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Misterio final
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Libro electrónico434 páginas6 horas

Misterio final

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Un Steinway en Santillana del Mar.

El padre Alonso dirige con aprobación de la dirección del centro educativo y de las familias de los alumnos las clases de Historia y Religión en un colegio de Ávila, pero al mismo tiempo ha formado un coro de muchachos que canta en las fiestas litúrgicas y fin de curso, e interpreta con el armonio las partituras más clásicas.

Uno de sus alumnos tiene una voz privilegiada y por ello se destaca como solista en las ocasiones más señaladas, a plena satisfacción de la familia del notario Abreu; por lo que el padre Alonso es invitado a pasar unos días en su mansión de Santillana del Mar, donde poseen un magnífico piano Steinway, que merece su máxima atención y con el que deleita a la familia Abreu en las veladas de los días en que permanece como invitado.

El acierto en las composiciones que ejecuta y su personal atractivo como pianista atrae la atención de la bella Verónica, que en sus circunstancias personales se siente atraída de modo fulminante por el joven profesor de música, lo cual es advertido por el notario Abreu. Circunstancialmente,durante la estancia del padre Alonso en la mansión de Santillana se siente atraído por los volúmenes de la gran biblioteca y dirige su atención hacia los tomos que abarcan la Reforma luterana, que le producen una gran inquietud. Las reflexiones de sus lecturas le influyen sobre la fórmula adoptada en el Concilio de Nicea sobre el Credo de los Apóstoles, llevándole a la conclusión de que sería necesaria una actualización de su redacción.

Al comentarlo con uno de los padres de su orden, el eco repercute de modo inmediato en los superiores, sometiéndole a un juicio disciplinario. De modo que lo obligan a abandonar los hábitos, solicitando el apoyo del notario Abreu para emprender una nueva vida. Este lo condiciona a que abandone cualquier contacto con Verónica. Ahí empieza el calvario del padre Alonso, que se siente igualmente atraído por la cuñada del notario.

Cumpliendo la promesa contraída, se refugia primero como organista en el convento en Madrid de los Padres Servitas y, seguidamente, en el coro del convento de los franciscanos; con los que participa en una peregrinación a Tierra Santa, de la cual surge una amistad con el dueño de una tienda de música, encontrando un amparo.

Es en esa tienda de música donde se reúne con un grupo de jóvenes, a los que instruye para formar una orquestina en un local conocido. En el grupo hay unas chicas liberadas con las que se producen encuentros musicales y otros de un contenido sentimental que incide en la conciencia del expadre Alonso.

Sincrónicamente, a lo largo de la novela, Néstor, el auditor que fuera alumno predilecto del padre Alonso en Ávila, entrecruza su camino con Verónica, que se ha incorporado como letrada en la notaría de don Juan Abreu, que ha obtenido su traslado desde Ávila. Néstor, el antiguo alumno-amigo del padre Alonso siente un verdadero amor por Verónica, no correspondido por cuanto esta sigue guardando en su corazón los viejos arpegios del piano en Santillana del Mar.

El grupo de jóvenes forman una orquestina y están en el momento de alcanzar un gran éxito. Dada la maestría con la que les ha dirigido el antiguo religioso, se vislumbra un pleno éxito de la vida cuando se produce un trágico final.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento5 sept 2019
ISBN9788417984540
Misterio final
Autor

José Rovira Ferrer

José Rovira Ferrer nace en Barcelona en 1925. Fue profesor e intendente mercantil por la Escuela de Altos Estudios Mercantiles de Barcelona y Central de Comercio de Madrid, con cursos en la Facultad de Derecho y doctorado en Económicas. Durante cuarenta años trabajó como funcionario del Ministerio de Hacienda, donde alcanzó los más altos cargos dentro de la inspección tributaria. Entusiasta lector de toda clase de publicaciones, y con preferencia por autores como Papini y Zweig, a la llegada de su jubilación se ha entregado con admirable fervor a escribir diversas obras literarias.

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    Misterio final - José Rovira Ferrer

    Capítulo I:

    Recordando al padre Alonso

    «Mi padre, que era un clásico, sabía, por Orfeo, cómo amansa a las fieras la música... Yo creo que —instrumento inconsciente del destino— entre todos hallaron, de aquietarme procurando los modos, el libro-caja de música en que apoyada mi sien se ve. La música me sirve de almohada».

    Nuevo autorretrato,

    Manuel Machado

    Diario del 30 de marzo de 2003

    Estos versos, a modo de epigrama, figuraban en el encabezamiento de mi diario del día 6 de octubre de 1999, donde rememoraba todo un sinfín de recuerdos de mi más tierna infancia. Me veía en aquellos años arropado por el calor de mi hogar y el inconmensurable amor de mis padres, quienes me habían inculcado un saludable respeto a los profesores y, lo he recordado mil veces, aquella educación basada en profundos sentimientos religiosos, como no podía ser menos en aquella España de las provincias con sus grandes celebraciones litúrgicas. Los sermones de la Santa Misión y los Congresos Eucarísticos, a los que mi familia asistía fervorosamente y los acompañaba con igual entusiasmo. Igualmente, en mi subconsciente los ecos de la música que amueblaban mis oídos en mi niñez quedaban, más o menos, condensados en las estrofas de los versos de Manuel Machado.

    Claro que la música me servía de almohada, por eso me he refugiado en esos versos, pero, en ocasiones, eran las voces de los coros infantiles las que me sublimaban. En aquellos años abundaban las películas en las que las voces de los niños eran un verdadero prodigio, llegando a embelesarme. ¡Con cuánta envidia observaba a mis condiscípulos que habían sido premiados al ser seleccionados para integrarse en el coro del colegio! Mi incapacidad para los agudos y la pésima calidad de mi voz resultaban ciertamente insoportables. Estoy convencido de que el padre Alonso nunca tuvo la sospecha de mi íntima e infundada tristeza por tal causa.

    Aparte de lo que ya referí entonces, mención especial debo hacer de mis recuerdos de la infancia en las sesiones de cine con las que el director del colegio nos obsequiaba los sábados por la tarde, transformando el aula magna en sala de proyecciones. Allí estaba un famoso Bing Crosby, acompañado de una bella Ingrid Bergman, en Las campana de Santa María, dirigiendo a un coro, cuyas voces aún resuenan dulcemente en mis oídos y, para no alargarme en mis recuerdos ¡cómo no!, a los niños de la familia Trapp en Sonrisas y lágrimas, con la simpática Julie Andrews.

    Ni que decir tiene que en todos los escuetos «diarios» que, de forma muy dispersa, aparecían en mis cuadernos escolares de hojas, con sus cuadrículas tan familiares, aparecían claras referencias constantes sobre el padre Alonso. Era una imagen que estaba siempre presente. Durante los últimos cinco o seis años de mi permanencia en el colegio hasta mi ingreso en una residencia de estudiantes en Madrid para iniciar mis estudios universitarios, era precisamente el padre Alonso el encargado de dirigir durante el período cuaresmal las convivencias penitenciales en un centro de oración diocesano, en la hermosa serranía abulense. Su palabra cálida, las conferencias sobre el significado de la pasión y la muerte en la cruz de nuestro señor Jesucristo, así como el júbilo de la resurrección, imprimían una profunda admiración hacia su persona. Me impresionaba su manera de tocar el pequeño órgano de la capilla, levantando místicamente su mirada al cielo, al mismo tiempo que iniciaba los cantos litúrgicos, que coralmente seguíamos con nuestras voces más o menos aceptables, pero que en aquel ambiente me hacían derramar lágrimas por la gran emoción que me embargaba. En definitiva, el padre Alonso constituía para mí el ideal de la pureza y consagración a su misión apostólica, a la que se había entregado plenamente. Siempre en mi recuerdo estaba la figura del padre Alonso, con su larga sotana negra, arremangándosela para jugar al fútbol con sus alumnos en la hora del recreo.

    Viviendo en Madrid, cuando viajo a Ávila para estar con mis padres, me acerco al colegio para visitar a mi admirado profesor; durante la conversación que mantenemos mientras paseamos por los corredores del viejo claustro, evocamos tiempos pasados, pero hace hincapié en preguntarme por mi conducta, por los peligros que entraña la gran ciudad, y me recuerda los mensajes espirituales que siempre me ha aconsejado.

    Ha llamado mi atención cuando hoy he llegado al colegio y, como solía hacer, me he dirigido a conserjería preguntando por el padre Alonso, recibiendo la contestación de que ya no estaba allí. Extrañándome, ya que no tenía noticia alguna de su ausencia, he rogado que me indicaran la dirección del lugar donde había sido trasladado. Continué sorprendido cuando la contestación escueta ha sido simplemente: «No sé, creo que se ha ido a las misiones», y el ruego de que no molestara al director para preguntar sobre el paradero del padre Alonso. Me he marchado molesto por la forma como se había portado el conserje, que, por cierto, me conoce desde pequeño, pero, además, muy intrigado por la advertencia de que no molestara al director.

    He preguntado por el padre Alonso a mucha gente conocida, antiguos alumnos, y nadie ha sabido darme noticias de él. ¡Inexplicablemente, había desaparecido! Así es que, en mis oraciones, he incluido un apartado especial rogando que, de modo providencial, alguien me manifestara la forma de poder dirigirme a mi entrañable profesor, en cualquier lugar en el que pudiera estar.

    Capítulo II:

    Extraña sorpresa

    «La persona, tanto desde el punto de vista humano como desde el punto de vista cristiano, se entiende como ser abierto para la relación interpersonal y el diálogo. Esta cualidad específica tiene también sus exigencias, pues pide al hombre vivir de forma atenta, apostando por los valores éticos y en fidelidad a lo bueno. Estas exigencias fundamentales son la primacía de la vida y de la verdad, el respeto a la dignidad de la persona y a su libertad. Y la posibilidad de expresar las propias convicciones y opiniones».

    El discernimiento vocacional,

    Jesús Sastre

    Diario del día 28 de mayo de 2003

    Cuando en enero de 2002, sintiéndome autónomo, desprendido de la mano de mis benéficos progenitores, iniciando lo que pretendía ser una vida de éxitos profesionales, provisto de mi titulación superior, emprendí mi camino nada menos que en el tumultuoso mundo que apenas conocía de la capital del reino, me marqué mi propio código deontológico y no hallé mejor forma de comprimirlo que en las frases del primer libro que me llamó la atención sobre estos temas.

    Todo transcurría felizmente. Tenía ya mi empleo como auditor. Me había instalado cómodamente en una pensión frente a la plaza del Callao de Madrid, en la cual entablé rápidamente amistad con otros residentes y tenía, además, muy cercana la iglesia de San Martín de Tours, donde acudía regularmente siguiendo la católica educación que había recibido de mis padres y los consejos que tantas veces había oído del padre Alonso.

    Transcurrieron algunos meses sin que nada hubiese cambiado mi modo de ver cómo transcurrían los caminos de la vida. Estaba mi novia en Ávila, con la cual hablaba frecuentemente por teléfono y la visitaba algún fin de semana, pues ella insistía en que deberíamos pensar en formalizar nuestras relaciones, que habían comenzado durante unas vacaciones de verano en la época de mis estudios universitarios y, desde luego, respetándonos mutuamente en nuestros encuentros, pues ambos seguíamos fielmente las reglas de conducta que avala la Iglesia católica.

    En esta tarde del mes de mayo, un impacto inesperado ha cambiado sustancialmente mi modo de entender la existencia.

    Había terminado mi trabajo por la tarde y, antes de ir a cenar, me senté tranquilamente en un velador instalado en una terraza de la Gran Vía, sin otra ocupación que la de ir observando a la poliédrica variedad de los transeúntes, cuando, de repente, salté de la silla gritando: «¡Padre Alonso!». Sí, era él, pero no llevaba su venerada sotana negra. Un hombre alto, en mangas de camisa, con una ligera barba negra se detuvo al instante y se vino hacia mí:

    —¡Tú, Néstor!, ¿verdad?

    —Sí, padre.

    Su contestación inmediata fue:

    —Por favor, no me llames padre.

    Me quedé estupefacto.

    —¿Qué... qué... ha pasado? —dije con voz entrecortada.

    —Vamos a sentarnos —replicó—, intentaré darte alguna explicación, porque creo que tú, en méritos de nuestra vieja amistad, te la mereces. En primer lugar, llámame Alberto. Este es mi nombre, Alonso es mi apellido.

    Se quedó en silencio, por lo cual ansiosamente continué:

    —La última vez que pregunté por usted en la conserjería del colegio, me dijeron que se había ido a las misiones, pero me llamó la atención cuando me indicaron que no preguntara al director. En Ávila no conseguí noticias de su paradero por ninguna parte. Usted había desaparecido. Le aseguro que he padecido mucho por su causa.

    Esto último lo dije casi con lágrimas en los ojos, tanto era el cariño que le había profesado durante muchos años.

    —Voy a ser muy sincero contigo, Néstor. Te lo diré con pocas palabras, porque la cuestión es muy compleja. Sí, he colgado la sotana, como vulgarmente se dice. Rogué al director que escribiera al superior de la orden para que me otorgara un tiempo de reflexión. Un año pedí para tomar una decisión. Me sugirieron el traslado a otra provincia, pero lo que yo quería era tener una libertad total, no estar sujeto a la disciplina dentro de la orden, pero no lo conseguí, por mucho empeño que puse en ello. Entonces, tomé una decisión.

    »Un día abandoné mi sotana y demás objetos y prendas que no eran de mi propiedad. Lo dejé todo en la celda y, sin decir nada a nadie, me fui por la puerta trasera y me vine a Madrid. Dejé escrita una nota manifestando mi decisión a mis superiores y luego escribí unas líneas a mis padres para que estuvieran al corriente de la situación. Sé que esto hará sufrir mucho a mi madre, que había puesto tanta ilusión en tener un hijo consagrado al Señor. Algún día tendré el valor suficiente para ir al pueblo para que conozca mi verdad. Estoy seguro de que habrán llegado a sus oídos toda clase de chismes especialmente escandalosos, como «si se ha dejado la sotana es para irse con una mujer» u otros peores.

    Extrañado y mirándolo a los ojos, exclamé:

    —Pero, Alberto, dígame la verdad: ¿en qué consiste eso de tener una libertad total? Recuerdo las muchas veces que lo oí decir que la libertad consistía en no estar sujetos a las ataduras del pecado, que inducían a adorar a los ídolos, como el poder, el dinero, el sexo y no sé cuántas cosas más que convertían al hombre en esclavo de sus deseos. ¿Esto es así o entendí mal sus lecciones?

    —No estás equivocado, Néstor. Pero hay otra libertad, que es la del espíritu. Cuando contemplé, horrorizado, las terribles matanzas entre los hutus y los tutsis, seguido de las tragedias y hambrunas en el Sahel, los campamentos de refugiados en tantos lugares, albergando a centenares de seres humanos, destrozándose materialmente en busca de un pedazo de pan, me dije: «¿Por qué el Dios misericordioso no envía a esos pobres aquel «maná» prodigioso que envió en el desierto al pueblo de Israel?». Las imágenes de madres abrazando a sus pequeñuelos, a los que ama el Señor, exhaustos, moribundos, pretendiendo sorber una gota de leche de sus pechos flácidos colgando lastimosamente.

    »Todas estas imágenes han recorrido el mundo entero y las fervientes oraciones de millones de creyentes implorando la intervención del Altísimo para que cesaran tales atrocidades, ¿han sido acaso atendidas? Cuando expuse mi criterio a mis superiores sobre la necesidad de un nuevo concilio verdaderamente ecuménico para reconsiderar el símbolo de los apóstoles, aprobado en el Concilio de Nicea, hace ya más de dieciséis siglos, me ordenaron que guardara silencio y que me mortificara, pues mis opiniones ocasionarían escándalo y me repetían las palabras evangélicas: «Si escandalizarais a uno de estos mis pequeños, sería mejor que se colgara una rueda de molino al cuello y se ahogara». Si estas no fueron las palabras exactas, fueron algo parecidas. Es decir, no tenía libertad para expresar mi opinión ante algo tan tremendo que sacudía los cimientos de mi fe y solo lograba con mis ruegos que me redujeran a la esclavitud de mi silencio.

    Después de este largo párrafo, Alberto guardó silencio. Vi que sus manos temblaban y en sus ojos corrían unas gruesas lágrimas que no podía contener. Sus palabras, pronunciadas casi como un susurro, me causaron un profundo efecto y posé mi mano sobre la suya, que encontré fría como un témpano. Permanecí a la espera de que pudiese continuar con su exposición, pero, repentinamente, se levantó para darme un fuerte abrazo, diciéndome:

    —En otra ocasión, quizás podamos tener una conversación más larga. Pero te ruego que guardes para ti todo cuanto te he dicho. Mis dudas solo tienen que afectarme a mí. Por favor, tú sigue como si no me hubieses encontrado. Adiós, Néstor, querido amigo.

    No bebí la caña de cerveza. Dejé el importe de la consumición sobre la mesa del velador y me marché directamente a mi pensión, que no estaba lejos de aquel lugar. Me fui directamente a mi habitación y me eché sobre la cama tal como iba vestido. No pude contener un torrente de lágrimas mientras iba recordando cada una de las frases que Alberto había ido desgranando en mis oídos en medio del fragor de la Gran Vía y el clamoroso murmullo de los viandantes. «¡Dios mío!», repetía una y otra vez. Había rezado tanto pidiendo por el padre Alonso y hoy he obtenido la respuesta: el aguijón de la duda que había seducido a Alberto penetraba en mi interior. Lo quise rechazar y me encontré tendido cara al suelo de la habitación con los brazos en cruz, rezando el padrenuestro, pero, a seguido, repetía una y otra vez: «Señor, ayuda al padre Alonso y ayúdame. No me dejes caer en la tentación de la duda, porque, a pesar de los grandes crímenes de la humanidad, tú eres eternamente misericordioso —y añadía—: Ven, Espíritu Santo, limpia nuestras mentes de todo error».

    No sé cuánto tiempo permanecí en esta posición rezando y llorando. Todo un mundo de la fe se deslizaba como un torrente de lava sobre lo que entendía que era mi alma.

    Interrumpí mi oración cuando alguien llamó con los nudillos a la puerta, que en voz alta decía:

    —Señor, la cena está servida.

    A lo que contesté, levantándome del frío suelo, sin apenas darme cuenta:

    —Ya he cenado, gracias.

    Sentado al borde de la cama, con los codos apoyados sobre las piernas y estrechando con las manos mi abatida cabeza, estuve reflexionando sobre la confesión que acababa de oír y, sin saber por qué, me vino de repente a la memoria una vieja anécdota sobre los ruegos que solemos dirigir a Dios, que intenté reproducir literalmente, tantas veces equívocos, porque la experiencia nos muestra que el mundo sigue dando vueltas y más vueltas, y todo se repite una y otra vez.

    Según recordaba de aquella anécdota, en una ocasión preguntaron unos estudiantes de la Torá a un famoso rabino: «Maestro, dinos cómo hemos de celebrar nuestra gran fiesta del Yom Kipur, en la que cada año el pueblo se purifica de todos sus pecados». El rabino, después de meditar seriamente la cuestión, les dijo: «Id a ver cómo lo celebra el sastre Jacob». Ante la insistencia del rabino, cuando llegó el atardecer del gran día del Yom Kipur, sus alumnos se aprestaron a espiar por la ventana la casa del sastre.

    Vieron cómo se reunía la familia de Jacob, con su mujer e hijos; y, con todos los ropajes propios de la solemnidad del día, con su velo y las filacterias, empezó a recitar las oraciones apropiadas, luego vino la confesión de los pecados, sacando de su bolsillo una libreta en la que estaban anotados todos los pecados de la familia, los suyos, los de su mujer y los de sus hijos. Los leyó en alta voz para confesarlos, lo cual le llevó bastante tiempo, ya que era la lista de los pecados de todo el año, desde la anterior fiesta del Yom Kipur. A continuación, después de un largo silencio, Jacob levantaba los ojos al cielo diciendo:

    —Estos son, Señor, nuestros pecados. Ahora voy a leer lo tuyos. —Para lo cual sacó otra libreta y empezó a leer—: Has dejado que muriera nuestro sobrino Gedeón, por cuya curación tanto te habíamos suplicado. Tampoco has socorrido a nuestra hermana Esther, que lleva varios años enferma.

    Y así siguió durante largo rato con otros casos de verdadera tristeza y de todas las cosas que no iban bien, como la mala cosecha, que a causa de ella muchos clientes no le habían pagado las cuentas de lo que le debían. Es decir, fue enumerando los males del mundo que conocía de modo directo. Esta segunda lista de pecados era más numerosa que la primera y, al finalizarla, dijo:

    —Como puedes ver, Señor, tus pecados son más numerosos que los nuestros, pero no seamos rencorosos y quedemos en paz.

    Más tarde, cuando fui recobrándome del gran impacto emocional que supuso el inesperado encuentro, fui recordando alguna de las tantas conversaciones mantenidas en mis días de estudiante en el colegio de Ávila con mi confesor y guía espiritual, el entonces padre Alonso, fijándome en la que repetidamente aconsejaba: «Cuando te encuentres en situaciones que veas comprometida de cualquier modo tu existencia, acude a los Salmos. En ellos siempre encontrarás las palabras que el Espíritu ha venido inspirando con sus oráculos a sabios y profetas del Antiguo Testamento y que continúan siendo de valor incalculable».

    En un rincón de mi armario, debajo de prendas de uso diario, como calcetines, camisetas y pañuelos, guardaba una pequeña Biblia que en algunas ocasiones había abierto para leer algún fragmento especialmente interesante de las Epístolas de san Pablo. La encontré inmediatamente; allí estaba. Al abrirla leí, como en tantas ocasiones había hecho, en la página siguiente a la que contenía el mapa de Palestina en los tiempos del Antiguo Testamento, una dedicatoria: «Para Néstor: Que la paz de estos días nunca se interrumpa» y con letra clara, una firma: «Padre

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