El funcionario nazi Adolf Eichmann fue detenido, juzgado por crímenes contra la humanidad y condenado a la pena capital en 1961 en Jerusalén, donde murió ahorcado. Fue uno de los responsables directos de la deportación masiva de judíos a los guetos y campos de concentración de la Europa ocupada por Alemania, y uno de los principales organizadores de implementar la «solución final» que llevó a la muerte a millones de personas.
Durante el mediático juicio, la defensa describió a Eichmann como un simple engranaje en el complicado entramado nazi, sin margen de maniobra para desafiar las instrucciones de sus superiores. «No perseguí a los judíos con avidez ni placer. Fue el Gobierno quien lo hizo. La persecución, por otra parte, solo podía decidirla un gobierno, pero en ningún caso yo. Acuso a los gobernantes de haber abusado de mi obediencia. En aquella época era exigida la obediencia, tal como lo fue más tarde la de los subalternos». Por tanto, según él, actuó de tal modo porque así se lo mandaron.
Solo unos meses después de la sentencia a muerte de Eichmann, el psicólogo de la Universidad de Yale Stanley Milgram decidió llevar a cabo un experimento buscando respuestas que explicaran el monstruoso comportamiento nazi: «¿Podría ser que Eichmann y su millón de cómplices en el Holocausto simplemente estuvieran siguiendo órdenes? ¿Podríamos llamarlos a todos cómplices?», se cuestionó.
Hanna Arendt, filósofa y periodista alemana de origen judío que cubrió el juicio de Eichmann para, escribió el ensayo. Un estudio sobre la «banalidad del mal» en el que ponía en duda la maldad intrínseca del criminal nazi para cuestionarse si, simplemente, no era más que un simple peón que cumplía con lo que se le mandaba, incluso aunque eso fuera enviar a millones de personas a campos de exterminio.
