Mis fronteras
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tren en el que tantos centroamericanos se juegan la vida por alcanzar la
frontera con Estados Unidos. La humanidad más mezquina y carroñera
que aflora en territorios de conflicto, pobreza y desesperación. La extraña
relación que las ONG mantienen con los reporteros. Y hasta el paradójico
poder del fútbol, que se las arregla para llegar a todos los rincones
del planeta.
Mis fronteras es un recorrido por los lugares fronterizos más
conflictivos de la geografía mundial, como Gaza, Siria, México o Hungría.
Al mismo tiempo, es un viaje personal que atraviesa las vivencias de
uno de nuestros periodistas más audaces. Fernando González —más
conocido como «Gonzo»— desanda su propia historia familiar, desde la
aldea natal, y revisita los rostros que ha ido encontrando a lo largo de su
carrera y cuya huella no ha borrado el tiempo.
Con un estilo ágil y un tono confesional que alterna anécdotas con
hondas reflexiones, Gonzo se enfrenta en veintiséis asaltos a algunos de
los problemas humanitarios que nos impelen con más urgencia.
Fernando González
Fernando González «Gonzo». Vigués del 76. Licenciado en Ciencias de la Información y Periodismo por la Universidad Pontificia de Salamanca. Inició su carrera profesional en RNE desarrollando labores de redactor de deportes y de informativos en las emisoras de Santiago de Compostela y Lugo. Se estrenó en el ámbito nacional como reportero del programa de Tele5 Caiga Quien Caiga, encargándose de las secciones «Proteste ya» y «Cadena de Favores». En 2008 Antena 3 le ofreció la posibilidad de presentar El Método Gonzo y varios reportajes de investigación. Tras regresar temporalmente a Galicia para presentar A Caixa Negra en la TVG, inició un periodo de nueve años como reportero en El Intermedio de La Sexta. Durante ese tiempo escribió su primer libro, Todo por mi país (Planeta, 2015) y regresó a la radio como colaborador de Hoy por Hoy en la Cadena SER. Actualmente presenta Salvados en La Sexta y colabora semanalmente con Julia Otero en su programa de Onda Cero.
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Mis fronteras - Fernando González
A Loli, Pepe y María
aldea
A miña chámase Riotorto (Lugo); allí nacieron mi madre y mi padre, y allí conocí por primera vez la existencia de migrantes, que no eran otros que varios hermanos y hermanas de mi abuelo Manolo y un hermano de mi abuela Josefa. Para mí, la aldea era mucho más grande que su propio territorio: empezaba en Riotorto y llegaba hasta Buenos Aires pasando por Caracas.
La migración fue una realidad tan presente en mi familia que mi bisabuelo reinvertía los beneficios de vender hoces en el sur de Galicia y el norte de Portugal. En el puerto de Vigo compraba pasajes de la línea que unía la que sería mi ciudad con los puertos más importantes de Sudamérica. Algunos de los lucenses y asturianos que emigraron a aquellas tierras en las décadas de los treinta, cuarenta y cincuenta lo hicieron ayudando a la economía de la casa de O Queitano. Cinco de aquellos pasajes sirvieron para adelgazar la cuenta de gastos del bisabuelo en lugar de engordar la de ingresos. Sus destinatarios fueron Paco, Pepe, Mercedes, Marina y Antonia, cinco de sus nueve hijos. Paco acabó en Caracas, donde vivió más de veinte años, mientras que el resto establecería su residencia en Buenos Aires de forma definitiva. En casa quedaron mi abuelo Manolo, Albino, Aurora y María. Las chicas acabarían migrando a Madrid. El porqué de que de los nueve hermanos solo mi abuelo y el tío Albino se quedaran en casa no tiene más explicación que sus habilidades en la forxa y en la moa.
El primer recuerdo que tengo de alguno de aquellos familiares que vivían lejos es el de mi tía Mercedes. Cuando nos visitó en 1979, dejó en mí la idea de que era distinta a la familia que vivía en la aldea. Para empezar, hablaba de una forma extraña pero comprensible; pero lo más llamativo era que las cosas que les contaba a mis padres y a mis abuelos no tenían nada que ver con lo que nosotros estábamos acostumbrados a vivir. En aquella época, la tía Mercedes vendía bañadores que ella misma diseñaba, y debía de vender muchos, ya que nos contaba viajes por el Caribe y el sur de Estados Unidos. Hasta ese momento las únicas historias de viajes que se contaban en aquella casa eran las del abuelo viajando por España vestido de soldado o las del abuelo y el bisabuelo viajando en burros cargados de hoces que esperaban vender por León, Zamora o Salamanca.
Mejor que a la tía Mercedes le fue a la tía Marina. La conocí en 1983. A ella y a su marido José Ángel, otro gallego emigrado. Los tíos eran ricos. Ricos de verdad. Tan ricos que la primera vez que nos vimos me regalaron trescientos dólares. Pero, como yo tenía siete años, lo que me hacía verlos como ricos era lo que me contaban de Buenos Aires. Vivían en una ciudad llena de rascacielos que contaba con varios equipos de fútbol en primera división; una ciudad en la que vivían blancos, negros y marrones; en la que había avenidas de ¡diez carriles! y de la que llegaban tras doce horas en avión. Para mí aquello era ser rico. Si podías vivir en ese mundo del que me hablaban y podías pagarte un vuelo transoceánico, es que eras rico. Y eso que yo había nacido en 1976 en Vigo. Nunca podré imaginar lo ricos que le debieron de parecer a mi padre, Pepe, y a sus amigos Neiro y Gervasio, que nacieron a finales de los años cuarenta en Soutelo de Abaixo, lugar que pertenece a la parroquia de Ferreiravella.
En enero de 2005 tuve la oportunidad de viajar por primera vez a Buenos Aires. Volví a ver a los tíos que aún vivían y a los primos que no había conocido. Entre los primeros, todavía estaban Marina y José Ángel, los tíos ricos. Comiendo con ellos, la tía Marina quiso recordar cómo empezó todo. Con menos alegría de la que habituaba a transmitir, rememoró cómo su padre la avisó un día de que a la mañana siguiente cogería un coche que la llevaría a Lugo y desde allí viajaría en autobús a Vigo para tomar el barco que la trasladaría a su nueva vida en el Nuevo Mundo:
—No te imaginas la ilusión que me hizo saber que iba a ir a Lugo. ¡A la ciudad! Tenía tantas ganas de ir que la noche anterior me puse el único vestido decente que tenía; dormí con él y ya no me lo quité hasta que llegamos a Caracas. El resto de la ropa que tenía en la maleta me delataba como lo que era, una chica de aldea.
Bestia, La
Es un tren al que nunca subí, a pesar de haber estado a su lado tras perseguirlo durante meses, y haberme cambiado un poco la vida. A la gente que decide subir le pasa lo mismo, porque quien se sube a La Bestia lo hace para cambiar de vida. Sucede que a buena parte de sus pasajeros, más que cambiársela, se la