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La inteligencia artificial vs. filosofía cuántica
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La inteligencia artificial vs. filosofía cuántica
Libro electrónico630 páginas8 horas

La inteligencia artificial vs. filosofía cuántica

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¿Es posible que el intramundo de la conciencia humana sea más poderoso que la tecnología más avanzada? Solo necesitaba plantear las circunstancias que concurren en un caso concreto. Lo humano siempre es imprevisible.

Mi novela, que titulo La inteligencia artificial vs. filosofía cuántica, presenta en la primera parte, que se subtitula «La epístola de Salamina», el supuesto de creación de una sociedad secreta por los magnates de tres grandes empresas multinacionales líderes en la tecnología de inteligencia artificial, que pretenden obtener el dominio de los gobiernos de la Tierra, mediante la elaboración de algoritmos obtenidos de los centros instalados en diversos puntos de la esfera terrestre, con los cuales van a dominar la mente de los ciudadanos. Se encuentran al final de lo que debiera ser su etapa gloriosa a bordo del megayate Orion, que tras la elaboración de diez algoritmos en sus Centros de Información big data, debían implementarse con el algoritmo final que debía proporcionar el superordenador cuántico instalado en un lugar del centro del Europa. En su lugar, el superordenador presenta un androrritmo, desbaratando el plan de dominio mundial, declarándose prácticamente la guerra entre los algoritmos que se habían ido presentando a los magnates.

En la segunda parte, subtitulada «La epístola de Corinto», los magnates de las tres empresas deciden averiguar las causas del fracaso. Un grave y trágico accidente complica la cuestión al formularse una denuncia de la trama ante el Consejo Nacional de Seguridad de Estados Unidos, con lo que se da paso a una investigación cuyo desarrollo finaliza con una inesperada respuesta fuera del ámbito de la inteligencia artificial.

¿Es posible que la inteligencia artificial, per se, domine el mundo que habitamos? Todo será posible atendiendo al conocimiento que ahora van alumbrando los avances científicos.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento4 dic 2020
ISBN9788418435461
La inteligencia artificial vs. filosofía cuántica
Autor

José Rovira Ferrer

José Rovira Ferrer nace en Barcelona en 1925. Fue profesor e intendente mercantil por la Escuela de Altos Estudios Mercantiles de Barcelona y Central de Comercio de Madrid, con cursos en la Facultad de Derecho y doctorado en Económicas. Durante cuarenta años trabajó como funcionario del Ministerio de Hacienda, donde alcanzó los más altos cargos dentro de la inspección tributaria. Entusiasta lector de toda clase de publicaciones, y con preferencia por autores como Papini y Zweig, a la llegada de su jubilación se ha entregado con admirable fervor a escribir diversas obras literarias.

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    La inteligencia artificial vs. filosofía cuántica - José Rovira Ferrer

    La inteligencia artificial vs. filosofía cuántica

    La inteligencia artificial vs. filosofía cuántica

    José Rovira Ferrer

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.

    La inteligencia artificial vs. filosofía cuántica

    Primera edición: septiembre 2020

    ISBN: 9788418435980

    ISBN eBook: 9788418435461

    © del texto

    José Rovira Ferrer

    © de esta edición

    , 2020

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    En memoria de mi hijo Pepe y a mi esposa

    Adela por su amor y constancia.

    A mis hijas Carmen Berta y Adela por

    el interés en la corrección del texto.

    Primera parte

    La epístola de Salamina

    La historia a la luz de la razón

    Estoy escribiendo La epístola de Salamina y me veo en la precisión de explicar las razones que me han llevado a introducirme en un campo pletórico de misterios y explicaciones como los que nos dan los libros de historia, que en muchas ocasiones escapan a mi comprensión.

    Normalmente, no encuentro el motivo de la transformación en la conducta de grandes personajes de la historia, cuestión que me ha venido inquietando. Por ejemplo, cuando escribía mis Memorias de un nonagenario, me preguntaba por el enigmático Melquisedec, que, en los libros sagrados, aparece como sumo sacerdote del Altísimo ante Abraham. El relato hagiográfico nos presenta como hecho trascendente introducir el monoteísmo en el pueblo hebreo. De otra parte, la conducta del propio Abraham me resultaba, usando la razón, totalmente desacompasada si tenía en cuenta que, en los tiempos faraónicos, Akenatón se desconectó de las creencias del viejo Egipto para adorar a un solo dios —poco duró su revolución, apenas unos pocos lustros; volvieron a las viejas tradiciones.

    Como se puede ver, desde hace tiempo me vienen inquietando estas inflexiones en la conducta de algunos líderes que provocaron profundas transformaciones en la cultura de los pueblos.

    A poco de terminar mi trabajo otium pulcrae —del que puedo decir trato de contemplar el doloroso parto del cristianismo que durante quince siglos sufrió la Iglesia romana hasta que al fin dio sus frutos en Trento—, estuve bosquejando, entre otras muchas cuestiones que me llamaban la atención, la profunda transformación del aragonés Miguel Servet, desde su educación ortodoxa en el credo católico entre las paredes del monasterio de Villanueva de Sigena a la heterodoxia que le llevaron a la publicación, aparte de las de carácter profesional, de las heréticas como De Trinitatis erroribus y Christianismi Restitutio, por las que fue duramente perseguido, y de modo especial por Calvino, que le llevó a la hoguera en el campo de Champel de Ginebra. Me interesé en el tema y me propuse estudiar el período de la evolución de sus convicciones a partir de su permanencia como ayudante de Juan de Quintana, confesor de Carlos V, su posterior paso por la Universidad de París y demás circunstancias conocidas de su vida personal. Mi conclusión era de que había contraído la sífilis, y de ahí su aportación al estudio medicinal de las plantas en su obra Syruporum Universa, conocimientos que le aportaban en la lucha que mantenía contra su propio cuerpo. La muerte podía ser su libertadora, solo confiaba su salvación en la fe en Jesucristo. Por la aureola que, no solo en España, rodea su figura de mártir, me pareció que no debía insistir en mi propósito, de modo que decidí dar por acabada mi propuesta y dirigir mi vista hacia otros personajes que también me vienen llamando la atención.

    Una personalidad misteriosa, dentro de las que ofrecen las Sagradas Escrituras, es Lázaro, el amigo de Jesús en Betania, que fue resucitado de un sepulcro situado en un lugar inmediato a la casa en la que vivía junto a sus hermanas, María y Marta. Los Evangelios relatan el episodio con bastante detalle, en ellos se dice que Jesús lloró al conocer la noticia; por consiguiente, debía de haber tenido una amistad fuera de lo común para que esto se relatara en los Evangelios. Medité que era un buen motivo para pensar detenidamente en Lázaro. En los Evangelios se dice que Jesús frecuentaba Betania; deduje de ello que debía de existir una motivación que lo justificara. No eran solo visitas casuales lo que podía generar una amistad tan especial entre Jesús y Lázaro. Había que empezar desde años atrás. Me llevó a la idea de que, cuando Jesús tenía esa edad de doce o trece años, sus padres visitaron Jerusalén con motivo de la Pascua, durante la cual Jesús estuvo tres días perdido. ¿En el Templo? Pensé en Ein Karem, un lugar muy próximo a Jerusalén, donde vivían sus parientes. Entonces reflexioné: «¿No había acudido María a visitar a Isabel, su prima, para ayudarla en el parto de Juan?, ¿no eran primos Jesús y Juan?, ¿no era Zacarías, el padre de Juan, sacerdote del Templo?».

    A partir de ahí, había que buscar el nexo entre tres amigos: Jesús, Juan y Lázaro. Este era mi punto de partida para justificar una presunta existencia de la epístola de Salamina, de modo que, aproximadamente treinta años después de la crucifixión de Jesús, Lázaro pudiera dar cuenta del modo como se desarrolló su amistad desde aquellos años de la juventud hasta los de la tragedia del Gólgota, la decapitación de Juan en el castillo de Maqueronte, con la subsiguiente huida de Lázaro a Chipre, desde donde este podía contar todo lo sucedido durante la juventud de Jesús a Bernabé, figura importante como se evidencia en los Hechos de los Apóstoles.

    Mi novela parte del descubrimiento de aquella epístola en unas excavaciones en Chipre, que podría suscitar una verdadera conmoción entre las confesiones cristianas, puesto que se enfrenta con el hecho aceptado por todas ellas basadas en la creencia de Jesucristo como discípulo de Juan Bautista, precursor de su doctrina; mientras que en la epístola de Salamina se afirma que Juan fue el primer discípulo de Jesús. La difusión de esta epístola podría conmover las confesiones cristianas si los medios de información rivalizaran en comentar negativamente su contenido.

    En este siglo en el que asoma una terrible transformación del mundo cultural derivado de la globalización sin límites de la inteligencia artificial (IA), un grupo de la élite pretende dominar la humanidad. Ese grupo que se constituye en sociedad secreta no puede admitir que, en su concepción del dominio de las ideas, y en especial las que derivan de la doctrina de Jesús, puedan interferir en lo más mínimo su concepto de dominio mundial de las ideas y del Homo sapiens que habrá de someterse a los algoritmos que elabore la inteligencia artificial manejada por los nuevos amos de las naciones.

    Carta a mis amables lectores

    En los viejos tiempos, estimado lector, el poeta dijo algo así como: «En este mundo traidor nada es verdad ni es mentira, todo es del color del cristal con que se mira». En la actualidad, además, aliándose con el mundo, tan variado, de la información, se nos están largando continuamente lo que han venido a llamar fake news. Por eso he de aclarar que en las páginas que siguen, si es que se puede llamar novela, se inicia con un caso cierto: la celebración del sínodo ecuménico en octubre de 2018, luego ya todo es producto de la imaginación, en cierto modo alumbrada por las lecturas tan abundantes, en los escaparates de las librerías, de ciencia cuántica.

    En el curso de enfrentarme al ordenador para dar rienda suelta a lo insólito creado por mi mente, surge espontáneamente, del contenido de la trama, la presencia de ilustres personalidades que no he tenido reparo en introducirlas, a sabiendas de que los lectores sabrán apreciar que si entran en el relato es solo para ambientar la novela, nada que ver con la realidad palpable.

    Espero que, en todo caso, se me perdone esa liberalidad que me permiten mis noventa y cuatro años, y consiga la absolución.

    José Rovira Ferrer

    Cap. I.

    Sínodo ecuménico de 2018

    El padre José Luis Lombardo, de la Compañía de Jesús, experto en lenguas orientales, había obtenido el doctorado en Filología Hebrea por la Universidad de Roma, lo cual le había facilitado para escribir varios artículos en L’Osservatore Romano relacionados con la celebración del sínodo ecuménico del mes de octubre de 2018, durante el cual, y en esta consideración de colaborador con el periódico, había tenido la oportunidad de mantener largas conversaciones con los corresponsales y observadores de diversas nacionalidades, entre las cuales no olvidaba la que mantuvo, durante la recepción que la Embajada del Reino de España en el Vaticano ofreció a los asistentes al sínodo, con la doctora Edith Halevi, de la Universidad Hebrea de Jerusalén, cuya conversación se desarrolló ajena a las conclusiones del sínodo. Comentó el padre Lombardo las dificultades que había tenido que superar para conseguir su especialidad en lenguas orientales, granjeándose con ello la simpatía de la doctora Halevi al comentar cuestiones que le eran tan próximas, mostrándose agradecida a la disposición que le mostró el padre Lombardo para conducirle por los arcanos que encerraba la biblioteca del Vaticano, de la cual era colaborador.

    El padre Lombardo, con el plácet del archivero, monseñor Sergio Pagini, acompañó a la doctora israelí a la visita que le había sugerido al Archivo Secreto del Vaticano, explicándole que este archivo se había separado del general a principios del siglo xvii, y actualmente la visita tenía el carácter de restringida a expertos e investigadores. Le explicó que era uno de los principales centros de investigación histórica, con unos ciento cincuenta mil volúmenes almacenados en este particular archivo, mientras que en el Archivo General se calcula que la longitud de las estanterías que los contienen es aproximadamente de unos sesenta y cinco kilómetros. Le siguió explicando que la biblioteca se fundó en 1475 por el papa Sixto IV, reuniendo entonces unos tres mil quinientos manuscritos, mientras que en la actualidad hay aproximadamente un millón seiscientos mil libros.

    Viendo el padre Lombardo el extraordinario interés con que la profesora Halevi había seguido la visita al Archivo Secreto papal, que les había llevado varias horas, consideró conveniente invitarla a un ligero almuerzo en una trattoria dentro de la misma Ciudad del Vaticano, a lo que accedió gustosamente la profesora hebrea, que al despedirse del jesuita le agradeció las atenciones que le había dispensado, esperando que en su primera visita a Jerusalén le invitaría a visitar la Universidad para presentarle a sus colegas, que se considerarían muy halagados por su presencia.

    No pasó desapercibida la presencia del padre Lombardo en la trattoria, acompañado de una joven y elegante dama, que pronto fue identificada como una profesora de la Universidad Hebrea de Jerusalén, noticia que en el mismo día llegó a los oídos del padre Alessandro, provincial de la Compañía en el Vaticano, que inmediatamente quiso conocer por el propio jesuita el alcance de aquel «encuentro».

    —Padre Lombardo, han llegado a mis oídos que con usted se ha reunido una joven y elegante dama en una trattoria. Ya sabe que los rumores y las noticias corren rápidamente creando una atmósfera que a veces resulta insoportable, por lo cual es conveniente disipar toda clase de maledicencias que vienen a llenar los chismorreos aquí, en nuestra propia casa. ¿Puede darme una explicación clara sobre su conducta?

    —Sin duda, padre provincial. Se trata de una profesora de la Universidad Hebrea de Jerusalén, que ha venido a Roma con ocasión del sínodo ecuménico, como enviada de la misma universidad. Con esta dama me encontré en la recepción de la embajada española.

    »Mantuvimos una breve conversación sobre los matices de los cursos entre las universidades de Roma y de Jerusalén, de carácter puramente cultural, por lo que quiso conocer el Archivo y la biblioteca del Vaticano, de los que tenía buenas referencias.

    »A lo que me comprometí a obtener una autorización para su visita, que me concedió monseñor Pagini. Me pareció en el actual contexto de la relación ecuménica, que promueve la Santa Sede, que con ello contribuiríamos a mantener una buena relación con la Universidad Hebrea de Jerusalén.

    —Me parece muy loable su interés por acrecentar las relaciones con la Universidad de Jerusalén. Tengo puesta en usted una gran esperanza en su futuro. Mi reparo, sin embargo, al contemplar su espléndida juventud, me lleva a conjeturar dispares situaciones. He de confesarle que se dispararon mis alarmas con ese motivo casual que me ha comentado. Le ruego que me perdone. Venga a rezar conmigo en el oratorio.

    El padre Lombardo desplegó L’Osservatore Romano, como lo hacía ordinariamente frente a la bandeja del desayuno en el comedor de la residencia que compartía con otros padres, con la curiosidad de ver el lugar que ocupaba dentro de las secciones de actualidad su artículo sobre el sínodo ecuménico, que había enviado a la redacción por fax la noche anterior. Se llenó de asombro al leer, en la misma página donde se publicaba su breve artículo, una nota que insertaba la Secretaría de la Universidad La Sapienza anunciando que para aquel mismo día la profesora de la Universidad Hebrea de Jerusalén Edith Halevi ofrecía una conferencia-coloquio sobre el impacto que podía suponer el discurso del patriarca ecuménico Bartolomé I, como líder espiritual del mundo cristiano ortodoxo, sobre las comunidades judías integradas en los ámbitos territoriales donde se extendía su influencia ecuménica. El acto se anunciaba para las siete de la tarde en el aula de la Facultad de Lenguas Orientales.

    Durante largo rato estuvo dudando el padre Lombardo si debía asistir a tal acto. De una parte, le atraía la figura de Edith Halevi, motivo suficiente para conocerla mejor a pesar de aquella prohibición velada que había recibido del padre provincial, ya que las conversaciones que habían mantenido durante la visita a la Biblioteca Vaticana apenas incidían en el pensamiento religioso judío y las implicaciones sociales que tan duramente habían soportado las comunidades judías, especialmente las sefarditas establecidas en el mundo cristiano ortodoxo. Consideró, de otra parte, que había resultado algo impertinente aquella intromisión de su superior en actividades que se derivaban de su condición de periodista, como acreditaba su carné de colaborador en L´Osservatore. Después de meditarlo en su oración matinal, decidió presentarse aquella tarde en el acto convocado en una sala de La Sapienza.

    Entre una escasa pero selecta concurrencia de los adjuntos a las cátedras y de estudiantes de la Facultad, así como de periodistas de varios países que asistían como corresponsales ante el sínodo ecuménico, el padre Lombardo tomó asiento en la última fila, esperando no ser advertida su presencia por la profesora Halevi. A la hora señalada el decano de la Facultad, profesor Sforza, hizo la presentación de su colega de la Universidad Hebrea de Jerusalén, a cuyos títulos añadió sus investigaciones en la Universidad de Ankara, de la que su rector, Erkan İbiş, había mostrado una mención satisfactoria. Tras la presentación, unas palabras de agradecimiento de la conferenciante al profesor Sforza, así como a los asistentes. La mirada atenta de Edith Halevi se paseó complacida recorriendo las filas de los asistentes. El padre Lombardo se percató de que aquella mirada se había posado brevísimos segundos sobre él, advirtiendo su presencia y la leve sonrisa de inteligencia que asomó en aquellos momentos. Como suele suceder, antes de dirigir la palabra, Edith tomó un sorbo de agua, mojándose ligeramente los labios, en cuyo momento el jesuita, bolígrafo en ristre, trazó unas líneas sobre una página de su bloc de notas para asegurarse de que la tinta azul fluía correctamente, para tomar taquigráficamente y en forma esquemática las palabras de la conferenciante, que, en síntesis, fueron las siguientes:

    Las divisiones étnicas judías hacen referencia a las distintas comunidades del mundo que pueden distinguirse dentro del pueblo judío y que no están sometidas a la doctrina de una gran autoridad mundial, al modo como ocurre con la confesión católica de la cristiandad desde su sede de Roma. En las distintas corrientes de la Torá de las que luego haremos un breve comentario, el discurso del gran patriarca Bartolomé I, que a todos nos ha conmovido, solo puede tener una limitada influencia sobre los rabinos de las sinagogas, que por su ubicación deben incitarles a escuchar sus palabras, especialmente las que abundaron sobre la injusticia social y la desigualdad, la pobreza global y la guerra, así como la contaminación y el degradado ecológico, como consecuencia de las cuales deriva la incapacidad y la falta de voluntad de compartir la Palabra de las Escrituras.

    Sin embargo, para los sectores más difundidos, las sinagogas mantienen posiciones que les apartan para escuchar otras palabras. Los judíos jaredí, al igual que otros judíos ortodoxos, que consideran el principio de su sistema de creencias y prácticas religiosas en Moisés y la entrega de la Torá en el monte Sinaí, consideran que los no ortodoxos y, en una medida, los ortodoxos modernos como corrientes del judaísmo derivadas del judaísmo auténtico. Al no existir una autoridad centrada en el judaísmo, se ha desarrollado un cierto número de corrientes, como el jasidismo. Cada una de estas corrientes interpreta los principios religiosos comunes a todas ellas con algunas variantes. Muchos de ellos, debido a su desconfianza hacia las innovaciones sociales, viven en sus barrios, en general al margen de las sociedades laicas que los rodean, incluyendo las judías, y bajo la dirección de sus rabinos, los únicos que, según ellos, poseen un poder plenamente legítimo.

    El padre Lombardo aguardó pacientemente, en la salida de la sala de La Sapienza, a que la doctora Halevi se despidiera de los profesores que la habían acompañado en la mesa, para expresarle su felicitación por el contenido de su disertación, que aquella correspondió amablemente.

    Al observar el jesuita que nadie le acompañaba, se apresuró a ofrecerse de acompañante para que no caminase sola en el retorno a su residencia, que la profesora aceptó con sumo gusto, con lo cual iniciaron una conversación, como resultaba habitual en esta clase de encuentros inesperados, sobre los ruidosos motores de las motocicletas que atronaban las calles romanas, y el buen tiempo que los había acompañado en los días del sínodo ecuménico. Al pasar frente a una de las concurridas terrazas de la Via Veneto, la profesora insinuó a su acompañante tomar asiento en una de las mesas para descansar de la tensión que le había producido el encierro durante más de una hora en la sala de conferencias y la atención que hubo de dispensar para responder a las preguntas de varios de los asistentes. Ambos coincidieron en pedirle al camarero que les sirviera sendos martinis con abundante hielo.

    Entre sorbo y sorbo de la estimulante bebida, el padre Lombardo quiso conocer la opinión de la profesora de la Universidad Hebrea de Jerusalén sobre un joven autor que había sembrado las aulas de las facultades de Historia con unos libros que habían sido titulados bajo la figura del Homo sapiens y el impacto que había producido en el mundo cultural, especialmente con la proyección de la inteligencia artificial en la vida religiosa.

    Ya sabe usted, padre, que no profeso ninguna religión. No sé si usted me considerará agnóstica o atea, yo tampoco lo sé, no me he preocupado de definirme ni tampoco nadie me lo exige, pero usted me habla de un joven colega mío de la Universidad.

    Le conozco perfectamente, es una persona dotada de una inteligencia superior con unas facultades realmente extraordinarias, y en la Universidad goza de gran estima entre el claustro de profesores. Está algo apartado de las clases porque tiene una licencia especial para dedicarse a la edición de sus libros. Tengo entendido que varias fundaciones con fines, dicen, de carácter humanista, financiadas por magnates de las grandes industrias tecnológicas, colaboran espléndidamente en sus investigaciones. Si quiere que le dé mi opinión sincera, ustedes, padre, tienen unos poderosos enemigos que no dudarán en destruir las conciencias de sus creyentes. La mía, porque en este particular participo con san Agustín, me dice que la revolución en la que participa este joven profesor no es la más acertada para el devenir de la humanidad; si en el pasado pueblos con convicciones religiosas se destruyeron, en el futuro no habrá límites a la destrucción, prevalecerá el homo hominis lupus, de Plauto.

    Cuando en las copas de martini solo quedaban restos de los cubitos de hielo, la profesora Halevi se dirigió a su acompañante:

    —Padre Lombardo, siento tener que marcharme. Estoy cerca de mi residencia y no es necesario que me acompañe. He tenido la gran satisfacción de apreciarle y hablar libremente con usted. Como ya le dije, espero verle por Jerusalén, me permito invitarle a visitar la Universidad y presentarle algunos de mis colegas que se sentirán complacidos de conocerle.

    »Le agradezco sinceramente las muchas atenciones que ha tenido conmigo, ha sido un verdadero placer. Un favor voy a pedirle. Cuando se dirija a mí, llámeme por mi nombre, Edith; lo de profesora o doctora me suena algo ampuloso, y solo me parece apropiado en los ambientes académicos.

    A estas palabras, el sacerdote respondió:

    —Es una muestra más de su admirable generosidad, Edith. Le ruego a mi vez que me llame por mi nombre, José Luis, como se suele hacer entre amigos o personas de gran confianza. Le prometo que, si las circunstancias me conducen hacia Tierra Santa, no dudaré en aceptar su invitación. Lo haré con verdadera alegría.

    »Le confieso que estos últimos días han sido para mí un verdadero acontecimiento. Le voy a dar mi dirección, por si necesitara en algún momento que le facilite algún servicio de Roma.

    Edith puso punto final a la conversación:

    —Gracias, José Luis. Su amabilidad no la podré olvidar.

    Cap. II.

    Carta de Edith Halevi

    al padre Lombardo

    Pocos días después de que se celebrara en Roma la festividad de los Reyes Magos, el padre Lombardo, después de oficiar la santa misa en el oratorio de la residencia de los padres jesuitas cercana al Vaticano, se dirigió al comedor para tomar su habitual refrigerio matinal: simplemente, un café con leche y una tostada de pan con mantequilla, que desde sus años jóvenes, allá en su lugar natal en España, le era tan habitual, recordando, como en otras ocasiones solía hacer, a su madre, Eusebia. Sus pensamientos fueron interrumpidos cuando el hermano Fabricio se le acercó con un sobre en la mano.

    —Perdone que le moleste, padre, pero en la conserjería me han entregado este sobre que va dirigido a usted.

    «¿Para mí? —se preguntó el jesuita reflexionando para sí—. Es la primera carta que recibo aquí. En otras ocasiones, me las han enviado dirigidas a las dependencias de la biblioteca papal». Al mirar el sobre, se percató de que el sello estaba sobreimpreso con la palabra «Jerusalén», recordando entonces los momentos en que se despidió en una terraza de Via Veneto de una profesora de la Universidad Hebrea de Jerusalén.

    Sumamente nervioso al descubrir el origen de la misiva, el padre Lombardo se retiró a su celda, procediendo a rasgar con sumo cuidado el sobre, conteniendo la respiración. «¿Qué cosa me va a pedir de Roma la eminente profesora?», pensó de inmediato, pero la carta era del siguiente tenor:

    Jerusalén, 12 de enero de 2019

    Estimado José Luis:

    Cuando al despedirnos, en el pasado mes de octubre, en Roma me dio su dirección, fue con el propósito de acudir a usted si lo necesitara para algún asunto que pudiera precisar. No es un motivo personal, sino que quiero en esta ocasión sugerirle que, aun en el caso de que no tenga urgencia de venir por estos lugares, sería muy conveniente que lo hiciera tan pronto le fuera posible.

    Durante las celebraciones de los últimos días, con motivo de las festividades de la Navidad y de la Epifanía, he recordado con mucho agrado las conversaciones que pudimos mantener y que me gustaría reanudar en otros momentos.

    Reciba con afecto mi cordial saludo,

    Había legible, rubricada la palabra «Edith».

    Durante largo rato, el padre Lombardo quedó pensativo. La inteligente profesora tendría motivos más que suficientes para no explicitar en su carta el motivo de su llamada urgente. Repasando minuciosamente las conversaciones de aquel par de días que coincidieron en la celebración del sínodo ecuménico, le resultaba imposible precisar un motivo o cuestión que le hubiese incitado para enviar aquella extraña invitación. La calidad intelectual y humana de Edith Halevi la consideraba superior a cualquier pretexto que pudiera relacionarse con aspectos personales. La cuestión, por lo tanto, era más seria de lo común. Sin embargo, no podía desplazarse a Tierra Santa sin contar con la aprobación del padre provincial. Algo realmente importante tenía que haber sucedido para que la profesora Halevi tomara esa grave y comprometedora decisión.

    Después de una larga oración, en la que examinó mentalmente los pros y los contras de llevar a cabo una conversación con su superior, llegó a la convicción de que era el padre Alessandro quien debía asumir la responsable decisión de que realizara el encuentro, o, simplemente por cortesía, contestar a la doctora Halevi manifestando la imposibilidad de poder hacerlo.

    Con la simpatía que el padre provincial le profesaba, recibió al padre Lombardo. Después del protocolo habitual de felicitaciones por el nuevo año, le pidió el motivo de aquella visita algo inusual.

    —Algo fuera de lo normal me ha ocurrido hoy, padre. Recordará que en los días del sínodo ecuménico corrió la noticia de que me habían visto cenando en una trattoria con una dama, cuestión por la que me pidió una explicación, que ahora me permitiré repetirla porque han pasado unas semanas y es muy probable que no la recuerde en sus detalles.

    —La recuerdo, padre Lombardo. Por lo visto, era una profesora de la Universidad Hebrea de Jerusalén que había acudido al sínodo en calidad de observadora y que usted le había acompañado en su visita a la biblioteca papal.

    —Efectivamente, así fue. Y como consecuencia, a la salida de la biblioteca me pareció que era una gentileza vaticana acompañarla a tomar una pizza, y luego fuimos charlando, hablándome de sus trabajos como traductora de viejos manuscritos hasta llegar a su residencia. Debo añadir que al día siguiente acudí a la conferencia que pronunció en una sala de La Sapienza, sobre el influjo que podía tener la intervención del patriarca Bartolomé I.

    »Al llegar a felicitarla por su disertación, los profesores de la Universidad la dejaron sola en la puerta de salida, motivo que coincidió con los momentos de mi saludo. Sinceramente, me pareció de obligada cortesía acompañarla, como hice el día anterior a su residencia. Al despedirnos, le facilité mi dirección por si necesitara algún apoyo en sus trabajos en la Universidad de Jerusalén.

    —Creo, padre Lombardo, que fue precipitada e innecesaria su asistencia a la conferencia de la profesora Halevi, especialmente después de la conversación que habíamos mantenido al respecto.

    —A veces, padre, suceden las cosas de modo providencial. Ahora le expondré realmente el motivo de esta visita. Esta misma mañana durante el desayuno, me ha sorprendido la entrega de una carta; el sello correspondía a una central de correos de Jerusalén, y como remitente figura la profesora Edith Halevi de la Universidad Hebrea de Jerusalén. Aquí la tengo con el sobre en la mano. Me parece necesario que se la entregue.

    »Como verá, me dice, casi con urgencia, que vaya a visitarla en la Universidad. Como una de sus tareas, según me dijo, es la de traducir viejos manuscritos, he deducido que, por extrañas circunstancias, no quiere explicar por carta algo muy importante que ha descubierto y que quiere transmitirlo a la Iglesia católica por mi mediación.

    »Esto es lo que he deducido después de larga meditación. Creo que debería ir; sin embargo, no lo haré si no existe su aprobación. Como mi superior, deberé dar cuenta, en su caso, del resultado de esa conversación.

    —Le he escuchado con mucha atención, padre Lombardo. Comprendo su inquietud; pero antes de tomar una decisión, permítame que me informe personalmente sobre la personalidad de la doctora Halevi. Espero pronto comunicarle mi decisión; mientras tanto, ruegue por las buenas intenciones que se deducen de esta carta.

    Durante varias horas, el padre Alessandro estuvo meditando en la cuestión. Agudizó su mente. Aquella era una extraña situación: una eminente profesora judía no podía escribir alegremente una carta a un sacerdote próximo a la curia vaticana si no había algún motivo especial. No podía acudir a los medios ordinarios para que le informasen sobre los ambientes en que la profesora Halevi desarrollaba sus aficiones personales o los medios que frecuentaba. Sobre todo, no le cabía duda de que los inteligentes servicios secretos israelíes, el Mossad, tenían los ojos abiertos en todo cuanto se relacionara con la Iglesia católica en Jerusalén. Luego, resultaba impensable utilizar el correo electrónico. Lo más prudente era mantener aquella carta bien guardada, y no dar conocimiento de ella absolutamente a nadie; la cuestión debía resolverse entre el padre Lombardo y él, para mantenerlo en el más absoluto secreto. Consecuentemente, decidió que debía darle el permiso que le había solicitado, condicionado a que le mantuviera al corriente del resultado de las conversaciones que en Jerusalén pudiera mantener con la profesora Halevi. Personalmente, llamó a las oficinas de la Biblioteca Vaticana y, sin darse a conocer, rogó al operador que le pusiese en contacto con el padre Lombardo.

    Al oír su voz y darse a conocer, escuetamente respondió:

    —Soy el padre provincial. Quisiera que, tan pronto pueda, tenga la bondad de venir a visitarme.

    Con rapidez que mostraba su nerviosismo, contestó:

    —¿Es posible esta misma tarde, padre?

    —Sí, es posible. Le agradezco su rápida respuesta.

    Preso de una notable inquietud, el padre Lombardo se presentó a media tarde en el despacho del padre Alessandro.

    El padre polaco, que actuaba de secretario, no le hizo esperar. Tenía la orden de que entrara tan pronto llegara el padre español.

    —Gracias por haber venido tan pronto, padre Lombardo. Su visita de ayer y la carta que me entregó me han llegado a preocupar. Deduzco que puede ser algo realmente importante y que afecta a algún punto de las conversaciones que usted mantuvo con la profesora Halevi en Roma el pasado mes de octubre, o quizás se trate de algo que a juicio de la dama judía resulte trascendente. De ahí que en la carta haya omitido cualquier pasaje que nos lleve a alguna sugerencia.

    »Estamos en momentos difíciles y no podemos permitirnos dar ningún paso en falso. Tenemos fama, los jesuitas, de actuar con extrema cautela; y en este caso, hemos de seguir con ella. Le puedo autorizar, padre, a que acuda a esa entrevista, con la condición de que me tenga informado puntualmente, y solo a mí como su superior, del motivo de su llamada.

    »Vaya a Jerusalén, utilice su pasaporte español, no vista de clergyman, tenga en cuenta, tal como lo he valorado, que los ojos del Mossad están permanentemente abiertos y hemos de evitar a toda costa dar un paso en falso.

    —¿Como un miembro del servicio de espionaje del Vaticano, padre? —comentó con media sonrisa el padre Lombardo.

    Cap. III.

    El padre Lombardo en Jerusalén

    El padre Lombardo se dirigió al día siguiente a las oficinas de Alitalia para conseguir billete para el aeropuerto Ben Gurión, reservándolo a nombre de José Luis Lombardo Pérez, de nacionalidad española, para el vuelo del día 26 de enero, salida de Roma a las nueve y treinta y cinco de la mañana y llegada a la una y cincuenta y cinco. En la propia oficina de viajes, le recomendaron como hotel el King David de Jerusalén por un precio y calidad muy aceptables para una permanencia inicial de cuatro días. Pagó el importe de los billetes con dinero en efectivo, evitando utilizar la tarjeta de crédito que poseía de la Tesorería del Instituto Ignaciano de Roma como primer paso para eludir toda identificación con el pasaporte que le había facilitado recientemente la embajada española en Roma, en el que figura en el apartado de profesión como «profesor», concepto amplio que puede entenderse tanto de matemáticas como de idiomas. El paso siguiente fue ir al almacén Massimo Dutti para adquirir un traje de tweed, camisa y corbata de colores claros, para que no se pudiese adivinar a través de ellos su condición de clérigo. Igualmente, pensando en la temperatura de enero en Jerusalén, otra prenda igualmente de un tono gris. Le ajustaron las prendas a su medida para el día siguiente, para pasarlo a recoger personalmente y abonar su importe igualmente en efectivo.

    En papel y sobre sin membrete, que adquirió en una oficina postal, escribió cuatro líneas:

    Estimada profesora:

    Llegaré a Palestina el próximo día 26 en el vuelo de Alitalia. Me hospedaré en el King David de Jerusalén, donde puede, si así lo desea, dejar un mensaje en consejería del hotel, donde espero encontrar sus noticias. Mientras tanto, reciba, expectante, un cordial saludo,

    J. L.

    El sobre iba dirigido a la profesora Edith Halevi en la dirección de la Universidad Hebrea de Jerusalén: Mt. Scopus, 91905.

    Como un turista más, con su bolsa de viaje de las que habitualmente se utilizan en los servicios aéreos, el padre Lombardo llegó puntualmente a la hora prevista a Tierra Santa. Los cincuenta y seis kilómetros que separan Tel Aviv de Jerusalén los recorrió en un magnífico autobús en menos de una hora, con la agradable sorpresa de que en recepción, al momento de presentar su pasaporte para la inscripción en el registro del hotel, el conserje, con un suave acento español, le dijo: «Señor, una dama le espera en el salón. Me dijo que se lo anunciara en cuanto llegase». De inmediato, pidió el padre Lombardo que llevasen la bolsa de viaje a la habitación, y se fue rápidamente al encuentro de la dama que le habían anunciado. Vino rápido a la memoria del jesuita la figura de aquella profesora con la que había compartido unas horas de agradable compañía en Roma los días del sínodo ecuménico y, también, las graves observaciones que le había hecho el padre Alessandro. Sus palabras fueron espontáneas:

    —Edith, mi estimada profesora. Era imposible imaginar que pudiera encontrarme con usted así, de repente. Este es para mí un día grandioso. ¿En qué puedo ayudarla?

    —Bienvenido a mi tierra, José Luis. Hubiese querido ir al aeropuerto a recibirle, pero mi horario en la Universidad me ha impedido hacerlo. Parece usted, en verdad, un turista como los de siempre. ¿Cómo le ha ido el viaje?

    —Muchas gracias, Edith. Muy bien el viaje, pero algo preocupado por el contenido de su carta. ¡En verdad, me resultó enigmática!

    —Imagino, José Luis, que en el avión no le habrán servido un almuerzo, yo aún no he tomado un bocado desde el frugal desayuno. ¿Aceptaría que le invitara a un shawarma? Luego con tranquilidad le explicaré el motivo de mi invitación. Mañana en la Universidad le presentaré a alguno de mis colegas como profesor de La Sapienza.

    Durante el almuerzo, la conversación se orientó hacia el grave problema que presentaba el enfrentamiento entre palestinos y judíos, que no se resolverá, según dijo Edith, hasta que los palestinos no reconozcan el Estado de Israel; añadiendo que a esta cuestión el presidente Obama de los Estados Unidos ya advirtió que las fronteras de cualquier Estado palestino deben estar basadas en los límites definidos antes de la guerra de 1967. Pero los palestinos siguen rechazando el Estado de Israel ante el temor de que esto pueda excluir el regreso de los refugiados.

    —El tema de los refugiados, Edith, es el que ennegrece hoy día las relaciones entre los Estados europeos, ante las avalanchas que se produjeron durante las guerras en Siria e Irak, y la actual emigración que procede de los países del norte y centro de África.

    —Me parece oportuno que visitemos el Rockefeller Archaeological Museum —propuso Edith—. Me parece que es el lugar apropiado para que le pueda hablar tranquilamente, pues tantas veces como lo he visitado me ha parecido que estaba en un bello y silencioso palacio de la Antigüedad muy apropiado para lo que quiero participarle.

    —Encantado, Edith. La verdad es que estoy sobre ascuas, este misterio que envuelven sus palabras acrecienta mi interés en escucharle.

    Durante el paseo desde el restaurante a la calle Sultán Suleiman, donde se encontraba el museo, Edith le fue explicando brevemente los avatares que había sufrido el museo desde que el Fondo Nacional Judío adquirió en 1906 una residencia que el jeque Muhamad al-Halili, que fue muftí de Jerusalén, construyera en el siglo xviii, y que sirvió para que en 1930 se iniciara la construcción del museo. Edith estaba orgullosa de aquella gran institución, y le mostró con paso rápido sus dependencias. José Luis quedó admirado de la belleza del patio central, acudiendo a su mente el recuerdo del palacio del Generalife de Granada, que visitó en su juventud en un viaje de estudios que organizó su Facultad de Teología de Salamanca. Le llamó la atención la inscripción en judeo-arameo de un mosaico de la época talmúdica del siglo vi descubierto en una antigua sinagoga de Ein Guedi, cuya traducción acompañaba: «Cualquier persona que descuide a su familia incitará conflictos, le robarán la casa, lo calumniarán sus amigos, o revelará el secreto del bálsamo de Ein Guedi y será maldito».

    En Jerusalén, apreciado José Luis —continuaba explicando Edith—, siempre hay oídos atentos, y procuro que nadie pueda sospechar lo que he descubierto del manuscrito que estoy descifrando en Ankara. Me parece recordar que en algún momento le expliqué el ámbito cultural en que me desenvuelvo y las lecciones que dicto en la Facultad de Lenguas Orientales de la Universidad de Ankara, y también los trabajos que en ocasiones me proporciona el Ministerio de Cultura y Turismo turco en razón de escritos y manuscritos que se descubren en las excavaciones que promueve en distintos distritos de su territorio, sobre los cuales se guarda un religioso silencio hasta que las autoridades permiten que se divulguen según la importancia de su contenido. Para garantizarlo, cuenta con un cuerpo de funcionarios celoso que responde de la custodia de aquellos objetos y se responsabiliza ante sus superiores. Cuando me entregan un pergamino o manuscrito, permanece depositado en un lugar secreto, como si se guardara bajo llave en una de esas arcas del tesoro de los bancos centrales.

    Perdone, José Luis, si me extiendo en los prolegómenos, pero entiendo que es necesaria la explicación de unos cuantos antecedentes.

    Probablemente sabrá que Claude Schaeffer fue un famoso arqueólogo francés, famoso como director de las excavaciones en Ras Shamra-Ugarit. Eso fue en 1929, y entre 1932 y 1935 dirigió otra expedición en Chipre. Dentro de sus estudios, recopiló e interpretó la evidencia de las grandes catástrofes naturales en las islas del mar Egeo, en los primeros siglos de nuestra era. Las excavaciones, con motivo de la guerra, fueron suspendidas, y el Gobierno de la República de Turquía las reemprendió en las proximidades de Salamina, donde en el mes de agosto del pasado año se encontraron restos que los arqueólogos estimaron que correspondían a las postrimerías del siglo

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    Entre tales restos hallaron envueltos en una descolorida piel unos manuscritos que determinaron podían ser en un griego arcaico y consideraron pudieran ser de gran interés por su buena conservación, protegidos por una curtida piel de oveja. El representante del Ministerio de Cultura turco estimó que debían ser enviados al Departamento de Lenguas Orientales de la Universidad de Ankara para que los descifrara y tradujera.

    Fue una feliz coincidencia que, en el momento en que acababa de llegar a la Facultad de la Universidad de Ankara para dictar una de mis lecciones, su decano tuviera encima de la mesa la nota recibida del Ministerio de Cultura para hacerle un nuevo encargo. Me explicó que al recibirlo había preguntado la característica que tenía el manuscrito recibido de la excavación de Salamina.

    «Es usted, doctora Halevi —me dijo el decano—, probablemente la más autorizada para que cumplamos el encargo del Ministerio». Estimulada por la gentileza y responsabilidad que descargaba sobre mí, acepté la misión.

    El propio decano me presentó al jefe del Departamento de la Autoridad turco para llevar a cabo aquel cometido. Me hablaron entonces de la necesidad de que el trabajo, por tratarse de una pieza muy peculiar, y en consecuencia que fácilmente podía extraviarse, se hiciera en el propio departamento, a cuyo efecto me facilitarían los medios para ello.

    —¿Un pergamino de Salamina? —interrogó José Luis—. No comprendo el interés que pueda tener.

    —Pues agárrese fuerte. Los documentos de Qumrán, que se conservan en este Rockefeller Museum, agitaron fuertemente la opinión cuando fueron descubiertos en las cuevas del mar Muerto, causando un asombro mundial. Se llegó a pensar que influirían gravemente en la opinión de los creyentes cristianos. Puedo asegurarle que lo que estoy descifrando de Salamina, si llega a poder de los medios de comunicación, puede causar al Vaticano más preocupaciones incluso que los escritos de Qumrán.

    —Edith, por favor, voy a estallar. ¿De qué trata este manuscrito?

    —Los arqueólogos lo han datado: es de la segunda mitad del siglo i. ¿Tiene idea de qué personaje interesante podía haber en Salamina en aquella época, coincidiendo con la data del manuscrito?

    —No tengo idea —respondió el padre Lombardo.

    —Se lo aclararé. Me he informado de que en Salamina se venera la tumba de san Bernabé. Bernabé fue el compañero de san Pablo en muchos años de su apostolado. ¿Lo recuerda de los Hechos de los Apóstoles? El caso es que no solo se trata de Bernabé, sino de modo especial se trata de la vida de Lázaro. ¿No era Lázaro el amigo de Jesús que fue resucitado por este en Betania?

    —¡Válgame el cielo! —exclamó José Luis—. Eso es algo increíble…

    No lo es. No. Yo tengo en mis manos la prueba. Se trata de una carta que Lázaro, desde Lárnaca, escribe a Bernabé relatando la vida de sus amigos de la adolescencia Jesús, Juan, hijo de Zacarías, con el propio Lázaro.

    Como ya le expliqué, mi formación es estrictamente atea, pero para mi doctorado he tenido que estudiar las bases del cristianismo. De diversas fuentes. Los estudiosos han llegado a formarse la opinión de que los Evangelios fueron redactados a base de la tradición oral de la vida de Jesús y lo que aprendieron de él sus apóstoles en los tres años de su predicación.

    En esta tradición, se manifiesta que la figura de Jesús derivaba de la de Juan el Bautista. Sin embargo, en este manuscrito, de cuya legitimidad no cabe duda, se dice lo contrario, que Juan fue discípulo de Jesús. Eso altera totalmente los textos de la tradición cristiana.

    A los del Ministerio de Cultura turco les he dicho que no puedo facilitarles de momento un informe, porque tengo que estudiar muchos términos que no logro todavía definirlos.

    Me veo en una gran encrucijada, amigo mío. Aunque, como ya le dije en Roma, soy judía y no soy creyente de ninguna religión, me duele, sin embargo, observar la creciente desmoralización del mundo occidental. Esa epístola puede ser dinamita según la desmenucen los eruditos que manipulan la conciencia de la humanidad por medio de algoritmos que ya se están introduciendo en las mentes.

    Por eso te he elegido, permíteme que te tutee, para que conociendo la gravedad del tema me ayudes a evitar

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