humanos.

    Hasta entonces, demasiadas cosas habían salido mal en múltiples misiones de la Vostok con perros a bordo. Y el problema no acababa ahí. Menos de tres meses antes, el 24 de octubre, había ocurrido una catástrofe en la plataforma de despegue de Kazajistán cuando un misil R-16 con los depósitos de combustible llenos había hecho explosión en la rampa de lanzamiento mientras se ultimaban los preparativos para un vuelo de prueba. La explosión había tenido lugar por la noche. Al menos setenta y cuatro personas fallecieron en el infierno subsiguiente,[10] algunas de ellas al saltar desde las grúas a una muerte segura, otras incineradas y otras asfixiadas entre densas nubes de humo tóxico. Varios miembros del personal especializado en aeronáutica más experimentado también habían fallecido, incluido el jefe de las fuerzas de misiles estratégicos de la URSS, el mariscal Mitrofán Nedelin, que había estado espoleando a sus equipos durante toda la noche desde una tumbona para cumplir con la apretada fecha de lanzamiento del misil. Lo que quedó de su cuerpo pudo ser identificado únicamente gracias a su condecoración de la Estrella de Oro al Héroe de la Unión Soviética, así como a las llaves semifundidas de la caja fuerte de su despacho.

    Aquel fue, y sigue siendo, el peor accidente en la historia de la ingeniería espacial en todo el mundo. Y también se mantuvo en secreto. En la Unión Soviética, se informó de que Nedelin había fallecido en un accidente de avión. Aun así, aunque el misil que estalló no era el mismo que el R-7 utilizado para lanzar las Vostok, la catástrofe repercutió en el programa espacial tripulado soviético. Varios organismos de diseño importantes colaboraron con ambos programas. El propio Nedelin había presidido reuniones sobre las Vostok. El resultado fue un nuevo aplazamiento, reflejado en el nuevo calendario fijado por Bushuyev.

    Se realizarían otros dos lanzamientos de prueba, cada uno de ellos portando a un solo perro, en febrero. Por primera vez, ambos utilizarían una versión actualizada de la Vostok. Conocida como la Vostok 3, era la versión que un día transportaría a un humano. Un maniquí humano de tamaño real y vestido con un traje espacial igual al que llevaría un cosmonauta de carne y hueso compartiría la cabina con los perros. Aquellos dos vuelos de febrero serían idénticos al que posteriormente transportaría al cosmonauta: describirían una única órbita alrededor de la Tierra y luego regresarían a un punto en el interior de la URSS. Habida cuenta de la retahíla de fracasos anteriores con las misiones Vostok, completar más de una órbita se consideraba un riesgo demasiado elevado. Pero, si aquellos dos vuelos de prueba resultaban un éxito, lo siguiente sería la misión tripulada por un humano. Se estableció una fecha secreta provisional para marzo.

    Entre tanto, a medio mundo de distancia, en Estados Unidos, el programa espacial tripulado de la NASA también estaba cerca de colocar al primer astronauta en el espacio. Fundado hacia finales de 1958, se lo conocía como el Proyecto Mercury en honor al dios mensajero romano ataviado con los famosos casco y sandalias alados, un nombre apropiado si bien algo menoscabado por el hecho de que otra de las tareas de Mercurio era conducir a los muertos al inframundo. Los estadounidenses tampoco andaban cortos de accidentes, explosiones y aplazamientos, aunque, a diferencia de los soviéticos, no los mantenían en secreto. Ahora la NASA aspiraba a lanzar su propio vuelo de prueba con un animal a bordo, si bien en lugar de un perro se trataría de un chimpancé. Se había fijado una fecha provisional para finales de enero.

    Ya en Año Nuevo, seis chimpancés adiestrados se habían trasladado en avión desde Nuevo México hasta Cabo Cañaveral, el complejo de lanzamiento ubicado en Florida. Uno de ellos sería el elegido para volar. Si el vuelo resultaba un éxito, era probable que lo siguiera un vuelo tripulado por un humano. En sus notas de prensa, la NASA se había mostrado reticente a fijar fechas concretas, ya que en el pasado con frecuencia no había sido capaz de cumplirlas. Pero la noticia divulgada por toda la prensa estadounidense para que cualquier agente del KGB o ingeniero aeroespacial soviético pudiera leerla era que el primer vuelo con un astronauta estadounidense también podía tener lugar aquel mismo marzo.[11]

    En aquella aventura sin parangón, todo estaba en juego. Habían transcurrido menos de sesenta años desde que los hermanos Wright se habían elevado unos metros en el aire en su biplano con estructura de alambre y lona. Y ahora un humano daría los primeros pasos hacia las estrellas. Saltaría desde el planeta al que toda la vida se había aferrado desde el inicio de los tiempos. Y se internaría en el entorno más hostil y peligroso conocido. Los riesgos eran tremendos. Sería un salto a una larga y aterradora lista de variables desconocidas. Y la superpotencia que consiguiera anticiparse en aquella guerra más gélida que fría se anotaría una victoria tecnológica, política e ideológica espectacular frente a la otra.

    Aquella primera semana del año 1961, justo cuando un joven y dinámico presidente recién elegido estaba a punto de entrar en la Casa Blanca, todo parecía apuntar a que ambas superpotencias tenían previsto lanzar a un humano al espacio el mes de marzo, y muy posiblemente al mismo tiempo.

    [7] La mayoría del material y las citas relacionados con el rescate de Pallo están extraídos de su propio relato en: Rhea (ed.), Roads to Space, 197 y sig. El material adicional está basado en las cuatro entrevistas que Pallo concedió a Aleksandr Loktev en Herald n.º 18 (225), 31 de agosto de 1999. Véase también: Grahn, Sputnik 6 and the Failure of December 22.

    [8] Cita del comunicado de la TASS en el New York Times del 3 de diciembre de 1960. Pchelka y Mushka se lanzaron a bordo de la Korabl-Sputnik 3 el 1 de diciembre de 1960. Junto con su Vostok, fueron destruidas por el A.P.O. el 2 de diciembre.

    [9] Siddiqi, Challenge, 260, y datos contenidos en un correo electrónico enviado a Stephen Walker el 16 de diciembre de 2019. Puede consultarse material adicional sobre A.P.O. en: Chertok, Rockets and People, vol. III, 53, y en los datos aportados por Yury Mozzhorin en Roads to Space, 414. Véase también: Grahn, Sputnik 6 and the Failure of December 22.

    [10] Siddiqi aporta esta cifra en una comunicación personal con Stephen Walker. Otras dieciséis personas fallecieron posteriormente en hospitales. Hasta la fecha, por tradición, no se realizan lanzamientos en el cosmódromo de Baikonur el 24 de octubre.

    [11] A título de ejemplo, la edición de Aviation Week del 26 de diciembre de 1960 prevé un posible vuelo tripulado estadounidense en marzo.

    02

    ¿Qué hace aquí un ruso?

    19 de enero de 1961

    Washington D.C.

    La víspera del juramento al cargo del presidente John Fitzgerald Kennedy, la madre de todas las ventiscas azotó la capital de la nación. En pocas horas habían caído veinte centímetros de nieve sobre la ciudad, lo cual había provocado el caos en las carreteras y había desencadenado los peores atascos de tráfico de los que se tenía memoria. Miles de coches ocupados por simpatizantes que aspiraban a ver al nuevo presidente y a su esposa Jackie en la ceremonia de investidura sencillamente fueron abandonados en el punto en el que se averiaron o quedaron atascados, o bien cuando sus ocupantes decidieron que estaban hartos de esperar. A primera hora de la tarde, solo en la avenida Pennsylvania, la ruta que debía seguir el desfile del día siguiente, había varados mil cuatrocientos vehículos. El aeropuerto nacional se cerró y el departamento que gestionaba las autopistas de la ciudad se vio obligado a desplegar hasta la última de las doscientas máquinas quitanieves de su flota para hacer frente a la situación. Y no acabó ahí la cosa. A medida que las temperaturas siguieron cayendo, se requirió la ayuda del Cuerpo de Ingenieros del Ejército y equipos de exploradores para solucionar aquel desbarajuste a tiempo para los acontecimientos del día siguiente. Trabajaron a un ritmo frenético durante toda la noche, utilizando incluso lanzallamas para derretir la nieve. Según la descripción del Daily News de Nueva York, fue «una pesadilla». Pero la ceremonia de toma de posesión del nuevo presidente de cuarenta y tres años estaba programada a mediodía del día siguiente y el espectáculo debía continuar.[12]

    Mientras los organismos metropolitanos lidiaban con la noche, el presidente electo y Jackie participaron en una serie de soporíferos eventos previos a la investidura capaces de dejar baldado a cualquiera, como sin duda podrían corroborar muchos de los asesores de Kennedy, pero la pareja parecía estarse divirtiendo de verdad, y, si acaso, la nieve añadía aún más diversión. Horas antes, «Jack» Kennedy se había reunido con el presidente saliente, Dwight D. Eisenhower, en la Casa Blanca, donde habían mantenido una conversación en privado de una hora durante la cual Eisenhower le había mostrado cómo llamar a un helicóptero para que aterrizara en el jardín. El contraste entre los dos mandatarios no podría haber sido más acusado: por un lado, el viejo general de la guerra, el gran veterano del desembarco de Normandía nacido a finales de la era victoriana, y, por el otro, el joven que se alzaba junto a él, apuesto, esbelto y luciendo su incandescente sonrisa, una imagen de salud y vigor con la que todos los estadounidenses estaban familiarizados, pese a que ocultara una historia poco conocida de enfermedades, operaciones y graves problemas de espalda.

    Mientras caían los primeros copos, la joven pareja presidencial había salido de su casa en Georgetown para inaugurar una velada de festejos. Jack, resplandeciente con su frac y corbata blanca, y Jackie, bella y radiante con su vestido de baile de seda blanco hasta los pies, resguardada bajo un paraguas que sostenía un guardaespaldas del servicio secreto; dos figuras atrapadas en un centenar de flashes que, con un brillo electrificante, representaban para millones de estadounidenses la nueva década y el futuro. Cuando la pareja llegó al Constitution Hall para el concierto previo a la ceremonia de investidura, la mitad de la Orquesta Sinfónica Nacional estaba atascada en algún punto en la nieve, pero a los Kennedy no pareció importarles: conversaron animadamente con los demás invitados hasta que los músicos por fin llegaron. Una vez concluido el concierto, y ya con una hora de retraso, acudieron a la gala de Frank Sinatra en la Armería de la Guardia Nacional, donde no solo Sinatra, sino también Ella Fitzgerald, Nat King Cole, Gene Kelly y todo un elenco de estrellas actuaron en lo que la prensa calificó como la fiesta más glamurosa de la historia de las inauguraciones presidenciales. Supuestamente, la gala tenía que recaudar la mitad de los tres millones de dólares de déficit en los que había incurrido el Partido Demócrata con la campaña presidencial. Algunos de los invitados habían pagado 10.000 dólares por una entrada, pero el clima les había impedido asistir. Un corresponsal de la Casa Blanca, Hugh Sidey, de la revista Time, tachó la actuación de «interminable», un sentimiento con el que Jackie Kennedy tal vez habría estado de acuerdo en privado, si tenemos en cuenta que se marchó a casa a dormir un poco a la una y media de la madrugada. En cambio, su marido se quedó hasta el final, sin abandonar en ningún momento su sonrisa deslumbrante, y luego quedó atrapado en una de las peores ventiscas de la historia de la ciudad mientras se dirigía a otra fiesta, esta dada por su padre, Joe Kennedy, en un nuevo restaurante de moda en el centro de la ciudad. Hacia las tres y media de la madrugada estaba de regreso en casa. A las cuatro, mientras los lanzallamas se afanaban en fundir la nieve de los árboles de la avenida Pennsylvania y empleados del servicio secreto andaban sellando las tapas del alcantarillado para cortar el acceso a posibles asesinos, Kennedy dormía. Aún le quedaban por delante el juramento al cargo, su discurso, el desfile y otros cinco bailes inaugurales la noche siguiente.

    A unos trescientos kilómetros al sur de la capital, la misma tarde en que Kennedy salió por la puerta de su casa para enfrentarse a aquellos primeros copos de nieve, siete hombres esperaban sentados en un aula en el centro de investigación de la NASA en Langley, Virginia. Dicho centro formaba parte de unas instalaciones de pruebas aeronáuticas y espaciales que se extendían varios centenares de hectáreas en el confín sudeste de la península de Virginia, cerca de Newport News. Desde su establecimiento en 1917 como la estación de campo del NACA, el Comité Asesor Nacional para la Aeronáutica, había ido propagándose como las setas y componiendo un complejo laberinto de hangares, talleres, túneles de viento, despachos de ingeniería y laboratorios donde algunas de las máquinas voladoras más avanzadas jamás imaginadas se ponían a prueba en todas las condiciones concebibles, y a veces incluso se destruían de manera deliberada. Langley era el terreno de pruebas de la aviación. Aquellas instalaciones albergaban la innovación aeronáutica estadounidense más puntera.

    Y no solo la innovación aeronáutica. Cuando la nueva agencia espacial de Estados Unidos, la NASA, reemplazó al NACA en 1958, ocupó diversos de los edificios de Langley, entre ellos el número 60,[13] una anodina estructura de ladrillo rojo de dos plantas, flanqueada por un jardín con la hierba perfectamente cuidada, donde los siete hombres aguardaban aquel día a primera hora de la tarde, justo cuando empezaba a nevar.

    Se hallaban sentados en sus pupitres metálicos, como escolares, pese a que todos ellos estaban en la treintena, muchos vestían polos y todos sin excepción presentaban una forma física excelente. Sus rostros eran ya famosos entre el público estadounidense, puesto que se habían promocionado con regularidad en las páginas de uno de los semanarios más leídos del país, la revista Life, con la que, además, tenían un contrato en exclusiva muy lucrativo.[14] A aquellas alturas, los lectores ya lo sabían todo sobre ellos, o creían saberlo, puesto que la mayoría de las verrugas habían sido eliminadas de las fotografías. Conocían sus pasatiempos, a sus familias, la historia de sus vidas, sus profesiones previas como pilotos de pruebas del ejército, sus temores y sus sueños, los coches que conducían y las ropas que a sus esposas perfectamente peinadas les gustaba vestir. Desde el momento en el que los siete hombres habían saltado a la palestra internacional en una abarrotada rueda de prensa celebrada el 9 de abril de 1959 en los cuarteles generales de la NASA en Washington, se habían convertido en celebridades, y por una simple razón: eran los hombres escogidos para ser los primeros astronautas de Estados Unidos. Apodados los Mercury Seven o «Siete del Mercury» en honor al programa espacial tripulado, el Proyecto Mercury, todos eran voluntarios y habían sido escogidos entre centenares de pilotos de pruebas del ejército que reunían los requisitos tras someterse a un riguroso y despiadado programa de pruebas médicas y psicológicas a principios de 1959. Para la prensa, si no ya en la realidad, eran los siete mejores pilotos del país, y los más valientes. Todos ellos estaban preparados y dispuestos no solo a volar, sino también, si era necesario, a morir por su país en el territorio ignoto del espacio. Eran los gladiadores de Estados Unidos en la causa de la libertad. De ahí que no sorprenda que prácticamente todos los estadounidenses les devolvieran el cumplido y quedaran deslumbrados por ellos casi al instante.

    Aquella rueda de prensa había tenido lugar hacía veintiún meses y, pese a un intenso y exigente régimen de entrenamiento durante todo aquel tiempo, ninguno de aquellos siete hombres había volado todavía ni siquiera cerca del espacio. Las fechas provisionales iban posponiéndose. La última, fijada para marzo, dependía de un vuelo de prueba con un chimpancé programado para finales de enero, en menos de dos semanas. Solo si aquel vuelo resultaba un éxito, uno de aquellos siete hombres sentados en el aula podía esperar ser el siguiente.

    Todos ellos eran plenamente conscientes de que los soviéticos también planeaban llevar a un hombre al espacio, y en breve, aunque no existiera un reconocimiento soviético oficial de dicho plan, ni se conociera qué astronautas soviéticos se estaban entrenando, ni hubiera ningún dato concreto sobre el asunto. Aun así, todo el mundo lo sabía. Y por si alguien necesitaba que se lo recordaran, la prensa soviética dejaba caer pistas de peso de vez en cuando, sobre todo tras éxitos estelares como el vuelo orbital con las perras Belka y Strelka a bordo el agosto previo. «Cosmonauta, prepárate para viajar», se vanagloriaba un titular ruso después de aquel suceso, y la popularísima revista ilustrada Ogonyok, una especie de versión soviética de Life, había ido anunciando con entusiasmo: «Espacio, pronto te visitará un soviético».[15] Sin embargo, a diferencia de Life, los periodistas de Ogonyok no se explayaban describiendo quién sería ese hombre ni qué coche conducía; a decir verdad, ni siquiera mencionaban su existencia. Todo era una incógnita.

    Con todo, era inevitable que en breve un soviético volara al espacio. Habían transcurrido cinco meses desde el vuelo de Belka y Strelka. Mientras tanto, los americanos seguían esperando a que su chimpancé despegara. Además, Belka y Strelka habían descrito ocho órbitas alrededor de la Tierra. De ahí que todo el mundo previera que el próximo vuelo tripulado soviético al espacio también fuera orbital, mientras que cualquier incursión estadounidense, al menos inicialmente, tendría que ser breve y suborbital. Para poner a un hombre en órbita se requerían unos cohetes grandes y potentes que los soviéticos ya tenían, pero que los estadounidenses aún estaban desarrollando. Proliferaban los debates tanto en editoriales de prensa como en sesiones en el Congreso acerca de cómo y por qué se había llegado a tal desequilibrio, pero lo que significaba en la práctica era que los primeros astronautas estadounidenses, como el primer chimpancé americano, solo serían capaces de realizar un vuelo balístico más sencillo superando brevemente la atmósfera y adentrándose en el espacio solo unos minutos antes de que la gravedad atrajera de nuevo la cápsula hacia la Tierra. Su trayectoria sería parecida al arco de un obús de artillería, con la salvedad de que en su interior viajarían sentados un chimpancé o un humano. Aun así, aunque la misión suborbital de mera subida y bajada fuera tecnológicamente menos impresionante que describir un círculo alrededor del planeta a cerca de 30.000 kilómetros por hora, era todo un hito. Para la opinión pública y los medios de comunicación estadounidenses, el espacio, a fin de cuentas, seguía siendo el espacio, independientemente de si un hombre permanecía allí solo unos minutos o unas cuantas horas, y lo único que importaba era quién llegaba primero, a ser posible sin morir en el intento.

    Para los siete futuros astronautas estadounidenses había una pregunta adicional y quizá más acuciante, a saber: ¿quién de ellos sería el primero en viajar? Como a la mayoría del país, todos aquellos retrasos y aplazamientos del programa les frustraban, pero entendían que no existía un manual para una misión de aquella envergadura y ambición; ese manual se estaba escribiendo y reescribiendo a medida que se desarrollaban los acontecimientos. Gracias a su formación como pilotos de pruebas, eran conscientes de que muchas de aquellas demoras eran necesarias, entre otras cosas por la consideración pragmática de que era su propio pellejo el que estaría expuesto si las cosas iban mal dadas allí arriba. Evidentemente, nadie quería morir, pero eso no era óbice para que todos y cada uno de ellos anhelaran ser el primero.

    Hasta aquel momento, a ninguno le habían dicho quién había sido seleccionado para tal honor, pero el claro favorito para la prensa era John Glenn, un exmarine que había pilotado en cincuenta y nueve misiones durante la Segunda Guerra Mundial, había derribado tres aviones comunistas en la guerra de Corea, había sido condecorado con cinco Cruces de Vuelo Distinguido a la valentía, había batido el récord mundial de vuelo con reactor más rápido alrededor de los Estados Unidos continentales en 1957 y había aparecido varias veces como concursante en un programa televisivo de la CBS inmensamente popular llamado Name That Tune vestido con su uniforme, con una gran sonrisa en los labios y la pechera llena de medallas. Al público le encantaba que el apodo de Glenn fuera «Viejo Culo Imantado» a causa de las numerosas veces que el fuego enemigo había alcanzado su cazabombardero. En suma, tenía un buen historial, y si a ello se le sumaba su rostro ancho, pecoso y sonriente, sus visitas periódicas a su parroquia presbiteriana, sus sesiones de catequesis y sus sólidos valores familiares, Glenn se antojaba no solo el astronauta estadounidense por antonomasia, sino el primer astronauta estadounidense. Y era evidente que él también estaba convencido de ello. «Quien no quiera ser el primero —había declarado una vez— no merece estar en este programa».[16]

    En segundo puesto, por detrás de él, estaba Alan Shepard, un expiloto de la marina de treinta y siete años que no había luchado nunca en combate (quizá un tema sensible en comparación con Glenn), pero que había pilotado en pruebas algunos de los aviones más duros y más complicados en la Escuela de Pilotos de Prueba de la Marina en Patuxent River, Maryland, aviones rápidos y poco amables con nombres como Banshee («Alma en pena»), Demon («Demonio») o Panther («Pantera») en los que, como suele decirse, había que tenerle miedo al pánico. Entre las múltiples especialidades de Shepard figuraban aterrizar en un portaviones con la mar muy picada en plena noche, posiblemente el vuelo más peligroso que exista, y haber aprendido de manera autodidacta a aterrizar un avión a reacción desde una altura de 12.000 metros sin motor. Era un piloto brillante que en una ocasión, por mera diversión, había descrito un bucle por debajo y alrededor del puente de Chesapeake Bay, una maniobra peligrosa que a punto había estado de costarle la carrera. Una vez, estaba volando en círculo a alta velocidad en uno de esos feroces Banshees cuando los depósitos de combustible de ambas alas se desprendieron súbitamente, pero, aun así, Shepard logró

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