Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

El Amor Venció
El Amor Venció
El Amor Venció
Libro electrónico494 páginas6 horas

El Amor Venció

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Una historia que se desarrolla en la ciudad de Tebas, en el Antiguo Egipto, narra el dolor imposible de dos parejas, que buscan rescatar su verdadera esencia.


Basado en las leyes de la Reencarnación, explica los misterios en que la Humanida

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 jul 2023
ISBN9781088233931
El Amor Venció

Relacionado con El Amor Venció

Libros electrónicos relacionados

Historia antigua para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para El Amor Venció

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    El Amor Venció - Zibia Gasparetto

    El Amor Venció

    Zibia Gasparetto

    Por el Espíritu Lucius

    Traducción al Español:
    J.Thomas Saldías, MSc.

    Hallandale, Florida, 2005

    Revisión, Julio 2019

    Título original en portugués:      

    O Amor Venceu

    Zibia Gasparetto © 1958

    Revisión:

    Zabeli Canchari Tello

    Melisa Bautista Torres

    Lima, Perú

    World Spiritist Institute      

    Houston, Texas, USA      

    E–mail: contact@worldspiritistinstitute.org

    De la Médium

    Zibia Gasparetto, escritora espírita brasileña, nació en Campinas, se casó con Aldo Luis Gasparetto con quien tuvo cuatro hijos. Según su propio relato, una noche de 1950 se despertó y empezó a caminar por la casa hablando alemán, un idioma que no conocía. Al día siguiente, su esposo salió y compró un libro sobre Espiritismo que luego comenzaron a estudiar juntos.

    Su esposo asistió a las reuniones de la asociación espiritual Federação Espírita do Estado de São Paulo, pero Gasparetto tuvo que quedarse en casa para cuidar a los niños. Una vez a la semana estudiaban juntos en casa. En una ocasión, Gasparetto sintió un dolor agudo en el brazo que se movía de un lado a otro sin control. Después que Aldo le dio lápiz y papel, comenzó a escribir rápidamente, redactando lo que se convertiría en su primera novela "El Amor Venció" firmada por un espíritu llamado Lucius. Mecanografiado el manuscrito, Gasparetto se lo mostró a un profesor de historia de la Universidad de São Paulo que también estaba interesado en el Espiritismo. Dos semanas después recibió la confirmación que el libro sería publicado por Editora LAKE. En sus últimos años Gasparetto usaba su computadora cuatro veces por semana para escribir los textos dictados por sus espíritus.

    Por lo general, escribía por la noche durante una o dos horas. Ellos [los espíritus] no están disponibles para trabajar muchos días a la semana, explica. No sé por qué, pero cada uno de ellos solo aparece una vez a la semana. Traté que cambiar pero no pude. Como resultado, solía tener una noche a la semana libre para cada uno de los cuatro espíritus con los que se comunicaban con ella.

    Vea al final de este libro los títulos de Zibia Gasparetto disponibles en Español, todos traducidos gracias al World Spiritist Institute.

    Del Traductor

    Jesus Thomas Saldias, MSc., nació en Trujillo, Perú.

    Desde los años 80's conoció la doctrina espírita gracias a su estadía en Brasil donde tuvo oportunidad de interactuar a través de médiums con el Dr. Napoleón Rodriguez Laureano, quien se convirtió en su mentor y guía espiritual.

    Posteriormente se mudó al Estado de Texas, en los Estados Unidos y se graduó en la carrera de Zootecnia en la Universidad de Texas A&M. Obtuvo también su Maestría en Ciencias de Fauna Silvestre siguiendo sus estudios de Doctorado en la misma universidad.

    Terminada su carrera académica, estableció la empresa Global Specialized Consultants LLC a través de la cual promovió el Uso Sostenible de Recursos Naturales a través de Latino América y luego fue partícipe de la formación del World Spiritist Institute, registrada en el Estado de Texas como una ONG sin fines de lucro con la finalidad de promover la divulgación de la doctrina espírita.

    Actualmente se encuentra trabajando desde Perú en la traducción de libros de varios médiums y espíritus del portugués al español, habiendo traducido más de 160 títulos, así como conduciendo el programa La Hora de los Espíritus.

    ÍNDICE

    INTROITO

    CAPÍTULO I  DOS ALMAS, UN DESTINO

    CAPÍTULO II  LA PROTECCIÓN DE LA      

    VIEJACRIADA

    CAPÍTULO III ORGULLO Y HUMILDAD

    CAPÍTULO IV LA LLEGADA DE OTIAS

    CAPÍTULO V EL ENCUENTRO

    CAPÍTULO VI LA VENGANZA

    CAPÍTULO VII LA DEDICACIÓN DE SOLIMAR

    CAPÍTULO VIII  RABONAT, EL ESCLAVO

    VENGATIVO

    CAPÍTULO IX EL JUICIO DE PECOS

    CAPÍTULO X  PROMESA Y PRUEBA

    CAPÍTULO XI QUIEN SIEMBRA, COSECHA

    CAPÍTULO XII ENTRE EL AMOR Y EL ODIO

    CAPÍTULO XIII  LA TRAMA DE LA VIDA

    CAPÍTULO XIV  LECCIÓN DE HUMILDAD

    CAPÍTULO XV  VÍCTIMA DEL PROPIO ODIO

    CAPÍTULO XVI  EL BIEN VENCE AL MAL

    CAPÍTULO XVII  EL SUPLICIO DEL      

    REMORDIMIENTO

    CAPÍTULO XVIII TRAICIÓN

    CAPÍTULO XIX  EL GUSTO DE LA DERROTA

    CAPÍTULO XX  OLVIDO, REMEDIO PARA      

    EL ALMA

    CAPÍTULO XXI  DESTINOS QUE SE CRUZAN

    CAPÍTULO XXII  TRIBUTO A LOS ERRORES DEL       PASADO

    CAPÍTULO XXIII  EL REGRESO DE SOLIMAR

    CAPÍTULO XXIV  LA VISIÓN

    CAPÍTULO XXV  LA PARTIDA DE PITAR

    CAPÍTULO XXVI  PITAR ENCUENTRA       

    A SU PADRE

    CAPÍTULO XXVII  LA MUERTE DE OTÍAS

    CAPÍTULO XXVIII  SOLIMAR, EL      

    ÁNGEL BUENO

    CAPÍTULO XXIX  EL MAL COBRA TRIBUTO

    CAPÍTULO XXX  EL AMOR VENCIÓ

    INTROITO

    Basado en las leyes reencarnacionistas fue que escribí este libro. Solamente en ellas, traduciendo verdades rigurosas que los hombres intentan negar a cada paso, pueden explicar los misterios en los que la humanidad se debate desde hace milenios, intentando comprender el pasado a través del estudio de otros pueblos y otras civilizaciones.

    Este trabajo no es pretencioso. Con la voluntad de contribuir de alguna forma a la actual necesidad de divulgación de las leyes básicas que rigen la vida terrena, volví al pasado distante, buscando en el archivo de mi consciencia milenaria, la historia que intenté narrar, pura y sencillamente. Deseo aclarar que se trata de una historia real, extraída de las luchas constantes que antiguamente presencié. ¿Cómo podríamos explicar el secreto de las civilizaciones más antiguas sin el auxilio de las leyes a las que me referí? ¿Cómo explicar el adelanto del pueblo egipcio, cuya civilización existiera miles de años antes de la era cristiana?

    Sus conocimientos científicos, grabados en jeroglíficos, una parte en las ruinas de los templos aun existentes, otra parte en las pirámides, sorprenden al mundo de hoy que aun se asombran por esos escritos. Pero, ¿cómo pudieran ser obtenidos si no poseían telescopios, radar, radio, telégrafo y otros instrumentos de experimentación de los que hoy dispone la ciencia moderna?

    El pueblo, por sí mismo, nada sabía, pero los sacerdotes que gobernaban junto al rey al que llamaban Faraón, eran los dueños de esos conocimientos. Esos sacerdotes se reunían a menudo, recibiendo a través de la práctica mediúmnica los conocimientos científicos. aun entre ellos, existía la selección, pues de estas reuniones solo podían participar los grandes jefes. Hubo un Faraón llamado Ramsés II, que estaba contra la idolatría del pueblo, el cual hacía imágenes de animales y las adoraba, rindiéndoles homenajes. Procuró instituir costumbres menos bárbaras, pero de acuerdo con sus conocimientos espirituales.

    Conocedor de las leyes más sagradas del monoteísmo que le eran reveladas por los sacerdotes de Isis y Amón, quiso abolir el culto de la adoración a los animales, sin embargo, receloso de la reacción popular, pues el pueblo no estaba en condiciones de comprender un culto más abstracto, aceptó que adorasen al Sol que, lanza su luz magnífica, podría simbolizar la potencia divina. Incluso hoy en día, ya con el paso de los tiempos, peregrinando por los valles egipcios de Tebas, de Tiocletes, podemos observar adoradores del astro rey, genuflexos, con la frente en el suelo reseco por el sol mordaz. Sobrevivientes de sus antepasados, no quieren abolir sus creencias para evolucionar. Sin embargo, no como en Occidente, no de la misma manera, ellos también conocieran a Jesús y lo admiran.

    Exceptuados de la corrupción romana, conocen un Cristo más semejante al que fue realmente. Además, sus conocimientos sobre la reencarnación les ofrecen una mayor visión de la realidad.

    En Tebas, principalmente, donde la antigua civilización reinó, el pasar del tiempo transformó muchas cosas, pero las orillas del Mar Rojo, aun enclavadas en sus piedras bañadas constantemente por las olas, existen cavernas y jeroglifos de los sacerdotes cuando se recogían a la meditación.

    Recientemente, un científico belga descubrió uno de esos rincones e intentó descifrar sus misterios, apenas consiguiendo conocer una parte: se trataba de un culto a Dios, ofreciendo sus servicios en esta existencia y en la próxima, como una expresión de su fe y la seguridad en la reencarnación.

    Tebas, magnífica ciudad de guerreros y de luz, donde el púrpura de los faraones cinceló en los templos y castillos, magníficas construcciones arquitectónicas de piedra, ladrillo, yeso, mármol y oro.

    Si nos reportásemos a aquellos días, en el año 1200 a.C., veríamos sus calles repletas de gente, desplazándose en sus labores diarias. Levantando el polvo de los caminos, muchos iban y venían, incesantemente. Sus trajes elegantes, constituían una elegante zarabanda para nuestros ojos. En aquel día, sin embargo, un sábado lleno de sol que a pesar del atardecer permanecía aun ardoroso, el movimiento era mayor e inusual. Todos con sus trajes festivos comentaban alegremente el retorno de Pecos, guerrero respetado, que fuera a Sidón, a fin de buscar esclavos como se acostumbraba cada cierto tiempo, para enriquecer el imperio al mando del soberano. Generalmente, Pecos, para ejercer tal labor, llevaba consigo un número de soldados y lanceros, porque a pesar de que el poderío del Faraón dominase toda la parte baja del Mediterráneo, no era sin esfuerzo que conseguía su objetivo. Generalmente procedía a una cacería y como cazador, actuaba furtivamente sorprendiendo a su presa. Tan bien desempeñaba sus funciones en este sector que se granjeara la confianza del Faraón al punto de comandar su ejército de guardias personales. El Faraón, que se mantenía en el poder por medio de la violencia, era odiado por los pueblos de las tierras sometidas y temeroso a un atentado, poseía un pequeño ejército sin el cual nunca salía de palacio y no permitía tampoco que se ausentase dejándolo desprotegido. Pecos era el jefe, el comandante de ese pequeño ejército de lanceros y cuando se ausentaba, era sustituido por su superior inmediato, hombre de su entera confianza.

    La ciudad ebullecía, festejando el regreso de Pecos. Generalmente, al llegar la caravana, el Faraón daba una gran fiesta en su honor, y el pueblo asistía al patio externo, para recibir trigo y vino a voluntad, tocando laúdes y citaras alegremente, improvisando bailes cuando el efecto del vino se hacía sentir, y esperando por las sobras del banquete de palacio.

    Muchos se dejaban llevar por los placeres del festejo y la orgía proseguía hasta que todos, extenuados, cayesen a tierra. En el palacio, sin embargo, la fiesta constituía de un lujoso banquete de exquisitos manjares y después, cuando ya todos estaban saciados, envueltos por los vapores del vino luego de la danza de las mejores bailarinas del palacio, desfilaban los esclavos más importantes o más interesantes, para ser ofertados a alguien.

    En ese ambiente se inicia nuestra historia.

    CAPÍTULO I

    DOS ALMAS, UN DESTINO

    En aquella tarde, el pueblo se enrumbaba para el patio externo del palacio, conocedor de la llegada, por la mañana, de la caravana de Pecos. Venían criaturas de todos los tipos: labradores vestidos con sus túnicas de paño rojo o a rayas negras y amarillas, mujeres cargando sus hijos pequeñitos en la espalda, jóvenes alegres, sacudiendo los aretes relucientes, deslizándose como felinos por las calles polvorientas, con sus túnicas apretadas al cuerpo, dejando al desnudo sus hombros morenos y parte del cuello exuberante, calzando finas sandalias de cuero de cabra y trayendo los velos cubiertos de pedrerías que titilaban y brillaban bajo la luz del sol. En el palacio, la actividad estaba en lo alto. Esclavos cruzaban los vastos salones engalanados de brocados y púrpura, en un correrío constante, arreglando objetos y flores entre cuchicheos y risitas silenciosas.

    De allí a poco comenzaría el festín. Décios, esclavo que gozaba de singulares regalías ante Pecos, y consecuentemente ante el Faraón y sus sacerdotes, dirigía a los otros esclavos, no siempre dejándose llevar por la benevolencia y la comprensión. Ostentaba aquel día una túnica color vino con una insignia de piedras en el pecho, presa al pescuezo por un cordón azul. Fuera un regio regalo del Faraón por un servicio prestado, que él, orgullosamente presumía en las ocasiones festivas. Décios, apresuradamente, se dirigió a la sala del banquete, examinando una vez más si todo estaba como determinara. Sonrió absorto: en la sala había magníficas flores, frutos, nueces, dátiles, uvas, panes, carne y muchos otros apetitosos manjares de aquellos días; todo dispuesto sobre maravillosos cojines de púrpura y oro alrededor de las paredes cubiertas por finos tejidos de Persia y de Macedonia. Al centro, en la pista donde las bailarinas deberían realizar sus danzas, había en cada rincón, fogatas, de donde salían constantes lenguas de fuego que los esclavos revivían a menudo, adicionándoles finos extractos de hierbas aromáticas que balsamizaban la sala agradablemente. Las antorchas ya estaban preparadas para ser utilizadas cuando el Sol se ocultase en el crepúsculo rosáceo de Tebas. El bullicio allá afuera comenzara demostrando que el pueblo aguardaba el inicio de la fiesta con impaciencia. Las literas y los caballeros ya comenzaban a llegar al palacio y los salones de la recepción rebosaban de gente. De súbito, dos pajes, vistiendo la túnica de la antecámara del soberano, salieran por las cortinas que circundaban el cojín del Faraón. Portaran dos clarines y mostrándose erguidos en pie corrieran las cortinas, para tocar enseguida, como era la costumbre, la señal para anunciar al soberano. Inmediatamente el silencio se estableció. Un hombre delgado, calvo, moreno, vistiendo una túnica de blanco lino, cubierta de piedras brillantes, cargando en el pecho la Gran piedra, entró majestuosamente en el salón. Era el Faraón. Todos se inclinaran en reverencia.

    – Mis amigos, – dijo él – los saludo como anfitrión, esperando que todos hagan justicia a mi hospitalidad. Deseo saludar en particular al emisario que valerosamente cumplió una vez más su misión en tierras distantes. Al otro lado de la sala, entrando elegantemente, haciendo relucir sus atuendos, surgió un hombre, seguido de otros seis más, con sus lanzas y escudos en doble fila. Pecos, que caminaba al frente, se adelantó y se postró a los pies del Faraón y lo adoró, saludándolo gentilmente.

    – Levántate Pecos. Estoy satisfecho con el cumplimiento de tu misión y quiero agraciarte con la Gran piedra opalina, para premiar tu desvelo y tu pericia. Se acercó entonces a él, ya de pie, y le colocó al cuello la grande y maravillosa piedra brillante, sujetada por un cordón sedoso. Pecos agradeció reverente e iba a retirarse cuando el Faraón continuó:

    – Hoy eres el homenajeado, por lo tanto, participarás de mi cena, a mi lado. Antes quiero aparecer en el balcón contigo y con Potiar, pues el pueblo quiere aplaudirte.

    Pecos, altanero, en la exuberante belleza de sus 30 años, agraciado y fuerte, se dirigió a la plataforma que daba al patio externo. El pueblo lo aclamó frenéticamente, satisfecho por el inicio de la ceremonia, ansioso por comenzar a divertirse. El Faraón que aguardaba un poco más atrás se adelantó a su vez y dijo:

    – ¡Pueblo mío! ¡E aquí nuestro héroe, que una vez más retorna de una misión provechosa para nuestro país! ¡Nos trajo muchas conquistas y, por lo tanto, ordeno que sea iniciada la distribución de vino, trigo y frutos a todos los presentes y que sea también iniciada la música para vuestra diversión!

    Verdadera ovación aclamó las palabras del soberano, que venían al encuentro del deseo de cada uno. Tomando a Pecos por el brazo, el Faraón entró nuevamente en la sala de recepción, siempre seguido por su inmediato Potiar, que silencioso y circunspecto, observaba todo calmada y solemnemente, pasando enseguida hacia el salón del banquete, donde los demás los siguieran y los esclavos comenzaran a servirlos. Mientras todos se divertían, gozando de los placeres que satisfacen las vanidades, había un lugar donde imperaba el sufrimiento: eran las celdas donde estaban los esclavos prisioneros.

    Ellos eran el fruto de la cacería cobarde y abominable. Conocedores del atentado del que habían sido víctimas, aguardaban esperanzados una oportunidad para huir. Sin embargo, eran bien vigilados por los soldados. Ni para comer u otras necesidades dejaban la celda estrecha e incómoda. Escucharan el alegre bullicio que reinaba en los alrededores, lo que más los amargaba. A cierta altura, sin embargo, uno de los lanceros se aproximó y seguido de otros más, todos armados, habló a los prisioneros.

    – Escuchen todos. Llegó la hora de dejar esta celda incómoda. Seréis ahora seleccionados por Potiar, el fiel, que designará las funciones de cada uno. Pero, recordaros de que, si alguien intenta huir o rebelarse, será severamente castigado, pagando con su vida.

    Dicho esto, con un gesto autorizó a los que lo acompañaban a abrir las celdas, aguardando impasible a que ellos saliesen. Uno a uno fueran saliendo de las celdas infectadas e incómodas. Andando con dificultad, teniendo sus miembros adormecidos durante casi un mes de viaje, eran entre todos cuarenta y cinco. Las mujeres fueron retiradas antes y conducidas al ala de las esposas del soberano. A ellas se les eximiera de las celdas inmundas; habían viajado a caballo, aunque amarradas y amenazadas constantemente.

    Todos fueran conducidos a una dependencia del palacio, donde Potiar los esperaba ansioso. Los colocó alrededor de la pared y fue llamando uno a uno para conversar y determinar sus funciones. Todos eran jóvenes, fuertes y saludables, bien escogidos por Pecos. Así, dentro de esos cuarenta y cinco, Potiar escogió seis de los mejores especímenes y ordenó a los esclavos que los preparasen como de costumbre, conduciéndolos después a la antecámara del Faraón, donde los esperaría. Después se dirigió a la sala donde se encontraban las mujeres, y sus ojos brillaban por el placer que anticipaba de contemplar a las nuevas esclavas. Llegando allá, esperó que las trajeran. Eran apenas quince mujeres, pero valían en belleza y juventud por los otros cuarenta y cinco esclavos conseguidos. Comenzó a interrogarlas. Ellas respondieran sin esconder su rencor y su remordimiento.

    – ¿Y tú, ¿cómo te llamas?

    Se refería a una joven de extraordinaria belleza, que lo miraba orgullosa. No obtuvo respuesta. Se enfureció Potiar más por su mirada que por su falta de respuesta.

    – ¿Cómo te llamas? – preguntó nuevamente.

    Ella se limitó a arrugar los labios en soberano desprecio, sin responder. Entonces él se descontroló, la jaló por el brazo, sacudiéndola violentamente.

    – ¿No me quieres hablar? ¿Te niegas a responder al señor que a todos gobierna y de quien solo es superior el Faraón? ¿No sabes que puedo destruirte, en pocas palabras castigarte severamente?

    La voz de Potiar, silbante, ronca, tremía rencorosa.

    Ella levantó sus ojos magníficos y lo encaró serena, pero orgullosa. Él se estremeció al percibir la belleza y la fascinación que emanaban de aquella mujer. Sus labios entreabiertos dejaban percibir dos filas de dientes blancos y perfectos. Estaba vestida con una túnica magnífica, que le dejaba al descubierto los hombros blancos y el cuello cubierto de pedrerías.

    – ¡Responde! – ordenó Potiar, sintiendo de mal grado que flaqueaba en su autoridad.

    – Me llamo Nalim –. Su voz era dulce y melodiosa, suave como un susurro.

    Él la soltó, diciéndole enérgicamente"

    – ¿Por qué no te vestiste como las demás, conforme ordené?

    Nadie respondió. Al cabo de unos instantes, Potiar mandó llamar a Aleat, una vieja esclava y volvió a preguntar.

    – Es necesario contaros, grande Potiar, que ella es una verdadera fiera y nosotros no conseguimos sujetarle las manos. Nos amenazó con un pequeño puñal conseguido no sé de dónde, y dijo que permanecería vestida como vino, a pesar de que su túnica; no obstante soberbia, esté polvorienta y rasgada. Al preguntar por qué de esa decisión, nos juró que jamás vestiría ropas de esclava, una vez que en su tierra era soberana.

    – Muy bien, Nalim, me agrada saber de tu noble estirpe, sin embargo, debes olvidar eso de ahora en adelante para no desmerecer el cargo que deberás ocupar.

    Los ojos negros de Nalim se oscurecieran aun más por la tempestad que rugía en ellos, pero no dijo nada más. ¿De qué serviría?

    – Ahora – continuó Potiar – todas deberán arreglarse regiamente porque tendrán el honor de desfilar para el Faraón, que decidirá en cuanto a sus destinos. Tú, Aleat, apúrate y te espero en la antecámara de nuestro soberano, con las esclavas.

    Se retiró rápidamente, dirigiéndose a la sala donde el banquete proseguía. Nalim, malhumorada, muda, se sentó en un rincón, triste y desanimada. No se conformaba con el ultraje sufrido. Hija de nobles hebreos, princesa en su tierra de origen, ahora esclavizada bárbaramente en un país desconocido, donde nunca los suyos la encontrarían. La humillación de aquellas horas de cautiverio pesaba sobre sus flexibles hombros como plomo. Insensiblemente recordó su infancia, su adolescencia hasta casi terminar sus 17 años cuando imprudentemente descendiera a los jardines para observar de cerca a un soberbio joven, manejando con maestría un maravilloso alud, que llenaba el aire con sonoras inflexiones de una linda melodía, cantada por una voz maravillosa. Fuera el aspecto romántico que le impresionara el alma sensible, fuera la música, el caballero, la magia de la noche, la que la hiciera, como un pájaro atraído por la serpiente, recorrer las alamedas desiertas en busca del trovador. Después, se sintiera apresada, amordazada, y llena de terror, perdiera los sentidos por la primera vez en su vida. Después todo continuara como una terrible pesadilla, el viaje penoso, las humillaciones a su pudor de mujer a los que se vio sometida.

    Sintió una delicada manito posarse en su brazo. Levantó los ojos.

    – ¿Eres tú, Solimar?

    – Si, Nalim, estás triste y, sin embargo, por tu propio bien debes arreglarte para saludar a nuestro nuevo soberano. Yo también sofoco en mi pecho las lágrimas de aprehensión y nostalgia. Sabes que dejé una madre enferma y vieja de quién yo era su conforto. Seguramente, a estas horas, el disgusto y la miseria ya la mataran. Sin embargo, encuentro fuerzas para intentar cumplir mi nueva tarea con resignación. Mi padre, que se dedicaba al estudio de las ciencias en los templos, siempre me decía que a Elohim le place ponernos a prueba de todas las formas posibles a fin de que ganemos experiencias para que vivamos en un maravilloso reino que será eterno. Los ojos puros de Solimar brillaban, tocados por una sincera y confiable emoción.

    – Tú, bella Nalim, tenías bastantes experiencias para ser una señora; tal vez te faltase la de esclava para ingresar en la mansión de la luz. A mí también esta experiencia me debería faltar. Sepamos enfrentar el destino que se nos muestra y venceremos, estoy segura. Estaré siempre contigo cuando me sea posible e intentaré auxiliarte a soportar la nueva vida.

    – Te resignas fácilmente, pero yo no. A pesar de que obedezca por ahora, no descansaré mientras no vengue la afrenta que recibí.

    – Vamos chicas - gritó la voz ronquecina de Aleat –, vayan a vestirse que dentro de pocos instantes deberán estar en la antecámara del Faraón. Les aconsejo que se pongan bellas porque el Faraón es muy sensible a la belleza y tal vez las beneficie.

    Mientras ellas se preparaban, el banquete proseguía. Pecos era la gran figura del momento. Indudablemente, la vida le sonreía. Era bello, en el vigor de la juventud, gozaba de gloria, con una destacada posición. Sus sentimientos eran de plena satisfacción interna por los triunfos que alcanzara. Hijo mayor de una acomodada familia de noble estirpe, ingresara como paje en los servicios del soberano, yendo al encuentro también de sus más caros deseos, porque podía satisfacer aquella sed de aventuras, algunas galantes. Se sentía vibrar de entusiasmo al enfrentar a un adversario en el campo de batalla. Era eximio caballero porque desde muy temprano fuera entrenado para eso, ni se acordaba de la primera vez que montara un animal. Le parecía que siempre tuviera tal experiencia. Era un buen lancero, poseía un una vista aguzada y pulso firme para el combate. Era osado, pero a pesar de todo, siempre justo con el adversario. Poseía también un corazón noble lleno de impulsos buenos, pero el ambiente en el que vivía y las tentaciones de las que era objeto eran muy fuertes para su temperamento ardiente e intempestivo. Las mujeres lo adoraban y disputaban su preferencia. Pero él, a pesar de ser un amante de aventuras, no las tomaba en serio a punto de comprometerse. Era egoísta y, así, procuraba sacar todo de la vida sin dar nada a cambio. Siendo criado desde pequeño en aquel ambiente, juzgaba la cacería humana que emprendía como parte de su función para servir a su país, encontrándole cierto sabor de aventura, pero nunca se detuviera ni de reojo a analizar la cobardía de tal procedimiento. Era fruto de su ambiente y encontraba natural que existieran esclavos y señores, opresores y oprimidos. Para él, la vida era una gran batalla, dónde había los que ganaban y los que perdían. Él era un vencedor, y los derrotados deberían conformarse siendo sometidos. Los invitados estaban alegres, y los dichos jocosos, producto del vino, ya se hacían oír.

    De repente, las fanfarrias iniciaran una música rítmica y sensual y las bailarinas aparecieran, delgadas, fascinando a los invitados, que aplaudían entusiastamente. La escena era inusual y aturdidora en aquel ambiente saturado de simitra, de vino, de los perfumes más exóticos arrojados en las piras donde las llamaradas tocaban el aire, esparciendo sombras fantásticas por el suelo. Las antorchas crepitantes y por fin aquellas mujeres de piel bronceada por el sol fuerte del desierto, traídas en su mayor parte de otras tierras, causaban admiración general. Eran bellas como esfinges, de una belleza mímica, con ojos pintados de darkim. ¡Cuánto duró aquella música o aquella danza, nadie pudo precisar!

    Pero deshecho el encanto cuando la última bailarina desapareció por las cortinas, los presentes despertaran y una voz gritó:

    – ¡Oh…! poderoso Faraón, ¿dónde están las conquistas de tus soldados?

    El Faraón llamó a Potiar, que aguardaba la señal, se dirigió al medio del salón. Hizo ligera reverencia y dijo;

    – Noble Faraón y sus invitados. Ahora traemos a vuestra augusta presencia los frutos de la última columnata.

    Enseguida, desde ambos lados del salón, comenzaran a entrar los nuevos esclavos, los hombres de un lado, las mujeres de otro.

    Venían silenciosos, como deseosos de encubrir y reprimir la revuelta ínterna. La admiración fue general. En verdad, ellos eran magníficos. ¡Nunca se reuniera tanta fuerza, juventud y belleza!

    – Ahora – dijo Potiar – nuestro Faraón quiere agraciar a su gran guerrero Pecos, con la elección de una esclava para sus dominios. Quiera aproximarse, noble Pecos, y proceder a la elección.

    Pecos, agradablemente sorprendido, sonrió. Posó el vaso de vino que tenía en las manos y se dirigió para el lado de las mujeres, ahora esclavas. La elección era difícil. Todas eran realmente bellas. Calmadamente comenzó a examinarlas. Vejadas con la exposición brutal de su belleza física, la mayoría se encogía tímidamente. Él les levantaba el rostro y les miraba los ojos a cada una. Para él todas eran iguales, todas bonitas, atrayentes. Sin embargo, cuando se acercó de la pequeña Solimar, sintió cierto malestar. La pequeña lo miraba serenamente, pareciendo despertar en él algo extraño. Sus ojos contenían más piedad que rebeldía, su bello rostro de líneas puras personificaba la delicadeza de sus sentimientos. Pecos, por la primera vez en aquel día, se sintió abrumado, sin saber por qué. Le parecía extraño que alguien sintiese compasión por él, que era el más feliz de los hombres, y que ese alguien fuese una pobre mujer que él esclavizara y robara al convivio de los suyos. En aquel momento desearía no estar allí. Sintió, de repente, deseos de no escoger a nadie, de retirarse y olvidas aquel pequeño reflejo de su consciencia. ¡Pero eso sería imposible! Sería una afrenta a la benevolencia del soberano.

    De repente, dijo casi instintivamente:

    – ¿Cómo te llamas?

    – Solimar.

    Su voz era musical, apenas susurraba, mas él se emocionó extremadamente.

    – Si vuestra majestad me concede esta esclava, definitivamente quedaré satisfecho.

    A lo que el Faraón respondió:

    Así sea, ella es tuya.

    – Ahora, ilustres señores, procederemos al sorteo de una esclava a escoger entre todos los presentes.

    El entusiasmo fue general y manifiesto. Cuando el bullicio cesó, transformado en expectativa, Potiar ordenó a los esclavos que recogiesen de los presentes, las pequeñas tablillas donde estaban dibujados sus nombres y que marcaban los lugares de los invitados. Las colocaran en enormes bandejas y después en una bolsa de cuero, mezclando bien su contenido.

    Las pobres mujeres, ofendidas en su dignidad, en todo lo que poseían de mejor en sus sentimientos, realizaban un esfuerzo tremendo para no llorar. Nalim tremía de rabia y de sufrimiento. aun estaba molesta con la separación de Solimar. Tanta serenidad había en aquella criatura, que Nalim sentía que no podría resistir sin ella. Su presencia cariñosa le proporcionaba paz para enfrentar la situación sin derrumbarse. ¡Muchas no podían contener las lágrimas, ella no! ¡Su corazón se cerrara para la revuelta y solo podía sentir sed de venganza!

    Solimar comprendía lo que pasaba con ella. ¡Su corazón sufría por las compañeras y, si pudiese, daría la vida para liberarlas, devolverlas al convivio de los suyos!

    Los seis esclavos parecían fieras inmóviles y ciertamente si los soldados no estuviesen bien próximos no se hubiesen contenido.

    El Faraón, a quien le fuera entregada la bolsa, metió en ella la mano a fin de retirar la tablilla del feliz ganador. ¡La expectativa era grande!

    Se hizo el silencio. El Faraón, al leer lo que en ella estaba escrito, sonrió con malicia, pasándola para Potiar.

    – ¡Ilustres, decididamente Horus favorece con la fortuna al hombre del día! El premio le cabe a nuestro héroe, Pecos.

    Un oh! de decepción se hizo sentir en el ambiente. Pecos, sorprendido, se quedó mudo sin saber qué decir.

    – Puede escoger, noble Pecos, la esclava es tuya.

    Nuevamente él se adelantó indeciso. Miró a Solimar sin saber por qué. Los ojos de ella estaban fijos en Nalim, con esperanza. Pecos se aproximó de Nalim, la miró. ¡Ella era maravillosa! Sus ojos negros fulgurantes, su rostro blanco, sus cabellos también negros, sus labios rojos, todo era realmente tentador. Su porte erecto, su frente altiva, no coincidían mucho con la sumisión de una esclava. Él sintió su orgullo y la consciencia de su fascinación. No obstante, presintiendo el esfuerzo que tendría para dominarla, o tal vez un poco por eso mismo, o aun por la muda súplica de Solimar, escogió a Nalim para sus servicios.

    Las dos jóvenes se miraran aliviadas y una momentánea alegría brilló en sus ojos. La fiesta prosiguió con más algunas disputas por la subasta de las bellas mujeres y de los valerosos esclavos. Era una vergonzosa afrenta al derecho que la vida concede a cada uno, de vivir su existencia, gozando del mundo que Dios le concedió con un único fin: la evolución. La experiencia terrena consiste en la armonización del ser con el semejante, a fin de conseguir vivir en mejores planos, sin dolor ni sufrimiento. Sin embargo, ellos, quebrantando la armonía de las leyes de la fraternidad, mucho tendrían que soportar en el futuro, cosechando los resultados de sus actos.

    El Faraón, a quien tal conmemoración aburría, se retiró por fin, dejando a Potiar para comandar la fiesta. Se cansara con el agotador día que tuviera, casi no bebiera y se alimentara frugalmente como de costumbre; no obstante, desease reposo, soportara todo hasta el fin.

    Pecos, también entusiasmado con las emociones indefiníbles que sintiera aquel día, cansado aun por el viaje, se despidió por fin, ordenando a sus pajes que condujesen a las esclavas para su comitiva, a fin de seguirlos a sus dominios, un poco distantes de los dominios de su señor. Durante el trayecto, intentaba recordar las sensaciones experimentadas, pero; no obstante, lo consiguiese, no podía comprenderles el sentido. De repente, quiso recordar el rostro de Solimar, pero tuvo una extraña sensación exasperante al ver que no lo conseguía. Irritado consigo mismo, con todo y con todos, sin precisar los motivos, fustigó el caballo para llegar más de prisa. Así, dentro de pocos minutos, seguido por los esclavos y su comitiva, se adentraba en sus espaciosos dominios.

    Era una casa magnífica, de piedra, sólidamente construida con su techo bajo, sustentado por dos columnas cuadradas a la entrada, más alta en el interior. Estaba rodeada por magníficos jardines y poseía numerosos patios. Sus amplios aposentos, amueblados con gusto y mucho lujo, demostraban la finura del dueño. Pecos, exhausto, deseoso de estar a solas para reposar, despidió a su comitiva, ordenando a los esclavos que condujesen a sus nuevas adquisiciones para las habitaciones femeninas, allá aguardando las tareas que les destinaría. Hecho esto, se retiró a sus aposentos, preparándose para dormir. A pesar de extenuado, no concilió inmediatamente el sueño, tomado de una sensación irritante. Un vago presentimiento de que algún nuevo acontecimiento envolvería su vida, lo incomodó por mucho tiempo. Además, pensó él, siendo un leal cumplidor de sus deberes, fatalmente sería favorecido por Hórus y nada mal le sucedería. Era ya muy tarde cuando finalmente se durmió en un sueño pesado, angustiante, casi asfixiante.

    CAPÍTULO II

    LA PROTECCIÓN DE LA VIEJA CRIADA

    Transcurrida una semana, Pecos, envuelto por una serie de compromisos sociales y militares, no volviera a recordarse de las dos esclavas que singularmente ganara ni determinara sus funciones.

    Mientras tanto, ellas esperaban sirviendo apenas en delicados servicios, en concordancia con su conocimiento doméstico. No obstante, nada las diferenciase en su manera de proceder, la forma por la cual sentían la situación era muy diferente. Solimar, magnánima, resignada, sufría en silencio, tratando de dar lo que poseía de mejor a todos los que la rodeaban. Nalim, retraída, orgullosa, se esforzaba por acostumbrarse ante los que ahora eran sus iguales, sin demostrar lo que guardaba en el alma. Era como la calma que precede a la tempestad. En cualquier momento podría irrumpir, lanzándola a consecuencias imprevisibles. Solimar sentía el pensamiento de Nalim, le preocupaba sinceramente la falta de comprensión y humildad, temiendo por su futuro.

    Las esclavas más antiguas, principalmente las más jóvenes, no simpatizaran con las nuevas compañeras. Sentían celos, por ser forzadas a reconocer su hermosura. Pecos no era como la mayoría de sus contemporáneos acomodados, que mantenían abusivas relaciones amorosas con las esclavas; le repugnaba sobremanera tal proceder, no por principio de moral, sino de clase; se consideraba superior a ellas. Muchas, sin embargo, eran vencidas por su fascinación personal y no perdían las esperanzas de despertar su interés amoroso, aun momentáneo.

    Las dos jóvenes no encontraran un ambiente sincero, sino personas llenas de odio, envidia y represiones violentas. Sus modales distintos, de aristócratas, principalmente las de Nalim, habían despertado en las otras la conciencia de su inferioridad y esto raramente, las mujeres perdonan. Fuesen ellas menos bonitas y el acogimiento habría sido más amistoso. Aun así, ese ambiente terminó por unir más esas almas que ya se estimaban. Una gran y sincera amistad nació entre ellas.

    Jertsaida, hombre de confianza de Pecos y administrador de sus dominios, supervisaba los servicios de Cortiah, encargada de las tareas femeninas de la casa. Desde el

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1