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Verdad, historia y posverdad: La construcción de narrativas en las humanidades
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Libro electrónico392 páginas4 horas

Verdad, historia y posverdad: La construcción de narrativas en las humanidades

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La "verdad" ha pasado a ocupar recientemente un lugar protagónico en los debates de la opinión pública, en particular en su forma devaluada de "posverdad". Sus repercusiones son múltiples, porque se manifiestan en las decisiones de la política mundial, en las redes y medios de comunicación, y hasta en los dominios de la vida académica.
Sobre el alcance de estos procesos se realizó, en Lima, en octubre de 2018, un coloquio interdisciplinario en el que participaron el renombrado historiador italiano Carlo Ginzburg, como invitado especial, y especialistas peruanos en ciencias humanas y sociales. Este libro recoge un sugerente material de reflexión sobre los variados y sorprendentes vínculos entre la historia, la verdad y la posverdad.

Miguel Giusti (editor) es filósofo, profesor principal del Departamento de Humanidades de la PUCP. Es doctor en Filosofía por la Universidad de Tubinga, Alemania. Previamente, realizó estudios de Filosofía y Ciencias Sociales en la PUCP y en universidades de Italia, Francia y Alemania. Llevó a cabo una estancia postdoctoral en la Universidad de Frankfurt bajo la dirección de Jürgen Habermas, gracias a una beca de la Fundación Alexander von Humboldt. Ha ejercido la docencia y la investigación en varias universidades del Perú, América Latina y Europa. Se ha especializado en filosofía moderna y en historia de la ética, temas sobre los que ha publicado varios libros y numerosos artículos. Entre sus últimas publicaciones se hallan Disfraces y extravíos. Sobre el descuido del alma (2015), El paradigma del reconocimiento en la ética contemporánea. Un debate en curso (2017) y El conflicto de las facultades. Sobre la universidad y el sentido de las humanidades (2019).
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 ago 2020
ISBN9786123175825
Verdad, historia y posverdad: La construcción de narrativas en las humanidades

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    Verdad, historia y posverdad - Fondo Editorial de la PUCP

    978-612-317-582-5

    Introducción

    La «verdad» ha pasado a ocupar recientemente un lugar protagónico en los debates de la opinión pública, en particular en su forma devaluada de «posverdad». Se afirma, acaso apresuradamente, que se han desdibujado ya las fronteras entre la verdad y sus sucedáneos, sobre todo en el ámbito de las redes sociales. El debate no se limita, sin embargo, a los efectos epidérmicos de la política mundial, sino que ha penetrado también en los dominios de la vida académica y en la construcción de las diversas formas de narrativa. ¿Qué verdad es posible atribuir a los relatos que proponen las disciplinas históricas, artísticas, arqueológicas, sociales? ¿Hay acaso una diferencia relevante entre los hechos y sus interpretaciones? ¿Es posible trazar fronteras nítidas entre las narraciones, de modo que su veracidad sea claramente deslindable de sus manipulaciones ideológicas?

    En los últimos años, pocos pensadores han reflexionado con tanta agudeza sobre el problema de la relación entre historia y verdad como Carlo Ginzburg, el renombrado historiador italiano. En muchos de sus libros, centra su atención en la naturaleza de la verdad de nuestras narraciones, buscando un equilibro difícil entre la rigidez de las concepciones positivistas y la ligereza de las posmodernas. Carlo Ginzburg fue el invitado especial del coloquio interdisciplinario que el Departamento de Humanidades de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) y el Instituto Italiano de Cultura decidieron organizar conjuntamente en Lima, del 3 al 5 de octubre del año 2018.

    El coloquio estuvo dedicado al tema que ahora es el título del presente volumen: «Verdad, historia y posverdad. La construcción de narrativas en las humanidades». Participaron, además de Carlo Ginzburg, especialistas peruanos en ciencias humanas, con la idea de someter a debate no solo las cuestiones teóricas vinculadas al tema central, sino también de analizar la consistencia de algunas narrativas que son materia de discusión en el seno de la academia, pero que ocupan igualmente la atención de la opinión pública, como aquella vinculada a la memoria sobre el conflicto armado que se vivió en el país; el problema de la posverdad en el periodismo y la política; la diferencia entre verdad, ficción y autoficción; la controversia, ya legendaria, entre historia y verdad; la influencia de los medios digitales en la generación de narrativas o el sentido de aquel polémico emblema de la narrativa nacional que es la «Marca Perú».

    El volumen se inicia con una contribución original de Carlo Ginzburg sobre el tema, con el paradójico título «La posverdad: un viejo asunto nuevo» («una vecchia cosa nuova», reza la versión original, como para subrayar aún más la referencia genérica al tema). Se trata de un oxímoron deliberado, que tiene la intención de mostrar que el «asunto» de la posverdad, y de la constelación que evoca, no es en realidad tan novedoso como se suele suponer. Se vale para ello de una estrategia de aproximación, de una técnica histórico-literaria (una forma de «narrativa») que ha sido usual en su trabajo de historiador y que ha traído consigo siempre una gran riqueza de implicaciones. Le sigue el discurso de orden, la laudatio del profesor Ginzburg, preparada por la historiadora peruana Claudia Rosas y leída con ocasión del otorgamiento del Doctorado Honoris Causa por parte de la PUCP.

    El quipu que ilustra la carátula del volumen quiere ser un homenaje a un maestro y colega que promovió, hace ya muchos años, en el espíritu que caracteriza la obra entera de Carlo Ginzburg, el diálogo interdisciplinario entre la historia, la filosofía y las humanidades. Hablamos naturalmente de Franklin Pease, profesor del Departamento de Humanidades de la PUCP tempranamente fallecido, que dejó muchas huellas, muchos rastros, de sus investigaciones, no solo en el campo de la etnohistoria, sino también en el de la discusión sobre la construcción de nuestras narrativas en las humanidades. Cabe recordar especialmente un coloquio de estudiantes que él organizó en el año 1995 con el título «Mirando la historia: las visiones de las distintas disciplinas acerca de la historia». Aquel coloquio fue memorable, porque generó un debate encendido entre profesores y estudiantes de las especialidades de historia y filosofía, y sembró una inquietud epistemológica que entretuvo a sus protagonistas por varios años.

    El diseño de la carátula es obra de Gisella Scheuch, a quien le agradecemos por haber preparado también la línea gráfica del coloquio. El libro contiene igualmente ilustraciones y comentarios del escultor peruano Carlos Runcie Tanaka, quien participó en los debates del encuentro. La edición del volumen ha estado a cargo de Rodrigo Ferradas y Alexandra Alván, así como del Fondo Editorial de la PUCP.

    Agradecemos a todos los autores por sus contribuciones, que dan cuenta del estado del debate sobre la construcción de narrativas en las humanidades. Expresamos también nuestra gratitud al director del Instituto Italiano de Cultura, Gabriele La Posta; al jefe del Departamento de Humanidades, Francisco Hernández; y a los profesores Jesús Cosamalón, Claudia Rosas y Bárbara Bettocchi, quienes, junto con el suscrito, conformamos la comisión organizadora del coloquio. Esperamos poner a disposición del público un sugerente material de reflexión sobre los vínculos entre la historia, la verdad y la posverdad.

    Miguel Giusti

    La posverdad: un viejo asunto nuevo

    ¹

    Carlo Ginzburg

    Universidad de California, Los Ángeles

    La palabra «posverdad» —incluida en el título de este libro inmediatamente después de los términos «historia» y «verdad»— fue para mí, desde el inicio, una provocación intelectual de la cual era imposible evadirse. Por mi parte, he respondido con una pequeña provocación, proponiendo, como título de este ensayo introductorio, un oxímoron: «un viejo asunto nuevo». La posverdad es, como intentaré argumentar, al mismo tiempo algo nuevo y viejo. Quisiera llegar a lo nuevo partiendo de lo viejo. Dicho procedimiento supondrá un modo de tomar distancia de la realidad que nos rodea buscando no darla por sentada. Se trata, diría yo, de una forma de alejamiento con la que evoco una técnica literaria que trabajé hace años y que continúa pareciéndome muy rica en cuanto a sus implicaciones.

    1

    Dos de los libros de historia más importantes del siglo XX fueron escritos en la misma ciudad, con pocos años de diferencia: me refiero a Les Rois thaumaturges (Los reyes taumaturgos), de Marc Bloch (1924), y La grande peur de 1789 (El gran pánico de 1789), de Georges Lefebvre (1932), (desarrollo aquí un punto mencionado en Ginzburg, 2006, p. 12). Ambos, Bloch y Lefebvre, enseñaban en Estrasburgo, en la universidad que se había vuelto un símbolo de la victoria de Francia en la Primera Guerra Mundial. Los dos libros hablaban de fenómenos muy diversos y de periodos muy distintos: sin embargo, tenían algo en común. Los reyes taumaturgos examina la creencia nacida en la Edad Media, pero que se prolonga en el tiempo, sobre todo en Francia, según la cual los reyes de Francia y de Inglaterra tenían el poder de curar a los enfermos de escrófula con el toque de la mano (la escrófula es una infección, no letal, de las glándulas del cuello, producida normalmente por las malas condiciones higiénicas). El gran pánico de 1789 analiza un rumor que se difundió en las campiñas francesas en el verano de 1789: según dicho rumor, los aristócratas, para vengarse de la derrota sufrida con la toma de la Bastilla, habrían contratado bandas de bergantines para asaltar las aldeas y destruir las cosechas. En ambos casos, el objeto de la investigación era un fenómeno marginal, al borde de lo que se suele definir como «la gran historia», es decir la historia de los libros de texto. Sin embargo, en ambos casos el fenómeno marginal era usado para proyectar una luz oblicua, imprevista, sobre fenómenos sociales profundos: las raíces del poder monárquico en Los reyes taumaturgos, la profunda percepción de la crisis de la sociedad del Ancien Régime en El gran pánico. Ambos libros eran, en definitiva, «estudios de caso». Cuando leí por primera vez Los reyes taumaturgos (tenía 20 años) quedé sorprendido: ese fue el libro que me movió a tratar de aprender el oficio de historiador. Pero no es de esto de lo que quiero hablar aquí.

    Los dos libros tienen en común otro elemento: haber examinado dos fenómenos inexistentes. Inexistente es, a nuestros ojos, el poder sobrenatural de curar a los enfermos de escrófula atribuido a los reyes de Francia y de Inglaterra (Los reyes taumaturgos tiene como lema una frase de las Cartas persas de Montesquieu: «ce roi est un grand magicien [este rey es un gran mago]»). Inexistentes fueron también las bandas de bergantines instigadas por los aristócratas a atacar a los campesinos en el verano de 1789. Pero aquí emerge una diferencia: el libro de Georges Lefebvre analiza un complot imaginario; el libro de Marc Bloch analiza y desmitifica un complot real. La leyenda sobre poderes sobrenaturales atribuidos a los soberanos no surgió por casualidad y no surgió de abajo: ha sido, sostiene de forma argumentada Bloch, un instrumento para reforzar el poder monárquico, sea en Francia o en Inglaterra.

    2

    Sobre esta diferencia volveré dentro de poco. Primero quiero formular una hipótesis para explicar los elementos que unen a estos dos libros. Se trata de una hipótesis que extiende, hasta incluir El gran pánico, aquello que había sostenido hace mucho tiempo a propósito de Los reyes taumaturgos. Dicha investigación de Bloch es una gigantesca fausse nouvelle, comparable (a una escala cronológica y geográfica mucho más vasta) a las fausses nouvelles, las falsas noticias que circulaban entre las trincheras durante la Primera Guerra Mundial, a las que Bloch, soldado él mismo, dedicó un ensayo extraordinario, «Réflexions d’un historien sur les fausses nouvelles de la guerre», que apareció en la Revue de synthèse historique, en 1921. «Una falsa noticia [escribía Bloch] nace siempre de representaciones colectivas que preexisten a su nacimiento; solo que aparentemente aquella se da por casualidad. Más precisamente, el único elemento ligado a la casualidad es el incidente inicial, completamente banal, que desata el trabajo de la imaginación. Pero esto sucede porque las imaginaciones ya están predispuestas, están ya en fermento» (1921, p. 31). El evento puede actuar porque existe una predisposición latente, profunda —una estructura que permite transformar una falsa noticia en una leyenda—. También el «gran pánico» que está al centro del libro homónimo de Lefebvre era una fausse nouvelle, una falsa noticia. No obstante, también las falsas noticias pueden ser el resultado de una manipulación deliberada, como muestra el caso de los «reyes taumaturgos».

    Volvamos al complot: aquel inexistente del verano de 1789 y aquel que inició la leyenda del poder de los reyes de curar a los enfermos de escrófula. En este caso, Bloch no usa la palabra «complot»; sin embargo, su deseo de desmitificar la leyenda es evidente. Hace muchos años hablé sobre este propósito, cuyo impulso puede calificarse de ilustrado (Ginzburg, 1965 y 1997). Y aun así enfaticé que, junto con esta voluntad desmitificadora, había un proyecto de otro género: la tentativa de reconstruir la mentalidad de los enfermos y de sus familiares, quienes recorrían enormes distancias para hacerse tocar por la mano del rey. En la capacidad de trabajar sobre estos dos registros, recogiendo y analizando, en profundidad, una documentación fragmentaria y dispersa, está la grandeza del libro de Bloch. Se trata de un modelo de reconstrucción histórica que continúa teniendo algo que decir, si no me equivoco, a las nuevas generaciones de lectores. Pero el contexto en el que se lee este libro es diferente hoy: muy diferente también del contexto en el que lo leí por primera vez, hace casi 60 años. Hoy en Los reyes taumaturgos leemos no solo el eco de las fausses nouvelles sino de las fake news.

    3

    La traducción que acabo de evocar es lingüísticamente inaceptable, pero innegable, porque parece dar por sentado que los dos contextos, el de ese momento y el de ahora, son los mismos. Ensayaré dar otro paso hacia atrás, un ejercicio más de distanciamiento.

    Uno de los Caprichos de Goya, del cual existe incluso un dibujo preparatorio (figuras 1 y 2), muestra a una mujer arrodillada a los pies de un hábito colgado de un árbol. El subtítulo dice «Lo que puede un sastre!» (para una discusión sobre este punto, desde una perspectiva diversa, véase Ginzburg, 2017). Son imágenes extraordinarias, inspiradas por una voluntad desmitificadora, ilustrada, en las que Bloch sin duda se hubiera reconocido. Y, sin embargo, también se hubiera reconocido en la emoción, inmune a cualquier sentimiento de burla o superioridad, con el que se representa la fe de la mujer arrodillada.

    Figura 1. Francisco de Goya, dibujo preparatorio del Capricho número 52, «Lo que puede un sastre!».

    Figura 2. Francisco de Goya, «Lo que puede un sastre!». Serie Caprichos (estampa), 52, ca. 1799.

    ¿Qué nos dicen las imágenes de Goya? La túnica está vacía, pero actúa, como actúan las fake news. La falsa religión conduce a la oración de una mujer inconsciente. La mirada de Goya es, en cambio, consciente —y también la del espectador, mediada por la de Goya—.

    La denuncia de las religiones como mentira, y como instrumento de poder, es antiquísima. Esta denuncia se ha hecho a menudo en nombre de otra religión, la verdadera o la asumida como tal, distinta de la superstición. La mirada crítica sobre las religiones nace también de esta confrontación. Pese a que personalmente no soy religioso, me interesa profundamente la religión como fenómeno. Incluso siento respeto por la paradoja (que también siento muy distante) formulada por Simone Weil, una de las grandes mentes del siglo XX: «Cada religión es la única verdadera». Para quien cree, la religión es verdad, no mentira.

    Para hablar de las fake news he tomado un camino tortuoso, que parte de lejos. Alguno podría comentar lo siguiente: la mentira, usada como instrumento de poder y manipulación social, es cosa vieja. Sin embargo, el elemento de novedad existe y está dado por el contexto tecnológico en el que las fake news se difunden y actúan: es decir, la web, la red.

    4

    En las redes encuentro esta definición de post-truth, posverdad, dada por Oxford Dictionaries: se trata de un término «referido a situaciones en las cuales los hechos objetivos tienen menos influencia, en la formación de la opinión pública, que la apelación a las emociones y las convicciones personales». El término post-truth fue elegido en 2016, por los Oxford Dictionaries (el año del Brexit), como la «palabra del año», caracterizada por una difusión superior al 2000% con respecto al año precedente. Como podemos ver, este es un término descriptivo, que registra una situación, no la desea. En la definición se afirma que los «hechos objetivos» existen, pero que su peso tiende cada vez más a volverse marginal. A pesar de la aparente cercanía lingüística con el término posmoderno, estamos muy lejos del escepticismo asociado con frecuencia al posmodernismo.

    Soy un usuario de la red (yo diría: como todos), pero no un experto. Me parece que, respecto a los medios de comunicación del pasado, la red implica (a) una ilusión de participación activa de los usuarios y (b) una dificultad mucho mayor con respecto a la verificación de datos.

    Comienzo por el primer punto, a partir de algunas reflexiones, aún inéditas, de mi amigo Stefano Levi Della Torre. Como se sabe, las elecciones que hacemos en la red construyen un perfil que se presta a ser manipulado a nuestras espaldas para fines comerciales o políticos. El término agency, hoy inflado, refleja una situación en la cual «actuar» significa a menudo ‘ser actuados’: por ejemplo, por parte de la entidad ficticia conocida como social bots —bot sociales o socialbots, capaces de «generar mensajes automáticamente» que, a menudo, se encuentran en el origen de las fake news—. Extraigo esta noticia de la entrada «social bots» en Wikipedia. En ella se afirma que «al día de hoy los social bots pueden generar personas de Internet convincentes —una expresión que comentaré en breve— con capacidad de influenciar en personas de carne y hueso». El rol de los social bots en la elección de Donald Trump se menciona en un contexto abiertamente crítico. Se afirma que algunos social bots «imitan individuos reales», al difundir desinformación o propaganda terrorista. En este terreno envenenado prosperan los complots, verdaderos o imaginarios (el más reciente, QAnon, pretende develar un complot, probablemente ficticio, contra la administración Trump). La mentira revela, o finge develar, la mentira.

    El contexto electrónico es nuevo; los actores, verdaderos o falsos, son antiguos. Antigua es la idea del complot, verdadero o imaginario (casi siempre uno imaginario esconde uno verdadero; sobre este tema, véase Ginzburg, 1991). Antiguo es el término persona, que en latín significa ‘máscara’ y, en el contexto contemporáneo que acabo de mencionar, un ‘individuo ficticio’. Y el término «ficticio» inmediatamente hace pensar en la fictio del derecho romano, procedimiento sobre la base del cual se decretaba tomar como verdadera, para los fines propios del derecho, una proposición que no es verdadera en relación con la realidad (al respecto, véase Galgano, 2010). Pero la ficción funcionaba, producía una realidad nueva. Una vez más, nos enfrentamos a una trama de lo nuevo y lo antiguo —incluso si los social bots, y entidades similares, actúan fuera de la ley—.

    5

    Como ya mencioné, la red nos permite acceder de manera muy rápida a una cantidad enorme de datos que es muy difícil verificar. Con esto llego al tema central de este libro: la construcción de las narraciones en las ciencias humanas. El reclamo de la historiografía, desde Heródoto en adelante, de elaborar narraciones verdaderas debe, hoy, arreglar cuentas con un contexto —aquel registrado con el término «posverdad»— en el que los «hechos objetivos» tienden a importar menos, y quizás cada vez menos. Los eventos de los últimos años han puesto en evidencia cuáles fueron las implicaciones cognitivas, políticas y morales del escepticismo posmoderno, el cual defendía la imposibilidad de distinguir entre narraciones verdaderas y ficticias. He polemizado por años contra estas posiciones escépticas, no pretendo volver sobre este punto. Repetiré solo lo que he escrito hace tiempo: incluso si las respuestas dadas por los escépticos posmodernos no resultan interesantes, las preguntas que formulan permanecen (Ginzburg, 2006, p. 9). Sobre todo, queda un hecho ineludible: la imbricación de narraciones verdaderas y falsas —incluso si las unas deben distinguirse de las otras, los intercambios entre ellas no son eliminables—. Los historiadores no pueden prescindir de la narrativa y sus técnicas ni siquiera cuando trabajan con estadísticas o imágenes. La narración es comparable a un experimento que permite ir mucho más allá de la experiencia, pues condensa tiempos y espacios, y toma distancia de la realidad para llegar a conocerla mejor.

    De la realidad que nos rodea forman parte la red y la enorme cantidad de datos a los cuales esta nos permite ingresar. ¿Existen modos de usar las redes sin sentirse abrumado? Es una pregunta que afecta a todos. Intentaré dar una respuesta a partir del trabajo que realizo, el del historiador. Propondré una estrategia que permita, por un lado, el control de datos, dentro de ciertos límites; y, por otro lado, la generalización, tal vez de forma hipotética. Esta estrategia tiene un nombre: el estudio de casos (en inglés, case study). Reflexionaré sobre la potencialidad de este género (que la historiografía comparte con la medicina, el derecho, la teología) a partir de un caso específico: el mío. Espero poder mostrar que este ejercicio autobiográfico usa el narcisismo como medio, no como fin.

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    Mi primer libro, I benandanti (en español, titulado también Los benandanti, los buenos caminantes) fue publicado en 1966. La traducción al inglés, titulada The Night Battles. Witchcraft and Agrarian Cults in the Sixteenth and Seventeenth Centuries, fue publicada en 1983, con una introducción de Eric Hobsbawm. Treinta años después, en el año 2013, la editorial Johns Hopkins University Press me invitó a escribir un nuevo prólogo. Aproveché para reflexionar sobre la trayectoria que me había llevado a estudiar los procesos de brujería.

    Mi primer ensayo, publicado en 1961, analizaba un juicio de la Inquisición de principios del siglo XVI contra una campesina de Módena, Chiara Signorini, acusada de ser una bruja. Al final del ensayo escribí lo siguiente: «El caso de Chiara Signorini, incluso en sus aspectos irreductiblemente individuales, puede adquirir un significado un tanto paradigmático» (Ginzburg, 1986b, p. 28; véase también Boucheron, 2014, p. II).

    En 2013 comenté este pasaje así:

    Paradigmático aquí significa ‘ejemplar’ (La estructura de las revoluciones científicas, de Thomas Kuhn, un libro basado en la noción de «paradigma» se publicó el año siguiente, en 1962). Presentar como ejemplar un descubrimiento debido al azar significaba avanzar una hipótesis arriesgada; más precisamente, hacer una apuesta. ¿Pero qué me había llevado a convertir un juicio en un caso? No estoy en condiciones de responder a esta pregunta. Solo puedo decir que, desde aquel momento y hasta ahora, he continuado reflexionando sobre casos y sus implicaciones (Ginzburg, 2013, pp. X-XI)².

    Hoy, cinco años después, intentaré formular una respuesta, tratando de explicar —en primer lugar, a mí mismo— las raíces de mi interés precoz por los casos.

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    A finales de la década de 1950, cuando comenzaba a trabajar sobre procesos de brujería, la palabra «caso» evocaba para mí dos nombres: Sherlock Holmes y Sigmund Freud. Había leído, traducidos, las historias de Conan Doyle y los casos clínicos de Freud. La idea de que un caso, analizado en profundidad, pudiese revelar algo que un razonamiento de carácter general no podría captar me había impactado profundamente. Esta pasión por el indicador particular se fortaleció posteriormente por el encuentro con la obra de dos grandes filólogos que se ocupan de novelas, Leo Spitzer y Erich Auerbach.

    Historias y novelas, psicoanálisis, crítica literaria: todo ello me acercó a la investigación histórica, moviéndome desde muy diferentes tipos y formas de conocimiento; en cada uno de ellos el caso formaba una parte importante. Respecto de la historia en cuanto «disciplina» (un término con matices coercitivos que no me ha gustado nunca), me he sentido durante mucho tiempo en una posición marginal: un sentimiento que no es nada desagradable. En 1979 traté de reflexionar sobre esta marginalidad y sus implicaciones en el ensayo «Spie. Radici di un paradigma indiziario», el cual fue traducido casi inmediatamente al español con el título «Señales, raíces de un paradigma indiciario» (Ginzburg, 1979).

    Había partido de tres individuos, dos reales y uno imaginario: Giovanni Morelli, Sigmund Freud, Sherlock Holmes. Aquello que los unía era la búsqueda de indicios, un tema que traté de insertar en una perspectiva histórica muy larga. Edgar Wind, en un ensayo incluido en su libro Art and Anarchy (1963), y Enrico Castelnuovo, brillante historiador del arte y querido amigo mío, en una entrada de la Enciclopedia universal dedicada a la «Attribution» (1968), llamaron mi atención sobre Morelli. Freud, en una nota a pie de página del ensayo sobre el Moisés de Miguel Ángel (en un primer momento publicado de manera anónima), había declarado su deuda intelectual con los escritos del connoisseur italiano Giovanni Morelli, autor de una serie de textos en alemán firmados con un pseudónimo pseudorruso (Ivan Lermolieff). Según Morelli, lo que distinguía los cuadros originales de los grandes pintores del pasado de las copias, quizás contemporáneas, eran detalles mínimos, realizados de manera descontrolada, sin darse cuenta: orejas, uñas (figura 3).

    Figura 3. Giovanni Morelli, 1890, p. 99. Facsímil de la biblioteca de la Universidad de Heidelberg. https://digi.ub.uni-heidelberg.de/diglit/morelli1890/0120

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    Aquel ensayo sobre los indicios no se refiere al caso como género literario, sino a las prácticas cognitivas que los presuponen, considerados en una perspectiva histórica muy larga, que parte, incluso, de los cazadores del neolítico: un ejercicio de «historia conjetural», como se habría dicho en el siglo XVIII. Sin embargo, también hay una reflexión implícita al respecto en mi itinerario de investigación, particularmente en Los benandanti y El queso y los gusanos: se trata de dos libros basados en casos anómalos representados, respectivamente, por un grupo y un individuo (volveré sobre la anomalía y sus implicaciones en breve). La perspectiva que, por entonces, estaba comenzando a emerger y que tomó el nombre de «microhistoria» puede ser descrita, en mi opinión, como un enfoque experimental con respecto a la investigación histórica (y a la escritura de la historia), basado en el caso y sus implicaciones. Uso el término «experimental» porque la microhistoria no enfrenta al lector con una narración pura y simple, sino con una narración que incluye una reflexión sobre la forma en que se construyó. El andamiaje no se desmonta cuando se completa el edificio, pero es parte fundamental del mismo: una elección estilística, cognitiva y política que se inspira (al menos en mi caso) en la literatura del siglo XX —una categoría suficientemente amplia como para incluir a Marcel Proust o Bertolt Brecht—.

    Sin embargo, el experimento puede también abrir caminos a la revisión de un caso escrito por otros. Es eso lo que traté de hacer, a mediados de la década de 1980, al reexaminar uno de los casos más famosos de Freud, aquel del hombre de los lobos (Ginzburg, 1985). El paciente, un ruso, le había contado a Freud haber nacido con la camisa puesta, es decir, envuelto en el saco amniótico: un detalle que Freud registró sin darle importancia. Ahora bien, en el folclore ruso se dice que los niños nacidos con la camisa puesta están destinados a convertirse en hombres lobo: un detalle que me hace pensar inmediatamente en las historias de los benandanti friulanos que, habiendo nacido con la camisa, estaban obligados a luchar en espíritu, cuatro veces al año, contra brujas y hechiceros. Reflexionando sobre esta analogía, adelanté la hipótesis de que el sueño de la infancia en el que el paciente de Freud había reconocido el punto de partida de su propia neurosis —cinco lobos apoyados a un árbol, mirándolo fijamente— era una especie de sueño iniciático inducido por las historias de su njanja (niñera). Así, llegué a la conclusión de que «en lugar de convertirse en un hombre lobo se vuelve un neurótico, al borde la psicosis» (1986a, p. 242).

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    Aquel breve ensayo, escrito hace tantos años, ilustra la porosidad intelectual del caso en cuanto género literario. Se puede reescribir el mismo caso a partir de un detalle mínimo («Dios está en los detalles», según la famosa frase de Aby Warburg), el cual, reinterpretado en otra clave, puede dar lugar a una configuración completamente distinta. ¿Podemos interpretar todo esto como un ejemplo del diálogo entre diversas disciplinas? Sí y no. Sí, porque el experimento involucró un diálogo metafórico entre un erudito de la historia profundamente interesado en la antropología (es decir, quien les habla) y el fundador del psicoanálisis (Ginzburg, 2009). No, porque aquello que había posibilitado este diálogo no eran las disciplinas como tales, sino el caso como un género hibrido (un «género epistémico», como lo ha definido Gianna Pomata), ubicado, repito, en la intersección entre medicina, derecho y teología (Pomata, 2014).

    10

    Una reflexión sobre la casuística, en cuanto fenómeno histórico, era inevitable en aquel punto. En mi caso, esta reflexión surgió después de muchos años: un retraso que atribuyo a mi ambiente familiar, claramente orientado en una dirección opuesta, basado en el carácter absoluto de la ley moral³. Creo que tuve que superar una resistencia inconsciente frente a las implicaciones morales de la casuística. Aunque no había recibido una educación religiosa, creo que he absorbido una actitud hacia la moralidad que puede considerarse, para decirlo en términos un tanto apresurados, como una versión secularizada del rechazo a la casuística (y, en particular, de la casuística jesuítica) por parte de Pascal.

    Estoy en capacidad de documentar de manera precisa el momento en el

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