El mundo y sus espíritus
El hecho de que América (el nombre italiano que le dio un monje alemán al continente descubierto por los españoles) estuviera poblada por seres humanos supuso una sacudida para la potente y todavía unitaria religión de los europeos del siglo XV. La curiosidad desbordó a los círculos intelectuales, a las universidades, a los monasterios; y las preguntas se amontonaron. ¿Quiénes eran aquellas personas? ¿Eran humanos completos o salvajes incapaces de otra cosa que no fuera comer, dormir y fornicar? ¿Pensaban? ¿Tenían sentimientos, se regían con leyes? Como quiera que fuese, la Biblia garantizaba que también ellos descendían de Adán y Eva, únicos padres del género humano. Entonces, ¿cómo y cuándo había llegado esa gente hasta donde nadie estuviera hasta entonces? Surgió una idea muy perturbadora: quizá fueron los europeos quienes se movieron, pues Colón decía haber descubierto el jardín del Edén en su viaje al oeste. Y si Caín fue expulsado al este del Edén, pudiera ser que los europeos resultaran ser hijos de Caín.
Alegres e inocentes
Los primeros informes sobre los taínos del Caribe, redactados por el propio descubridor, los describían como unos salvajes inocentes y generosos que desconocían la malicia y la vergüenza de la desnudez, hermosos de cuerpo, alegres y bondadosos. Buenos salvajes, gente predestinada a recibir la palabra de Jesús. La Iglesia se conmovió con la posibilidad de llevar el Evangelio a esas almas vírgenes: al fin y al cabo, su mandato era predicarlo a todas las naciones. Pero los taínos sólo eran el primero de los miles de pueblos distintos que habitaban el Nuevo Mundo.
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