Desde el momento en el que Benito Mussolini decidió romper filas con el sindicalismo y recuperar la autoridad del patrón, empresas como Fiat o Pirelli alzaron los brazos a modo de bendición. Una nueva era empezaba. Y esa visión de la sociedad, compartida por sus homólogos en Alemania y España, prendió como la pólvora en una Europa que había sufrido los azotes de la Primera Guerra Mundial y que no había dejado a todos satisfechos. El conflicto que movió las fronteras hacia nuevos territorios provocó una crisis económica sin precedentes, lo que amasó el caldo de cultivo necesario para que algunos líderes populistas se erigieran como salvadores.
El Tratado de Versalles impuso unas condiciones muy duras sobre Alemania, la gran perdedora de la Gran Guerra, pero pronto iba a ser manoseado y pervertido por los dirigentes que se alzaron con el poder. Durante los «felices años veinte» se agitaron las aguas en algunos territorios y se abrió una ventana de emociones en la ciudadanía que líderes como Adolf Hitler supieron canalizar para dirigir a sus países hacia el totalitarismo más violento.
Los tres regímenes de mayor trascendencia en esos años (Hitler, Mussolini y Franco) presentaron varias semejanzas en lo relativo a la gestión gubernamental. En materia económica, una de las más evidentes fue el ensalzamiento de la madre patria como transmisora del progreso y la necesidad de vertebrar a sus fieles contra aquellos a los que consideraban