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Taras Bulba
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Libro electrónico180 páginas3 horas

Taras Bulba

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Feroces, crueles, valientes y apasionados, los cosacos hacen temblar la estepa bajo los cascos de sus caballos. Y entre ellos se encuentra Taras Bulba, un anciano lleno aún de fuerza e inteligencia que junto a sus hijos, Ostap y Andrí, avanzará por tierras polacas con intención de vengar su fe ortodoxa burlada por los católicos. Ninguna guarnición, ciudad amurallada o iglesia podrán detenerlos, hasta que la desgracia se cierna sobre ellos y el apuesto y enamoradizo Andrí haga que su padre maldiga el día en que lo engendró. "Taras Bulba", una anomalía entre la obra más conocida de Gogol, es una aventura trepidante, una sinfonía en perpetuo crescendo, en la que cada capítulo es más intenso y sorprendente que el anterior; un fresco tan afinadamente dibujado y tan vívido que resulta absolutamente intemporal.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 feb 2018
ISBN9788446045922
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    4/5
    Russian imperialism-nationalism in the shape of Cossacks that rampaged the Steppes in a seemingly ceaseless struggle with perceived and made up enemies, the natural world and their brutal-romantic nature.At least that's Gogol's 1835 and 1842 (he rewrote after much criticism by Russian authorities of its 'Ukraine bias) version of an era when Tsarist 'expansionist' policies were again stirring with resultant oppression of other nationalities including Poles, Ukrainians, Tatars, Turks etc. as well as infamous, exploitative Pogroms on Jewish populations of the Pale of Settlement.So, what of the book itself: A very well crafted and thoroughly readable story of mayhem and reflection within a family torn apart by forbidden love, unbounded fealty and reckless patriotism.Gogol offers a vigorously and engagingly written version of, but no answers to the age old question of whether and at what cost to individuals and society 'love conquers all'?Thoroughly enjoyable read - the context of its origins have to be born in mind.
  • Calificación: 4 de 5 estrellas
    4/5
    Nikolai Gogolis an enabler, and Taras Bulba is an enabling act. Are the Poles stupid? Yes they are, and considering this was written after the Tsar had completely subdued their shit, that is reprehensible. Are the Jews greedy? Natch, although they do help Taras Bulba out a bit, to be fair. Are the Turks heathen filth? They are in 1500, so in 1835, encroach, encroach, encroach. Are the Cossacks mighty and blameless, except for living in violent times? They are, and the Russian Tsar will rule the earth, and I haven't read Dead Souls but judging from this book Gogol is a total sycophantic suck.On the other hand: Medieval Russian cowboys. Theme RPG waiting to happen. Especially keeping in mind that last story, "Vengeance" whatever.
  • Calificación: 4 de 5 estrellas
    4/5
    Nikolai Gogol wrote of the absurd in stories like Dead Souls and The Overcoat, and here he ostensibly finds that in the historical, for the utter disregard for peace and order that the 16th century Cossacks (living in what is now Ukraine), and their appetite for war and carousing, certainly appears absurd. Upon the return of his two sons from a seminary in Kiev, Taras Bulba spurs the Cossacks to start a war for no other reason than to gain battle experience for them. Amidst the requisite blood-drenched hacking that ensues, the younger son falls in love with one of the Polish women and changes sides, which is a betrayal. The battle rages and corpses pile up.What’s sad is Gogol isn’t saying ‘he who lives by the sword, dies by the sword’, or commenting on the idiocy of war. He’s glorying in Russian nationalism, putting these wars with the Catholic Poles to the north and the Muslim Turks and Tatars to the South in the light of a grand tradition of bravery stretching back to the Iliad (emphasized by references to that book, such as enemies outside of a sieged town being dragged across the battlefield by horses), and justifying some pretty brutal anti-Semitism. His romanticized view of the Cossacks is that their “endless skirmishes and restless life saved Europe from the unstoppable infidel attacks that threatened to overthrow her.”It’s a bleak picture of humanity. Violence and all manner of brutality abounds. The ‘uncivilized’ Cossacks are hell-bent on war. The ‘civilized’ Poles, aristocrats included, turn out for a public torture and execution in Warsaw. The author makes Taras Bulba and the Cossacks martyred heroes. It’s hard not to translate this view into present day hot spots around the world, Ukraine included, and feel sad that this is who we are. And yet it is a snapshot not only of the Cossacks from four hundred years ago, but the Russian impression of them two hundred years later, both of which were interesting to me, and I do like Gogol’s writing. Just a couple of quotes:“I want my vodka so clear and frothing that it hisses and whirls like it’s possessed!”And this battlefield advice:“If you are grazed by a bullet, or if a saber grazes your head or any other part of your body, then you must not pay too much attention to it. Just mix a measure of gunpowder with a cup of vodka, drink it down, and there’ll be no fever and all will be well. As for your wound, if it’s not too big just spit in your palm, rub some earth in it, and smear the dirt on the wound – that’ll dry it out.”

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Taras Bulba - Nikolái V. Gogol

Bulba

Capítulo I

—¡Date la vuelta, hijo! ¡Qué gracioso estás! ¿Qué es esta sotana de pope que llevas? ¿Y todos en la academia van así? –con estas palabras recibió el anciano Bulba a sus dos hijos, que estudiaban en un seminario de Kiev y habían ido a casa de su padre.

Sus hijos acababan de bajarse del caballo. Eran dos jóvenes robustos, aún con la mirada torva, como la tienen los recién salidos del seminario. Sus fuertes y sanos rostros estaban cubiertos del primer plumón de vello, que aún no parecía barba. Se hallaban muy confusos por tal recibimiento de su padre y se encontraban inmóviles con la vista clavada en el suelo.

—¡Esperad, esperad! Dejad que os observe bien –continuó él girando a su alrededor–. ¡Qué trajes tan largos lleváis! ¡Vaya trajes! Nunca había visto unos trajes así. ¡Que uno de vosotros se eche a correr! Comprobaré si no se enreda con él y se cae al suelo.

—¡No se ría, no se ría, padre! –dijo finalmente el mayor de los dos.

—¡Vaya un orgulloso que eres! ¿Y por qué no habría de reírme?

—Pues porque, aunque sea mi padre, si se ríe juro por Dios que le daré una paliza.

—¡Ah, vaya hijo que eres tú! ¿A tu padre? –dijo Taras Bulba, apartándose con sorpresa unos pasos hacia atrás.

—Aunque sea a mi padre. Ante una ofensa no respeto a nadie.

—¿Así que quieres pelear conmigo? ¿Con los puños?

—Con lo que sea.

—Bueno, pues con los puños –dijo Taras Bulba remangándose–. ¡Vamos a ver qué tal peleas!

Y el padre y el hijo, en lugar de saludarse tras una larga separación, comenzaron a lanzarse el uno al otro puñetazos en los costados, en los riñones y en el pecho, bien separándose y observándose, bien volviendo a lanzarse el uno contra el otro.

—¡Buenas gentes, observad: el viejo ha perdido la cabeza! ¡Está completamente loco! –decía la pálida, delgada y bondadosa madre, que se encontraba en el umbral y que aún no había tenido tiempo de abrazar a sus queridos hijos–. Los hijos han vuelto a casa, hace más de un año que no los veía y a él lo único que se le ha ocurrido es ¡pelearse a puñetazos!

—¡Pelea bien! –dijo Bulba deteniéndose–. Por Dios que sí –continuó arreglándose la ropa–, casi es mejor no ponerlo a prueba. ¡Será un buen cosaco! ¡Bueno, te saludo, hijo! ¡A mis brazos! –y el padre y el hijo se besaron–. ¡Bien hijo! ¡Zurra a todos como a mí, no dejes escapar a ninguno! Pero tu traje sigue siendo muy gracioso: ¿qué es esa cuerda que te cuelga? Y tú, mastuerzo, ¿qué haces ahí de brazos cruzados? –dijo volviéndose al más joven–. ¿Por qué tú, hijo de perra, no me zurras también?

—¡Vaya ocurrencia! –dijo la madre, abrazando entretanto al menor de sus hijos–. ¿A quién le entra en la cabeza que un hijo pegue a su padre? A un niño que ha andado tantos caminos, agotado (ese niño tenía veintipico años y medía un sazhen[1] exactamente), habría que dejarle descansar y que comiera algo, y en lugar de eso le obliga a pelearse.

—¡Por lo visto eres un hijo de mamá! –dijo Bulba–. Hijo, no escuches a tu madre, ella es una mujer, no sabe nada de nada. ¿Para qué necesitáis las caricias? Vuestras caricias serán los amplios campos y los vigorosos caballos: ¡ésos serán vuestras caricias! ¿Y veis este sable? ¡Éste será vuestra madre! Todo eso de lo que os han llenado la cabeza son tonterías; la academia y todos esos libracos, cartillas y filosofía, todos esos Dios sabe qué, ¡escupo sobre todo eso! –en ese momento Bulba dijo cierta palabra que no está bien utilizar en los libros–. Lo mejor es que os lleve esta misma semana a Zaporozhe[2]. ¡Allí sí que vais a aprender! Allí tendréis una escuela; allí os haréis hombres.

—¿Y lo único que van a estar en casa va a ser una semana? –decía lastimera, con lágrimas en los ojos, la delgada y anciana madre–. No les dará tiempo de divertirse a los pobres, ni de reconocer la casa paterna. ¡Y a mí no me dará tiempo de saciarme de mirarlos!

—¡Ya está bien, vieja! Los cosacos no están hechos para entretenerse con las mujeres. Serías capaz de ocultarlos bajo la falda y sentarte sobre ellos como la gallina con sus huevos. Vete, vete y ponnos rápido en la mesa la comida. No necesitamos bollos, pasteles de miel, pasteles de amapola ni ninguna otra golosina; ¡tráenos un carnero entero, una cabra, hidromiel de cuarenta años! Y mucho aguardiente, no del aguardiente con invenciones, de ese con pasas o cualquier otra fantasía, sino del blanco y espumoso que burbujee y espumee como rabioso.

Bulba se llevó a sus hijos a un cuarto del que salieron corriendo ágilmente dos hermosas doncellas sirvientas, llenas de monistas[3] de oro, que estaban arreglando las habitaciones. Al parecer se habían asustado con la llegada de los jóvenes señores, o simplemente querían mantener sus costumbres femeninas, gritar y lanzarse a la carrera ante la visión de un hombre y después cubrirse la cara con las mangas con gran vergüenza. La habitación estaba amueblada al gusto de la época, cuyo vivo recuerdo pervive tan sólo en las canciones y en las dumas[4] nacionales que ya no cantan en Ucrania ancianos ciegos y barbudos acompañados de los rasgueos de una bandurria ante un círculo de oyentes, según el gusto de aquella época ruda y guerrera, cuando comenzaban a estallar las luchas en Ucrania por la religión. Todo estaba limpio, revestido de reluciente arcilla. En las paredes había sables, nagaikas[5], redes para pájaros y peces, fusiles, un cuerno labrado para guardar la pólvora, una brida dorada para el caballo y trabas con tachuelas plateadas. Las ventanas de la habitación eran pequeñas, con vidrios redondos y opacos, como los que actulamente se ven sólo en las antiguas iglesias, a través de los cuales no se podía ver sin levantar un vidrio movedizo. Alrededor de las ventanas y de la puerta había hermosos adornos. En las estanterías de las esquinas había jarras, botellas y frascos de cristal verde y azul, copas de plata cincelada, copitas doradas de muy distinta procedencia: venecianas, turcas, circasianas, llegadas a las manos de Bulba por muy distintos caminos, tras pasar por tres o cuatro manos, lo que era muy común en esos tiempos audaces. Había bancos de madera de abedul por toda la estancia; una enorme mesa bajo los iconos junto a la entrada y una ancha estufa con escalones y saledizos, cubierta de azulejos abigarrados de flores. Todo esto era bien conocido por nuestros dos jóvenes, que caminaban cada año a casa por vacaciones, y digo caminaban porque aún no tenían caballos y porque no era costumbre permitir que los escolares montaran a caballo. Aún tenían largos cabellos de los que cualquier cosaco armado les podía tirar. Sólo esta vez, antes de su partida, Bulba les había mandado un par de potros jóvenes de su manada.

Bulba, con motivo de la llegada de sus hijos, había mandado reunirse a todos los jefes de escuadrón y a todos los mandos del regimiento que se encontraban en la aldea, y cuando dos de ellos llegaron con el esaul[6] Dmitro Tovkach, viejo amigo suyo, él les presentó a sus hijos diciendo: «¡Mirad qué jóvenes gallardos! Pronto les llevaré al Sech[7]». Los invitados felicitaron a Bulba y a los dos jóvenes y les dijeron que hacían bien y que no había mejor escuela para un joven que el Sech de Zaporozhe.

—Bueno, señores y hermanos, sentaos en la mesa como mejor os acomode. ¡Bueno, hijos! ¡Antes de nada vamos a beber aguardiente! –dijo Bulba–. ¡Que Dios nos bendiga! ¡A vuestra salud, hijos, a la tuya, Ostap, a la tuya, Andrí! ¡Que Dios permita que en la guerra siempre salgamos victoriosos! Ya sea contra los paganos turcos o tártaros, y si los liajos[8] intentan algo contra nuestra religión, también contra ellos. A ver, dame tu vaso; ¿es bueno el aguardiente? ¿Y cómo se dice aguardiente en latín? Ay, hijo, qué tontos eran los romanos que no conocían el aguardiente. ¿Cómo se llamaba uno que escribía versos en latín? Yo no sé mucho de letras y por eso no lo conozco. ¿Se llamaba Horacio?

«¡Menudo es mi padre! –pensó para sí el hijo mayor, Ostap–. El viejo zorro lo sabe todo y aún finge que no.»

—Me imagino que el archimandrita[9] no os habrá dejado ni oler el aguardiente –continuó Taras–. Reconoced, hijos, que os han azotado con varas de abedul y de guindo en la espalda y por toda vuestra figura cosaca. Y quizá, como os hacíais demasiado sabiondos, también os hayan pegado con látigos. Y no solamente el sábado, sino también el miércoles y el jueves.

—Padre, no sirve de nada recordar lo sucedido –respondió con serenidad Ostap–. ¡Lo pasado, pasado está!

—¡Que lo intenten ahora! –dijo Andrí–. ¡Que alguien trate ahora de meterse conmigo! ¡Que se presente ahora algún tártaro y sabrá lo que es un sable cosaco!

—¡Bien, hijo! ¡Por Dios que bien! ¡Y cuando eso suceda, iré con vosotros! ¡Por Dios que iré! ¿Qué diablos me retiene aquí? ¿Convertirme en un sembrador de trigo, un amo de su casa? ¿Cuidar de las ovejas y de los cerdos y divertirme con mi mujer? Que se vaya al diablo: ¡soy un cosaco y no quiero! ¿Qué más da que no haya guerra? Iré con vosotros a Zaporozhe a divertirme. ¡Por Dios que iré! –y el anciano Bulba fue enardeciéndose poco a poco, enardeciéndose, y finalmente se exaltó totalmente, se levantó de la mesa y, adoptando una pose digna, dio una patada al suelo–. ¡Mañana nos iremos! ¿Para qué retrasarlo? ¿A qué enemigo podemos aguardar aquí? ¿Para qué queremos esta barraca? ¿Para qué nos sirve todo esto? ¿Para qué queremos estos pucheros? –y diciendo esto se puso a golpear y a tirar los pucheros y los frascos.

La pobre anciana, acostumbrada ya a esos arrebatos de su marido, miraba tristemente sentada en un banco. No se atrevía a decir nada; pero al escuchar una decisión tan terrible para ella no pudo contener las lágrimas; miraba a sus hijos, de los que tan pronto se iba a tener que separar, y nadie hubiera podido describir toda la silenciosa fuerza de la amargura que parecía temblar en sus ojos y en sus labios, convulsivamente apretados.

Bulba era terriblemente obcecado. Uno de esos personajes que sólo pueden darse en el duro siglo XV en un remoto rincón de Europa, cuando toda la primitiva parte meridional de Rusia, abandonada por sus príncipes, llevaba tiempo siendo devastada y abrasada por las indómitas incursiones de rapaces mongoles; cuando, privado de hogar y techo, el hombre se hacía más fuerte; cuando sobre sus escombros, ante sus enemigos y la perpetua amenaza, se establecía y se acostumbraba a mirarla frente a frente, aprendiéndose de memoria que no existía el miedo en el mundo; cuando la llama guerrera se apoderó de la pacífica alma eslava y se instituyó el estado cosaco –amplio y libertino estallido de la naturaleza rusa–, y cuando todas las riberas de los ríos, todos los vados, las orillas de los arroyos y otros sitios parecidos fueron poblados por cosacos, cuyo número se desconocía y sus valientes compañeros tuvieron razón al responder al sultán, que quería saber su número: «¡Quién sabe! Se han dispersado por toda la estepa: allí donde hay un montículo, hay un cosaco». Fue, justamente, una excepcional exhibición de las fuerzas rusas arrancadas de los pechos de la gente bajo el peso de la desgracia. En lugar de las provincias originales, de las pequeñas aldeas llenas de perreros y cazadores, en lugar de ciudades gobernadas por pequeños príncipes que guerreaban y comerciaban entre sí, se levantaban poblados fortificados: kurenes[10] y distritos, unidos contra la amenaza común y el odio contra los invasores paganos. Todos los que conocen la historia saben que fue su incesable lucha y su intranquila vida las que salvaron a Europa de las incontenibles incursiones que amenazaban con derribarla. Los reyes polacos, que se habían hecho dueños de las tierras sustituyendo a los príncipes feudales, aunque lejanos y debilitados, comprendieron el significado de los cosacos y la conveniencia de su vida guerrera y vigilante. Les alentaron y alimentaron esta predisposición. Bajo su lejano poder, los hetman[11], elegidos por los propios cosacos, redistribuyeron el territorio en regimientos y en distritos militares. No era un ejército regular, nadie lo había visto; pero en caso de guerra y de movimiento entre las filas enemigas, en no más de ocho días todos aparecían a caballo, completamente armados, recibiendo sólo un rublo de oro del rey. Y en dos semanas se reunía un ejército tal que ni los oficiales de reclutamiento hubieran sido capaces de conseguir. Cuando finalizaba la campaña, el guerrero regresaba a sus prados y a sus campos a las orillas del Dnieper, pescaba, comerciaba, hacía cerveza y era un cosaco libre. Sus contemporáneos extranjeros se sorprendían con razón de sus excepcionales habilidades. No había oficio que el cosaco no conociera: fermentar vino, construir carros, preparar pólvora, realizar trabajos de forjador y de armero, además de divertirse salvajemente, beber y trasnochar como sólo un ruso podría hacerlo… y todas estas cosas las hacía igual de bien. Además de los cosacos inscritos que debían acudir en caso de guerra, era posible, en cualquier momento, en caso de mayor necesidad, reunir toda una tropa de voluntarios a caballo: sólo hacía falta que el esaul fuera por los mercados y las plazas de todos los asentamientos y pueblecillos y gritara a voz en cuello, montado en un carro: «¡Escuchadme, fermentadores de vino y cocedores de cerveza! ¡Ya está bien de hacer cerveza y de holgazanear y de hinchar vuestros gordos cuerpos! ¡Marchad a conseguir el honor y la gloria caballeresca! ¡Vosotros, yunteros, sembradores de trigo, pastores, mujeriegos! ¡Ya está bien de empujar el arado, de mancharos las botas en el suelo, de cortejar a las mujeres y de desperdiciar vuestra fuerza de combate! ¡Es la hora de alcanzar la gloria cosaca!».

Y esas palabras eran como chispas que cayeran sobre madera seca. El labrador rompía su arado, los fermentadores de vino y cocedores de cerveza tiraban sus toneles y rompían sus barriles, los artesanos y los comerciantes mandaban a paseo su oficio y su negocio y tiraban los pucheros de su casa. Y todos montaban a caballo. En una palabra, el carácter ruso recibía en aquel momento un poderoso y profundo arrebato y se revelaba en todo su esplendor. Taras era uno de los antiguos comandantes: había nacido para la amenaza del enemigo y se distinguía

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