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No hay nada de glamour en las salas de juego de la inquietante ciudad-balneario de Ruletenburgo; ni elegantes caballeros de modales refinados, ni vaporosas damas de belleza sin igual. Ni siquiera el brillo del oro apilado. Sólo hay chusma continental: haraganes y golfillas, representantes de la sinvergonzonería europea de alta alcurnia de la época. El ansia por conseguir dinero fácil se disfraza de noble desdén… hasta que la turbación generada por una joven rusa hace saltar por los aires las relaciones de todos. Ruina, demencia, odio, engaño y desengaño son sólo algunas de las explosivas turbulencias que un hombre, Alexei Ivanovich, desencadena en un paraíso cogido con alfileres. En el proceso, afloran algunas de las más agudas reflexiones del genial Fiodor M. Dostoievski, las cuales hoy provocarían a buen seguro más de una queja ante las representaciones diplomáticas de media Europa.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 abr 2006
ISBN9788446037606
El jugador
Autor

Fiódor M. Dostoievski

<p>Fiódor Mijáilovich Dostoievski nació en Moscú en 1821, hijo de un médico militar. Estudió en un colegio privado de su ciudad natal y en la Escuela Militar de Ingenieros de San Petersburgo. En 1845, su primera novela, <i>Pobre gente</i> (ALBA CLÁSICA núm. CIX), fue saludada con entusiasmo por el influyente crítico Bielinski, aunque no así sus siguientes narraciones. En 1849, su participación en un acto literario prohibido le valió una condena de ocho años de trabajos forzados en Siberia, la mitad de los cuales los cumplió sirviendo en el ejército en Semipalatinsk. De regreso a San Petersburgo en 1859, publicó ese mismo año la novela <i>La aldea de Stepanichkovo y sus habitantes</i>. Sus recuerdos de presidio, <i>Memorias de la casa muerta</i> (ALBA CLÁSICA MAIOR núm. X), vieron la luz en forma de libro en 1862, un año después que su primera novela larga, <i>Humillados y ofendidos</i>. Fundó con su hermano Mijaíl la revista <i>Tiempo</i> y, posteriormente, <i>Época</i>, cuyo fracaso le supuso grandes deudas. La muerte de su hermano y de su esposa el mismo año de 1864, la relación «infernal» con Apolinaria Susova, la pasión por el juego, un nuevo matrimonio y la pérdida de una hija le llevaron a una vida nómada y trágica, perseguido por acreedores y sujeto a contratos editoriales desesperados. Sin embargo, desde la publicación en 1866 de <i>Crimen y castigo</i>, su prestigio y su influencia fueron centrales en la lite-ratura rusa, y sus novelas posteriores no hicieron sino incrementarlos: <i>El jugador</i> (1867), <i>El idiota</i> (1868), <i>El eterno marido</i> (1870), <i>Los endemoniados</i> (1872), <i>El adolescente</i> (1875) y, especialmente, <i>Los hermanos Karamazov</i> (1879-1880). Sus artículos periodísticos se hallan recogidos en su monumental <i>Diario de un escritor</i> (1873-1881; ALBA CLÁSICA MAIOR núm. XXXVII). Dostoievski murió en San Petersburgo en 1881.</p>

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    El jugador - Fiódor M. Dostoievski

    Akal / Colección / 126

    Fiodor Dostoievski

    el jugador

    Traducción: Sergio Hernández-Ranera

    No hay nada de glamour en las salas de juego de la inquietante ciudad-balneario de Ruletenburgo; ni elegantes caballeros de modales refinados, ni vaporosas damas de belleza sin igual. Ni siquiera el brillo del oro apilado. Sólo hay chusma continental: haraganes y golfillas, representantes de la sinvergonzonería europea de alta alcurnia de la época. El ansia por conseguir dinero fácil se disfraza de noble desdén… hasta que la turbación generada por una joven rusa hace saltar por los aires las relaciones de todos.

    Ruina, demencia, odio, engaño y desengaño son sólo algunas de las explosivas turbulencias que un hombre, Alexei Ivanovich, desencadena en un paraíso cogido con alfileres. En el proceso, afloran algunas de las más agudas reflexiones del genial Fiódor Dostoievski, las cuales hoy provocarían a buen seguro más de una queja ante las representaciones diplomáticas de media Europa.

    Diseño de portada

    RAG

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    Nota a la edición digital:

    Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

    © Ediciones Akal, S. A., 2006

    para lengua española

    Sector Foresta, 1

    28760 Tres Cantos

    Madrid - España

    Tel.: 918 061 996

    Fax: 918 044 028

    www.akal.com

    ISBN: 978-84-460-3760-6

    Prólogo

    Una novela apresurada, un autor atormentado, un tiempo convulso… Y sin embargo, pocas novelas emergen y perduran en el tiempo con la tremenda fuerza que sólo un escritor de talla enorme como Fiodor M. Dostoievski sabe imprimir a una narración.

    La aparición en 1846 de Pobres gentes, su primera novela, reportó a Dostoievski fama inmediata y la constatación unánime de que el mundo asistía a la presentación de un genio. Noches blancas se pu­blica en 1849 y, al poco, es arrestado y confinado en Siberia. Tras diez años de reclusión y trabajos forzados, vuelve con Un trance desagradable (1862) y Memorias del subsuelo (1864), las cuales restituyeron su celebridad, esa que se había ganado por interpretar con singular penetración la tortuosa vida del hombrecito medio en mitad de un sistema social opresivo. Es entonces cuando pudo viajar y residir durante algún tiempo en Europa occidental, lo que no hizo sino reforzar su fe en el futuro de Rusia y alimentar su nacionalismo reivindicativo. Pero en 1864 muere su esposa de tuberculosis y poco después su hermano, de quien hereda las deudas de su revista y la obligación de atender a su familia. Corre el año 1866, y aunque Fiodor M. Dostoievski está enfrascado en la escritura de la espeluznante Crimen y castigo, se ve forzado a crear una novela más: El jugador.

    Es ésta una historia gestada en condiciones casi patéticas, pues no en vano le fue dictada en poco más de una semana a su secretaria, taquígrafa personal y más tarde segunda esposa, Anna Grigorievna. Por contrato, la fecha límite de entrega de una obra a su editor (no merece ser nombrado) tocaba a su fin en el otoño de 1866 y, lejos de arredrarse, el gran Fiodor se las compuso para dictar una historia vibrante, insolente y plena de emociones que ya tenía prodigiosamente orquestada en su cabeza. Lo que se suponía iba a ser un librito menor para salir del paso ante su vampirizante editor (bueno, sí: Stellovski, ríanse de él), el devenir de los años no hace más que seguir abrillantando una joyita indiscutible, pues es precisamente la frescura de las palabras dictadas a Anna Grigorievna la base de la potencia del relato. Un lenguaje áspero, directo y sin tapujos revela a un Dostoievski en estado de gracia (como siempre), ofreciéndonos una historia de ritmo alocado en la que el autor nos deleita impregnando al personaje central con algunos rasgos autobiográficos. Y estos rasgos son, eminentemente, políticamente incorrectos.

    Dostoievski no equivocó su tiempo y puede que ni siquiera se adelantase lo más mínimo, pero, definitivamente, estas páginas son hoy un bofetón, todo un ciclón contra el estigma actual de la corrección política. Como en la poesía, de El jugador tal vez se puedan extraer aforismos: si gracias a R. Tagore nos enteramos de que «en las playas del universo, los niños juegan», y J. Racine nos dice que Fedra no sabe «qué corazón aspira a conquistar», el alter ego del autor en esta novela nos advierte de que, en las salas de juego, «la chusma juega realmente sucio», que «la amistad se basa en la humillación» y que «quizá el placer esté en el látigo». Esa chusma, canalla o, directamente, basura, es la inolvidable descripción de la clase alta europea de la época, variopinto pijerío y wanna-be-pijerío esparcido por los balnearios de Renania, muy probablemente los de Baden-Baden, que el autor rebautiza irónicamente como Ruletenburgo. Catalogado con frecuencia como una especie de ideólogo del sufrimiento y del mal rollo, Dostoievski nos fascina esta vez con tintes incluso optimistas, llenos de esa energía con la que uno tanto devora página tras página, como también ansía meterse en la trama para decirle cuatro cosas a esos personajes de mentalidad impresentable que siglo tras siglo se repiten como clones degenerados por doquier. Y así, observamos irreverencias tales como amenazar con escupir en un café cardenalicio, o la descomedida opinión vertida sin complejos sobre alemanes y franceses en apenas dos párrafos. Es aquí donde el inmenso Fiodor brilla especialmente: sin miedo, sin altivez, con la convicción que otorgan las propias contradicciones y un ánimo reivindicativo nada soterrado, a menudo nacionalista, para con la dignidad de los rusos.

    Dostoievski también se vierte en estas letras con la impronta de alguien curtido en ese nirvana que es la frontera entre el dolor y el placer, hacia la delgada línea en que se apoya todo espíritu en realidad romántico e impulsivo, eclosionando, en suma, como látigo de crápulas, adoradores del dinero y pijos decimonónicos, todos ellos delincuentes potenciales y fauna atemporal. Y lo más importante: como defensor de un amor verdadero inicial e iniciático, pese a que luego traspase con frecuencia esos límites y se erija en un paria de los afectos o en un aristócrata del desamor. Porque esos límites son su propia experiencia vital, una vida retratada como consecuencia de un constante paseo por el lado salvaje: por las penurias económicas que siempre le machacaron; por su afición al juego; por el pelotón de fusilamiento que en macabra pantomima no llegó a disparar el día que le ajusticiaban por «atentar» contra la Iglesia y el Estado; por sus ataques de epilepsia; por sus dificilísimas relaciones familiares; y, ¡cómo no!, por su intrigante (o fascinante) concepción (o confusión) del binomio placer/dolor incluso en el terreno íntimo (¡más látigos!).

    Dostoievski sigue buscando nuestra salvación a través de la belleza (o eso nos creemos), a pesar de presentarla más bien en sentido religioso, a pesar de comprobar su engaño casuístico en el espejismo de una ruleta que es la existencia misma, a pesar de, parafraseando a su protagonista, no triunfar en este mundo «porque los rusos son demasiado talentosos y polifacéticos como para encontrar con rapidez unas formas aceptables».

    El mismo autor logra supuestamente en 1871 deshacerse para siempre de su afición al juego, pero antes, en 1867, compone otra narración prodigiosa cuyo protagonista también sufre de epilepsia: El idiota. Pero lo mejor lo deja para el final. En 1879, el brillo de su madurez alumbra a Los hermanos Karamazov, su obra cumbre. Si el carácter ruso es poco menos que un misterio insondable, ahí tenemos a Fiodor M. Dostoievski para rastrear genialmente sus trazos y ofrecernos una visión exacerbada de éste y de la mente humana en general. A tal punto es profunda la caracterización psicológica de los personajes de su universo, que aún hoy sirven de ejemplo para muchos psiquiatras y estudiosos de la mente humana.

    El jugador no es ni mucho menos una creación menor. Es una novela de lectura fácil porque no cuenta con las disertaciones filosóficas de otras obras más densas del mismo autor, y esto sucede así porque su pensamiento a volumen brutal permite obviarlas. Su energía insolente, esa rara honestidad con la que todo el mundo es puesto a parir, las verdades como puños sobre el dinero y las supuestas formas decorosas de conseguirlo, todo ello, digo, nos permite concebir que Fiodor Mijailovich Dostoievski, si viviera hoy, sería el más heavy.

    Sergio Hernández-Ranera

    EL JUGADOR

    Capítulo I

    Tras ausentarme dos semanas, finalmente he regresado. Los nuestros llevan ya tres días en Ruletenburgo. Pensaba que me estarían esperando Dios sabe con qué impaciencia, pero me he equivocado. El general parecía tener aires de extraordinaria independencia, ha hablado conmigo con altivez y me ha ordenado que fuera a ver a su hermana. Está claro que han conseguido dinero de algún sitio. Incluso me ha parecido que al general le avergüenza un tanto mirarme. María Filippovna estaba extraordinariamente ocupada y ha conversado un poco conmigo, ha tomado el dinero, lo ha contado y ha escuchado todo mi informe. Esperaban para comer a Mezentsov, al francesito y también a un inglés. Como de ordinario, si hay dinero, inmediatamente se da una comida de gala: a lo moscovita. Polina Alexandrovna, al verme, me ha preguntado: «¿Por qué ha tardado tanto?». Y sin esperar mi respuesta, se ha marchado a algún sitio. Naturalmente, lo ha hecho a propósito. Pero tenemos que explicarnos. Son muchos los hechos que se han acumulado.

    Me han asignado una pequeña habitación en la cuarta planta del hotel. Aquí se sabe que pertenezco al séquito del general. De todo esto deduzco que ya se han dado a conocer. Aquí todos consideran que el general es un riquísimo alto dignatario ruso. Antes de comer, entre otros encargos, le ha dado tiempo a darme dos billetes de mil francos para que los cambiara. Los he cambiado en la oficina del hotel. Ahora nos mirarán como si fuéramos millonarios, al menos durante toda la semana. Hubiera querido coger a Misha y Nadia e ir con ellos a pasear, pero ya en la escalera me llamaron al cuarto del general. Tenía a bien enterarse de adónde les llevaba. Decididamente, este hombre no es capaz de mirarme directamente a los ojos. Puede que tenga muchas ganas de hacerlo, pero cada vez que respondo con una mirada fija, es decir, irreverente, parece turbarse. Con un habla muy grandilocuente, ensartando una frase en otra y, finalmente, trabándose por completo, me ha dado a entender que diera un paseo con los niños por cualquier sitio lejos del casino, por el parque. Al final, se ha enojado del todo y ha añadido bruscamente: «No sea que acaso les lleve al casino, a la ruleta. Perdóneme –añadió–, pero sé que usted es aún bastante frívolo y muy capaz, quizá, de jugar. En cualquier caso, y aunque yo no sea su mentor, papel que tampoco deseo desem­peñar, al menos tengo derecho a desear que usted, por así decirlo, no me comprometa…».

    —Pero si no tengo dinero –respondí con tranquilidad–. Para perder, hay que tenerlo.

    —Lo recibirá inmediatamente –contestó el general, sonrojándose un poco. Hurgó en su escritorio, consultó una libreta, y resultó que me debía cerca de ciento veinte rublos.

    —¿Y cómo vamos a hacer las cuentas? –dijo–. Hay que hacer la conversión en táleros. Bueno, coja cien táleros para redondear. El resto, por supuesto, no se perderá.

    Cogí en silencio el dinero.

    —Le ruego que no se ofenda por mis palabras, es usted tan susceptible… Si le he hecho esta observación es, por así decirlo, para prevenirle, ya que, por supuesto, tengo cierto derecho a ello…

    Al volver a casa con los niños antes de comer, me encontré con toda una cabalgata. Los nuestros habían ido a ver unas ruinas. ¡Dos magníficos coches, espléndidos caballos! Mademoiselle Blanche iba en un coche con María Filippovna y Polina; el francesito, el inglés y nuestro general, a caballo. Los transeúntes se detenían y miraban; el efecto estaba conseguido. Sin embargo, el general no podrá evitar la desgracia. Calculé que con los cuatro mil francos que yo había traído y sumando lo que, por lo visto, habían tenido tiempo de conseguir, tendrían ahora siete u ocho mil francos, lo cual es demasiado poco para mademoiselle Blanche.

    Mademoiselle Blanche también se aloja en nuestro hotel, junto con su madre. Por aquí también está nuestro francesito, en algún sitio. Los lacayos le llaman «monsieur le comte»[1], y la madre de mademoiselle Blanche se hace llamar «madame la comtesse»[2]. Bueno, puede que, efectivamente, sean comte et comtesse.

    Yo ya sabía que monsieur le comte no me iba a reconocer cuando nos juntáramos a la hora de comer. Por supuesto que al general no se le ocurriría presentarnos o, cuando menos, recomendarme a él. En cambio, monsieur le comte ya había estado en Rusia y sabe qué poquita cosa es lo que llaman un outchitel[3]. Por otra parte, me conoce muy bien. Pero tengo que reconocer que me presenté a la comida sin ser invitado. Parece que al general se le olvidó disponer la invitación, pues de lo contrario, seguramente me habría enviado a comer a la table d’hôte[4]. Me presenté yo mismo, así que el general me ha mirado con desagrado. La buena de María Filippovna enseguida me mostró mi sitio. No obstante, el encuen­tro con mister Astley me sacó del apuro y, a la fuerza, me encontré­ dentro de su círculo.

    Había encontrado por primera vez a ese extraño inglés en Prusia, en un vagón donde estábamos sentados uno enfrente del otro, cuando yo trataba de alcanzar a los nuestros. Luego me topé con él al entrar en Francia y, finalmente, en Suiza. Dos veces durante esas dos semanas. Y justo ahora me lo encuentro ya en Ruletenburgo. Nunca en mi vida había visto a una persona más tímida; es tímido hasta la estupidez. Y por supuesto que él mismo lo sabe, porque en absoluto es estúpido. Por lo demás, es muy amable y calmoso. En Prusia le obligué a trabar conversación en nuestro primer encuentro. Me anunció que había estado ese verano en Nord-Cap y que tenía unas ganas inmensas de visitar la feria de Nizhni Novgorod. No sé cómo conoció al general. Creo que está totalmente enamorado de Polina. Cuando ésta entró, se puso rojo como un tomate. Estaba muy contento de que yo estuviese sentado a la mesa a su lado, y parece que me considera amigo íntimo suyo.

    Durante la comida, el francesito ha dado excesivamente la nota. Aunque en Moscú, recuerdo, hablaba de nimiedades, aquí ha estado con todos despectivo y prepotente. Ha hablado en exceso de finanzas y de la política rusa. El general se atrevía de cuando en cuando a contradecirle, pero discretamente, lo justo para no comprometer definitivamente su importancia.

    Me encontraba en un extraño estado de ánimo, claro está, y hacia la mitad de la comida pude hacerme mi habitual pregunta de siempre: «¿Qué hago con este general y por qué no me despego de ellos desde hace tiempo?». De vez en cuando miraba a Polina Alexandrov­na. No repara en mí en absoluto. Acabé por encolerizarme y decidí decir groserías.

    Comencé por inmiscuirme en conversación ajena súbitamente y sin venir a cuento, en voz alta y sin permiso. Sobre todo tenía ganas de pelearme con el francesito. Me volví al general y, de repente, con voz totalmente alta y clara –creo que le interrumpí–, hice notar que ese verano los rusos tenían casi imposible comer en la mesa redonda de los hoteles. El general me dirigió una mirada de asombro.

    —Si usted se aprecia como persona –me lancé–, entonces, con toda seguridad, se hará merecedor de improperios y tendrá que aguantar desaires extraordinarios. En París y en el Rin, incluso en Suiza, hay tantas polaquitas y francesitos que comparten sus ideas, que resulta imposible pronunciar palabra si se es ruso.

    Todo esto lo dije en francés. El general me miraba perplejo, sin saber si debía enfadarse o sólo asombrarse de que yo me hubiera propasado de tal modo.

    —Se ve que en algún sitio alguien le ha dado una lección –dijo el francesito desdeñosa y despreciativamente.

    —Primero discutí en París con un polaco –respondí–, y luego con un oficial francés que apoyaba al polaco. Pero después, parte de los franceses se pusieron de mi lado

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