HISTORIADOR Y PERIODISTA
El recorrido de la URSS tras la Segunda Guerra Mundial comenzó con fuegos artificiales, como tratando de ocultar los evidentes daños sufridos en el conflicto más devastador de la historia de la humanidad. Para comprobarlo, retrocedamos al 24 de junio de 1945. Esa mañana cae el diluvio universal sobre las decenas de miles de soldados soviéticos congregados en la Plaza Roja de Moscú para celebrar la victoria sobre el Tercer Reich. Hitler se había suicidado dos meses antes y el mundo respiraba tranquilo. El infierno se había acabado.
A las diez de la mañana, el mariscal Georgi Zhúkov apareció por las puertas del Kremlin a lomos de un caballo blanco y dio la señal para que comenzara el Desfile de la Victoria. En el momento cumbre de la celebración, los oficiales, engalanados con sus condecoraciones, arrojaron doscientos estandartes nazis ante el pedestal del mausoleo de Lenin. El boato era impresionante, pero no debemos llevarnos a engaño. En ese momento, la Unión Soviética era un «gigante exhausto», como la calificó el historiador ruso Vladislav Zubok en su libro Un imperio fallido (Crítica, 2007).
La Unión Soviética era un «gigante exhausto», como la calificó el historiador ruso Vladislav Zubok
Su colega británico Richard Overy aseguró años después que «la construcción del imperio de Stalin se consiguió a costa de ríos de sangre soviética». La cifra de muertos, sin embargo, sigue siendo objeto de debate. En febrero de 1946, el dictador comunicó que la URSS había perdido a siete millones de ciudadanos. En 1961, Nikita