El fascismo
Por Ernest Mandel
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El fascismo - Ernest Mandel
Akal / Básica de bolsillo / 242
Ernest Mandel
El fascismo
Traducción: Patricia Meneses Orozco
Diseño de portada
Sergio Ramírez
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© Ernest Mandel
© Ediciones Akal, S. A., 1987
para lengua española
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
www.akal.com
ISBN: 978-84-460-3888-7
Prólogo
El desarrollo de la Primera Guerra Mundial fue a la vez un efecto y un catalizador de la crisis del capitalismo europeo. La miseria y la destrucción que trajo consigo cristalizaron en la extensión de la convicción de que si el proletariado, la humanidad, querían sobrevivir, el capitalismo debía morir. De este modo, el chovinismo y el patriotismo estrecho que en los inicios de la conflagración permitieron a la burguesía y a los Gobiernos reaccionarios hacer olvidar a la gran masa de los explotados las diferencias y el antagonismo de clases que les separaban de ella, y embarcarla en la aventura imperialista, se vieron al final de la misma sustituidos por la reanudación y la agudización de la lucha de clases.
El imperio de los zares, eslabón débil de la cadena imperialista, azotado por contradicciones explosivas que la burguesía se mostró incapaz de resolver, fue la primera víctima del cambio de signo de la situación. La desintegración del zarismo, la debilidad de la burguesía, la concentración, combatividad y politización del proletariado, y la insatisfacción e impaciencia del campesinado que constituía el grueso de un ejército desorganizado por las derrotas militares frente a los alemanes, así como la experiencia de la revolución de 1905 y la existencia de un fuerte y experimentado partido revolucionario, el partido bolchevique, hicieron posible el derrocamiento de la autocracia y la instauración de la dictadura del proletariado, esto es, la toma del poder por los sóviets.
Sin embargo, el país que mejores condiciones presentaba para la toma del poder por el proletariado, era también el que menos las reunía para su mantenimiento y consolidación. El atraso económico de la joven república soviética, la intensa desorganización y destrucción del aparato productivo que supusieron la guerra imperialista, la guerra civil y la guerra contra la intervención exterior y la aplastante mayoría del campesinado, unidos al quebrantamiento de la vanguardia revolucionaria y la drástica disminución de la actividad política de las masas producto de los largos años de guerra y privaciones, harían imposible el mantenimiento de la revolución con base únicamente en sus propias fuerzas.
Así lo comprendieron la mayoría de los dirigentes soviéticos en los primeros años de la revolución. Si el internacionalismo proletario y las condiciones concretas de la Revolución rusa hicieron que sus esfuerzos y esperanzas se volcasen en un pronto estallido de la revolución en, al menos, algunos países capitalistas avanzados. Alemania era, lógicamente, el centro de su atención. El proletariado alemán era, sin duda, el más numeroso y mejor organizado de Europa. El Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) había sido durante los últimos años del siglo xix y los primeros del xx el modelo en el que se miraban y al que imitaban todos los socialdemócratas europeos; sus teóricos más destacados habían gozado de una inmensa autoridad entre los marxistas; su ala izquierda parecía capaz de arrancar a la gran masa de los trabajadores socialdemócratas de la influencia de los dirigentes oportunistas y reformistas. Pero a pesar de todo ello, el proletariado alemán no sólo fracasó en sus diversas tentativas de hacerse con el poder, sino que pronto perdió su predominio político en favor de la reacción nacional-socialista, fallo que pagó con la destrucción de sus organizaciones y la liquidación de la mayor parte de sus dirigentes, con el sufrimiento del terror político reaccionario, con la disminución de sus salarios reales y la intensificación de su explotación, y con esa horrenda masacre que fue la Segunda Guerra Mundial.
Las causas de este cambio radical en la situación están muy lejos de poder ser simplemente atribuidas a la fatalidad histórica: sus jalones más importantes se encuentran en una serie de errores políticos de los partidos obreros en una época en la que los acontecimientos se desarrollan con extraordinaria rapidez.
Enero de 1919 es la primera derrota seria, aunque no insuperable, de la revolución alemana. El esfuerzo de los espartakistas y los delegados revolucionarios no logra arrancar a la mayoría obrera, fuera de Berlín y algunos otros reductos, de la influencia de los socialdemócratas mayoritarios, que asumen abiertamente la tarea de proteger el sistema capitalista y su Estado, y se constituyen en jueces y verdugos de la revolución en clara connivencia con los sectores más reaccionarios de las clases dominantes alemanas. En 1921 la situación económica y política parece haberse estabilizado, al menos relativamente, en todo el Occidente capitalista. El momento de las convulsiones revolucionarias ha pasado y la lucha directa por el poder se aplaza por un periodo probablemente corto pero, en todo caso, todavía imprevisible. El Congreso de la Internacional Comunista aprueba un repliegue táctico en todos los frentes en la URSS, la implantación de la Nueva Política Económica; en los países capitalistas, la táctica de Frente Único Obrero, destinada a lograr la unidad de la clase obrera y a desbancar pacientemente la influencia reformista en su seno.
No obstante, esa nueva estabilidad relativa va a durar poco en Alemania. Durante el año 1922 el Gobierno alemán es incapaz de satisfacer las reparaciones que le han