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País de un solo hombre, II: El México de Santa Anna. La sociedad del fuego cruzado
País de un solo hombre, II: El México de Santa Anna. La sociedad del fuego cruzado
País de un solo hombre, II: El México de Santa Anna. La sociedad del fuego cruzado
Libro electrónico1254 páginas17 horas

País de un solo hombre, II: El México de Santa Anna. La sociedad del fuego cruzado

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Segundo volumen del vasto repaso en torno a la difícil consolidación del México moderno. Se hace un puntual registro de las personalidades que influyeron en el desarrollo de los acontecimientos que va de 1829 a 1836, es decir, los muy difíciles años en que los grupos y líderes políticos en interminable pugna finalmente parecen convocar con su actuación el regreso de Santa Anna.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 mar 2013
ISBN9786071613790
País de un solo hombre, II: El México de Santa Anna. La sociedad del fuego cruzado

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    País de un solo hombre, II - Enrique González Pedrero

    SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA

    PAÍS DE UN SOLO HOMBRE: EL MÉXICO DE SANTA ANNA

    Vol. II La sociedad del fuego cruzado

    País de un solo hombre: el México de Santa Anna

    Vol. II. La sociedad del fuego cruzado

    Enrique González Pedrero


    Primera edición, 2003

    Primera edición electrónica, 2013

    Investigación iconográfica: MIGUEL CERVANTES,

    con la colaboración de GUADALUPE TOLOSA y TERESA SUÁREZ

    Las láminas VI, VII, VIII, XII, XIII, XIV y XV se reproducen

    con la autorización del INSTITUTO NACIONAL DE ANTROPOLOGÍA E HISTORIA

    D. R. © 2003, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.

    Empresa certificada ISO 9001:2008

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-1379-0

    Hecho en México - Made in Mexico

    A mi madre

    ROSA CÁNDIDA PEDRERO FÓCIL,

    1908-2001

    No es cosa que haya de peligrar más veces todo el bienestar de la república, por un solo hombre.

    CICERÓN

    He aquí a la república. No me extenderé en manifestar el resultado de esa fisonomía: la imperfección de las relaciones sociales de un todo sin armonía, y sostenido únicamente por el atraso general de la sociedad: la fragilidad de esta obra, en la que la parte material progresaba todos los días destruyendo el arreglo moral, sin que ése tuviera recursos para ir ganando el terreno que perdía, es una cosa tan patente que no merece ser detallada.

    MARIANO OTERO

    Los dos grandes agentes del hombre son el pensamiento que dispone y la acción que ejecuta; el clero se encargó de dirigir el primero y la milicia de reglar la segunda. Al clero tocó señalar [a] los que no pensaban bien y a la milicia… perseguirlos.

    JOSÉ MARÍA LUIS MORA

    D. Lucas Alamán… fundado en el principio ciertísimo de que las revoluciones no se hacen con leyes, impulsó y dejó obrar a los poderosos agentes de su administración: el clero y la milicia.

    JOSÉ MARÍA LUIS MORA

    Todas las fuerzas elementales que han pugnado en nuestra historia, tuvieron en los actos de Santa Anna su anuncio precursor… En una sociedad desquiciada [todo] se hace facción. [Se necesita entonces] un hombre depravado y activo. [Ese hombre fue Santa Anna] porque en treinta años nadie le superó en sensibilidad para conocer y en actividad para seguir la corriente tumultuosa del día. Era el barómetro de las agitaciones nacionales después de cada naufragio; cuando parecía zozobrar irremisiblemente, se alzaba de nuevo para ser el deseado, el salvador de los pueblos.

    CARLOS PEREYRA

    Nuestra sociedad no tiene fundamentos… una sacudida y todo se interrumpe, se derrumba, se niega, como si nada hubiera existido nunca. Y ello no sólo exteriormente, como en Occidente, sino interiormente, moralmente.

    FEDOR DOSTOIEVSKI

    La tarea de la conciencia reside en comprender lo que ha pasado y esta comprensión, según Hegel, es la manera como el hombre se reconcilia con la realidad; su fin real: estar en paz con el mundo. El fastidio está en que si la conciencia es incapaz de aportar la paz y de producir la reconciliación, de inmediato se compromete en su propia guerra.

    HANNA ARENDT

    AGRADECIMIENTOS

    EL PRIMER TOMO de País de un solo hombre: el México de Santa Anna, La ronda de los contrarios, se publicó en el ya lejano 1993. Debo confesar que nunca pensé que la escritura del segundo volumen, La sociedad del fuego cruzado, me tomaría ocho largos años. Es verdad que a los años mencionados habría que restarle los cuatro que pasé en el Senado de la República —de 1997 a 2000—, ocupándome de temas muy distintos a los que se tratan en este libro. Pero así es la dinámica de la vida y, ciertamente, no lo lamento. He dicho varias veces, y ahora lo reitero, que la mitad de mi vocación ha sido la política y, gracias a las vivencias que de ella he recibido, he podido pensar y escribir: ejercer la otra parte de mi vocación: la reflexión sobre la cosa pública. Práctica y teoría son complementarias aunque, a veces, no sólo parezcan contradecirse.

    Entrego, pues, al lector este segundo tomo de País de un solo hombre. Espero que la redacción del último volumen no me ocupe tanto tiempo, ahora que ya sólo me dedico —como cuando comencé mi vida profesional— a tareas académicas, y que la vida me dé fuerzas para terminar con el proyecto que me propuse desde que di inicio, en la ENEP Acatlán, a esta investigación.

    Quiero hacer explícito mi agradecimiento al general de división don Enrique Cervantes, quien como secretario de la Defensa Nacional me brindó todas las facilidades para consultar los Archivos Históricos Militares. Gracias a la eficaz y sistemática colaboración de María Guadalupe Paredes —que dedicó casi tres años a recabar allí toda la información referente a Antonio López de Santa Anna en el lapso que cubre este volumen— pude observar y analizar a fondo un periodo que, en buena medida, es de historia militar. A Guadalupe Paredes debo, también, la revisión de las notas y la ordenación de la bibliografía, así como los datos biográficos de muchos de los personajes que desfilan por este libro.

    Deseo agradecer, igualmente, a la maestra Elisa Cuevas su apoyo en la preparación de los esquemas y borradores de los capítulos IV (lo relativo a Francisco Sánchez de Tagle y Zacatecas), XVI (sobre la rebelión texana) y XVII (sobre las convenciones texanas). Sus aportes enriquecieron esos capítulos y la nota dedicada a la Yellow Rose of Texas.

    Mi reconocimiento a mi mujer, Julieta Campos, cuya capacidad de síntesis contribuyó a abreviar y a hacer más legible, primero la introducción y luego la totalidad de esta Sociedad del fuego cruzado.

    A Héctor Hernández Bringas, capaz y eficiente director del Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias (CRIM) de la UNAM, debo las facilidades y la libertad con la que escribí este libro, de lo cual dejo constancia en estos renglones. Miguel Cervantes puso su conocimiento, su sensibilidad y el buen gusto que lo caracterizan en la investigación pictórica que ilustra y le da gracia y ligereza a este volumen. Guadalupe Tolosa y Teresa Suárez lo secundaron.

    Por último, pero no al último, deseo agradecer a mi secretaria, Paulina Mercedes Lemus, su infinita paciencia para descifrar mis jeroglíficos, y luego para enmendar, una y otra vez, interminablemente, los capítulos de este mamotreto que, de no verme apremiado a entregar a las prensas del Fondo de Cultura Económica, todavía seguiría yo revisando.

    Tetecala de la Reforma, Morelos, marzo del 2002

    ENRIQUE GONZÁLEZ PEDRERO

    Introducción

    LA SOCIEDAD DEL FUEGO CRUZADO: 1829-1837

    CLÍO Y LA MEMORIA

    La infancia de las naciones como la de los hombres marca su destino: allí se entretejen algunas de las coordenadas que después, a lo largo de la historia personal y pública, siguen caracterizando a los individuos y a los pueblos. No quiero decir que una fatalidad de tragedia griega se cierna, indefectiblemente, sobre el futuro individual y colectivo. En los sótanos y los desvanes de todas las biografías y de todas las aventuras históricas suele haber áreas de luz y de sombra, aspectos luminosos y oscuros que, en el tiempo, insisten en asomarse y reiterarse. Así como es sano para las personas bucear en la trastienda de sus recuerdos para aligerar sus vidas de lastres y pesos muertos, para afirmar los aciertos y consistencias, así los pueblos han de hurgar en su memoria para mejor madurar, para crecer, alcanzar la mayoría de edad y evitar que algún sino ominoso los persiga.

    Refrescar la memoria histórica es un entrenamiento para la libertad. Conocer el pasado permite, a un tiempo, incorporar lo aprovechable de su legado y desactivar las trampas que nos pone en el camino la proclividad a repetir lo peor de ese pasado. Podremos liberarnos del pasado como fatalidad cuando seamos capaces de incorporarlo como libertad para elegir mejor nuestro destino.

    Toda historia es contemporánea. Todo lo que fuimos está pesando, ahora mismo, sobre lo que somos. Ésa es, precisamente, una de las más importantes funciones de lo que ha sido: lo stato: la de ser mediación entre los tiempos. Las circunstancias cambian: son otras las relaciones de poder en el orden internacional, las relaciones que dentro de las naciones guardan las clases sociales; las dimensiones del dinero y del poder y los factores que antes y ahora determinaban y determinan sus vínculos. Pero las mentiras del pasado y todo aquello que a su tiempo se escamoteó al conocimiento público o se maquilló para la historia oficial y todo lo que se traspapeló en la complicidad de la omisión o en la complacencia del olvido seguirá caminando con nosotros: será nuestra sombra inseparable.

    Volver la mirada hacia los albores de nuestra vida independiente, hacia las primicias de nuestro aprendizaje republicano, no es perder tiempo sino ganarlo: ganar, en el conocimiento del tiempo que fue, indicios y elementos para hacer una lectura más aguda del presente y una elección más limpia del futuro. Sobre todo, para entender por qué siguen pesando en la balanza de nuestras deudas históricas tantos lastres que lo son porque no se supo o no se quiso resolverlos en su momento. Quizá, sencillamente, porque los intereses y las ideas que las élites se hacían del país no siempre, o mejor, casi nunca correspondían a su heterogénea complejidad.

    A la inquieta ronda que danzaron los protagonistas de la primera década independiente, desde el efímero y patético imperio de Iturbide hasta la derrota de los españoles en Tampico que consagró a Santa Anna como héroe nacional y padre de la patria, siguió, en los años treinta, un conflicto abierto, un estado virtual de guerra civil, un enfrentamiento a fuego cruzado entre las élites que ya no buscaban una pacífica alternancia en el poder sino la derrota y la muerte del contrario. Ya no se empleaban las armas de la política: se seguía la política de las armas.

    La figura de Lucas Alamán, teórico por excelencia de las fuerzas tradicionales, es un punto de referencia imprescindible para adentrarse en los vertiginosos treinta. Hombre de vasta cultura en un país de analfabetismo devastador, Metternich en tierra de indios, como dijera de él Arturo Arnáiz y Freg, pretendió preservar los pilares del Ancien Régime, el clero y el ejército, sobre los imperativos de la evolución histórica. Su cultura política se fundó, en buena medida, en las críticas que Edmund Burke hizo a la Revolución francesa. Su proyecto de un desarrollo industrial sólido, promovido por un Estado fuerte y autoritario, tardaría muchísimos años en prosperar, y en circunstancias ya totalmente diversas, más de un siglo después.

    He aquí cómo lo pinta, con poca simpatía, es verdad, una anónima caricatura de la época:

    […] un secretario ligerito, un piquito bien cortado, un diputado de filigrana, un diplomatiquito como il faut, con una calmita comme il n’y en a pas. Aunque gasta anteojos, no los necesita y, aunque chiquito, sabe muy bien dónde le aprieta el zapato.¹

    Reservado y astuto, evitando peligros, un tanto avaro, minuciosamente arreglado y metódico, todo él artificio, lo quiso dejar prendido Zavala, con los alfileres de su descarnada perspicacia, para la memoria de generaciones futuras. Guanajuatense, como Mora, fue como éste un producto notable de la barroca sociedad novohispana que dio de sí para engendrar ilustres exponentes del afán de hacer perdurar el pasado y del afán de parir el futuro.

    La incertidumbre y la inestabilidad marcaron los albores de la república, que prolongaba, en una interminable transición indecisa, la agitada combinación de signos y manifestaciones del viejo orden colonial con los de otro orden nuevo que no lograba asentarse. Un país maltrecho, pobre y con grandes aspiraciones de alcanzar la libertad en la abundancia, recorría un camino muy turbulento hacia la consolidación de un Estado nacional. Terribles traumas se le atravesarían en ese camino entre los años treinta y los cuarenta, cuando la guerra de Texas primero, y los tratados de Guadalupe-Hidalgo después, lo dejaron desangrado, amputado y humillado.

    MORA Y OTERO

    Cuando Mariano Otero habla de decadencia y postración de la República, se refiere a los viciosos y heterogéneos elementos que componían a la sociedad, y exhibe un desolador pesimismo ante la evidencia de que, más de 20 años después de consumada la Independencia, los mexicanos no hubieran podido constituirse de una manera estable y conveniente. Sus palabras fueron muy graves; más aún, contundentes: En México no hay ni ha podido haber eso que se llama espíritu nacional, porque no hay nación.

    Una amarga sensación de fracaso había acompañado a Mora al exilio y había ido creciendo, para filtrarse, en aquellas palabras suyas: Nada se ha conseguido. Nuestros esfuerzos han sido inútiles, el mérito ha sido olvidado, la virtud abatida, la inhabilidad colocada en altos puestos y desatendidos los clamores de un pueblo reducido a la miseria y a la opresión. Los intereses, las pasiones y la ignorancia habían engendrado, según el minucioso análisis de Otero, la vida política precaria y carente de sustancia que fue configurando la vulnerabilidad del país.

    Pero la irritación y el desengaño que se transformaron después en empuje decidido de la segunda generación liberal, con el afán de fundar un Estado consistente —a partir de la revolución de Ayutla—, estaban lejos todavía de los ánimos cuando, en los años treinta, la primera generación liberal pretendió transformar a México en unos cuantos meses.

    El gran ideólogo de aquella transformación destinada al fracaso —pero que prepararía el futuro— fue José María Luis Mora; el político que pretendió convertirla en hechos, Valentín Gómez Farías; el prestidigitador que presidió un gobierno federalista y liberal para luego sacarse de la manga otro centralista y conservador, que precipitó la escisión de Texas, Antonio López de Santa Anna.

    De Mora, maestro en retratar a sus contemporáneos, nos ha dejado un retrato pulido y virtuoso un historiador poco prolífico que tenía, sin embargo, la mirada aguda: Arturo Arnáiz y Freg. Encantador de almas lo llama, recordando que José Bernardo Couto lo consideraba el más ágil de los conversadores de su tiempo. Una letra dura y diminuta registraba el venero impetuoso de sus ideas. Los pequeños rencores no tenían cabida en su talante, al revés de lo que solía ocurrirle a Lucas Alamán. Buscaba la expresión clara, pero desdeñaba un tanto el aliño de las palabras. Dice Arnáiz, sagaz, que para mantenerse a flote en el escurridizo y pantanoso suelo político de México hay que mostrar las calidades del tezontle: porosidad y dureza. Sobrándole la segunda, a Mora le habría faltado la primera.

    Mora se atrevió siempre a tener razón y a equivocarse. Aunque vistió traje talar, dirigió sus dardos hacia el alto clero y el ejército, y se ganó por doquier hostilidades a pesar del respeto por su talento, que hasta sus enemigos le reconocían. Cruzado del progreso, arremetió contra fueros y privilegios y contra todo aquello que, en el país tradicional, implicaba adhesión a instituciones y prácticas que le parecían añejas. Se oponía a que intereses mezquinos impusieran su ley al gobierno y a la nación: Así,

    […] dos partidos, el uno de los cuales está por el progreso y el otro por el retroceso se hallan casi equilibrados desde que éste ha perdido en fuerza cuanto ha ganado aquel: el gobierno, que debía ser neutral y estar sólo por las leyes, favorece sin discreción a alguno de ellos, y en consecuencia se hace enemigo al otro que por este hecho es el centro de la próxima revolución […]²

    Pero concebía la abolición de toda clase de privilegios como la garantía que merecían, sobre todo, esas clases intermedias, cuyas luces y virtudes sociales habrían de redimir a la nación. Pensaba en una democracia acotada, que no prodigara derechos plenos de ciudadanía sino a aquellos cuyos merecimientos estuvieran respaldados por la propiedad.

    Mora, como liberal ilustrado, compartía con la gente de bien el temor de que volvieran a levantarse esas masas embrutecidas por la miseria y la degradación que, acompañando a Hidalgo y a Morelos, habían convertido a la Nueva España en un campo de desolación y un montón de ruinas. La libertad de comercio —eran sus buenos deseos— las habría hecho disminuir considerablemente después de la independencia, pero seguían sirviendo para apoyar, alternativamente, a los partidos, propiciando agitación y desorden.

    Como la mayoría de los liberales, no entendía que el despojo de las tierras comunales era el gran agravio de los pueblos, y pensaba que la entrada de todas las tierras al mercado era la única salvación para la universal bancarrota de la propiedad territorial, hipotecada con la Iglesia. Repartir tierras, por la concesión gratuita de una ley, no era una opción: sólo la compra de la tierra con recursos propios garantizaba su futura productividad.

    El pasado español le merecía mucho más respeto que el pasado indígena y veía con desconfianza y escasa simpatía el lastre de aquella población mayoritariamente india que poco podía contribuir, en su ignorancia, a la salud de la naciente república. Su gran proyecto educativo, que echó los cimientos de la enseñanza laica y pretendió arrancarle a la Iglesia la custodia de las inteligencias mexicanas, fue concebido sobre todo para asegurar la formación de una élite criolla, educada en las luces y en las ideas liberales, capaz de hacerse cargo, con responsabilidad, del timón republicano.

    Partidario decidido del federalismo, veía en la distribución de poderes entre los estados una garantía contra el peligro de que alguien sintiera la tentación de hacerse dueño de toda la República y de alzarse con el botín de la discordia. Si no había nada que temer y sí mucho que confiar en los estados de la República, había todo que temer y nada que confiar en la sombra de los caudillos militares, y sobre todo de ese Santa Anna, [que] quería hacerse un partido propio que lo elevase al poder absoluto, cualquiera que fuese por otra parte su programa político, al cual no daba la menor importancia…³

    EL SEÑOR FARÍAS

    Mucho ponderó el gran ideólogo del liberalismo las virtudes del primero que intentaría volver aquella doctrina programa de gobierno: Valentín Gómez Farías. Inflexible, severo y puro lo llamó, y celebró lo ardiente de sus deseos de mejoras y su ansia insaciable de saber que, aunados, disponen a un hombre para el ejercicio de las funciones públicas. Mucho le debían la Independencia, el Imperio y la Federación a aquel médico nacido en Guadalajara, animado de una singular energía, dispuesto al riesgo de una empresa audaz y provisto de una clara visión de futuro. En entusiasmo, José María Luis Mora dibuja el retrato de su correligionario, en el que apreciaba muchas cualidades para poner en práctica lo que él se proponía con la única virtud de las ideas: ni le tentaban los honores ni, por lo mismo, simulaba renunciar a ellos; era moderado en sus placeres y podía desempeñar con la misma eficacia las funciones de alcalde de un pueblo que las de primer magistrado de la nación. Hacer progresar a la nación por el camino más corto era su ambición, y no buscaba la servil sumisión de sus conciudadanos. Oigamos al propio Mora:

    De todas esas virtudes dio pruebas nada equívocas en el periodo de su gobierno, corto en duración y fecundo en riesgos y sucesos importantes. En medio de una rebelión que se introdujo hasta el recinto del Palacio, abandonado de todo el mundo, rodeado de sublevados y conspiradores, hasta en su mismo despacho; sin soldados, sin dinero y sin prestigio, sacó la Constitución a puerto de salvamento; a las clases privilegiadas que la atacaban dio golpes vigorosos de que aún no han podido recuperarse; acabó con la rebelión derrotándola con más de cuarenta batallas, ataques y encuentros; estableció la superioridad del poder civil sobre la fuerza militar; sentó las bases del crédito nacional, sistematizó la educación pública, creando de nuevo todos sus establecimientos; comprimió las tentativas de los texanos por separarse de México; fundó en la Nueva California una respetable colonia; suavizó la suerte de muchos de los que habían sido desterrados por la ley y por el presidente Santa Anna y estableció como regla invariable de su administración que por delitos políticos no se había de derramar sangre… investido del peligroso poder dictatorial y en la tormenta más deshecha, él salió con las manos vacías de dinero, y limpias de la sangre de sus conciudadanos; ninguno de los que han gobernado el país podrá decir otro tanto.

    En los trazos del retrato se siente, como anticlímax, el otro retrato implícito: el del antagonista, el villano favorito de Mora que era, evidentemente, Antonio López de Santa Anna. El contraste entre las virtudes de uno y las perversidades del otro salta a la vista. Hombre práctico, de ideas escasas y palabras abundosas, el caudillo seducía con un discurso engañoso pero eficaz, que parecía colmar los vacíos y las esperanzas de la gente. Engañaba a ojos vistas, pero casi todos se dejaban engañar, y a veces hasta él mismo se engañaba. Los demás acabaron sabiendo que Santa Anna actuaba, pero sus desplantes y declamaciones halagaban los oídos y, además, nadie podía salirse del teatro porque el teatro estaba en todas partes.

    Los problemas del señor Farías comenzaron, dice Bocanegra, cuando mencionó la palabra progreso en su manifiesto inicial: todos supieron a qué atenerse. En los discursos inaugurales del vicepresidente y del presidente se advertía que eran el agua y el aceite. Sobrio y discreto, Farías usaba el lenguaje con economía y para desplegar un arma peligrosa en política: la verdad. En el fondo quizás, a la vez que chocaban, aquellos opuestos habrían aspirado a complementarse. Quizá muchos hubieran deseado que cada uno hubiera tenido algo del otro.

    Pero en el tablero político cada cual jugó su juego. Farías, el del hombre de carácter, que normaba en el derecho y la moral sus actos de hombre público. Cuando dominó la situación en la ciudad de México, Santa Anna se valió de él para su propia partida de ajedrez y, por un rato, jugó a escurrirse de sus propios partidarios —el clero y el ejército— para seguir la corriente de una opinión conmovida por la ejecución de Guerrero. Cuando Farías avanzó demasiado, Santa Anna jugó primero contra él, que era su vicepresidente, para después sacarlo del juego y quedarse, como era su costumbre, dueño del tablero.

    Mora habría de reprocharle a Gómez Farías no haber hecho nada por evitarlo, cuando sabía que podía contar con la fuerza de las milicias cívicas, con la aprobación de las cámaras y de la inmensa mayoría de los estados de la Federación. El temor a cometer un acto inconstitucional, y a que se le atribuyera una ambición de mando que no tenía habría inducido al vicepresidente a no apresar a Santa Anna y habría hecho recular medio siglo a la nación. Lo que Mora llamaría un principio de moral mal aplicado habría abierto el paso al atrevimiento, la obstinación y la terquedad de Santa Anna, ducho en hacer valer tales virtudes sobre las evidencias de su absoluta incapacidad para regir a la sociedad que todos reconocían, al decir del propio Mora, pero estaban, una y otra vez, resignados a padecer.

    LAS CLASES SOCIALES SEGÚN OTERO

    Desde el punto de vista de las ideas puede hablarse, como lo hizo Reyes Heroles, de una sociedad fluctuante entre el orden colonial, que la Independencia no canceló, y otro orden secularizante, moderno, laico, democrático y liberal, que pugnaba por introducirse. En los hechos, aquella fluctuación pendular de las ideas no se dio en un continuo armónico ni con una alternancia pacífica: una violenta sucesión de golpes y contragolpes caracterizó más bien a una sociedad en fuego cruzado, con instituciones muy endebles e incipientes, donde no se integraba un Estado sólido y prevalecía la fuerza en cada intento de dirimir la querella por la nación. Era un fuego cruzado entre las élites que se jugaban, en su pleito histórico, la suerte de una nación que, en verdad, tampoco acababa de cuajar todavía.

    Ya sin las ventajas del antiguo orden de cosas, explicaba Mora, tampoco podían advertirse todavía las que habría de proporcionar el orden nuevo. Era una transición lenta y laboriosa que, en palabras de Otero, recibía todos los días la acción de las causas que la destruyen. Flujo y reflujo, entre avance y retroceso, se nulificaban mutuamente: la transición no transitaba y el oleaje turbulento se disolvía, una y otra vez, en un pantano de aguas estancadas.

    A grandes rasgos, hoy hablamos de los fueros y privilegios de las clases que representaban el retroceso —clero y ejército— y las que encarnaban el progreso —las clases medias—. Pero también los intereses de las clases que tenían fuero estaban escindidos y chocaban entre sí. En su Ensayo sobre el verdadero estado de la cuestión social y política que se agita en la República Mexicana, Mariano Otero puso en el centro de la colisión de fuerzas un hecho generador: la organización de la propiedad.

    A la propiedad de la tierra estaba vinculada una aristocracia que calcaba el modelo europeo, pero sin un status jurídico que legalizara la relación feudal: sólo a medias, y por mecanismos como el endeudamiento, disfrutaban de dominio sobre las personas de los peones y sus familias. Su poderío económico estaba en buena medida hipotecado al poderío de la Iglesia, que fue su gran fuente de crédito.

    La aleatoria extracción de minerales, sujeta siempre a vaivenes y altibajos había generado, sin embargo, una clase propietaria próspera. Todavía muy incipiente, la industria manufacturera no contaba con la reciedumbre y el vigor de una pujante iniciativa empresarial. Al cesar el monopolio comercial, las antiguas casas españolas ligadas a Cádiz y a Manila fueron desplazadas por un fuerte comercio extranjero que ejercía ampliamente el viejo oficio de la usura en aquella economía precaria. Eran los agiotistas, que prestaban a los gobiernos necesitados de completar un presupuesto siempre insuficiente para el apetito de los militares y de los funcionarios que se estrenaban y ya se entrenaban en la corrupción. Según Otero, aquel giro infame estableció anarquía y desorden en la administración:

    […] corrompiéndose los altos funcionarios se vieron esas fortunas escandalosas, adquiridas por el delito y ostentadas por la impudencia, y que sustituyendo a los principios políticos o administrativos que dividen a los hombres únicamente el interés de hacer una fortuna rápida, nos han delegado hombres para quienes cuanto hay de noble y santo no son más que palabras sin sentido, y que de todos modos y bajo todos pretextos, no buscan siempre más que oro y más oro.

    El cuerpo social estaba corroído, de acuerdo con el jalisciense, por aquel espíritu mercantil que pesaba todo con las balanzas de los mostradores, tenía por literatura la letra de cambio, por estrategia la alta y la baja, y por honor y gloria el dinero.

    El poder que parecía mayúsculo en aquel panorama caótico seguía siendo el de la Iglesia. Sus bienes se distribuían sobre todo entre las órdenes regulares y los cabildos, que recelaban del poder de los obispos y, como éstos, eran de origen español. La porción más numerosa e influyente del clero, nacida en el país, era el clero bajo, que no disponía de riquezas pero sí de influencia sobre las almas. Con bienes raíces esparcidos por todo el territorio y el cobro de diezmos y obvenciones parroquiales, no había nadie, aun en el rincón más apartado, que no tuviera algo que ver con alguno de los representantes eclesiásticos:

    […] con una tal reunión de riquezas, con un tal número de subordinados, con una clientela tan extendida, con el predominio de la inteligencia y con el poder de la beneficencia en esta sociedad pobre, desorganizada, débil y congojosa, el clero debía ser un grande poder social, y constituyó, sin duda, el principal elemento de las colonias […]

    Acaso lo único que tenían en común las clases altas, cuyos intereses unas veces coincidían y otras no, era su empeño por detener el tiempo, para que los relojes de la República no empezaran a marcar el ritmo de los tiempos nuevos, los que reclamaban un escenario abierto para el ascenso expedito de las clases intermedias.

    Sobre aquel abigarrado trasfondo, el ejército fungía, las más de las veces, como árbitro. Sin color político antes de la Independencia, asumiría después cualquier color sin prurito de coherencia. Como las instituciones estaban todavía por fundarse, los asuntos políticos se confundían con las ambiciones militares: la soberanía, al decir de Mariano Otero, residía en la punta de las bayonetas, puesto que la política se había tornado conflicto bélico. En vez de la paz y las ventajas de la vida civilizada, la Independencia había entronizado una guerra permanente, que orillaba a hacer la política por otros medios. Las votaciones, insistía Otero, se suplían con matanzas y no había dinero que alcanzara para complacer a los que llevaban la voz cantante, porque sus fusiles hablaban.

    La desconfianza había infiltrado el egoísmo de los estratos altos y los debilitaba. Por esas fisuras habían ido aflorando las clases medias que, desde 1810, venían preparándose para encabezar el relevo. Un gobierno de esas clases intermedias —donde coincidían abogados como Benito Juárez en Oaxaca, Ponciano Arriaga en San Luis, Melchor Ocampo en Michoacán, con modestos profesionales de la medicina, como el señor Gómez Farías, y pequeños comerciantes y numerosos miembros del bajo clero y militares de mediana graduación— habría respondido al signo ascendente de los nuevos tiempos. Dependientes y subordinados de los estratos altos en el orden novohispano habían ido acopiando expectativas, razones y argumentos en las Cortes de Cádiz, en las diputaciones provinciales, en los gobiernos locales, en los ayuntamientos, en el Congreso Constituyente y en congresos posteriores.

    Marchando al unísono con el nuevo giro que reclamaba la historia, se sentían el puente —querían serlo—; de ahí su deseo de sustituir el espíritu de cuerpo con un espíritu nacional que haría el tránsito hacia una república que, por su mediación, representaría a la totalidad: estaban convencidos de prefigurar a la nación.

    Y así era, porque significaban la única opción entre aquellas clases altas, debilitadas y frágiles, a pesar de su poder aparente, y las cuatro quintas partes de la población reducidas, como diría Otero, a la última nulidad o, como diría Mora, abyecta y miserable. Desde las luces de las profesiones liberales que ejercía la élite pensante, aparecían sumidas en la estupidez del estado de barbarie. Incorporar a aquellas masas ignorantes al avance del progreso era un desafío a largo plazo, que apenas se planteaban como una meta remota los liberales de la primera generación. Aspiraban a arrancarle a la Iglesia los hilos de la educación, sobre todo para difundir la razón y la libertad de pensamiento entre los hijos de las clases medias, de tal modo que a la larga pudiera cambiar la suerte del pueblo llano.

    Otero lo expresó con transparencia:

    […] la clase media, que constituía el verdadero carácter de la población, que representaba la mayor suma de riqueza, y en la que se hallaban todas las profesiones que elevan la inteligencia, debía naturalmente venir a ser el principal elemento de la sociedad, que encontraba en ella el verdadero germen del progreso, y el elemento político más natural y favorable que pudiera desearse, para la futura constitución de la república.

    La admiración de aquellos hombres ilustrados se dirigía hacia la gran democracia del norte, donde la homogeneidad de origen permitió construir, entre pares, la realización más asombrosa de igualdad social. Otra había sido la suerte del mediodía del continente, donde todo condujo a la desigualdad: encomiendas y repartimientos fueron otorgados a los conquistadores y sus descendientes, que pusieron a trabajar a los indios y después a los negros esclavos, configurando la heterogénea diversidad de estos países de habla española, donde nada estuvo dado, desde el principio, para propiciar la democracia.

    A la degradación de una población mayoritaria, vinculada servilmente a la tierra, incluyendo algunos pueblos indios que han conservado su carácter nacional, el análisis de Otero añadía otra cara, no menos ominosa, aunque mucho más reducida, de proletarios urbanos que trabajaban en las escasas manufacturas y otros que pasaban la vida enterrados en las minas u ocupados en transportar mercaderías por caminos despoblados y aisladas serranías. Pobre, marginada, ignorante, la inmensa mayoría de los mexicanos carecía de criterio para orientar sus simpatías, y de ellos se nutrían los contingentes que eran movidos por intereses no siempre claros y, a veces, encontrados. Todo favorecía a que una parte de sus amos [los] excitase contra la otra.

    Debilitadas por sus cismas internos, las viejas clases hacían alianzas temporales, también frágiles, para evitar que el desplome del viejo sistema las arrastrara: ganaban tiempo, por así decir, para evitar que el tiempo se les viniera encima. Mañoso recurso que, desde entonces, formó parte del arsenal de nuestras costumbres políticas.

    LA EXCEPCIÓN: GÓMEZ FARÍAS

    Para entender todo lo que pasó antes de Texas hay que mirar con lupa, pues, aquel denso abigarramiento que el humo del fuego cruzado contribuía a nublar más aún. No eran tiempos normales: había una guerra civil.

    La figura de Vicente Guerrero ha tendido a desdibujarse en ese humo, que sigue envolviendo la enredada historia de aquel periodo. La administración Alamán quiso retratarlo, para la posteridad, como un incapaz y torpe aprendiz de la función presidencial: era lo oportuno para dejarle el camino libre a Anastasio Bustamante. Zavala los mostró a ambos en agudo contraste: demasiado cauto, extremadamente precavido, Guerrero podía parecer tímido ante las decisiones, parco en el actuar, nulo, como querían verlo sus adversarios. Éstos, en cambio, encabezados por Bustamante, pisoteaban el derecho, perseguían con saña la libertad de expresión, infundían temor y, en suma, extendieron a su alrededor un odio que, como advertía Zavala en 1830, haría su caída inevitable.

    Aquel Guerrero tímido, que sólo se hallaba a sus anchas en las serranías de su tierra, había concebido, sin embargo, seis meses antes de Iguala, el único plan que parecía viable para conseguir la independencia. Era el heredero natural de la insurgencia: su cálculo y su visión histórica fueron certeros. Pero, en los laberintos del poder, aquel hombre bueno carecía de las armas que son útiles para moverse e imponerse entre la maraña de intereses y astucias.

    El asesinato de Guerrero conmovió hasta la médula a los que estaban acostumbrados a pensar: enardeció a los federalistas, que eran muy numerosos, y esa irritación se difundió. El instinto de Santa Anna, que además era compadre de Guerrero y le guardaba aprecio, lo impulsó a hacer causa común con los liberales. Su primer propósito fue la destitución del gabinete de Bustamante, pero se dejó convencer de la conveniencia de traer a Gómez Pedraza para legalizar el contragolpe.

    La administración Gómez Farías se explica en función de la administración Alamán, que había sido despiadada con el federalismo. La alianza con Santa Anna le dio ánimos a Gómez Farías para intentar una acelerada ofensiva, frontal, contra el clero. Es fácil entender que pensara en términos de ahora o nunca, pero midió mal los límites de Santa Anna, que respingó cuando la ofensiva se dirigió también contra los fueros del ejército. Lo repito: aquélla era una guerra civil permanente y, no sin razón, Mora pensaba que los vencidos tenían que perder hasta la esperanza de recuperar el poder. La expresión militar del enfrentamiento entre liberales y conservadores fue la Guerra del Sur, cuyo símbolo fue Vicente Guerrero y cuyo caudillo fue Juan Álvarez.

    Alma de hierro y penetración poco común le descubrió Zavala a ese caudillo de marcha pausada y discurso frío. Formado en el campo de batalla, pero reflexivo y capaz de dirigir contingentes aguerridos, estaba hecho para sobrevivir y desafiar, con su astucia y con el prestigio que levantaba entre su gente, a la astucia y los designios de los que avizoraba como enemigos de la soberanía popular. El centralismo le era detestable, como lo expresó en una proclama de 1829 en apoyo del gobierno de Guerrero, porque pretendía impedir que la nación caminase para adelante en su libertad.

    A Guerrero lo ejecutaron los conservadores y Juan Álvarez vivió para sostener una resistencia armada de más de dos décadas en las montañas del sur, y para colocar definitivamente al liberalismo en el poder en 1854, con la Revolución de Ayutla. Hasta entonces se fundó el Estado, con el único gobierno civil sólido que conoció el siglo. A lo largo de tres décadas ruidosas y perturbadas, los civiles sólo gobernaron, por lapsos, un total de dos años y siete meses. La única excepción importante a la alternancia de militares en el poder fueron los dos gobiernos de Valentín Gómez Farías que, entre sus dos periodos de 1833 y 1834 y 1846-1847, cumplió exactamente 352 días de gobierno. La presencia providencial de Santa Anna marcó, hasta mediado el siglo, una persistente tendencia a concebir a México como país de un solo hombre. Una inercia autoritaria persistió después, aun en el gobierno de Juárez, que liberales de la segunda generación, como Altamirano y Ramírez, criticaron puntualmente. Lo que no impidió que siguiera transmitiéndose, como un virus consustancial, no sólo a una larga dictadura paternalista sino a los múltiples gobiernos emanados, en el nuevo siglo, de la Revolución mexicana.

    RELIGIÓN Y FUEROS

    Un contragolpe contra la audacia de Gómez Farías dio al traste con el brevísimo primer gobierno liberal e instauró la dictadura de Santa Anna. Religión y fueros volvió a ser la consigna, ahora del Plan de Cuernavaca. La Constitución de las Siete Leyes le dio el vuelco al federalismo para instaurar el centralismo de los conservadores, de nuevo, pero esta vez de jure, en el poder.

    Sólo que el régimen centralista desencadenó el conflicto texano y, después del desastre, la independencia de aquel enorme territorio, cuyo desprendimiento vino a romper el precario balance de las fuerzas en conflicto. Entre la guerra de Texas y la invasión que 10 años después envolvió al país en una guerra con los Estados Unidos, el equilibrio beligerante del fuego cruzado acabó por romperse definitivamente. La segunda generación de liberales pudo aplastar entonces, por fin, al régimen santannista.

    El fracaso de Texas fue manejado por ambas fracciones para desplegar una mayúscula controversia, que comprometió a partidos, ideologías y personalidades. Aquello sirvió, inclusive, de elemento clave para el juicio y la definición: dime cómo piensas en relación con Texas y te diré quién eres.

    Los conservadores quisieron aprovechar la cuestión texana para restablecer la paz interna y consolidar su poderío. Los federalistas pretendieron utilizarla para recuperar el poder. La querella y la debilidad incapacitaron al país para intentar, con algún éxito, la proyectada recuperación de Texas.

    Una recuperación que, por otra parte, tropezaba con la inveterada falta de fondos del tesoro nacional, que no se remediaba ni con los numerosos impuestos con que se procuró enfrentar la emergencia. Hubo resistencia a esas medidas impositivas, lo que hablaba del poco entusiasmo para cooperar con el gobierno. Mientras que el éxito relativo de un llamado a las contribuciones voluntarias reflejó el deseo de una parte de la opinión, de apoyar a una causa que parecía justa.

    EL MÉXICO DE ENTONCES Y EL DE AHORA

    Ahora, cuando el siglo XXI ya nos alcanzó y el país apenas se esfuerza por aprender a dirimir, en una transparente democracia, sus pequeñas y grandes diferencias, algo hemos de sacar en limpio de nuestro pasado turbulento. También ahora estamos a horcajadas entre dos tiempos y también hay ahora un antiguo régimen que se resiste a ser desplazado y un orden nuevo que pugna por configurarse. Muchos lastres del pasado están presentes, sobre todo esa agraviante proclividad autoritaria que no sólo cundió entre nuestros hombres de poder sino que atrapó el ánimo y la voluntad de los mexicanos. La presidencia (y las instituciones en general) recibieron la impronta de las diversas formas políticas ensayadas en México en distintos periodos históricos. Prevaleció la república, pero el imperio quedó adherido a ella. Igual que el centralismo, aunque constitucionalmente fuéramos federales. Hemos sido, pues, una república con presidencia imperial y con una relación entre los poderes acorde con la fuerza centralizadora del Ejecutivo.

    ¿Cómo hay que leer aquella larga transición en la que predominaba la pasión sobre la inteligencia, el grito y la proclama sobre el debate parlamentario, la contienda sobre el voto, la ambición y la codicia sobre el interés social? Endeudamiento del Estado, venalidad de funcionarios, intereses de personas y de grupos que se anteponían a los intereses públicos, incertidumbre del Estado de derecho, enorme desigualdad, inestabilidad e inconsistencia social son síntomas de entonces que, con rasgos y dimensiones muy diversos, son también síntomas de ahora.

    ¿Cómo podemos leer la incierta transición en la que hoy estamos inmersos? En el escenario, los actores son otros. La mayoría del país, como cada día es más evidente, desea un cambio, una transformación de aquello que se interpone en el tránsito hacia una democracia más plena.

    En esa mayoría se cuentan todos los que han salido perdiendo con los ajustes drásticos y las aperturas demasiado indiscriminadas y aceleradas, o con la falta de apoyos a las actividades productivas: campesinos pobres, agricultores, pequeños y medianos empresarios, clases medias que han ido depauperándose, y todos los que, en los distintos sectores, no encuentran una ocupación ni caminos para incorporarse a la actividad productiva. Son pocos los que avizoran con optimismo las perspectivas de recuperación de una economía que sigue postrada y muchos los que atribuyen esa situación al hábito autoritario de tomar decisiones, que conciernen a todos, a espaldas de la sociedad.

    La atmósfera enrarecida de los últimos años, con los sombríos episodios de crímenes todavía sin aclarar y las noticias de corrupción escandalosa en las más altas esferas políticas, así como las muestras de una soberanía debilitada, han ido convenciendo de la urgencia de una reformulación del pacto social que devuelva confianza en las instituciones y restablezca la salud de la nación.

    Pero esos amplios sectores de la sociedad civil que comparten el deseo de reformas a fondo tropiezan con las resistencias de los que se aferran al statu quo por intereses y privilegios que sienten en peligro. Entre los partidarios de no alterar demasiado lo que todavía parece persistir del sistema hay altos, antiguos y nuevos funcionarios; dirigentes de los sectores corporativos; algunos grupos empresariales vinculados a los que ejercieron y ejercen el poder; las dos docenas de personas que concentran ingresos equivalentes a los de 25 millones de mexicanos pobres; una parte del alto clero, ciertos medios masivos de difusión y acaso algunos altos mandos del ejército.

    La transición está empantanada porque ni los que quieren perpetuar la inercia del pasado ni los que quieren cambiar consiguen prevalecer del todo. No vivimos, por fortuna, como en la cuarta década del siglo XIX, una guerra civil. Todos deseamos que la política no se haga por medios violentos, no se vuelva beligerante. Lograr reglas de juego que todos nos comprometamos a respetar es un punto de partida esencial, el presupuesto para alcanzar la democracia madura; ahí empezaría un nuevo y revitalizado proyecto nacional.

    Conviene, pues, anotar los síntomas de entonces y los de ahora, y pasar al terreno de las reflexiones.

    Es obvio que soy un creyente de la historia. Siempre lo he sido y ahora lo soy más que nunca, cuando la red global del comercio se apresura a suplantar a esa milenaria historia que solíamos llamar universal. Creo, con Simone Weil, que sólo el pasado es la pura realidad: el presente está siempre en tránsito y aspiramos a imaginar el futuro. Pues bien, ¿cómo leer el pasado?

    i) El país de la cuarta década del siglo XIX estuvo en guerra civil permanente: aquel fuego cruzado lo volvió mucho más vulnerable a las presiones y agresiones del exterior.

    ii) Una nación no es algo dado, de una vez y para siempre. Es un proyecto que hay que construir todos los días: un duro deseo de durar. Hay que construirlo si deseamos que el pasado se resuelva en un presente verdaderamente contemporáneo. ¿Cómo aspirar, de lo contrario, a dejar huella en esa esperanza compartida que es el futuro? Construir la nación es algo así como extender a lo público lo que debemos practicar en el arte de la vida: aprender a convivir hacia dentro con nosotros mismos y hacia afuera con los demás. No hay que andar desprevenidos porque, en un descuido, hasta lo poco que creemos haber logrado puede desvanecerse.

    iii) Como sabiamente recomendaba Mariano Otero, no hay que cometer el grave error de desconocer que nuestra sociedad tiene una fisonomía propia e insistir en tomar miserablemente las palabras por las cosas confundiendo, una vez más, al país legal con el país real. Al mosaico prehispánico se sobrepuso el mosaico español, crisol de múltiples culturas. Germinado en varias entrañas, en nuestro país hay muchos países que, simplificando, podemos identificar en por lo menos dos bien distintos y distantes: uno moderno y otro tradicional.

    iv) Un país con tan desiguales niveles de desarrollo histórico, entre regiones, etnias y estratos de población, requiere de un proyecto nacional que contemple múltiples estrategias económicas y de organización social, instrumentadas por una visión realista de gobierno que sepa conciliar, para el bienestar de todos los ciudadanos, los múltiples tiempos de México.

    v) De no hacerlo estaremos en el riesgo permanente de que el país, como se temió al principiar la década pasada, se nos deshaga entre las manos.

    vi) Este país nació a su vida independiente con un proyecto federalista que aspiró a acercarnos, de golpe, a la prosperidad y los hábitos democráticos de la Unión Americana. El propio Lorenzo de Zavala tuvo que reconocer pronto lo distantes que andaban las instituciones del modelo paradigmático. Nuestro federalismo tiene que rendir todavía sus mejores frutos, pero ha de hacerlo reconociendo nuestra idiosincrasia y encontrando, por fin, las modalidades idóneas que lo vuelvan no sólo practicable sino eficaz.

    vii) Por último, algo que parecería caerse por su peso: sabremos que el país legal empieza a parecerse al país real cuando hablemos todos un lenguaje que refleje esa realidad. Es decir, cuando renunciemos de una vez por todas al lenguaje que no está hecho para revelar mejor las cosas, sino para disimularlas, y adoptemos el lenguaje de la interlocución auténtica. Ese encuentro con la verdad de las palabras reflejará el reencuentro entre las partes hoy más que nunca escindidas de nuestro ser nacional. Sólo un país reconciliado con su verdad empezará a constituir, por fin, la nación sólida que hasta el día de hoy tantas veces nos ha sido escamoteada.

    NOTAS

    ¹ Moisés González Navarro, El pensamiento político de Lucas Alamán, El Colegio de México, México, 1952, p. 23.

    ² José María Luis Mora, México y sus revoluciones, t. I, Fondo de Cultura Económica, México, 1986, p. 425.

    ³ José María Luis Mora, Revista política, en Obras sueltas, Porrúa, México, 1963, p. 154.

    Ibid., pp. 52-53.

    ⁵ Advierto que cuando menciono el concepto de nación no concibo a ésta en términos étnico-culturales sino políticos. Aquélla, la nación étnico-cultural, existió desde que se produjo el mestizaje de los dos pueblos fundadores: las etnias originarias y el conquistador que implantó, sobre las lenguas y religiones existentes, el castellano y el catolicismo.

    La nación, políticamente hablando, surgirá cuando se establezca el Estado laico, civil, nacional o moderno, si se prefiere. El Estado que emerge en México a partir de la Revolución de Ayutla, que hace posible el gobierno firme de los liberales y la eclosión de las Leyes de Reforma. Ese Estado fue, ciertamente, otra imposición, esta vez moderna, no sólo contra las clases protegidas por los fueros y privilegios, sino contra las comunidades indígenas, que eran y siguen siendo mundos marginados, excluidos de la concepción occidental y modernizadora.

    ⁶ Mariano Otero, Ensayo sobre el verdadero estado de la cuestión social y política que se agita en la República mexicana, en Obras I, recopilación, selección, comentarios y estudio preliminar de Jesús Reyes Heroles, Porrúa, México, 1967, p. 50.

    Ibid., p. 31.

    Ibid., p. 35.

    ⁹ Según el informe del Pacific Council on International Policy, Mexico Transforming (University of Southern California, Los Ángeles, California, 1999) la incertidumbre principal de México proviene de que el país está profundamente dividido. El informe habla de cinco Méxicos. El más deteriorado económicamente es el del sur que, naturalmente, no se parece al México del norte, ni al de la ciudad de México. Existen también el México de la frontera y el que vive en los Estados Unidos. En cada uno de ellos hay hondas grietas sociales. Hay en la división social un gran problema que habrá de resolverse a la mayor brevedad, so pena de que en cualquier momento podamos llevarnos un susto en un mundo en permanente recomposición. Véase también Lorenzo Meyer, Agenda ciudadana, Reforma, México, 17 de octubre de 1999, p. 17.

    VOL. II

    LA SOCIEDAD DEL FUEGO CRUZADO 1829-1837

    Oí una voz que me gritaba:

    ¡Ya nunca dormirás!

    Macbeth, asesinaste al sueño…

    al inocente sueño que forma un ovillo de seda

    con la madeja enredada de nuestros afanes

    domésticos…

    Baño reparador… dulce muerte de cada día…

    bálsamo del acongojado pensamiento…

    y en el festín de la naturaleza, el más nutritivo

    alimento…

    Ya nunca dormirás…

    Macbeth ha asesinado al sueño.

    SHAKESPEARE (LEÓN FELIPE)

    ¿FUE ALGUNA LEY HISTÓRICA o tan sólo un impulso azaroso lo que determinó que Santa Anna se encaminara a su tienda a dormir la siesta y ocurriera entonces —como en el jusego infantil de que lo que hace la mano hace la tras— que el resto del fatigado ejército se despreocupara y desbalagara en el tranquilo bosquecillo de San Jacinto, unos jugando baraja y otros lavando su ropa en el río cercano, los más aprovechando el asueto simplemente para holgar? Ése fue el momento preciso que aprovechó Sam Houston para sorprenderlos y dar buena cuenta de ellos, literalmente en un abrir y cerrar de ojos.

    ¿Fueron las desveladas previas de la continua persecución de un ejército fantasma, que hoy aparecía aquí y mañana allá, y que no osaba dar la cara? ¿O fue acaso la vieja costumbre tropical que empuja al breve sueño vespertino y que permite la reparación de las fuerzas perdidas? ¿O tal vez ocurrió lo que cuentan historiadores texanos, que el general, siempre con un ojo al gato y otro al garabato, se habría topado con una bellísima mulata: Emily Morgan, la famosa Yellow Rose of Texas quien, a pesar de su corta estancia en territorio texano, por solidaridad con los colonos o con su benefactor el coronel James Morgan, habría jugado su juego, dejándose seducir por el eterno seductor, para mermar sus energías durante un, tal vez, memorable y exitoso combate nocturno en las vísperas del trágico 21 de abril de 1836?

    Es difícil saberlo. El hecho cierto, el registrable, el que se volvió dato histórico, fue que la siesta de Antonio López de Santa Anna facilitó que la fatalidad se cerniera sobre él y los mexicanos que, a querer o no, lo seguían en la lejana aventura, y que el destino cumpliera sorpresivamente con su cometido en un santiamén. Casi como si se tratara de una mala pasada y no del legendario destino que desde los griegos obsesiona y aflige a la humanidad. Como quiera que fuese, esta vez la rueda de la fortuna giró al revés, y el general presidente, el eterno ganador, perdió ahí no sólo la batalla de San Jacinto sino, tal vez, el sueño. Por lo menos, durante el tiempo que permaneció en territorio ajeno. Houston se le había adelantado: había desenfundado el revólver primero, a la usanza del wild west.

    I. VICENTE GUERRERO, ¿BUEN SALVAJE O CIUDADANO?

    ¡Ah mi amigo! Me decía algunas veces en el campo cuando andábamos solos. ¡Cuánto mejor es esta soledad, este silencio, esta inocencia que aquel tumulto de la capital y de los negocios!

    LORENZO DE ZAVALA

    Dotado de una exquisita susceptibilidad, en los asuntos graves obraba con un impulso extraordinario y pasaba sobre sus defectos como sobre ascuas para manifestar sus opiniones.

    LORENZO DE ZAVALA

    PANORAMA RETROSPECTIVO

    Uno de los personajes más significativos y trágicos de la comedia humana que empezó a ponerse en escena en México a partir de la Independencia fue Vicente Guerrero. Pues bien: a pesar de lo familiar que nos resulta su nombre, sigue siendo para casi todos un desconocido. Y eso se debe, entre otros motivos, a una leyenda negra que se construyó a su alrededor. Esa leyenda negra se la fueron forjando a la medida, desde el momento mismo en que hizo su aparición en el proscenio de la historia con el propósito deliberado de entorpecerle la acción. Algo semejante a lo que se hizo con Guadalupe Victoria.

    Era Vicente Guerrero un hombre de clara inteligencia natural aunque no hubiera tenido acceso, ciertamente, a la educación formal. Como soldado en el Ejército del Sur aprendió desde muy joven de sus propias vivencias y de observar con ojos atentos cómo manejaba las cosas y organizaba a los hombres el cura Morelos. Y, en verdad, aquello no fue una mala escuela ni mucho menos, mal que les pesara a quienes sólo consideraban enseñanza aquella que proviene de los libros leídos en las aulas o en las bibliotecas de las escuelas. Alguien que venía de las montañas y que había aprendido, en su relación con la naturaleza y con otros hombres, a luchar por la libertad y por la igualdad de los mexicanos, podía parecer a muchos un hombre sin instrucción. Así se le fabricó la leyenda negra a Vicente Guerrero, con el notorio objeto de desplazarlo del poder sin demasiados escrúpulos de conciencia. A la larga —como se sabe— el general Guerrero no sólo fue arrojado del gobierno del que, por otra parte, ya estaba harto, sino que todo terminó con su asesinato proditorio en aquella guerra civil que, con numerosos altibajos, fue escenificándose durante la década de los treinta del siglo XIX y a la que yo nombro la sociedad del fuego cruzado.

    El régimen del general Guerrero, como todos los de la época, con sus matices y asegunes, era el resultado de un profundo antagonismo histórico. Sin embargo, hay que hacer notar que los años que siguieron a la Independencia estuvieron dominados, a pesar de todo, por un deseo de condescender, de transigir, de lograr un compromiso entre las fuerzas contrarias. Tantos años de violencia propiciaron, tal vez, una concentrada voluntad política: aunque faltara oficio sobraba voluntad. Pienso en la Independencia cuando Iturbide logró el acuerdo con Guerrero y las fuerzas revolucionarias en Iguala, y ocurrió, también, durante el régimen de Guadalupe Victoria.

    Pero ahora la contradicción mayúscula mantenía en una mansedumbre tensa al país. Por lo parejo de las fuerzas encontradas, el conflicto, al no poder resolverse por el predominio definitivo de una de esas fuerzas se suavizaba, a querer o no, mediante alianzas circunstanciales entre los distintos participantes. Por su parte, tales alianzas entre contrarios sólo velaban temporalmente las diferencias que al menor pretexto, como ocurría ahora, volvían a aparecer a la vista de todos.

    La síntesis política del momento la expresó el doctor Mora claramente cuando dijo "[…] el desorden se prolongó en la república lo que la lucha entre escoceses y yorkinos: los escoceses acabaron con la derrota que sufrieron en Tulancingo y los yorkinos con el triunfo que obtuvieron en la Acordada".¹

    Algo innegable había sido el principio de todo. La enorme popularidad del héroe del sur no había coincidido con el resultado de las elecciones que, recordémoslo, entonces eran indirectas: las legislaturas de los estados eran las que votaban. Los partidarios de Guerrero se sintieron burlados por lo que a primera vista parecía una astucia habilidosa de aquel abigarrado bloque que, tanto dentro como fuera del gobierno, dentro del yorkismo aliado con parte del ejército y en el interior del partido moderado aliado al clero, había sacado adelante con buenas y con malas artes la candidatura de Gómez Pedraza.

    Pero la gente de Guerrero no creyó en los resultados y ahí se encendió la chispa de la discordia que hizo reaparecer de inmediato la honda división social. El descontento se plasmó en levantamientos por distintos rumbos del país que hubieran podido correr con diversa suerte y durar un tiempo más o menos largo si a Lorenzo de Zavala no se le hubiera ocurrido llevar la querella hasta la misma ciudad capital. Y como en la ciudad de México había siempre una plebe dispuesta a mitigar su precaria situación, a como diera lugar, los estragos de El Parián no se harían esperar.

    Lamentablemente el motín de La Acordada, que se convirtió en botín de desesperados, si bien sirvió a los fines que buscaban los partidarios del general Guerrero, desacreditó a los seguidores del caudillo popular y a los dirigentes que lo instrumentaron. Las cenizas del incendio tiznaron a Lorenzo de Zavala, principal estratega de la causa, y al hasta entonces pulcro sureño. Y sus adversarios, como es lógico suponer, atizaron con ganas a los guerreristas.

    No hubo así, en los orígenes de aquel gobierno, ni legalidad ni legitimidad. Legalmente había ganado Pedraza —aunque la legalidad fuera discutible—. Y, en cuanto a la legitimidad, la autoridad moral de Guerrero habíase puesto en entredicho desde el motín. Lorenzo de Zavala, el historiador, condena a Lorenzo de Zavala, el golpista, cuando reconoce francamente que la elección de Pedraza fue legítima y, de consiguiente, atentatoria a la Constitución la revolución que lo despojó. En consecuencia, tanto el futuro general presidente como su principal colaborador, la mejor cabeza del yorkismo, y para algunos como Santa Anna —siempre atento a la correlación de fuerzas— la mejor cabeza de la política de entonces, habían salido maltrechos. Aquello fue, pues, un mal comienzo. Digo más: antes de comenzar, las cosas se habían revuelto demasiado, se habían deteriorado y empezaban a pudrirse.

    El régimen de Guadalupe Victoria, que agonizaba, estaba más frágil que nunca, pues a su vocación conciliadora se achacaba parte de los resultados en los comicios y de los mitotes postelectorales. Todos andaban divididos: tanto los partidos políticos como los estamentos coloniales. Y los sectores económicos poderosos, más erizados que nunca, temiendo por la suerte que pudieran correr sus propiedades. En cuanto a las familias españolas, vivían con el Jesús en la boca, viendo moros con tranchetes en todo lo que ocurría. Aquel país otrora tranquilo era a la sazón un verdadero desbarajuste. La preocupación cundía como una epidemia. Al callejón no se le veía salida: la fisura social era evidente.

    El comienzo del gobierno de Guerrero fue, pues, endiabladamente difícil. La situación creada por un triunfo tan dudoso resultó muy inestable y quizá más para el que ganó que para el que perdió.

    […] Nacida del atentado escandaloso de la Acordada, no contaba realmente con el apoyo de un partido organizado que pudiese sostener la justicia de su derecho con la fuerza de cohesión de sus adeptos […] [por] la división del bando yorkino en las dos fracciones, no contrarias sino enemigas, que cubrieron de sangre y luto la capital […] [pues sus] directores habían movido a las masas desplegando ante sus ojos no el limpio lienzo de la bandera de una causa justificada sino el sangriento guión del cosaco a quien solo entusiasmaba el pillaje y la rapiña […]²

    En consecuencia, las instituciones habían quedado en la precariedad absoluta, y la autoridad

    […] suprema y legítima del presidente Victoria en sensible humillación y vilipendio [se vio] obligada a izar bandera de parlamento y a salir de palacio, su residencia única y legal, para ir a conferenciar con los rebeldes, atravesando las calles con riesgo de la vida […]³

    A VECES PERDIENDO SE GANA

    La conclusión de Olavarría y Ferrari tenía que ver lo mismo con quien había perdido que con quien ganó. Aunque, como suele ocurrir en política algunas veces, el que hoy perdiera fuera a ganar más adelante, y el ganador del día fuese perdedor en el futuro inmediato: no sólo del poder sino de la vida misma.

    […] borrón será

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