Las joyas mejor escondidas
Lo que justifica a una ciencia son sus aportaciones, tanto las que realizó en el pasado como las que esperamos de ella el día de mañana. Esto no es menos cierto para la Arqueología, que hoy en día se considera una ciencia autónoma servida por ciencias auxiliares cuyas técnicas, desde el radiocarbono a la espectrografía de masas, se suponen capaces de interpretar de manera fidedigna las características de sus hallazgos.
Pero al principio fueron los descubrimientos los que propiciaron el nacimiento y desarrollo de esta ciencia. Hallazgos muy importantes con los que, en el siglo XVIII, se llenaron los palacios de magníficas obras de arte salidas de la región del Vesubio. Fue el rey Carlos de Nápoles –que después sería Carlos III de España– quien encomendó a su jefe de zapadores, el español Roque Joaquín de Alcubierre, perforar la lava volcánica que daría acceso a Pompeya y Herculano, enterradas por la mortífera erupción del año 79. Así volvieron a la luz dos ciudades completas y congeladas en un momento preciso de la vida cotidiana de sus habitantes: algunos tenían la comida encima de la mesa cuando se produjo la fatal erupción volcánica. Esas circunstancias en absoluto excepcionales convertían el hallazgo de Nápoles en una verdadera máquina del tiempo que explicaba mejor que ninguna especulación cómo era la sociedad romana de esa época y cómo vivían sus ciudadanos.
Todavía no se había empezado a comprender que los tesoros materiales eran sólo un complemento de la valiosa información que aportaban
Estás leyendo una previsualización, suscríbete para leer más.
Comienza tus 30 días gratuitos