El primer elemento para sustentar un sistema jerárquico de corte autoritario era la existencia de un líder absoluto, casi mesiánico, y agrandar su imagen ante de los ojos del pueblo con una continuada política de culto a la personalidad. Sin esta no es posible comprender el fenómeno del liderazgo indiscutido que prosperó en Europa en los años 30 en Italia, Alemania o España, pero que prosiguió durante décadas en la Unión Soviética con Stalin, en la Rumanía de Ceaucescu o en la China de Mao. El principal objetivo del adoctrinamiento de masas era crear una identificación plena entre la sociedad y el dictador, entre su movimiento político y el anhelo popular, entre sus ideas y los intereses del país. Todos los Estados autoritarios siguieron un patrón de culto a la personalidad que inició Mussolini tras la gran marcha a Roma en 1922 y su ascenso al poder. Alemania lo perfeccionó bajo la batuta maestra de Goebbels y su dominio de la propaganda, y España lo implantó adoptándolo a las singularidades locales.
La primera piedra en la construcción de este fenómeno era la designación de un personaje capaz no solo de guiar al país, sino de encarnar valores cuasi místicos y sobrehumanos. El objetivo era convertir su liderazgo en una encarnación mesiánica del pueblo, un nuevo guía social, político e incluso espiritual capaz de entender sus necesidades, conducirlo hacia un supuesto renacer nacional y construir una sociedad nueva.
Para este fin era necesario crear definiciones que reforzaran su figura por encima de la mera designación de dictadores o jefes de Estado. Surge así la denominación de Duce en Italia, Führer en Alemania o Caudillo en España. Los tres términos tienen un valor semántico equivalente: líder o guía. En la Rumanía del mariscal Antonescu, y después en la de Ceaucescu,