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Rosas negras
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Rosas negras

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Un hombre gordo, sensual, goloso cena una noche con sus amigos y sin la menor queja se derrumba sobre el campo de sus placeres. Su cuerpo es examinado, declarado muerto, incinerado y depositado en una urna. Pero su fantasma permanece. Eso sí, imposibilitado de vagar a voluntad, cautivo de un candil eléctrico. Y entonces su viuda, a quien le había r
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones Era
Fecha de lanzamiento30 sept 2020
ISBN9786074455830
Rosas negras
Autor

Ana García Bergua

Ana García Bergua es narradora y ensayista. Nació en la Ciudad de México en 1960. Estudió Letras Francesas y Escenografía Teatral en la UNAM. Ha publicado las novelas El umbral, Púrpura, Rosas negras, Isla de bobos, La bomba de San José y Fuego 20; los libros de relatos El imaginador, La confianza en los extraños, Otra oportunidad para el señor Balmand, El limbo bajo la lluvia y Edificio, así como los libros de crónica Postales desde el puerto y Pie de página. Muchos de sus cuentos figuran en antologías. En 1992 recibió la beca para Jóvenes Creadores del Fonca y en 2001 entró al Sistema Nacional de Creadores de la misma institución. Desde 1987 hasta la fecha ha publicado cuentos y crónicas literarias en diversas publicaciones; durante varios años escribió la columna “Y ahora paso a retirarme” en La Jornada Semanal. En 2013 obtuvo el Premio de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz por su novela La bomba de San José.

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    Rosas negras - Ana García Bergua

    Greguerías

    I

    Nunca supo cómo llegó ahí. El día en que murió, Bernabé Góngora comía un ossobuco en el restaurante La Flor de Hamburgo, en compañía de su esposa y otros comensales, mientras hacía bromas y escuchaba los valses que interpretaban tres músicos en una esquina del local. A punto estaba Góngora de pedir a uno de sus acompañantes, el doctor Murillo, que dijera un brindis, cuando sintió un dolor intempestivo en la nuca, agudo y frío como un punzón largo, y algo estalló adentro y afuera de él, sin darle tiempo de preocuparse o de sufrir. De repente se sintió enorme, volando en pedazos: cada pedazo suyo era él al mismo tiempo, y ocupaba distintos lugares y podía ver todo el restaurante, por arriba, por abajo, desde diferentes ángulos. Después se comprimió y comenzó a ascender a gran velocidad. Lo que seguía siendo Bernabé, a pesar de esta transformación, gritaba despavorido al acercarse cada vez más al gran candil que iluminaba el lugar, temiendo que la materia que ahora lo conformaba se estrellara contra el techo altísimo, o quizá lo llevara más arriba, al mismo cielo, de una manera vertiginosa. Pero Bernabé no viajó al cielo ni a ningún lugar, sino que blandamente se detuvo entre las velas de cristal con forma de merengue de la gran araña que iluminaba el restaurante y su pedrería que reflejaba la luz, como si la energía eléctrica lo hubiera atraído o se hubiese fundido con él. Bernabé gritó y sintió que salía de él algo similar a una voz.

    Nadie lo escuchó. Debajo de él, la música se había interrumpido. Los meseros acudían con distintos brebajes a reanimar su cuerpo derrumbado sobre la mesa del restaurante, el cual, con el traje negro y volteado ahora boca arriba por varios brazos diligentes, parecía el de un enorme escarabajo que lo miraba con los ojos fijos. Sibila, su mujer, le había ya aflojado el corbatón y le daba unas palmadas en las mejillas que al Bernabé de la lámpara le parecieron, quizá, poco cariñosas. A su lado, sus amigos los doctores Bonifacio y Murillo extraían los instrumentos de sus respectivos maletines. Cuando lo auscultaron, la clientela del restaurante, de pie, guardó un silencio entre atemorizado y respetuoso. Sólo una señora no pudo resistir y tuvo que correr al tocador a vomitar. También Bernabé contuvo su raro aliento; primero quiso que rezaran por él, pero al ver al doctor Bonifacio extraer del maletín la jeringa, cuyo cartucho de goma llenó con el líquido verdoso de una botellita, se llenó de esperanza de que el piquete lograra el efecto de pegar su ser a aquel cuerpo que no terminaba de reconocer como el suyo, tan desguanzado, tan grande le parecía en comparación a la idea que el espejo le solía dar de sí mismo cuando se vestía en las mañanas. Casi estuvo seguro de que despertaría de nuevo con ellos para poder contarles esta experiencia metafísica, pero nada logró la ciencia; Góngora permaneció en el candelabro y el escarabajo negro siguió yerto encima de la mesa, entre los platos comidos a medias, las copas volcadas, la salsa bearnesa de los filetes y una carlota de rompope que acababa de llegar, hasta que el doctor Murillo lo cubrió con un mantel de cuadros rojos que le había facilitado el capitán de meseros. Al cabo de un rato, unos mozos depositaron en una camilla el corpachón preparado como para un almuerzo campestre y, ante la presencia del desolado espíritu de Bernabé Góngora, los médicos se lo llevaron para siempre. También se llevaron a su esposa Sibila como a un perrito abandonado. De haber sabido que el verdadero Bernabé, o lo que él consideraba quizá su persona, se encontraba encima de sus cabezas, Sibila no se hubiera ido. O quizá sí, dudó Bernabé. Hasta un trozo de espíritu era capaz de guardar toda clase de resentimientos, odios y rencores, y el de Bernabé Góngora, por más que entendiera que él hubiera caído en el mismo error de confundir el cuerpo con el ser, en ese momento no pudo evitar detestar a todo el género humano, incluyendo a su esposa, sus amigos, los meseros y los músicos.

    Así siguió el fabricante de salas, comedores y recámaras de la pequeña ciudad de San Cipriano preso en la lámpara, convertido en una especie de gas desolado. A ratos lo acometía la angustia, pero entonces era como si todo él fuera un pedazo de ansiedad fría, que no tenía poder para mover, ni para hacer que se expresara de ninguna manera, ya fuera melancólica o violenta. Al cabo de un rato, pasada la conmoción por su fallecimiento, los músicos guardaron sus instrumentos y la misma clientela a la que él había creído gritar ¡aquí, aquí, estoy aquí! pagó sus cuentas sin oírlo jamás y salió consternada del restaurante. Los meseros, entre comentarios y elucubraciones sobre lo sucedido, terminaron de recoger los platos, las copas, las salseras a medias, las migajas y los palillos de dientes, amén de limpiar no sin asco un poco de sangre que se derramó por el golpe en la cabeza que se había dado el occiso al caer. Luego apilaron las mesas y las sillas en un rincón, y poco después se hizo de noche. Entonces Ambrosio Pardo, uno de los meseros de La Flor de Hamburgo, se dispuso a apagar las luces. Bernabé Góngora, que ya había intentado de mil maneras ser escuchado a pesar de la materia que lo constituía, tan evasiva, entramada en el molesto resplandor del gran candelabro, deseó sinceramente un poco de oscuridad. Pero ni siquiera tuvo tiempo de agradecerlo: el joven oprimió simplemente el botón y, como si hubiera sido una de las velitas de cristal con apariencia de merengue, lo apagó también a él.

    La señora Sibila mira por la ventanilla de su carruaje aquel donde viaja, lejos y a toda prisa, su marido ya horizontal, acompañado de los doctores. Había estado como perdida a lo largo de aquel almuerzo, sin reparar en la conversación de los hombres, llena de alusiones que, adivina, no afloraban a los labios por culpa de su presencia y la de la señora Bonifacio. Ahora, en ese coche que se bambolea por las calles empedradas y las casas coloniales de San Cipriano, trata de recordar de qué estaban hablando cuando Bernabé se derrumbó sobre la mesa como una especie de muñeco mal acomodado, pero sólo logra evocar detalles sin importancia: los arabescos del tapiz rojo oscuro que dan un ambiente tan distinguido y acogedor a La Flor de Hamburgo, el hecho de que el matrimonio Bonifacio comiese tan poco –el doctor pidió tres vasos de agua con limón antes de dar cuenta de un escueto plato de verduras cocidas y la señora Bonifacio se limitó a mirar con melancolía un muslo de pollo–, las palmas enormes que adornan el arco que conduce a los tocadores, el sonido un poco metálico de la voz del doctor Murillo o las palmadas y pellizcos nerviosos que de tanto en tanto le daba Bernabé por debajo de la mesa. También recuerda los ojos negros del mesero que le sirvió los espárragos y que se detuvieron en ella más de la cuenta sin que le disgustara, recordándole algo agradable y antiguo. Pero tiene la impresión de que Bernabé se iba a levantar, o quizá iba a decir algo antes de que la muerte lo callara con esa brusquedad. Pasada la conmoción del primer momento, cuando los doctores lo declararon muerto y ella gritó aterrorizada, su interior no dio paso a la congoja sino a esa extraña curiosidad: ¿qué iría a decir Bernabé? Quizá sólo se trataría de alguno de sus frecuentes chascarrillos, pero a ella le parece que debía de tener importancia, tal vez sólo porque es algo que la muerte interrumpió. Quiere preguntar a la señora Bonifacio, sentada junto a ella en el mullido asiento del carruaje, de qué estaban hablando sus esposos cuando ocurrió todo esto, pero la señora Bonifacio parece más afectada que ella misma; toma de la mano a Sibila y la mira de arriba a abajo, con expresión de perro; de vez en cuando murmura pero qué desgracia, Sibila, qué desgracia. Hortensia Cueto de Bonifacio habla tan poco como come. Su esposo trata las enfermedades del sistema nervioso, y se dice que le ha aplicado a su señora toda suerte de tratamientos para acallar los histerismos que la aquejan desde muy joven. A Sibila le da un poco de pena preguntarle; la invita a veces a tomar té y pastas en silencio, para que traiga a jugar a sus hijitos pequeños al jardín, porque ella misma no ha logrado concebir ninguno, cosa que a Bernabé nunca pareció importarle. Muchas veces el doctor Murillo, que atiende enfermedades de señoras, ha insistido en examinarla para conocer la causa de aquella esterilidad, pero Sibila ha puesto mil reparos y pretextos antes que dejarse tocar por aquel amigo de su esposo, que en la mirada trae siempre puesto el sello de Libídine, como diría su tía la ermitaña.

    Sibila se reprende por pensar aquello en ocasión tan poco adecuada, y se recompone para bajar del coche en la casa. El carro en que viaja Bernabé ha llegado mucho antes, y a éste lo han trasladado al piso superior, para practicarle otra revisión médica y ver si todavía hay algo que se pueda hacer por él. Sibila acude afanosa a la habitación, si bien con cierto temblor. Estaba acostumbrada a que Bernabé diera una lista de disposiciones cada mañana y cada tarde: a qué horas pensaba regresar de la fábrica, qué cosa había que decirle a quién, qué recados se debían dar, qué se le antojaba almorzar o merendar. De repente se encuentra con tantas cosas que debe decidir por sí misma que siente vértigo mientras sube por la escalera. Si Bernabé le hubiese dejado, aunque fuera, algunas instrucciones para los días venideros, si tan sólo recordara de qué estaba hablando, qué iba a decir antes de desplomarse, no le costaría tanto trabajo todo esto. Por ello siente como una iluminación cuando en el pasillo acude a su recuerdo, salvadora, la curiosa instrucción que le dio Bernabé hace unos cuantos años:

    –Sibila –le dijo una tarde en que el sol se colaba por los visillos de la habitación–, ven acá.

    Estaba sentado en la cama y la hizo sentarse en sus piernas, como era su costumbre en los primeros años del matrimonio, cuando ella apenas era algo más que una niña; luego le hizo caricias de diversa índole con sus regordetas manos. Pero ella sabía que le debía decir algo, porque cuando Bernabé quería cumplir con el débito conyugal, como lo llamaban los esposos con cierta solemnidad comercial, Bernabé tomaba otras actitudes. Efectivamente, Bernabé interrumpió su manoseo y le dijo:

    –Yo soy casi un viejo y tú una muchachita; si la Providencia no nos juega una trastada, es seguro que yo me vaya antes que tú.

    –¿A dónde? –preguntó Sibila desconcertada.

    –Al otro mundo, Sibila.

    Luego le indicó que, en caso de que tal cosa ocurriera, y aunque esperaba de corazón ir al cielo a acompañar a los angelitos, le molestaría que su cuerpo quedara lejos de ella, en un cementerio donde lo más probable era que no conociera a nadie.

    –Yo pienso que lo más conveniente es que, si llego a fallecer, me mandes cremar.

    Sibila no entendió la palabra y por un momento pensó en las instrucciones que a Bernabé, tan goloso, le gustaba dar en la cocina. Se separó de él inmediatamente y se fue a sentar a la mecedora que se encontraba frente a la cama, desde donde se le quedó mirando extrañada. Bernabé lamentó la ignorancia de su esposa.

    –Es decir, que me mandes incinerar. Y cuando te entreguen la urna con las cenizas –continuó–, me gustaría que las guardaras en tu ropero, para estar siempre cerca de ti y de tu corazón.

    Sibila dejó escurrir una lágrima de enternecimiento. Bernabé se arrojó a sus pies –era un poco más ágil entonces–, y besó apasionadamente su regazo. Luego dispuso que merendaran de postre ante de nuez.

    Esa escena tuvo lugar hace siete años, en la misma habitación en la que Sibila mira ahora el cuerpo de Bernabé, exánime sobre la gran cama de cedro rojo que él mismo mandó fabricar, luego de que su ama Gilberta le informara, bañada en lágrimas, que los doctores habían dejado ya la habitación hacía un rato, descorazonados. Sibila se sienta frente a Bernabé en la mecedora, esperando todavía que se levante y le diga algo, o que por lo menos confirme de alguna manera lo que ella acaba de recordar. No tardan en llegar dos empleados funerarios llamados por Idalina, Leonor y Clotilde, las hermanas de Hortensia, para arreglarlo.

    Llevaba muy poco Bernabé de muerto; apenas la palidez se comenzaba a manifestar, acompañada de unas leves ojeras. Los empleados de la funeraria le aseguraron a Sibila que con un poco de color quedaría otra vez fresco como una rosa. O como un lirio, corrigió el más joven de ellos. Habían cerrado las cortinas y encendido las lámparas y todos parecían fantasmas, tan delgados frente a la plenitud de la carne del occiso.

    –Saca su traje de ceremonia y que le pongan la medalla –indicó por fin Sibila a Gilberta.

    Luego se quedó pensando cómo realizar aquel deseo de Bernabé, la única instrucción suya medianamente trascendental que podía recordar en medio de tantos encargos prácticos y culinarios. Decidió comunicársela a Murillo; no, mejor al doctor Bonifacio. Los empleados habían comenzado a desvestir el rollizo cuerpo de Bernabé, al que no recordaba haber visto nunca tan desnudo, como el de un gran querubín, con moretones en las piernas, pues solía tropezar con los muebles. Sibila dudó por un momento; quizá habría alguna otra instrucción de Bernabé, alguna escrita, aunque en su fuero íntimo ya había llegado a la conclusión de que la cremación resultaba seguramente más higiénica. Incluso le pareció que el rostro del cadáver esbozaba por fin un gesto de aprobación. Pronto regresarás aquí mismo, pensó que le decía. Los empleados pasaron dificultades para retirarle al cadáver un curioso cinturón metálico que llevaba bajo la ropa, a ras de la piel. Acostumbrada al artefacto, Sibila no se dio cuenta de las risillas de los funerarios cuando le entregaron ceremoniosamente dicho artilugio, que ella quiso atesorar en su seno como si fuese una joya, pero antes prefirió guardarlo en la mesilla de noche junto al cadáver. Después besó la frente helada de Bernabé con la naturalidad de un hasta luego y salió de ahí para vestirse de negro.

    A lo largo de la tarde, una nutrida concurrencia se había apresurado a llevar sus condolencias a la señora Góngora: las tres hermanas de Hortensia Bonifacio, antes Cueto, los clientes de la fábrica Buenas Noches, algunas almas dedicadas a ser caritativas y no desatender ningún velorio. Si bien a Bernabé no se le podía considerar un magnate, su posición le permitía tener buenas relaciones con un puñado de funcionarios de gobierno, uno que otro abogado y un par de notarios. De la mayoría de ellos, los más generosos mandarían esquelas y coronas, y otros llegarían a lo largo de la noche. Sin embargo, las amistades más cercanas y los que se habían ya enterado de la noticia y arribaron con prontitud bastaron para que a Sibila la recibiera, a su descenso por las escaleras, un enjambre de ojos llorosos y velos y brazos y crespones negros que no la dejaron respirar. En cuanto pudo, después de agradecer cortésmente tantas atenciones, y a Hortensia y sus hermanas que se hubieran encargado de toda la ceremonia y dispuesto el servicio de café, licores y canapés, averiguó dónde se encontraban los doctores.

    Miguel Ángel Murillo y Felipe Bonifacio tomaban una copita de vermouth en el despacho de Bernabé sin pronunciar palabra. Cuando Sibila entró por las puertas esmeriladas, se levantaron precipitadamente. Llamaba la atención lo distintos que eran uno del otro: Murillo era corpulento, alto, de temperamento sanguíneo. Llevaba el bigote con las puntas levantadas con goma y peinaba una cabellera rizada de un saludable color castaño rojizo que a sus años resultaba más que sospechoso. En cambio, Bonifacio estaba casi calvo; pequeño y muy delgado, encorvaba la espalda formando una C. De sus tristes ojos azules colgaban unas ojeras eternas, a las que acunaban unas mejillas pálidas y descarnadas.

    –¡Ah, queridísima Sibila, nunca hubiéramos esperado esto! –exhaló Murillo con su voz de bajo, tomándole la mano y apretándosela demasiado fuerte–. Felipe y yo hablábamos de lo sorprendente que resulta este caso. Un ataque fulminante, como si le hubiese caído un rayo.

    Sibila pensó por un momento en el cinturón eléctrico.

    –Y alguien tan saludable, tan fuerte, tan lleno de vida como Bernabé. Pero de que está muerto, de eso no podemos tener la menor duda, por desgracia –añadió Bonifacio melancólicamente–. A menos que todavía disponga usted que le hagamos una autopsia.

    –Me parece demasiado doloroso intervenir así el cuerpo de nuestro querido amigo –interrumpió Murillo–. Ahora que si la señora Sibila insiste, se puede hacer. El caso no deja de tener interés científico.

    Sibila los mira a los dos

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