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Gora: Una juventud en la India
Gora: Una juventud en la India
Gora: Una juventud en la India
Libro electrónico430 páginas10 horas

Gora: Una juventud en la India

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Considerada como una de las novelas más representativas y complejas de Tagore, Gora presenta un retrato magistral de la sociedad bengalí a través de la epopeya de su protagonista. En el relato se entreteje una historia que muestra una India cuya diversidad de razas, culturas y religiones, pero sobre todo la división en castas, provocan un desgarro que lamentablemente no se aleja del que vive en la actualidad. En Gora, Tagore hace su universal llamamiento, contra toda casta, contra todo puritanismo, contra toda confrontación.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 feb 2011
ISBN9788446038788
Gora: Una juventud en la India
Autor

Rabindranath Tagore

Rabindranath Tagore (1861-1941) was an Indian poet, composer, philosopher, and painter from Bengal. Born to a prominent Brahmo Samaj family, Tagore was raised mostly by servants following his mother’s untimely death. His father, a leading philosopher and reformer, hosted countless artists and intellectuals at the family mansion in Calcutta, introducing his children to poets, philosophers, and musicians from a young age. Tagore avoided conventional education, instead reading voraciously and studying astronomy, science, Sanskrit, and classical Indian poetry. As a teenager, he began publishing poems and short stories in Bengali and Maithili. Following his father’s wish for him to become a barrister, Tagore read law for a brief period at University College London, where he soon turned to studying the works of Shakespeare and Thomas Browne. In 1883, Tagore returned to India to marry and manage his ancestral estates. During this time, Tagore published his Manasi (1890) poems and met the folk poet Gagan Harkara, with whom he would work to compose popular songs. In 1901, having written countless poems, plays, and short stories, Tagore founded an ashram, but his work as a spiritual leader was tragically disrupted by the deaths of his wife and two of their children, followed by his father’s death in 1905. In 1913, Tagore was awarded the Nobel Prize in Literature, making him the first lyricist and non-European to be awarded the distinction. Over the next several decades, Tagore wrote his influential novel The Home and the World (1916), toured dozens of countries, and advocated on behalf of Dalits and other oppressed peoples.

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    Rise of Nationalism in India Rabindranath Tagore set his book, “Gora” during the early days of the 20th century. This is when the nationalist movement swept through India.After the Great Uprising of 1857, the British launched their “divide and rule” policy in India. They wished to divide Hindus and Muslims. The British Government took control of India’s administration from the East India Company in 1858.Allan Octavian Hume founded the Indian National Congress in 1885. He wanted to give Indians a voice with the British Government. The Party quickly became the centre of the nationalist movement that swept through India.Nationalist movements and thinkers in Europe, like Theodor Herzl and Giuseppe Mazzini, influenced many Indians.Some of India’s leaders copied and changed the ideas that people like Mazzini promoted. Today’s leaders have warped the original ideas even more. Tagore’s own views were much broader than those prevalent during his time. He expressed some of his thinking in his poem, “Let My Country Awake.” He wrote “Gora” in this setting of a rising wave of nationalism in India. Synopsis On the surface, the book traces two parallel love stories. The first is between Gora and Sucharita. The second is between Binoy and Lolita. Most reviewers have found long passages on themes like caste, feminism, gender, religion, etc., scattered through the book. Tagore also explored many nationalist themes while writing “Gora”. My Impression I did not find any real merit in the book. I accept that this may be because of poor translation from Bengali to English. Gora’s character confused me. The translator used the masculine and feminine genders to refer to Gora. At times, I became unsure if the word, “Gora” was used to refer to the British. “Gora” also refers to a fair skinned person, and we also use the word in colloquial speech to refer to a white-skinned Westerner.The translator also mixed up the past and present tense in a single paragraph, making it difficult to follow the flow of the narrative.There were some interesting passages in the book in which Tagore wrote about some themes like nationalism, religion, brotherhood, etc. However, the poor translation marred the story. Towards the end, I tired of the book, and was glad that to conclude the narrative.

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Gora - Rabindranath Tagore

Akal / Básica de bolsillo / 232

Rabindranath Tagore

Gora

Una juventud en la India

Traducción: Anatole y Nina Sanderman

Diseño de portada

Sergio Ramírez

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Ediciones Akal, S. A., 2011

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-3878-0

Cronología

Otras obras del mismo autor

Entre su abundantísima producción literaria se cuentan también los libros de poemas titulados Gitanjali, La cosecha, Tránsito, Regalo del amante, Malini, El ciclo de la primavera y Pájaros perdidos; los dramas El rey del salón oscuro y El rey y la reina; las novelas y narraciones tituladas Sacrificio, El naufragio, Las piedras y otros cuentos, Mashi y la hermana mayor, así como sus libros de ensayo, artículos y memorias Recuerdos de la infancia, Reminiscencias, Hacia el hombre universal, Meditaciones, El sentido de la vida y Oriente y Occidente. Póstumamente se publicaron también su Epistolario y una colección completa de sus Conferencias y Ensayos.

I

Era la época de las lluvias en Calcuta; las nubes matutinas se habían dispersado y el cielo estaba bañado en claridad solar.

Binoy-Bhusan se hallaba solo en el balcón del piso alto de su casa, observando perezosamente el incesante fluir de los transeúntes. Hacía poco tiempo que había terminado sus estudios, no habiéndose aún decidido por ninguna ocupación estable. Cierto era que había publicado algún que otro artículo en los periódicos y organizado reuniones, pero a la larga estas cosas ya no le satisfacían. Y era así como en esta mañana empezaba a sentir cierto desasosiego.

Delante del almacén de enfrente había un pordiosero ba-ul[1] vestido con harapos de colores abigarrados, comunes entre esta secta de bardos peregrinos, que cantaba:

En mi jaula vuela un ave extraña;

de donde viene, no lo sé.

Mi espíritu es impotente para frenar su vuelo;

adonde vuela, no lo sé.

Binoy tuvo el impulso de invitar al ba-ul a su casa para anotar la canción de la extraña ave. Pero, como en medio de una noche fría no nos podemos decidir a levantarnos para buscar otra frazada, así también el ba-ul quedó sin ser llamado, la canción de la extraña ave quedó sin ser anotada y sólo su melodía siguió aún resonando durante cierto tiempo en el espíritu de Binoy.

De pronto, se produjo un accidente precisamente frente a la casa. Un elegante carruaje tirado por dos caballos chocó en su rápida carrera contra un coche de alquiler, y prosiguió su camino sin preocuparse por la suerte del humilde vehículo, arrojado hacia un costado de la calzada.

Binoy se dirigió apresuradamente hacia la calle y vio a una muchacha que bajaba del coche y a un anciano que trataba de hacer lo mismo. Corrió para ayudarle y, notando la palidez del anciano, le preguntó:

—¿Se ha lastimado?

—No, no es nada –contestó éste, esbozando una débil sonrisa, aun cuando se veía a las claras que estaba a punto de desmayarse.

Binoy lo cogió del brazo y dijo a la asustada muchacha:

—Ésa es mi casa... Entre, se lo ruego...

Después de haber acomodado al anciano en la cama, la muchacha salpicó su rostro con agua y, mientras lo abanicaba, dijo precipitadamente, dirigiéndose a Binoy:

—¿Me haría el favor de llamar a un médico?

Como en la vecindad había uno, Binoy mandó a buscarlo sin pérdida de tiempo.

En la habitación había un espejo, y Binoy, que se hallaba detrás de la muchacha, podía observar en él su imagen. Desde sus tiempos escolares había vivido en esta casa de Calcuta, concentrado en sus estudios, y lo poco que sabía del mundo era a través de los libros. Nunca conoció mujeres fuera de su estrecho círculo familiar, y la imagen que ahora veía en el espejo lo cautivó. No era conocedor de rasgos femeninos, pero le parecía descubrir un nuevo mundo de ternura en esta cara juvenil, que se inclinaba llena de solicitud amorosa.

Cuando pasados unos momentos el anciano abrió los ojos y suspiró, la muchacha se inclinó hacia él y susurró, llena de angustia:

—Padre, ¿estás herido?

—¿Dónde estoy? –preguntó el anciano, tratando de incorporarse. Pero Binoy se le acercó apresuradamente y le rogó que no se moviera hasta que llegase el médico.

En ese preciso instante se oyeron los pasos del doctor que entraba en la habitación. Auscultó al paciente y, no habiendo encontrado nada de cuidado, le recetó un poco de leche tibia con coñac, despidiéndose enseguida.

Antes de partir, el anciano preguntó por el nombre de su anfitrión, presentándose a sí mismo como Paresh Chandra Bhattacharja. Dijo que vivía bien cerca, en el número 78 de la misma calle, y agregó:

—Si algún día dispone usted de tiempo, nos alegraríamos muchísimo de verlo en nuestra casa.

Y en los ojos de la muchacha leyó Binoy la muda confirmación de esta invitación.

Binoy los hubiera acompañado a su casa con gusto, pero temía parecer cargoso. Mientras vacilaba, el coche ya había arrancado y la muchacha se despedía de él con una leve inclinación de cabeza. Confundido, Binoy se olvidó de devolver el saludo. Ya en su habitación, esta falta de cortesía lo atormentó durante un largo rato. Analizó todos los pormenores de su comportamiento, desde el primer instante del encuentro con ella, hasta el momento de la despedida, y tuvo la sensación de que, desde el comienzo hasta el final, se había comportado con increíble torpeza. Todavía estaba cavilando sobre las cosas que hubiera debido hacer o no y sobre las palabras que debió pronunciar o callar, cuando fijó su mirada en un pañuelo olvidado por la muchacha sobre la cama. En el momento en que lo quiso tomar, se acordó de las palabras de la canción del pordiosero ba-ul:

En mi jaula vuela un ave extraña;

de donde viene, no lo sé.

Las horas avanzaban y el calor del sol iba en aumento. La corriente de los coches fluía hacia las tiendas y almacenes, pero Binoy no se decidía a emprender ningún trabajo. Su propia casa y la horrible ciudad que la rodeaba se le antojaron de pronto algo irreal. La luz deslumbrante del sol de julio penetraba en su cerebro y corría por sus venas, ocultando a su mirada interior, como con una cortina luminosa, toda la mezquindad de su vida cotidiana.

En ese momento notó en la calle a un muchacho de siete u ocho años que iba fijándose en los números de las casas. Algo le dijo que era precisamente su casa la que buscaba el chico; por eso le gritó:

—¡Sí, ésta es la casa! Bajó corriendo la escalera y lo hizo entrar casi a la fuerza. Lo miró intrigado mientras éste le entregaba un sobre en el que estaba escrito su nombre con letra evidentemente femenina. El chico dijo:

—Se lo manda mi hermana.

Pero el sobre no contenía ninguna carta, sino tan sólo el dinero que Binoy había pagado al médico.

El niño quiso irse, pero Binoy lo obligó a entrar en la habitación. Era de tez más oscura que su hermana, pero por lo demás se le parecía mucho y Binoy simpatizó con él de inmediato.

El chico no se mostró tímido en absoluto, ya que al entrar en la habitación señaló enseguida un retrato que había en una de sus paredes y preguntó:

—¿Quién es?

—Es un amigo mío –contestó Binoy.

—¡Un amigo! –exclamó el niño–. ¿Cómo se llama?

—Oh, estoy seguro de que tú no lo conoces –dijo Binoy riendo–. Se llama Gaurmohán. Pero yo lo llamo Gora. De chicos íbamos juntos a la escuela.

—¿Va usted todavía a la escuela?

—No, tengo todos mis estudios hechos.

—¿Es cierto? ¿Todos?

Binoy no pudo resistir la tentación de provocar la admiración de este pequeño mensajero y dijo:

—Sí, estoy listo con todo.

El chico lo miró con grandes ojos y suspiró. Seguramente estaría pensando si algún día podría alcanzar tal grado de erudición.

Interrogado sobre su nombre, el niño contestó:

—Me llamo Satish Chandra Mukerdchi.

—¿Mukerdchi? –repitió Binoy, perplejo.

Pronto se hicieron amigos, y Binoy supo que Paresh Babu no era el padre de ellos, sino que los había criado en su casa desde chicos. El nombre de la hermana, en realidad, era Radharani, pero como la señora Baroda, la esposa de Paresh, le encontraba un sabor ortodoxo demasiado agresivo, lo cambió por Sucharita.

Cuando Satish quiso irse, Binoy le preguntó:

—¿Acaso puedes ir solo?

A lo que el chico replicó con ofendido orgullo:

—¡Siempre voy solo!

Cuando Binoy dijo que lo acompañaría hasta la casa, el niño se sintió herido en su hombría y respondió:

—¿Para qué? Muy bien puedo ir solo –y se puso a contar una serie de antecedentes para demostrar cuán habituado estaba a andar sin compañía por la ciudad.

¿Qué era lo que indujo a Binoy a insistir, no obstante, en acompañarlo hasta la puerta de su casa? El chico no lo podía entender.

Pero cuando Satish lo invitó a que entrara, Binoy se negó terminantemente:

—No, ahora no, vendré algún otro día.

De regreso a su casa, Binoy sacó el sobre y se puso a estudiar su inscripción con tanto ahínco que pronto sabía de memoria todos sus rasgos y adornos. Luego lo guardó cuidadosamente junto con su contenido; podría asegurarse que no gastaría ese dinero, ni en el momento de mayor apremio.

II

En una noche oscura, en la estación de las lluvias, dos hombres jóvenes se hallaban sentados en sillones de mimbre sobre la azotea de una casa de tres pisos.

De chicos, estos dos amigos solían jugar juntos sobre esa misma azotea, al volver de la escuela; aquí, en vísperas de los exámenes, caminando frenéticamente de un lado para otro, aprendían de memoria en voz alta sus lecciones; en la época calurosa solían cenar aquí, después de un día pasado en las aulas universitarias, discutiendo luego, a veces, hasta las dos de la madrugada para descubrir asombrados, al amanecer, que se habían dormido en la misma estera. Cuando, finalmente, todos los exámenes habían quedado atrás, en esta misma azotea, una vez al mes, organizaban reuniones de la Sociedad Patriótica Hindú, con uno de los dos amigos presidiéndolas y el otro desempeñando las funciones de secretario.

El nombre del presidente era Gaurmohán, pero sus amigos y parientes lo llamaban Gora. Su estatura sobrepasaba notablemente la de todos los que lo rodeaban. Uno de sus profesores universitarios le dio el apodo de Montaña de nieve, porque era sorprendentemente blanco; su tez no tenía indicios de «pigmentación» oscura. Tenía casi seis pies de alto, era robusto y poseía un par de puños semejantes a zarpas de tigre. Su voz era tan baja y ruda que al oírlo gritar inesperadamente «¿Quién va?» todos se estremecían a pesar suyo. Su cara parecía desproporcionadamente ancha y extraordinariamente fuerte; su mentón era como el macizo baluarte de una fortaleza. Sus pequeños pero penetrantes ojos parecían clavarse en un objeto lejano, si no invisible, como puntas de flechas, aunque en el próximo instante pudieran descender con la rapidez del rayo hasta un objeto inmediato. Gaurmohán no era hermoso en el sentido literal de la palabra, pero para nadie podría pasar desapercibido, ya que destacaba entre cualquier concurrencia.

Su amigo Binoy era modesto y, sin embargo, lleno de jovial animación, como lo son casi todos los bengalíes pertenecientes a la capa ilustrada. Una gran figura de sentimientos, combinada con una clara inteligencia, prestaban a su rostro una expresión nada común.

En aquella húmeda tarde de agosto los dos amigos discutían acaloradamente.

—¿Por qué te empecinaste tanto –dijo Gora– cuando, días atrás, Abinash se puso a perorar en contra del Brahma Samaj[2]? No puedes pretender que la sociedad observe impasible cómo algunos de sus miembros rebeldes pugnan por derrocarla, haciendo alarde de conductas arbitrarias y, por añadidura, tratando de justificarlas amablemente. Es más que natural que la sociedad mal interprete a estos individuos y tache de injusto y corrompido lo que para ellos, a lo mejor, es una causa justa. Si la sociedad no puede remediar considerar como defectos sus «virtudes», esto no es más que uno de los castigos que ellos tienen que padecer por parte de la hez escarnecida con toda intención por ellos.

—Será una reacción natural –dijo Binoy–, pero no todo lo que sea natural ha de ser bueno.

—¡No, Binoy! –exclamó Gora, preso de una repentina excitación–. Eso no vale. ¡Nunca!

Binoy permaneció un momento callado.

—¿A qué te refieres? –preguntó por fin–. ¿Qué te inquieta?

—Veo claramente que tu debilidad te vence.

—¿Lo llamas debilidad? –exclamó Binoy con enojó–. Sabes muy bien que en cualquier momento podría ir a casa de ellos, si así lo quisiera y, como ves, no voy.

—Sí, lo sé. Pero pareces no poder olvidarte de tu resistencia. Día y noche no haces más que cacarear el mismo estribillo: «¡No voy a casa de ellos!». Mejor hubiera sido que fueras y ¡asunto terminado!

—Pero ¿me aconsejas seriamente que vaya?

—No –exclamó Gora, dándose un golpe enérgico en la rodilla–, te aconsejo que no vayas. Puedo demostrarte con negro sobre blanco que ni bien pises su casa, te pasarás a su bando. Ya al día siguiente compartirás sus comidas, y poco después actuarás como defensor de la causa del Brahma Samaj.

—¡Ni menos ni más! –dijo Binoy riendo–. ¿Y luego?

—¿Y luego? –replicó Gora con amargura–. Una vez que estés muerto para tu propio mundo, no hay un «luego» posible. Tú que eres hijo de un brahmán, rechazarás todo sentido de discreción y de pureza y terminarás por ser arrojado en un vertedero de basuras, como un animal muerto. Perderás la dirección como un timonel al que se le hubiera roto la brújula, y poco a poco llegarás a creer que las tentativas de guiar el barco hacia el puerto no son más que superstición y prejuicio; te imaginas que el mejor sistema de navegación es dejarse llevar a la deriva. Pero no tengo paciencia para seguir discutiendo contigo. Por eso te digo: si no lo puedes evitar, vete allí de una vez. Pero no tortures más nuestros nervios con tus interminables vacilaciones al borde del abismo.

Binoy prorrumpió en una carcajada.

—El enfermo desahuciado por el médico no siempre muere –dijo–. Aún no siento ningún síntoma de mi cercano fin.

—¿No, de veras? –preguntó Gora con mofa.

—No.

—¿No sientes tu pulso más débil?

—De ningún modo. Late con el mismo vigor de siempre.

—¿No crees tú, acaso, que si cierta hermosa mano te sirviera la comida de un paria, no te la haría parecer un manjar divino?

—¡Basta ya, Gora! –dijo Binoy–. Ahora cállate.

—¿Por qué? –replicó Gora–. No quise ofenderte. La hermosa de marras no tiene el empeño de «ocultarlo hasta el mismo sol». Y si la menor alusión al delicado pimpollo de su mano –lo cual, entre paréntesis, cualquier hombre tiene el derecho de estrechar– te hiere como una profanación, quiere decir que ya te podemos dar por perdido.

—Escúchame, Gora: venero a la mujer como tal y también nuestras Sagradas Escrituras...

—¡No cites las Escrituras! Lo que tú sientes no es veneración, sino algo que tiene otro nombre. Te aseguro que todas las palabras altisonantes que los libros ingleses dedican a la mujer se basan exclusivamente en el deseo carnal. El altar donde se venera a la mujer de verdad es aquel que la entroniza como madre, como honrada y pura dueña de casa. Hay una oculta ofensa en las alabanzas de aquellos que la alejan de este altar. La causa por la cual tu espíritu ronda constantemente la casa de Paresh Babu, como una polilla ronda la luz, es, hablando en términos claros, lo que los ingleses llaman «amor»; pero, por Dios, no vayas a imitar la idolatría inglesa, haciendo de este amor el único objeto de tu adoración, subordinándole toda consideración de otra índole.

Binoy saltó de su asiento.

—¡Basta! –gritó–. ¡Vas demasiado lejos, Gora!

—¿Demasiado lejos? Todavía falta lo principal. Sólo porque nuestro sentido de las verdaderas relaciones entre el hombre y la mujer está oscurecido por la pasión, hacemos de ella la fuente de inspiración poética.

—Si es nuestra pasión la que oscurece nuestros sentidos, ¿acaso es sólo el extranjero el que merece la reprobación? ¿No es, acaso, la misma pasión la que induce a nuestros moralistas a perorar contra la mujer, como contra un mal que hay que rehuir? Ésas no son más que exteriorizaciones opuestas del mismo estado de ánimo de dos individuos de diferentes características. Si injurias a unos, no tienes por qué perdonar a los otros.

—Veo que tu estado no es tan desesperante como lo temía –dijo Gora, riéndose–. Mientras en tu cerebro haya lugar para la filosofía, puedes deambular sin peligro por los senderos del amor. Pero sálvate a tiempo, antes de que sea demasiado tarde. ¡Es un consejo de amigo!

—¡Estás loco de remate, amigo! –exclamó Binoy–. ¿Qué tengo que ver yo con el amor? Te diré, para tranquilizarte, que por las cosas que supe de Paresh Babu y de su familia, todos ellos me inspiran un sincero aprecio. Es, quizá, por esa razón que tengo cierta curiosidad de conocer su hogar.

—Si prefieres llamarlo curiosidad, por mí no hay inconveniente; pero ten cuidado. Sería mejor que no siguieras con tus exploraciones zoológicas. De una cosa estoy seguro: esta clase pertenece a la especie de rapiña, y si tus investigaciones te llevasen demasiado cerca de ellos, te meterías en tales honduras que no se te vería ni la punta de la cola.

—Padeces un grave error, Gora –replicó Binoy–. Pareces creer que toda la fuerza que Dios tenía pensado distribuir se concentró en ti, y que los demás somos unos pobres débiles.

Esta observación causó en Gora el efecto de una repentina revelación.

—¡Es cierto! –exclamó, todo entusiasmado, mientras descargaba sobre la espalda de Binoy un formidable golpe–. ¡Es absolutamente cierto! ¡Es un grave error mío!

—¡Cielos! –gimió Binoy–. ¡Cometes otro error, aún más grave, con tu absoluta incapacidad para medir la fuerza del golpe que puede resistir un espinazo normal!

III

En circunstancias que Gora y Binoy se disponían a abandonar la azotea, apareció allí la madre de Gora. Binoy la saludó con profundo respeto, tocando sus pies con la mano.

Al ver a Anandamoji nadie diría que pudiera ser madre de Gora. Era muy delgada pero de buen porte y no se advertía de inmediato que su cabello empezaba a teñirse de gris. Al primer golpe de vista se la podría tomar por una mujer de menos de cuarenta años. Los rasgos de su cara eran muy finos como si una mano maestra los hubiera esculpido con extremo cuidado. Su delicada silueta parecía estilizada y el rostro llevaba el sello de una inteligencia clara y aguda. Su tez era oscura, sin parecerse en absoluto a la de Gora.

Anandamoji, a su vez, saludó a Binoy y dijo:

—Cuando la voz de Gora llega desde aquí hasta nosotros, estamos seguros de que Binoy está con él. Todos estos días la casa estaba tan silenciosa que no podía menos de preguntarme si algo te había pasado, hijo mío. ¿Por qué no te dejaste ver durante tanto tiempo? ¿Estuviste enfermo?

—No –contestó Binoy, titubeando–. No, madre, no estuve enfermo, pero ¡llovió tanto!

—¡Llovió tanto, cómo no! –interrumpió Gora–. ¡Y cuando cesen las lluvias, pues tomará el sol como pretexto! Si echas la culpa a los elementos, éstos, desde luego, no pueden defenderse; pero tu conciencia te dice con seguridad cuál es el verdadero motivo.

—¡Qué disparates estás diciendo! –se defendía Binoy.

—Tienes razón, hijo mío –asintió Anandamoji–. Gora no debía haberse expresado así. La disposición de ánimo tiene sus vaivenes, a veces uno busca compañía, otras veces está abatido. Uno no puede permanecer siempre igual. Y no hay derecho a reprochárnoslo. Ven, Binoy, ven a mi cuarto y come algo. Te tengo reservadas unas golosinas.

Pero Gora protestó enérgicamente:

—No, no, madre –exclamó–. ¡Por favor, nada de estas cosas! ¡No debo admitir que Binoy coma en tu cuarto!

—No te pongas tonto, Gora –dijo Anandamoji–. Sabes bien que a ti nunca te convido. Y de tu padre ni que hablar, que se ha vuelto tan ortodoxo que sólo come cosas preparadas por sus propias manos. Pero mi buen muchacho Binoy no está tan cegado por la fe como tú y supongo que no le vas a impedir por la fuerza que haga lo que considere justo.

—¡Sé que lo haré! –contestó Gora–. Tengo que insistir sobre este punto: es imposible que comamos en tu cuarto, mientras tengas contigo a esa criada cristiana Lachmí.

—¡Oh, Gora querido! ¿Cómo puedes decir esto? –exclamó Anandamoji, dolorosamente conmovida–. ¿Acaso tú mismo no comiste siempre la comida que ella te preparaba? Si fue ella la que te amamantó y crió. Hasta hace poco no te subía ningún plato que no fuera sazonado por ella. ¿Y acaso podré olvidarme de cómo te salvó la vida con sus cuidados abnegados, cuando tuviste la viruela?

—¡En tal caso pásale una renta vitalicia! –dijo Gora con impaciencia–. Cómprale un terrenito y haz que le construyan una casita; ¡pero no debes tenerla en nuestro hogar por más tiempo, madre!

—¿Tú crees, Gora, que toda deuda puede saldarse con dinero? –dijo Anandamoji–. Lachmí no quiere ni tierras ni dinero; lo único que quiere es verte a ti, si no se moriría.

—Bueno, quédate con ella, si así lo quieres –dijo Gora, resignado–. Pero Binoy no debe comer en tu cuarto. Las leyes de las Santas Escrituras no pueden ser violadas. Me sorprende, madre, que tú, que eres hija de un brahmán tan docto, respetes tan poco nuestras viejas costumbres.

—¡Ah, Gora, mi pobre tontito! –dijo Anandamoji riendo–. Hubo un tiempo en que tu madre observaba todas estas costumbres con la mayor meticulosidad, pese a las muchas lágrimas que eso le costaba a veces. ¿Sabes tú que rompí con toda la tradición cuando, por primera vez, te tuve en mis brazos? Cuando se tiene a una criatura en el regazo, se da uno cuenta de que nadie viene a este mundo perteneciendo a una casta. Desde aquel día sentí que si despreciara a alguien por la inferioridad de su casta o por su cristianismo, Dios te arrancaría de nuevo de mis brazos. ¡Quédate en mis brazos como la luz de mi hogar –rezaba yo– y aceptaré el agua de cualquier mano!

Al oír estas palabras de Anandamoji, Binoy sintió surgir por primera vez en su mente una vaga sospecha, y con una mirada furtiva y rápida comparó los rostros de Anandamoji y Gora. Pero enseguida desechó la más leve duda de sus pensamientos.

También Gora parecía desconcertado.

—Madre –dijo–, no entiendo lo que quieres decir. ¿Por qué no han de vivir y crecer los niños en un hogar donde se respetan las Santas Escrituras? ¿Qué te hace creer que Dios, en tu caso particular, tomaría medidas especiales?

—Aquel que me había dado a ti, me inspiró esta idea –contestó Anandamoji–. ¿Qué había de hacer? Acepté las cosas tal como me fueron dadas. Ah, mi querido tontuelo, no sé si debo reírme o llorar, escuchando tus necedades. Pero si es por mí, cúmplase tu voluntad. Así, pues: ¿de aquí en adelante Binoy no debe comer en mi habitación?

—Temo que si se le presenta la oportunidad, se colará igual –rió Gora–, apetito no le falta. Pero estaré alerta, madre. Es hijo de una brahmán. No debe olvidar su deber por unas golosinas. Pero, madre, no me guardes rencor, te lo suplico con toda humildad.

—¡Qué ocurrencia! –exclamó Anandamoji–. ¿Por qué me he de enojar? Pero tengo que decirte que no sabes lo que estás diciendo. Querido Binoy, no pongas esa cara tan triste. Te invitaré otro día y haré preparar la comida por un verdadero brahmán. Pero en lo que a mí respecta, seguiré aceptando el agua de las manos de Lachmí, ¡para que lo sepan! –Con estas palabras abandonó la azotea.

Binoy quedó un rato callado, luego dijo pausadamente:

—¿No es esto exagerar un poco, Gora?

—¿Quién exagera?

—¡Tú!

—¡Ni el grosor de un cabello! –afirmó Gora, recalcando las palabras–. Sostengo que todos tenemos que permanecer dentro de los límites asignados para cada uno: cediendo un poco, no sabe uno en qué puede acabar.

—¡Pero es tu madre!

—Sé muy bien lo que es una madre. ¡No tienes por qué recordármelo! ¡Cuántos son los que pueden enorgullecerse de tener una madre así! Pero si empezara a desdeñar la tradición, podría algún día, quizá, negarle el respeto a mi propia madre.

IV

Las ideas abstractas tienen teóricamente un gran valor, pero aplicadas a seres humanos, pierden muchas veces su fuerza –al menos éste era el caso de Binoy, ya que, casi siempre, se dejaba guiar por su corazón–. Por más ardor que pusiera en la discusión para defender algún principio, las consideraciones humanas prevalecían siempre cuando se trataba de algún caso concreto. Tanto era así que habría sido difícil de precisar en qué medida aceptaba los principios predicados por Gora, si por los principios mismos, o por la amistad que lo unía a éste. Aquella tarde lluviosa, cuando al salir de la casa de Gora transitaba lentamente por las sucias calles, sus principios y sus sentimientos personales se hallaban en una tremenda lucha.

Al afirmar Gora que para defender la sociedad de cualquier ataque –abierto u oculto– de los tiempos modernos, habría que estar constantemente alerta en lo concerniente a la casta y a la comida, Binoy lo apoyó incondicionalmente. Más aún: defendió con gran ardor la causa frente a los que no estaban de acuerdo con este principio.

—Cuando el enemigo asalta una fortaleza –se había expresado–, no es signo de falta de liberalidad que el acceso se proteja con la propia vida, así se trate de una calle, de un sendero, de una puerta o, simplemente, de un insignificante reducto.

Pero el hecho de que Gora le hubiera negado el permiso de comer en el cuarto de Anandamoji, era para él un golpe muy doloroso.

Binoy no recordaba a su padre, habiendo perdido también a su madre cuando era un niño de corta edad. Tenía un tío en el campo, pero desde su época escolar llevaba en Calcuta una vida solitaria; y desde el día en que su amigo Gora lo hubo presentado a Anandamoji, la llamó «madre».

¡Y ahora, en nombre de la sociedad, le era vedado comer con ella! ¿Lo soportaría ella? Y él mismo: ¿se podría someter a tal medida?

Ella había dicho con una suave sonrisa: «De aquí en adelante no tocaré más tus comidas, sino que te las haré preparar por un verdadero brahmán». «Pero, ¡qué ofendida tiene que haberse sentido!», pensó Binoy, cruzando el umbral de su casa.

Su inhospitalario cuarto estaba oscuro y desordenado; libros y revistas se hallaban diseminados por doquier. Binoy encendió la lámpara que llevaba las huellas de los dedos del criado. El blanco mantel que cubría su escritorio tenía manchas de tinta y de grasa. El ambiente de la habitación lo asfixiaba. La falta de calor humano y de amor lo hacía sentirse deprimido y desconsolado. La salvación de la patria, la defensa de la sociedad y otras obligaciones por el estilo, le parecían vagas y falsas. Mucho más palpable se le antojaba aquella «ave extraña», que en una luminosa mañana de julio había aparecido volando en la puerta de su jaula, para desaparecer luego. Pero Binoy había decidido no distraer sus pensamientos con aquella ave; intentó entonces reconstruir mentalmente el cuarto de Anandamoji, del cual lo había expulsado Gora. Recordó el limpio piso de cemento, la blanda cama, cubierta con una colcha tan blanca como el ala de un cisne y a su lado una butaca con la lámpara encendida. De seguro Anandamoji estaba sentada allí, encorvada sobre su labor, bordando una colcha multicolor, teniendo a sus pies a la criada Lachmí, que charlaba sin cesar en su cómico bengalí. Siempre que se sentía oprimida por algo, Anandamoji bordaba esta colcha y Binoy, imaginándose su rostro sereno, inclinado por encima de la labor, se dijo: «¡Que la luz del amor en su rostro proteja mi espíritu de todos los extravíos! ¡Que sea el reflejo de mi patria; que me retenga en el sendero del deber!».

—Madre –susurró–, ¡ninguna Escritura me podrá demostrar jamás que la comida de tu mano no es para mí el verdadero néctar!

V

Anandamoji llamó a la puerta del dormitorio de su esposo.

—¿Me oyes? –gritó ella desde afuera–. No trato de entrar, no tengas miedo, pero cuando estés listo quisiera hablarte un momento –con estas palabras se fue para seguir atendiendo sus quehaceres.

Krishnadajal Babu era de tez oscura, no muy alto y más bien corpulento. Lo que más destacaba en su cara eran sus grandes ojos; el resto estaba cubierto, casi por completo, por una tupida barba gris. Llevaba, a la usanza de los ascetas, ropa de seda amarilla, calzaba sandalias de madera y siempre andaba con una olla de estaño. Su frente se prolongaba en una calvicie rematada por una larga melena, peinada en la coronilla en una especie de hopo.

Hubo un tiempo en que cumplía servicios militares en el interior del país. Entonces, junto con los demás soldados, se hartaba a gusto de vino y de carne prohibidos. En aquellos tiempos consideraba que mofarse de los sacerdotes, de los vaisnavas mendicantes y de todos los religiosos en general, era prueba de valor moral. Pero ahora se sujetaba a todo lo que era ortodoxo. Ni bien se encontraba con un vaisnava se sentaba a sus pies en la esperanza de aprender de él alguna forma nueva de la práctica religiosa. Su afán en hallar un sendero oculto hacia la redención o algún sistema esotérico de lograr poderes mágicos, no tenía límite. Hasta hacía poco tiempo había tomado lecciones de práctica de hechicería tántrica, pero su último

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