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Don Rafael Moctezuma, un santo de nuestros días
Don Rafael Moctezuma, un santo de nuestros días
Don Rafael Moctezuma, un santo de nuestros días
Libro electrónico265 páginas3 horas

Don Rafael Moctezuma, un santo de nuestros días

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Información de este libro electrónico

El padre Rafa es un sacerdote mexicano que con amor y alegría vivió en total entrega a Dios y a los demás. Murió celebrando misa.

Don Rafael fue el quinto hijo de la gran familia mexicana Moctezuma-Barragán. Era bromista, alegre y generoso. Fue misionero del Espíritu Santo y puso sus grandes cualidades al servicio de todo el que se cruzó en su camino, empezando por los suyos y los más necesitados. Murió a los cincuenta y ocho años, diciendo misa en un convento de monjas hermanas.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento23 may 2020
ISBN9788418203664
Don Rafael Moctezuma, un santo de nuestros días
Autor

María Luz Gómez

María Luz Gómez es una anciana paralítica que entretiene sus forzados ocios escribiendo en el ordenador historias que juzga interesantes y desea compartir. Es madrileña y en Madrid vivió toda su vida. Estudió en el colegio del Sagrado Corazón. Después, idiomas y pintura. Empezó la carrera de Filosofía y Letras, que no terminó por su pronta boda con un médico. Su matrimonio fue feliz y dio muchos frutos: siete hijos. Nunca trabajó, sino en su casa. Cuidó de hijos y nietos. A sus queridos padres no pudo dedicarles la atención que merecían por falta de tiempo. En cambio, más adelante pudo cuidar de su suegra y dos tías de su marido que solo la tenían a ella. Hoy es viuda y necesita cuidadoras. Tiene diez nietos -uno adoptado, etíope- y cinco bisnietos. Su numerosa familia y su fe cristiana la hacen seguir feliz.

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    Don Rafael Moctezuma, un santo de nuestros días - María Luz Gómez

    Don Rafael Moctezuma, un santo de nuestros días

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788418203220

    ISBN eBook: 9788418203664

    © del texto:

    María Luz Gómez

    © de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    CALIGRAMA, 2020

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    © de la imagen de cubierta:

    María Luz Gómez

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Prólogo

    Esta vez trato de escribir la historia de un santo aún no de altar. Aunque no esté canonizado podemos imitarlo y encomendarnos a su intercesión, pues como Cristo «pasó por la vida haciendo el bien». Cuantos le conocieron dan testimonio.

    Yo no tuve la suerte de tratarlo personalmente, pero lo he conocido a través de otras personas. Sobre todo de su hermana Tere, que me ha encargado redactar este libro y me ha enviado copia de sus escritos, y de mi hijo Javier, que fue su médico y amigo. Espero que pronto sea declarado por la Iglesia «Venerable», puesto que es unánime la opinión de que practicó virtudes heroicas.

    Como el idioma español es uno, pero con sus correspondientes giros en España y México, «castellanizaré» un tanto algunas expresiones. Y en ciertas palabras pondré entre paréntesis el distinto significado. Y pido disculpas, si en ocasiones no acierto a expresar la idea de forma comprensible, tanto en México como en España.

    Capítulo I

    • Una gran familia • Raíces •

    • Revoluciones mexicanas en los siglos XIX y XX •

    La familia de Rafa era «grande». No sólo por lo numerosa, sino por los muchos valores que tenía y supo transmitir. Un amor que se expresaba en unión, cercanía, comprensión y calor de hogar.

    Los padres se querían y querían a sus hijos. Que a su vez se sentían queridos y se querían entre sí. Lógicamente no faltarían pequeños problemas y disgustillos, pronto superados por el cariño.

    Participo con Antoin de Saint Exupery de la importancia familiar de las «raíces», que el expresaba así:

    «Cada vez más profundo. Más profundo y más alto. Más enredadas las raíces y más sueltas las alas. Libertad de lo bien arraigado. Profundidad del infinito vuelo».

    El «árbol genealógico» tiene su importancia, porque heredamos junto con los genes, muchos valores, tradiciones, recuerdos y costumbres de nuestros mayores, que dan firmeza y cohesión a la familia.

    Y por ello empezaré dando noticia de un abuelo famoso, por el que nuestro protagonista Rafa (su apelativo familiar por el que le nombraré en adelante) sentía adoración.

    Juan Barragán Rodríguez, aquel abuelo, era militar e intervino en la Revolución Constitucionalista Mexicana, siguiendo a Don Venustiano Carranza Garza.

    Aquello venía de largo. Hacía años que los revolucionarios se oponían al régimen de Porfirio Diaz, que si bien había dado a México prosperidad económica y reconocimiento internacional, fue a costa de las clases más desfavorecidas.

    De aquellos revolucionarios, unos luchaban por la justicia; mientras que otros (masones y liberales en su mayoría) atacaban a la Iglesia, sin tener en cuenta que fue siempre defensora de la paz y creadora de toda clase de Obras benéficas en favor de los necesitados. Ni tampoco, que la mayoría de los mexicanos eran católicos practicantes.

    Carranza fue un político y empresario mexicano, que capitaneó la Revolución Constitucionalista de 1914 a 1920.

    Los Barragán eran naturales de San Luis Potosí, y al estallar aquella Revolución Juan dijo a su padre que estaba decidido a unirse a Carranza, que lo había invitado a ser el jefe de su Estado Mayor.

    Don Venustiano había reunido sus fuerzas en la convención de Aguascalientes, donde redactó una nueva Constitución según el «plan Guadalupe» y fue nombrado Presidente del Gobierno. Se trasladó a Veracruz con el personal de su administración y allí organizó su ejercito con el apoyo de sus generales. Durante su gobierno incluyó entre los objetivos constitucionalistas, la reforma agraria y los justos derechos de los trabajadores.

    Su actuación y la de Juan en aquel periodo, fueron memorables.

    Posteriormente Carranza estableció su Gobierno en Querétaro. Pero pese a sus esfuerzos y a los de los suyos, no llegó a conseguirse la paz.

    Los revolucionarios y sus jefes (Carranza, Pancho Villa, Obregón y Zapata) no se ponían de acuerdo y estos fueron asesinados sucesivamente.

    Carranza lo fue en un rancho de la población de Tlaxcalantongo, durante su traslado a Puebla. Aquello tuvo lugar por la traición de su general Rodolfo Herrero, al grito de ¡muera Carranza y viva Obregón!

    Este le sustituyó en la Presidencia.

    El general Herrero pagó su traición siendo asesinado durante la noche y todos los seguidores de Carranza fueron hechos prisioneros.

    Juan tenía un amigo sacerdote, que se había ofrecido a ayudarlo. Si era condenado, se lo haría saber enviándole una medalla. Y el así lo hizo, cuando fue informado en la cárcel de que iba a ser fusilado en breve. Pidió también permiso al carcelero (era buena persona) para ir a despedirse de su madre. Se lo concedió, siempre que fuera acompañado por un guardia. Este fue con él a su casa, situada en la calle de Jalapa, y le esperó en el portal mientras subía a su piso, diciéndole que no se demorase más de media hora.. Su madre le indicó que pasara por una ventana a la de la casa vecina. Era de una tía y habían quedado en que la dejaría abierta. Juan era muy ágil, y después de besarla lo hizo, realizando un auténtico ejercicio circense. Salió rápidamente de aquella casa por su portal y en la esquina de la calle lo estaba esperando el amigo sacerdote en su coche. Lo llevó a un buen escondite, donde permaneció varios días. Durante ellos, el amigo preparó unos papeles para que pudiera, bajó una falsa identidad, irse de refugiado a Cuba. En la Habana le esperaba su amada novia, María Teresa Álvarez (Cuca para la familia).

    El gobierno de Cuba le ayudó dándole trabajo y Juan permaneció en la capital isleña durante ocho años. Los novios se casaron y tuvieron dos hijos: María Teresa (Tere) y Juanito.

    Un Domingo Juan retrató en la playa a su mujer y a su hija.

    «La perla del Caribe», como se ha llamado a Cuba, es muy hermosa; y a pesar de ser Juan un emigrante evadido de su patria que había perdido sus carreras militar y política, fue muy feliz en ella. Tenía el amor de su encantadora mujer a la que adoraba, dos hijos muy hermosos y vivían junto al mar, en el malecón. Un sitio realmente paradisíaco, en el que los niños lo pasaban muy bien. Siempre acompañados por algún miembro de la familia, pescaban, jugaban en la playa, se bañaban en el mar y andaban en sus triciclos. Y cuando al oscurecer, ya cansados, volvían a su casa para cenar, les encantaba oír antes de dormirse, los cañonazos del malecón. Teresa, Teresita y Juanito eran totalmente felices.

    Pero Juan, aunque también lo fuera añoraba la Patria, se dolía de su caótica situación y rezaba por ella. Conocía los avatares de la «Cristiada» por las noticias de los periódicos, y soñaba con que se lograra la paz en México y pudiera volver para establecerse allí con su familia.

    Aquella guerra había comenzado no mucho después de su huida. Calles, el nuevo Presidente de la República, dictó unas leyes discriminatorias en contra de la Iglesia, entre las que prohibió el culto. Muchos católicos, empezando por los campesinos, formaron un ejército irregular en su defensa, que fue llamado de los «Cristeros», o simplemente «la Cristiada»; porque su grito de guerra era: ¡viva Cristo Rey! y ¡viva la Virgen de Guadalupe!.

    Aquello revolución fue terrible y cayeron más de cincuenta mil personas entre ambos bandos. Hubo infinidad de mártires torturados por su fe: sacerdotes colgados de árboles, e incluso niños de catorce años, como San José Sánchez del Río, abanderado «Cristero».

    Aquel chico pertenecía a una familia acomodada que poseía una buena Hacienda. Y pertenecía su padrino, que fue buen amigo de sus padres, al Gobierno de la República. Sus hermanos mayores eran «Cristeros» y él se apuntó como abanderado, ya que sus padres opinaban que aún no estaba en edad de luchar.

    Su padrino había roto toda relación con la familia, indignado porque hubiera en ella tres «cristeros» con el permiso y aplauso de los padres.

    En una batalla cayó herido el caballo del jefe de su batallón, y José le entregó el suyo «porque él hacía bastante más falta».

    Fue apresado, y lo encerraron durante la noche en una Iglesia en la que su padrino guardaba gallos de pelea, atado con cuerdas a una columna. El chico recordó la ira de Jesús cuando encontró el Templo, casa de oración de su Padre, convertido en «cueva de ladrones».

    Todas las Iglesias habían sido confiscadas. Algunas, simplemente permanecían cerradas; pero otras estaban convertidas en almacenes, o en cualquier otra cosa que hubiera dispuesto el Gobierno.

    José logró romper sus ligaduras y mató a todos los gallos. Su padrino se puso hecho una furia cuando se lo comunicaron y mandó que lo condujeran a su presencia.

    «¿Porqué lo has hecho?»

    «Porque la casa de Dios no es un gallinero»

    El padrino intentó dominarse y ofreció al ahijado su perdón. Si escribía un mensaje a sus padres, pidiendo de su parte una respetable cantidad de oro por su rescate, en cuanto se recibiera lo devolvería a su hogar. Si se negaba a hacerlo, lo entregaría a los soldados y sería torturado y muerto.

    José se negó al rescate y fue entregado a la tropa. Le ordenaron apostatar de su fe. Si lo hacía le dejarían libre. Su respuesta fue el grito de guerra «cristero». Uno de los soldados le peló la piel de los pies con un afilado cuchillo y le obligaron a andar, empujándole con las bayonetas, por un pedregoso sendero. Durante la dolorosa marcha, José gritaba de continuo : ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva la Virgen de Guadalupe!. Pretendieron, sin lograrlo, hacerlo callar a puñaladas. Y al fin lo arrojaron malherido a una zanja, donde murió.

    Yo vi en la Televisión su canonización por el Papa Juan Pablo II en la Plaza de San Pedro de Roma. Estaba abarrotada de fieles y muchos mexicanos agitaban sus banderas. Fue un acto realmente emotivo. Ya Jesús anunció «que si le habían perseguido a Él, también lo harían con sus discípulos».

    Después de casi tres años de lucha, el Gobierno vio que no podía vencer a «unos indios embrutecidos por el clero y sumidos en el fanatismo» (así llamaba a los «cristeros»). Aquella guerra le estaba resultando cara y vergonzosa. Los «cristeros» eran mucho menores en numero que sus soldados (más de 70.000); pero vencían, porque luchaban por un ideal contra unos simples mercenarios.

    Y además, como la mayoría de los campesinos se encontraban en la «cristiada», no trabajaban el campo. Con lo que no había cosechas y la economía andaba por los suelos.

    Se eligió un nuevo presidente: Emilio Portes Gil, que ofreció la paz a la Iglesia. Entre uno y otra, medió el embajador estadounidense, Dwight Whitney Morrow, que insistió a la prensa en que no hablara en sus noticias de «cristeros», sino de bandidos.

    El Gobierno sólo se comprometía a no aplicar la legislación anti-católica (no la derogaba), y a que las iglesias pudieran de nuevo abrirse al público. Realmente no se trataba de una propuesta justa ni aceptable. Pero la mayoría del clero y de los laicos la aceptó, intentando conseguir cuanto antes la paz. Por lo que se refiere a los «cristeros», no fueron invitados a las negociaciones.

    En un primer momento se negaron a aceptar aquellas indeseables condiciones; pero finalmente aceptaron rendirse y desarmarse, aconsejados por los Obispos en aras de la paz.

    En cuanto dejaron las armas empezaron a ser asesinados y murieron más de ellos en aquella ficticia paz que durante la guerra. Las víctimas serían unas mil quinientas.

    Tampoco el Gobierno cumplió lo pactado. Y como consecuencia, en 1.932 se produjo una nueva «cristiada» que llegó a sumar siete mil quinientos «cristeros» en quince estados.

    El Papa Pío XI condenó con firmeza en la encíclica «Acerba Animi», la ruptura de los Arreglos y los graves desmanes del Gobierno mexicano. Como lo hizo posteriormente con los del Gobierno español durante nuestra guerra civil.

    Aquella contienda, tan cruel como desconocida, fue de larga duración en gran parte de México.

    Capítulo II

    • La familia Barragán vuelve a México •

    • Pasan los años y se funda la familia Moctezuma-Barragán, con la boda de Pedro y Teresita • Nacimiento y primera infancia de Rafa • Su «definición» • • El santo no nace, se hace •

    Pero años antes de esta segunda «cristiada», los ánimos se tranquilizaron un tanto y fue elegido nuevo Presidente el General Lázaro Cárdenas. Y en el momento de su toma de posesión, Juan pudo volver a México con su familia y fueron reconocidas sus carreras militar y política.

    Se establecieron en la calle San Luis Potosí numero 155, de la colonia Roma; donde (aunque Cuca y los niños extrañaran Cuba y la paz en México continuara inestable) se encontraron a gusto.

    Las vacaciones de verano las pasaron en Cuba, hasta que llegó al Gobierno Fidel Castro y no fue posible.

    Tere estaba cada vez más guapa. Tenía el pelo de ese rubio tostado que con los años se va oscureciendo hasta parecer negro y a sus ojos asomaba toda la alegría y el candor de su alma. Su madre la peinaba con tirabuzones, última moda de la época.

    Ella y Juanito hicieron la primera comunión muy bien preparados y asistieron a ella numerosos invitados. Entre ellos estaba la familia Moctezuma, amiga de la Barragán y también natural de San Luis Potosí. A aquella familia pertenecía Pedrito. En un primer momento no le gustó al niño que lo llevaran a la primera comunión de unos niños desconocidos, para lo cual lo levantaron muy temprano. Pero después estuvo feliz, por que aquellos niños le cayeron muy bien, y se encontró allí con todos sus primos. A Tere no sólo le gustó Pedrito, sino que desde el momento en que lo vio se enamoró de él. Las mujeres solemos ser más precoces.

    Pasaron los años y Pedro seguía yendo a las fiestas que daban los Barragán. Tere se esmeraba en su arreglo y escogía su vestido más favorecedor para gustarle. En la celebración de su 18 cumpleaños, mientras bailaba con él cayó en la cuenta de que ya no era que continuara enamorada: estaba rendida a sus pies. El todavía no se había declarado, pero sus ojos le decían que no le era indiferente.

    Una noche se escuchó una serenata bajo su ventana. Estaba

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