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De Belén a Belén: La injusta expulsión de los judíos sefarditas y su vuelta a Israel
De Belén a Belén: La injusta expulsión de los judíos sefarditas y su vuelta a Israel
De Belén a Belén: La injusta expulsión de los judíos sefarditas y su vuelta a Israel
Libro electrónico450 páginas6 horas

De Belén a Belén: La injusta expulsión de los judíos sefarditas y su vuelta a Israel

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Una historia sobre la injusta expulsión de los judíos sefarditas y su vuelta a Israel.

Tuve suerte. Sí. Antes de un año de acabada la carrera, con el título en el bolsillo y además trabajando, me vinieron a buscar: «Eduardo, hay un trabajo muy especial para ti en Sudamérica, contratado por tres años. Te encaja: defender el tema de una patente que los norteamericanos quieren recuperar».

Allí, en Brasil, Uruguay y Argentina, me percaté de que, dentro de las muchas personas que tuve que tratar, los judíos eran los más duros y hábiles a la hora de negociar. Pero ¡cuidado!, estos eran extremadamente serios, correctos y cumplidores: una vez cerrado un trato ya era «trato cerrado», y eso se agradecía.

Esta experiencia, y lo que siempre he tenido como injusta expulsión, me condujeron a escribir sobre ello.

De Belén a Belén es una historia familiar, ficticia, aplicable a muchas otras de las expulsadas que se fueron a Sudamérica y que, con los años, los más jóvenes, ahora, desean para volver a instalarse en Israel, pasando previamente por Toledo, la antigua y primera capital de lo que hoy día ya es la España de la Península Ibérica, de donde injustamente, insisto, tuvieron que marchar.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento24 abr 2018
ISBN9788417382889
De Belén a Belén: La injusta expulsión de los judíos sefarditas y su vuelta a Israel
Autor

Eduardo Ponsa Baldebey

Como doctor ingeniero industrial, freelance, Eduardo Ponsa Baldebey ha ejercido profesionalmente dentro de cuatro continentes y, también, ha destacado siempre como líder de sus compañeros bachilleres, ingenieros, alféreces de milicias universitarias, teólogos y como Director de Admisiones del Consejo Superior Europeo de Doctores. En su juventud escribió el Libro de Boda, con sobrado éxito comercial. Ahora ha escrito este otro, titulado De Belén a Belén, sobre la expulsión de los judíos sefarditas, vergonzosa e injustamente instigada por el inquisidor Torquemada, en la época de los Reyes Católicos. Al margen de la fantasía que le pide la novela, hay momentos y episodios que requieren precisión y veracidad y como «no quería equivocaciones» cursó cuatro años y medio de teología. Ello le ha permitido, además, ser valiente a la hora de criticar rancias, ridículas e inadmisibles creencias de todo punto rechazables hoy en día. Eduardo, sin embargo, donde más feliz se siente es junto a su familia, con su esposa Mae Masana, sus cuatro hijas Mónica, Sandra, Sonia y Miriam y sus respectivos maridos, rodeado de sus trece brillantes nietos, con los que se reúne al completo varias veces al año.

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    De Belén a Belén - Eduardo Ponsa Baldebey

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.

    De Belén a Belén

    La injusta expulsión de los judíos sefarditas y su vuelta a Israel

    Tercera edición: abril 2018

    ISBN: 9788417382131

    ISBN eBook: 9788417382889

    © del texto:

    Eduardo Ponsa Baldebey

    © de esta edición:

    , 2018

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Prólogo

    Eduardo Ponsa Baldebey es amigo mío desde hace más de setenta años. Él es doctor ingeniero industrial y yo doctor en medicina. Ambos hemos ejercido profesionalmente, en nuestras respectivas aéreas, durante décadas y décadas, dedicando tiempo y, además, esfuerzos en mil actividades y en mil campos.

    Él, entre otras cosas, es escritor y teólogo. En su juventud publicó con notable éxito comercial el Libro de Boda y ahora, ya mayor, ha escrito sobre una injusticia. Así lo dice. Y para mejor servir a este propósito, ya al frente de su muy extensa familia, previamente estudió teología: «a fin de no cometer errores», decía; y se licenció en ello, porque su deseo era hacerlo de forma anovelada pero con la mayor objetividad posible en las partes históricas y legalidades proselitistas, evitando en lo posible lo incierto.

    El tema de este libro suyo, excepcional, que tengo el privilegio de prologar, es sobre la injusta expulsión de los judíos de la España de la época de los Reyes Católicos, los llamados sefarditas, planteando el ferviente deseo y propósito actual, muy generalizado, de su vuelta a Israel.

    Eduardo y yo fuimos también condiscípulos en el Colegio San Ignacio, de los jesuitas de Sarriá, en Barcelona, durante los estudios de Bachillerato, y seguimos las enseñanzas de entonces, en ocasiones coincidentes. Y de ellas hay algunas que persisten, especialmente al redescubrirlas ahora con el paso del tiempo y la constatación o la crítica que nos ofrecen los años.

    En su libro de ahora mi amigo desarrolla lo que, con seguridad, ya conocíamos: la vida sigue y sigue y sigue. Es la Historia.

    Así, de la época que él escribe, yo recuerdo lo estudiado respecto a los sefarditas: los judíos fueron expulsados de la España de entonces en una época de exaltado fervor religioso, que ocasionó 139 muertes violentas. Finalmente, en 1492, los Reyes Católicos expulsaron a los 200.000 judíos que habían rechazado el bautismo, firmando un decreto que «excluía toda intencionalidad política y social». Hecho incierto. Los Reyes lamentaban esa expulsión porque los judíos eran súbditos fieles y colaboraban puntualmente con el pago de los tributos.

    La paradoja histórica es que también fueron expulsados los jesuitas, aunque no por cuestiones religiosas, sino políticas y sociales. El Decreto de expulsión de 27 de febrero de 1767, el rey Carlos III lo fundamentó en la necesidad de mantener la subordinación, tranquilidad y justicia de los pueblos del Reino.

    Veamos sino: Carlos III y los monarcas borbónicos presionaron al Papa Clemente XIV para que decidiera algo impensable: obtener de él la bula que disolvía la Orden fundada por San Ignacio de Loyola. Eso era increíble frente a la presunción del porvenir.

    Eso también se suma a la confirmación de que la Historia es de una extraordinaria complejidad: sefarditas y jesuitas siguen, para lo bueno y no tan bueno.

    Y ahora voy a añadir una historieta que escuché hace más de medio siglo en un Sanatorio situado en lo más alto de los Alpes, cuando fui allí para seguir unos estudios especializados por los que estaba interesado.

    De entrada podría parecer que no encaja aquí, pero reflexionando se llega a la conclusión que muchos aspectos del carácter de los israelitas vienen de lejos y persevera y perseverará, confirmando las actitudes que Eduardo describe entre líneas en su actual libro. De manera que no solo son mis palabras y mi pensamiento que aplauden lo que tiene de sana intencionalidad lo escrito, sino que, de lejos ya se perfilaban algunas características de los judíos: basta leer y reflexionar.

    La historieta decía y dice así:

    «El gran Sanatorio alpino albergaba enfermos de tuberculosis que estaban bajo el cuidado de servidores y de los especialistas médicos.

    «Aquella mañana, paseando por los alrededores, Spencer le decía a Hans que el porvenir de Alemania se preveía prometedor bajo el autoritarismo de Hitler: Hans le escuchaba atentamente y afirmaba con la cabeza, al tiempo que admiraba a Sara, una atractiva muchacha enferma de gravedad, que paseaba por el pequeño cementerio.

    «Por la noche de ese mismo día se organizó un baile de Carnaval, con asistencia de los enfermos que se encontraban en mejor estado; Hans se enamoró de Gretel, una mujer francesa, y después de haber bailado con ella un par de veces le confesó su amor, arrodillado y acariciando la rodilla de ella. Además de las palabras amorosas Hans explicó a Gretel la estructura vascular, nerviosa y ósea de esa rodilla.

    Seguro que este libro de Eduardo ensancha el camino a otros dentro del amplio tema en lo que tenga de vergonzoso olvido pero de reconocimiento de la injusticia que supuso la expulsión de los sefarditas, de los asquenazís y de los judíos europeos en general, aunque la España de entonces hubiera sido la última en actuar de esa manera en lo que después fue Europa.

    Y eso nada tiene que ver con las ideas preconcebidas, anti o pro-judías, que el Dr. Ponsa deja claramente al margen, porque no hay razones para juzgarlas.

    Antonio Caralps Riera

    Doctor en Medicina

    Shalom

    Capítulo primero

    ¿Emigrantes?

    «Antes injustamente expulsados que emigrantes» así se sentían; pero nuestros protagonistas emigraron a Brasil.

    Fue en un mayo cristiano, un nisán judío, cuando el bergantín-goleta Pororoca afianzaba su rumbo a Belén, en el ancho estuario de la desembocadura del Río Amazonas, del que se afirma que «casi en doscientos kilómetros antes de llegar a tierra ya hay aguas dulces en el Océano Atlántico», donde las vierte. También dicen que es el rio más caudaloso del mundo. Y ahora se añade que también es el más largo.

    El velero de tres palos, con tres mástiles, dotados el palo mayor y el de mesana con velas cangrejas, y el trinquete con velas cuadradas y remate voluntario de foques y escandalosas, construido en Estados Unidos, con un arqueo de varios centenares de toneladas, estaba cruzando de nuevo el Atlántico con tranquilidad y rapidez, llevando mercancía y pasaje.

    Tras más de un mes largo de navegación, el Pororoca se acercaba ahora al estuario del Amazonas. Según la estima se encontraba a unas 200 millas náuticas al Noroeste (NW) de la entrada.

    Hacía ya varias singladuras que se notaba la tensión más que el nerviosismo del capitán: no era empresa fácil remontar el Amazonas con una goleta propulsada al capricho del viento. Siempre llegó a Belén sin problemas, pero a cada nueva feliz llegada miraba al océano y, sin decir palabra, daba las gracias a aquellas aguas, saladas y dulces, dulces y saladas: se habían portado como amigas.

    Había dado las órdenes oportunas al nostramo para que repasase el estado y funcionamiento de toda la jarcia y maniobra de fondeo. El piloto se afanaba en hacer una estimación lo más exacta posible de la intensidad de las corrientes contra las que habría de luchar el Pororoca. El Capitán remontaría el río con la marea entrante para aprovechar sus corrientes pero para ello debía hacerlo con la luna en cuarto creciente o menguante, durante las mareas muertas, para evitar la colosal ola de hasta cuatro metros que se forma en el río coincidiendo con la creciente en las mareas vivas y que se puede adentrar hasta 200 km río arriba. Los indígenas la llaman «Pororó-Ca» o Estruendo destructor.

    Además de la gran pericia marinera que requería la maniobra, necesitaba de una gran dosis de fortuna y la tuvo.

    Poco después del mediodía, el viento bonancible y entablado del Noroeste (NW) durante los días previos, roló progresivamente a W y cargo a fresquito. El capitán alistó el buque para virar en redondo y poner un rumbo SW (Suroeste).

    Su voz ronca y firme no se hizo esperar dando el especial acento al lenguaje propio de los marinos.

    —Apareja a virar por redondo.

    Toda la marinería ocupó presta su puesto en el lugar designado y a la pitada de «listos para la maniobra» del nostramo, el capitán ordenó iniciar la maniobra. Sin titubeos. Seguro:

    —Arría y carga escandalosas—. Y, de inmediato, dejando unos segundos entre una y otra, una serie de órdenes, claras y concretas:

    —«Toda la caña a babor»—, y más:

    —«Lasca escotas de las cangrejas y foques»… «braza trinquete»…

    Todas las órdenes incluían su grado y tono de voz.

    La goleta cobró vida, la cubierta y masteleros se convirtieron en una sinfonía dirigida por las precisas órdenes del nostramo, que las recibía del capitán, a las que cada marinero respondía con profesionalidad, demostrando su destreza en cada faena.

    Ya con el viento por la popa el capitán ordenó amurar el velamen a la banda contraria:

    —«Cambia escotas».

    —«Braza ¼ estribor»… «Caña a la vía»…

    Mientras unos braceaban trinquete, velacho y juanete otros cobraban las escotas y ostas de las cangrejas mayor y mesana. Los foques y escandalosas flameaban y a ritmo de silbato se inflaban según los fornidos marineros alaban de sus escotas. El capitán, siempre atento, no perdía detalle y acompasaba el rumbo del navío para dejarlo finalmente con proa al SW, al Suroeste, navegando a un largo, dando órdenes según el lenguaje de la época, hoy ya perdido.

    En un suspiro de una hora la maniobra había finalizado sin incidencia y el buque navegaba con decisión hacia la desembocadura.

    El piloto ordenó al agregado tomar velocidad: arrojó la barquilla por la borda y contó 7 nudos. El viento ya era fresco y las olas rompían en el codaste.

    Al ocaso el piloto corrigió el rumbo marcado por la aguja magnética, tomó el sextante y cronómetro y aprovechando el claro crepúsculo calculó la situación. Avisó al capitán: se encontraban a unas 150 millas náuticas al NE, al Noreste, de la entrada sur del Amazonas y aunque el buque derivaba algo por la acción del viento, no fue necesario corregir el rumbo más de dos grados.

    Según pasaban las horas y conforme el buque se acercaba a tierra el viento comenzó a cargar a frescachón. Los masteleros soportaban gran esfuerzo y el capitán ordenó cargar las escandalosas. Ahora andaba a 9 nudos.

    Al amanecer divisaron tierra, estaban a unas 10 millas de la entrada sur al estuario. Comprobaron que el mar se había teñido de marrón claro. El buque embocaba la bahía de Marajó con proa a la entrada al puerto de Belem en la bahía de Santo Antonio.

    El capitán ordenó alistar las anclas para fondear en caso necesario. El viento roló a SW y amainó algo pero todavía andaban 5 nudos. La corriente del Amazonas se hacía notar. Coloco un vigía en la cofa del Trinquete para que le pudiese avisar con la antelación suficiente de la presencia de troncos a la deriva o de algún inesperado banco de arena. Aunque era un experimentado conocedor de la zona, las crecidas del río provocaban a menudo ingratas sorpresas cambiando de situación los arenales.

    Barajó la costa sur de la bahía con sumo cuidado, en especial durante la noche, para lo cual redobló la vigilancia. Al orto pudo divisar al sur el pueblo de Mosqueiro. Ordenó maniobrar el barco para poner rumbo «S ¼ SW» y embocar la bahía de San Antonio.

    La intensidad de la corriente había disminuido lo cual facilitaría la maniobra. Por la tarde y después de haber reducido trapo progresivamente, ya divisaba la ciudad de Belem donde, a 5 cables de la desembocadura del afluente «Furo Maguari», ordenó cargar el aparejo y fondear el ancla dejando tres grilletes en el agua en previsión a que aumentase la corriente. Había alcanzado su destino sin contratiempos.

    Los pasajeros aplaudieron. Lo hicieron varias veces, porque no acertaban a entender cuándo se «había parado» el navío; pero no importó. El nostramo pidió silencio un par de veces, para no distraer las órdenes del capitán.

    Los equipajes ya hacía horas que estaban preparados y todo eran nervios. Nervios y abrazos. Silencios y lágrimas. De mujeres y de hombres. Incluso de niños, algunos de ellos ya lo bastante mayores para empezar a darse cuenta de aquello tan gordo que estaba sucediendo. Y preocupados por si tendrían suerte con los nuevos amigos. Por suerte, los Vega, que dejaron la Europa de entonces pasando por Portugal, tenían la ventaja de conocer la lengua. El sutaque, el acento, era distinto, pero eso era fácil de captar. Y hasta divertido.

    Los amigos y familiares del capitán ya habían apostado sobre su llegada a Belén esa misma semana. Naturalmente las condiciones de la mar no siempre eran favorables, pues alguna inesperada tormenta o la mar gruesa podían comprometer las previsiones de una travesía atlántica como aquella.

    En el noroeste de Belem do Pará se habían levantado un par de calles con casas casi todas de una sola planta, aunque las había de planta y piso, hasta con balcón en lo alto, que siempre pertenecían a capitanes, mientras que las demás eran más humildes, con solo ventanas, y las ocupaban familiares, como cuñados y primos.

    La razón era que en aquella época había matrimonios jóvenes de familias muy cercanas, que participaban económicamente en la construcción de una nave destinada a comerciar, distribuyendo los beneficios y también las pérdidas de esas salidas a la mar más allá de la pesca cotidiana, siempre que nada hiciera presumir riesgos innecesarios.

    Cuando ello no era recomendable, por el tiempo o alguna otra causa, se trabajaba en casa, atendiendo los elementales telares de madera, los huertos familiares y las gallinas y conejos, que también resolvían buena parte de las necesidades de mesa y vestidos, además de ser un complemento económico cuando vendían cosechas, prendas y crías.

    Había una playa cercana, ya con arena del litoral sureño oceánico, camino de Solinópolis, larga y metida en tierra, con cierta profundidad, al amparo de la legendaria isla de Marajó, donde había unos astilleros en los que se construían naves que, con el tiempo y la creciente actividad comercial, se especializaron en pequeñas embarcaciones a vela e incluso las típicas para la pesca a remo, que encargaban familias de pescadores de más al sur, en zonas costeras del mar abierto y ya a salvo del fenómeno atmosférico pororoca cuando se formaba en el estuario para inundar con agresividad, a contracorriente, las orillas en dirección a Manaos.

    Esta actividad acercaba una serie de oficios ligados a lo que aún se consideraban astilleros, pese a que la evolución se alejaba de la propia ciudad de Belem do Pará. Así había pequeños barrios con talleres de carpintería, calafateadores, herreros y hasta pintores, aunque lo normal era que los clientes recibieran las barcas y pequeñas naves sin pintar, lo que incidía en el acabado final realizado por los propietarios, compitiendo con los colores y calidad para incluir un añadido más con que distinguirse respecto a las de sus vecinos.

    La playa donde se asentaban esos astilleros era larga y la construcción externa venía acompañada de otro gran espacio al aire libre donde se almacenaba la madera puesta a secar, que luego trabajaban con las herramientas y soportes adecuados, guardados en un tercer espacio, ya techado y cerrado.

    La madera, sin duda, la obtenían de los bosques cercanos, llegando a cortar algún árbol de caoba, con más de 130 años y una altura que llegaba «hasta el cielo». Aun no había normativas ni leyes para proteger la selva, pero las razones de los desheredados del trabajo eran que de nada servirían, ni para los bosques ni la selva si los hombres morían de pobreza y hambre.

    Toda la actividad constituía una llamada para ampliar una cómoda y práctica vecindad de constructores, marineros, comerciantes y hasta aventureros, con carácter emprendedor que pretendían enriquecerse. Las tabernas y comercios para surtir a todos ellos, se arremolinaban en unos barrios que se distinguían por la preparación, oficios y hasta especialidades, como los centrados en las velas o en los comercios de ferretería. También de las prostitutas, algo más apartadas, pero ofreciendo abiertamente sus servicios, que, en Brasil, siempre fueron legales.

    Los capitanes, en aquella época, no solo debían ser excelentes navegantes, sino también buenos comerciantes, pues no siempre transportaban mercancía por encargo, sino que, con habilidad, se hacían con fletes a base de trigo, bacalao, vino, aguardiente, papel, corcho, fruta seca, material de construcción y otros, que propiciaron la apertura de nuevas rutas comerciales, incluido el inhumano tráfico de esclavos mayormente negros, entre las costas occidentales de África, el Brasil y las Antillas, incluyendo el incremento de la actividad productiva interior o especialista, como algodón, azúcar, cacao, madera y productos coloniales. A ello se sumó en 1778 el Decreto de Carlos III, rindiéndose por fin a la realidad, liberando oficialmente las rutas de América, cuya mayor repercusión se dio en Sudamérica, porque, de vuelta, se inició la «ruta del tasajo», desde Buenos Aires y Montevideo hacia el norte y hacia Europa, con carne de buey salada y seca para los esclavos negros de la Habana y Santiago de Cuba.

    La actividad naval, por tanto, era frenética.

    Hacía ya casi treinta años que en esas tierras del norte del Brasil, a las que sus habitantes, los tupies, llamaron «Pará», que significa «Grande», porque allí todo es grande, ya habían sufrido, en 1835, la Rebelión de Cabanagem, protagonizada por los cabanos, un colectivo desprotegido de la población, formado por indios, negros y mestizos que sobrevivían en durísimas condiciones.

    Ese sector llegó a poner en jaque a los fazendeiros, quemándoles sus posesiones y asesinándoles, hasta que llegó el ejército para templar sus ansias de venganza y reducir fácilmente a los líderes rebeldes, porque no tenían programa político que mantuviera con fuerza sus reclamaciones.

    Cuatro meses bastaron y, en menos de medio año, hubo la escabechina de un tercio de la población.

    Ya todo «superado», cinco matrimonios, entre ellos el de los Vega, más ocho niños de diversas edades, constituían el pasaje, que había zarpando de Ámsterdam y navegaban hacia el Nuevo Mundo, hacia el «Río de la mar dulce», como aquel «descubridor español», Vicente Yáñez Pinzón había bautizado a la desembocadura del Amazonas.

    Todos eran sefarditas de familias originarias de entre las expulsadas de Toledo. De Toledo, otras ciudades europeas y hasta de Marruecos, si bien los procedentes del norte de África provenían generalmente de los llegados de Sefarad, hasta el extremo que hablaban normalmente en castellano, de modo que resultaba raro que se les considerara marroquíes.

    Sefarditas que en ocasiones se habían tenido que ocultar, en lugares, épocas y vigilancias menos exigentes. Y esos cinco matrimonios habían vivido circunstancias nada libres en muy diversos aspectos. Y eso fue lo que les llevó de ser expulsados a ser emigrantes.

    Los bergantines y clippers, eran las naves a vela más rápidas y cómodas de aquellos tiempos, con tres, cuatro y más palos; pero eran menos comunes. Lo que interesaba en aquella época era el transporte de mercancía, porque los esclavos empezaron a ir en disminución y lo importante era proveer de lo cada día más solicitado, a medida que los nuevos pueblos y ciudades pedían herramientas, máquinas para mejorar sus trabajos y hasta nitratos («vete a saber porqué»), difíciles de encontrar en Belem do Pará.

    La Pororoca, como se llamaba la nave, disponía del típico comedor de popa, frente la dependencia principal, ocupada por el capitán, donde se preparaba la navegación, y varios camarotes sin distribución preferente, salvo la separación de hombres y mujeres. Ni siquiera la tripulación disponía de camas específicas y más de un marinero se agenciaba un rincón para acurrucarse a la hora de dormir. El agua, por supuesto, estaba almacenada y se facilitaba a base de cazos en unos apartados que hoy llamaríamos lavabos, con más improvisación que eficacia. Solo el agua del mar se conseguía sin límite, aunque se aconsejaba no abusar de ella por los efectos de la salubridad sobre la piel. Los baldes con agua salada colgaban del techo, cerca del inodoro, para el libre balanceo sin derrame de líquido, pues si estaban en el suelo era el agua la que buscaba la horizontalidad frente a la inclinación del propio balde según el movimiento del mar con el balanceo de la nave. Y en esa búsqueda de la horizontalidad siempre caía líquido y mojaba el suelo. También caía cuando se echaba dentro de la taza higiénica y, los más ordenados, pasaban un paño de fregar para dejar el suelo seco y limpio.

    Al margen del agua debía considerarse la falta de espacio y de intimidad, por lo que no resultaba un viaje cómodo por la falta de higiene. Ni qué decir que las necesidades digestivas también carecían de discreción y de facilidad de limpieza. Además ni el lavado y planchado de prendas se podía hacer con las debidas condiciones. Solo el secado era una verdadera bendición, pues la brisa en una cámara con ventana abierta era constante. Y más activa habría sido en cubierta, donde el capitán no permitía tender ropa colgada, ni siquiera la recién lavada.

    El resultado final era que la vida a bordo exigía predisposiciones muy generosas y, cuanta más vida exterior se pudiera hacer, mejor. Y, aunque el tiempo fuera soleado, la cabeza normalmente pedía estar al resguardo del vientecillo o del mismo sol.

    Los Vega y los demás matrimonios habían dividido el tiempo en vigilar a los niños, organizándoles juegos en cubierta cuando lo permitía el capitán, o bien leyendo o, a merced de la luz, entreteniéndose con distracciones sedentarias, como el dominó y las cartas, que con la escasez de bebidas refrescantes, incluso los jugos de frutas, no ayudaban lo más mínimo a controlar el gasto de los líquidos. Y en cuanto a bebidas alcohólicas el capitán tenía marcado un horario muy estricto y limitado para el uso abierto.

    La tripulación, en esta clase de navíos, constaba del capitán, el piloto y un agregado, como únicas personas con algunos estudios, seguidos en escuelas náuticas, más el nostramo, mayordomo, calafate, cocinero, tripulantes y unos cuatro mozos. Solo los primeros constituían la «tripulación distinguida», que podían ocupar el comedor de popa, en mesa con mantel blanco, vajilla buena, copas de cristal y cubiertos incluso de plata; pero los tripulantes y mozos se las apañaban en cubierta, en cualquier rincón, salvo cuando llovía, que iban al sencillo comedor bajo el castillo de proa.

    En pocas ocasiones comían verdura fresca, que solo subía a bordo cuando atracaban en un puerto, donde el cocinero y el mayordomo iban a comprarla, junto con carne, huevos y legumbres, para consumir allí mismo.

    Por lo demás, si durante la travesía conseguían pescar, también lo celebraban, casi en plan de fiesta. Solían conseguir éxito con atunes, doradas y bonitos. Siempre era a base de una cuerda larga, arrastrada, donde había un gran anzuelo con algo de carnaza y un trozo de tela azul, que los peces pescados habían confundido con otro, apto para su alimentación, según afirmaban los marineros.

    Muchos hombres, incluidos los capitanes, no sabían nadar ni se defendían bien con lenguas extranjeras, de modo que, de estos, no eran raros quienes ni siquiera bajaran a tierra. En todo caso eran los más jóvenes los que lo hacían, aunque uno de sus propósitos más comunes, eran encontrar la satisfacción sexual con las prostitutas del puerto. La masturbación no era suficiente; y otras soluciones, como las homosexuales, no eran aceptadas de forma común, aunque tampoco eran raras.

    La comida también era distinta. Se pretendía que no solamente cubriera las necesidades vitales sino también apetencias gozosas, que incluían algunos traguitos de licor, siempre con el control, con órdenes dadas por el mayordomo, directa o indirectamente, como encargado de trasladar a toda persona a bordo lo establecido por el capitán.

    En nuestro caso la naviera había contratado un cocinero catalán, muy apreciado, que cuidaba los detalles de cara no solo del capitán y tripulación distinguida, sino también del resto de hombres, lo cual era difícil porque solían ser de distintas nacionalidades, que acababan hablando una jerga propia, nacida a veces en el mismo barco y, por supuesto con ansias de las comidas distintas que normalmente les preparaban las esposas y madres cuando iban a tierra, a la casa familiar.

    El capitán era la máxima autoridad a bordo. Se decía que «hasta podía casar una pareja». De hecho la concepción del matrimonio, en aquella época pasaba por una ceremonia en que «los casaban». No distinguían. Hasta la iglesia católica, siempre que no tuviera como intérprete a un presbítero mal preparado, diciendo que el matrimonio lo celebra un cura, aclaraba que quienes se casaban eran él y ella, declarando su voluntad de hacerlo. El cura se limitaba a estar presente y a preguntar, con asistencia de un par de testigos, lo que afianzaba el matrimonio y permitía la inscripción en un libro de registro. Y lo mismo hacía la autoridad de la Administración civil en tierra y, por tanto, lo podía hacer un capitán en su barco, especialmente en el mar, fuera límites territoriales. Lo importante, bajo este punto de vista, era la inscripción, pues eso permitía y permite reclamar los beneficios legales; pero quienes se casan son él y ella, de modo que en las interpretaciones religiosas, por lo menos las de los monoteístas, un matrimonio basado en la voluntad seriamente planteada jamás será ese pecado con que los curas ignorantes, irresponsables y tontos, pretenden asustar a los feligreses que, naturalmente, no quieren ir a eso que ellos llaman infierno, descrito físicamente y situado bajo nuestros pies, cuando de hecho no es más que un lugar teológico sin espacio ni tiempo ni sufrimiento de fuego.

    Profundizando, ni el cristianismo ni el judaísmo concretan un lugar para el cielo ni tampoco para el infierno. Puede arriesgarse la afirmación que el judaísmo se vio, en cierta época, influenciado por el cristianismo; pero, de cualquier manera, nada hay de ello, salvo infinidad de mitos e incluso sandeces que, más aun actualmente, en un mundo más estudioso, parece que debiera ser imposible defender.

    Hay que recordar que las armadas de entonces lucían unos capitanes, ricamente uniformados (si lo eran de sus correspondientes armadas), sujetos siempre a los códigos oficiales de la época, muy estudiados, igual que los manuales civiles, a los que prácticamente archivaron cuando en Cataluña apareció el llamado «Consulat de Mar», que fue rápidamente traducido a muchas lenguas, principalmente las atlánticas, y adoptado por las naciones europeas e incluso americanas. De hecho todavía se utiliza, principalmente sobre usos y costumbres que llegan a los juzgados civiles en esos países, para ajustar conceptos y valoraciones por parte de los peritos independientes, donde la legislación está huérfana, de tal manera que sigue plenamente vigente su articulado en muchas cuestiones, hasta el punto que hay edificios que albergan el código del Consulat de Mar dentro de las Administraciones en capitales alejadas del mar, donde de alguna manera se complementan las oficiales legislaciones civiles marítimas.

    No todas esas legislaciones y usos y costumbres reconocen los mismos principios. Cabe destacar, por ejemplo, los brindis al rey, que suele haber en ciertas celebraciones, que se recomiendan hacerlas al principio (no sea que después fueran demasiado «alegres») y que, por el máximo respeto, incluyen el levantar las copas estando de pie; sin embargo los británicos están exentos de tal formalidad. La razón se atribuye a que los techos, en aquellos barcos de madera de antaño, eran muy bajos y sea por el ardor de los celebrantes o que eran muy altos o por el movimiento por las olas, las copas y las cabezas golpeaban contra tales techos y eran frecuentes los daños.

    Esas normas recogían también otros aspectos más prácticos, especialmente en cuestiones laborables. Así, por ejemplo, la alternativa de trabajo y descanso normalmente era de cuatro horas, salvo para el que hacía de timonel, que se relevaba cada dos.

    Quiere decir que si este plan era concebido como excelente, cabía preguntarse cómo serían otros viajes menos afortunados, con el mar más movido y menos soportado de cara a los mareos sufridos por algunas personas sensibles.

    Los marineros solían acercarse a los que estaban en cubierta con cara de andar con ganas de devolver y les indicaban la mejor posición para evitar que el viento les fuera más favorable y no les ensuciara la cara y la ropa. También les recomendaban mil trucos para resistir el mareo, siendo uno de entre los que más éxito tenía el que consistía en agarrar y guardar fuertemente, a mano cerrada, una piedra «mágica», que los marinos prestaban, con «la obligación» de no soltarla por nada del mundo y vigilarla de vez en cuando, para apretarla más y más. Y si no daba resultado era debido a que la piedra había sufrido algún embrujo y, en este caso, lo normal era tirarla al mar con todas las maldiciones para que se ahogara.

    Las aguamarinas, de la familia de los berilos, como la esmeralda, eran las que los romanos ya las llevaban en sus viajes como amuletos, porque, decían, evitaban los mareos. Esas piedras permitían ser escogidas de forma caprichosa, ya que iban del color azul verdemar al azul oscuro, lo que aprovechaban los marinos para valorar mayormente según adivinaban la preferencia del interesado, que, en este caso se conseguían comprándoselas.

    La nave disponía de literas en los camarotes para los viajeros, lo que ya casi era un lujo suplementario, como en el presente caso. Algunos niños las compartían y con el exceso de tiempo ocioso era comprensible que, frente a la rigidez del horario respecto a las comidas, también hubiera la tolerancia de las grandes dormidas.

    Más de una persona puede creer que, navegando, la ruta más corta entre dos puertos distanciados es la línea recta; pero, no. Hay que aprovechar las grandes corrientes oceánicas, sortear los vientos desfavorables y tratar de evitar tormentas.

    Cuando las embarcaciones llevaban unos días navegando y se acercaban al ecuador, y siempre que el tiempo y el mar lo permitieran, se solía hacer una fiesta a bordo con la presencia de Neptuno, pariente de los delfines y rey de los océanos, las nereidas y los piratas, con permiso del capitán, a fin de »bautizar» a los pasajeros, a los que se les concedía un diploma con su nuevo nombre marítimo.

    En este caso también hubo esa celebración. Algunos marineros, con la debida autorización del capitán, se disfrazaron de piratas y «secuestraron» a los niños ya mayores (y advertidos) y a los pasajeros voluntarios, para llevarlos ante el Gran Rey del Mar, donde tenían lugar unos discursos de «acusaciones» y sentencias que acababan en baldes de agua templada derramada sobre la cabeza de los neófitos, donde antes se les había echado mermelada, mantequilla, harina o algún huevo.

    Lo de Neptuno daba mucho de sí, especialmente porque los contramaestres solían informar a los jóvenes y caballeros cosas sobre el personaje, como que su nombre era el que le daban los romanos al mismo dios del mar a quien los griegos le llamaban Poseidón. Y que era hijo de Zeus y hermano de no sé quién y casado con tal y cuñado de… La historia sugería que la contasen a la esposa o incluso a los niños en versión histórica o romántica o misteriosa o erótica, porque, entre lo cierto y lo inventado, daba mucho de sí, según lo que se pretendiera. Lo divertido era la salsa que añadían los niños entre ellos con el acento más misterioso que pudieran añadir los más picaruelos, si la oían del timonel, porque los timoneles solían ser excelentes narradores de historias, con que matar los largos silencios a que en ocasiones se veían atrapados.

    Otras salidas para distraerse eran los cantos y acompañamientos a base de guitarras o similares. El acordeón, las concertinas y otros aerófonos aun no se conocían. Quizás era cierto cuanto los tarabuqueños bolivianos, procedentes de los incas, decían saber. Siempre muy ceñidos a la dispersión sudamericana, principalmente de la parte del Pacífico, aunque no eran de extrañar las mandolinas de caja plana, de tres siglos atrás, aplaudidas después por la samba brasilera y, curiosamente, difundidas por los italianos napolitanos y otros, con sus alegres tarantelas, enriquecidas con sus bailes en grupo y cantos a coro, que en el Pororoca brincaban los propios marinos de las tripulaciones, que eran de solo hombres.

    Aquellos hombres de mar ofrecían sus habilidades musicales, especialmente los franceses, con sus más incipientes armónicas, ya que los acordeones, como ya se ha dicho, aun no existían como instrumentos musicales. Se diferenciaban siempre, eso sí, las horas y presencia de los niños, ya que, en ausencia de estos, las letras de las canciones solían ser subidas de tono, que, en este ambiente, se aceptaban. Incluso daban más diversión que las timbas de póker en las que se entretenían quienes la religión, las buenas maneras y los capitanes no se las prohibían. Eran momentos de relajación pero que en más de una ocasión, cuando tocaban alguna musiquilla del país de alguno de los viajeros, frecuentemente había que contar con alguna lagrimilla de los más sensibles, y casi necesariamente de mujer.

    La preocupación más seria era la relativa al «salto» que debía dar la nave al pasar la línea del ecuador para pasar del hemisferio norte al hemisferio sur. A las personas más inocentes se les decía que todo el mundo debía agarrarse bien, pues la embarcación al saltar de un hemisferio al otro sufría una gran sacudida y había que estar precavido. Después todo se aclaraba.

    Además de las salidas y puestas de sol, generalmente admirables, se gozó de la compañía de los delfines, pues, cuando aparecieron se situaron a un costado, a la altura de proa o algo adelantados, como queriendo hacer carreras con la nave y seguían y saltaban graciosamente, acompañando varias millas el avance de la nave. El grupo no bajaba de dos docenas, con su piel fina y reluciente con el agua. Daban la impresión de estar hablando y diciendo cosas a los pasajeros. Su simpatía era de tal calibre que se les entendía todo en un ambiente casi de cariño. Decían «¿Hola? ¿Qué tal el viaje? ¿Por qué no venís a nadar con nosotros? ¿No quieres jugar? El agua está deliciosa. ¿Vais muy lejos? En todo caso hasta un nuevo encuentro. ¡Que sigáis bien, buenos amigos!»

    Después vendrían los enterados y nos dirían que en algunas partes del Amazonas hay unos delfines menos amigables. Pero que, en general, no presentan problemas a los humanos. Otra cosa son una especie de tiburones, aunque los peces más peligrosos son otros, entre los que se llevan la fama, por ser

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