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No Confundir Fantástico Con Maravilloso
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Libro electrónico276 páginas3 horas

No Confundir Fantástico Con Maravilloso

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Información de este libro electrónico

Ignacio Valente es el seudónimo bajo el cual José Miguel Ibáñez Langlois (Santiago, 1936)
ha suscrito la crítica literaria en el diario “El Mercurio” durante más de 50 años. Doctor en
Filosofía por la Universidad Lateranense de Roma, y doctor en Filosofía y Letras por la
Universidad Complutense de Madrid, es autor de unos mil quinientos artículos y ensayos.
Parte importante de su obra está dedicada a la filosofía y la teología; entre sus libros de
poesía y crítica destacan “Poemas dogmáticos” (1971), “Libro de la Pasión” (1986),
“Poemas dogmáticos II” (1994), “Poesía chilena e hispanoamericana actual” (1975), “Rilke,
Pound y Neruda” (1978), “Diez ejercicios de comprensión poética” (2001), “Para leer a
Parra” (2003) y “Crítica escogida” (2018).
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 jul 2021
ISBN9789563791259
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    No Confundir Fantástico Con Maravilloso - Ignacio Valente

    No confundir fantástico con maravilloso

    Crítica escogida

    Ignacio Valente

    Índice

    No confundir fantástico con maravilloso. Crítica escogida

    Nota del autor

    Introducción

    No confundir fantástico con maravilloso

    ¿Qué es un cuento de terror?

    Lo mitológico, lo maravilloso y lo fantástico

    Relatos Fantásticos

    El Dr. Jekyll y Mr. Hyde

    Las irregulares Leyendas de Bécquer

    Rubén Darío: cuentos fantásticos

    Los cuentos de Edgar Allan Poe

    Lo fantástico en Henry James

    Henry James: Otra vuelta de tuerca

    Selma Lagerlöf: El anillo de los Löwensköld

    Kafka: La metamorfosis

    Juan Emar: nuestro gran narrador surrealista

    Juan Emar, narrador, visionario y surrealista

    Diez cuentos inauditos

    Antología personal de Borges

    Los seres fantásticos de Julio Cortázar

    Cortázar, un gran cuentista

    Claudio Jaque vuelve al cuento

    Drácula, el padre de los vampiros

    Horror y deleite de vampiros

    Cuentos y cuentos de Maupassant

    El mundo de Lovecraft

    Lovecraft: El horror de Dunwich

    H. P. Lovecraft: un maestro del género macabro

    Lo fantástico a granel

    Relatos Maravillosos

    Alicia en el país de las maravillas

    La Alicia de Jorge Millas

    Los cuentos maravillosos de Oscar Wilde

    Oscar Wilde: El príncipe feliz

    Saint-Exupéry: El principito

    W. B. Yeats: Irlanda está hechizada

    Un verano con J. R. R. Tolkien

    El mundo total de Tolkien

    Egidio, el granjero de Ham

    Tolkien: la leyenda, la aventura, la tragedia

    La compleja relación Lewis-Tolkien

    Triunfo de la fantasía

    El apocalipsis de Narnia

    La gran novela del más allá

    Michael Ende o la fantasía versus la nada

    Algo más sobre La historia interminable

    Momo o saber oír

    Harry Potter: ¿la última maravilla?

    Fábulas y leyendas

    Los buenos cuentos

    Los cuentos de Andersen

    Cuentos de los hermanos Grimm

    Interpretación de Perrault

    Verdaderos cuentos populares

    Censurada la Caperucita Roja

    Sobre la literatura para niños

    Hernán del Solar: Cuando el viento desapareció

    Jacqueline Balcells: El niño que se fue en un árbol

    Rudyard Kipling: El libro de las tierras vírgenes

    Una fábula ecológica

    El Cristo de las diez leyendas

    George Orwell, otra vez

    Ha muerto Italo Calvino

    Fechas de los artículos

    Índice onomástico y de títulos de libros

    Libros publicados por esta editorial

    Nota del autor

    Debo a la tenacidad y paciencia de Adán Méndez el haber publicado en su casa editorial, hace dos años, una selección de artículos de crítica literaria aparecidos durante medio siglo en las páginas dominicales de El Mercurio. Y es el mismo editor quien me ha convencido una vez más de repetir la aventura, ahora con comentarios sobre una materia específica: la narrativa fantástica y la maravillosa.

    El argumento suyo que venció mi resistencia inicial fue bien simple: la abundancia de artículos míos sobre libros de esos dos subgéneros (que tienen un amplio público lector), en contraste con la escasez o ausencia de esos libros en el trabajo crítico de mis contemporáneos, desde Alone y Latcham hasta Gandolfo y Valdés, concentrados casi siempre en el género realista.

    Al releer estos artículos compruebo que mis juicios de análisis y de valor se han mantenido sin mayores cambios en lo sustancial. No obstante, detecto ciertas variaciones de perspectiva. Porque no es lo mismo emitir, sobre cincuenta y tantas obras, cincuenta juicios simultáneos que emitirlos a lo largo de cincuenta años. Con todo, he preferido no introducir en ellos ninguna modificación, por fidelidad a su condición de artículos de periódico.

    Pero he de confesar, sí, que la distinción entre ambos subgéneros, el fantástico y el maravilloso —quizá el mayor aporte teórico que reivindico para mí—, no fue siempre tan rotunda como creía cuando llegó la hora de clasificar a ciertos autores. Pues no siempre la diferencia será tan clara como, valga el extremo, la que media entre el ominoso gato negro de Poe y el sonriente Gato de Cheshire en el país de Alicia.

    Me hicieron vacilar, por ejemplo, los cuentos de Bécquer y los de Rubén Darío, por motivos obvios: más que fantásticos, habría que llamarlos fantasiosos o fantasmagóricos o algo así; pero sin ellos la ausencia de nuestro idioma habría sido excesiva. A su vez, y por la misma razón, incluí a nuestro Juan Emar, aunque su imaginación casi surrealista no encaja del todo en aquellos dos subgéneros. Otra inclusión incierta fue la de Kafka, porque el horror existencial de La metamorfosis no es equiparable sin más a lo macabro de cierta literatura fantástica.

    De paso, agregaré que no he querido distinguir entre relato fantástico y relato macabro, porque estimo que la diferencia es solo de grado. Pero aun así, y a costa de saltarme el orden cronológico que por lo general he seguido, puse hacia el final de lo fantástico sus formas claramente macabras, como los relatos de Lovecraft y los de vampiros.

    Fábula, leyenda, apólogo, narrativa mal llamada infantil o juvenil y otras semejantes son formas literarias que incorporan en grado variable dimensiones fantásticas, pero sobre todo maravillosas, y que poseen fronteras muy permeables. En el tercer apartado de este libro se agrupan algunas de esas obras heterogéneas, que van de la simple maravilla arcaica o el encantamiento folclórico a un cierto realismo procedente ya del relato de aventuras, ya de la crítica de la vida.

    A la inversa, hay todavía excelentes obras que contienen elementos de fábula, de fantasía o de maravilla, pero que he excluido por el predominio de su carácter realista. Así, algunos relatos de Swift, Hawthorne, Turguénev, Lagerlöf, Chesterton, London, Bombal, Golding, Rushdie, Tournier, García Márquez, etc. La exclusión se debe a la voluntad de no ampliar tanto el concepto de lo fantástico, que pierda su singularidad y se diluya en lo vagamente inverosímil.

    Se notará a simple vista la prevalencia de autores anglosajones en esta selección. ¿Gusto personal debido a mi formación literaria, o superioridad objetiva de Gran Bretaña y Estados Unidos en ambos subgéneros? Pienso que lo segundo. Es en el mundo anglosajón donde más se han tomado en serio las posibilidades de lo fantástico y lo maravilloso como literatura, de Stevenson a Wharton, de Carroll a Tolkien.

    Por último, aunque habría querido titular cada artículo de una manera más acorde al contenido, he optado por conservar los títulos originales de El Mercurio, que no han seguido una pauta uniforme a lo largo de medio siglo, como bien se aprecia en el índice del libro.

    Introducción

    No confundir fantástico con maravilloso

    Con notable frecuencia se identifica el género fantástico con el maravilloso, unificados por el factor común de llevar ambos lo inverosímil hasta el límite de la imaginación fabuladora o de la ficción, y por movilizar entidades imposibles, o en todo caso inverificables, como fantasmas, animales parlantes, muertos que reviven, duendes y faunos... La diferencia de géneros se desvanece. Así ocurre, por ejemplo, en el prólogo de la antología de Cuentos de terror publicada por Editorial Andrés Bello, que usa ambos términos sin distinción; así en la prensa, así incluso en la cátedra. Lo fantástico y lo maravilloso tienden a indiferenciarse como literatura dentro de este paquete común que muchos han dado en llamar Phantasy.

    El último y reciente episodio que me mueve a afinar la distinción entre ambas categorías formales es un debate sostenido en Italia, en una revista especializada, con el profesor Alessandro Massobrio, quien afirmaba que el trasfondo moral y religioso de los personajes de este género Phantasy —por igual los elfos de Tolkien que el gato negro de Poe— consistía en arcaicas presencias paganas, a menudo precristianas, oscuras e incluso demoníacas. Mi réplica se fundó en la distinción literario-espiritual entre el relato maravilloso —éticamente positivo casi de suyo, en virtud de la esencia de la maravilla— y el relato fantástico, cuya naturaleza profunda admite aquí y allá esas cargas de profundidad malignas, paganas, tenebrosas (cargas que, en todo caso, me parecían inofensivas —casi lúdicas— para una inteligencia ilustrada). Lo que todavía me sorprende es que este debate trascendiera hacia la prensa de Roma y Milán, donde, al margen de lo teológico, diversos comentaristas se inclinaban por la indistinción (confusión, pienso yo) fantástico-maravillosa.

    El relato fantástico

    Vamos de una vez a la distinción. Los fantasmas góticos, el Horla de Maupassant, la magia negra de Salem, y en suma, la presencia narrativa de lo fantástico irrumpe en el límite de la verosimilitud, en lo todavía quizá posible pero terriblemente ambiguo, allí donde Lo Otro aparece dentro de este mundo nuestro de cada día que llamamos real, y que suponemos regido por leyes naturales, es decir, por causalidades rigurosas y teóricamente inteligibles. En el umbral mismo de este mundo, lo fantástico se yergue amenazador y ambiguo, porque parece romper esas causalidades, y con ellas nuestra seguridad cotidiana —la tranquilizadora solidez de lo natural—, atemorizándonos con poderes preternaturales venidos de algún incógnito más allá; espantables prolongaciones de lo que nuestro sentido común —la voz del bienestar metafísico— llama la realidad.

    De allí que con frecuencia, y por aproximación, el relato fantástico se llame también de terror: el género macabro, que no en vano es el desarrollo literario del primitivo cuento de fantasmas, así como el género maravilloso nace de la matriz del cuento de hadas. Sin embargo, esta denominación de macabro admite también abusos, que ocurren cuando se confunde el terror preternatural de lo fantástico con los miedos naturales, debido simplemente a lo peligroso del mundo conocido. La antología mencionada de Cuentos de terror incluye, de paso, este nuevo equívoco en la selección de algunos relatos que son simplemente realistas.

    El origen privilegiado y más antiguo de los poderes fantásticos es la ultratumba. Los protagonistas por excelencia son los fantasmas de variada índole, los espectros, los muertos que rondan entre los vivos, las ánimas en pena por lugares encantados —haunted—: fuerzas que resquebrajan peligrosamente el orden natural que nos cobija. Clásicamente se trataba de los fantasmas de bosques, castillos, cementerios; una variante más sutil son los muertos que por momentos circulan tal cual entre los vivos, como en Otra vuelta de tuerca, de Henry James; variante seguida por Edith Wharton, quien a su vez se ha especializado en los muertos ausentes que, sin embargo, desde el más allá actúan sobre nosotros y nuestros destinos. Una especie de cumbre del género es Lovecraft, quien, cansado de fantasmas y espíritus, crea el eficacísimo cuento materialista de terror, donde los extraños son especies biológicas horribles del espacio sideral.

    Una segunda fuente de tales presencias del mundo fantástico es el fondo misterioso del yo, el abismo o el laberinto de la conciencia, cuyo desdoblamiento —ser yo mismo y ser otro a la par—, o cuya fusión —el estar otra persona dentro de mí—, o cuya ruptura espaciotemporal nos provocan el horror existencial. Esta destrucción del núcleo de la identidad personal —un miedo profundo del hombre moderno— se ha ramificado en múltiples variantes a lo largo del siglo. En todo caso, ambos ultramundos —el del más allá y el de nuestro propio abismo interior—, son los más frecuentes del género fantástico, sin descartar otros, como las fantasmagorías de la propia naturaleza, sobre todo el vampirismo. Estas tres fuentes recorren ese dominio literario, desde Poe hasta Lovecraft, pasando por Lord Dunsany y Machen: desde la novela gótica hasta la parapsicológica, o mejor, preterpsicológica.

    El relato maravilloso

    En el relato maravilloso las cosas se dan de manera no solo diferente, sino también contraria. La maravilla no irrumpe ambigua ni peligrosamente en el mundo, sino que está allí por derecho propio, igual que los seres naturales, y con su misma naturalidad, en un ámbito donde las causalidades mágicas —de alta poesía— no atentan contra nuestro pequeño mundo racional o racionalista, sino que —por usar la expresión ya común— lo reencantan. El principito cae del cielo por derecho propio, igual como Alicia se introduce en la madriguera del conejo, o un armario de casa de campo es la puerta del universo de Narnia, o Bilbo entrega a Frodo el anillo de la invisibilidad, o Momo ejercita su saber oír metafísico como si nada.

    Como en toda literatura, ocurre que en los tres géneros —realista, fantástico y maravilloso—, hay entre autor y lector una tácita convención inicial: en este caso, tres convenciones distintas que se relacionan con los grados de la verosimilitud o las formas de la ficción, y que fundamentan la diferencia de los subgéneros narrativos. Todos sabemos cómo comienza un relato realista; sabemos que es ficción verosímil, pero convencionalmente le otorgamos realidad, por lo general en la misma medida de su verosimilitud. En cambio, el personaje-narrador de un relato fantástico suele decirnos que nos contará algo increíble, que lo creerán loco y tal vez lo esté, pero que cumple con narrarnos su inexplicable odisea, cuyo solo recuerdo le sigue poniendo los pelos de punta; como lectores le concedemos el crédito necesario para la lectura, y aguardamos la entrada de lo otro en el mundo cotidiano. A su vez, cuando Tolkien comienza una novela con las palabras En un agujero del suelo vivía un hobbit, la convención que le otorgamos es todavía distinta; sabemos que los tales hobbits no existen ni existirán, pero les concedemos realidad funcional en virtud de aquella definición de la literatura llevada a su grado extremo: llegar a lo que existe pasando por lo que no existe. Por supuesto que simplifico los ejemplos —las palabras iniciales que crean distintas convenciones— en aras de la claridad.

    En el género maravilloso, la causalidad mágica es preternatural por naturaleza —valga el juego de palabras—, y nos parece lógico que un determinado ensalmo haga llover, que acciones del todo neutras y desproporcionadas conjuren el mal o engendren el bien, o que una doncella virgen deba golpear tres veces en la roca a medianoche con un bastón para que se abra la caverna cerrada a todo otro poder del universo. Por supuesto que esta causalidad poética debe anudarse con las causalidades naturales —los cuerpos caen, el fuego quema, etc.—, porque de lo contrario nos perderíamos en otro mundo sin amarras con este. Hasta la fabulación más extrema necesita su verosimilitud. Y no es el menor encanto de este género esa trabazón de lo inverosímil con lo verosímil, de la magia con la cotidianidad. En todo caso, la relación causal maravillosa carece de esa macabra ambigüedad que es propia de las causalidades del género fantástico, regidas por leyes científicas que deberían impedir la irrupción de lo otro, pero no lo hacen.

    Analogías, diferencias y preferencias

    Es posible que leamos ambos géneros por un motivo análogo: para salir del tedio que nos provoca el mundo real, y así llegar a más realidad. Pero en el caso de lo fantástico, la salida o evasión es un escalofrío agridulce o grato-macabro —una emoción fuerte—, y en el caso de lo maravilloso, es una suprema expansión de la fantasía creadora o de la imaginación fabulosa.

    En materia de gustos o disgustos de cara a lo realista, lo fantástico y lo maravilloso es un hecho de experiencia que andan muy repartidos y con innumerables matices; y, en el orden de los principios, nadie puede dictaminar nada al respecto desde lo alto del buen gusto o de las jerarquías superiores del espíritu. Con todo, y más con el afecto que con la razón, yo debo confesar que me cuesta entender la cerrazón a priori de ciertos hombres de letras ante el género maravilloso —¡lo que se pierden!—, a la par de esas lamentables confusiones entre esta alta literatura y lo infantil, infantojuvenil u otras pamplinas extraliterarias, donde en forma paradójica se dan la mano los extremos: los pedagogos que no saben de literatura y los hombres de letras que descalifican una obra maestra por el solo hecho de que pudiera comprenderla un menor de edad.

    Para disipar otro equívoco semejante, debe agregarse que la diferencia entre lo fantástico y lo maravilloso no reside esencialmente en la posible malignidad de lo primero y benignidad de lo segundo, si bien existe aquella propensión sugerida en la polémica italiana: las presencias espectrales del más allá tienden a sentirse como maléficas, y como benéficas las hadas, las náyades y nereidas, etc.; además, el relato fantástico suele terminar en unos puntos suspensivos de ambigüedad oprimente, y el relato maravilloso es una especie de happy end (¡no moraleja!). Pero debe repararse también en las propiedades contrarias: el mundo maravilloso, sobre todo en la forma preliteraria del cuento popular, está universalmente lleno de crueldad, de poderes perversos, de violencia y sadismo; el canibalismo abunda, y el comerse unos a otros —la fagocitación de niños, brujas y animales entre sí— es su pan de cada día. En formas más sutiles, el mal colma relatos de maravilla como La historia interminable de M. Ende, o como El Señor de los Anillos, e incluso constituye un tema y una dimensión esenciales del género. Y a la inversa, el mundo fantástico ve a menudo atemperada su oscuridad por una imaginería juguetona y aun graciosa, por una fantasía más poética y especulativa que maligna.

    La resistencia al híbrido

    A estas alturas de la historia, tenemos cuantas hibridaciones queramos entre los géneros literarios más diversos; pero, entre la narrativa fantástica y la maravillosa, los híbridos son tan pocos, y es tan fácil de explicar su aparente mezcla, que el hecho indica no solo una diferencia, sino incluso una cierta oposición formal de los géneros como causa de su resistencia a la síntesis. En nuestro siglo, el de las fusiones, un caso mixto me parece La metamorfosis de Kafka: relato fantástico porque está destinado a producir el horror existencial de nuestra cosificación, pero también maravilloso porque el hombre-insecto en la cama no se insinúa ambiguamente en las fronteras de la realidad, sino que está sólidamente instalado en ella desde la primera página, igual que el príncipe feliz del cuento de Wilde. Pero resulta fácil constatar que este elemento de maravilla es adjetivo frente a la substantividad opresora de lo fantástico-kafkiano, o que hasta lo fantástico es adjetivo en este relato que más bien llamaríamos de realismo metafísico o de antropología ficción.

    También algunas novelas de Italo Calvino, como El caballero inexistente o El vizconde demediado, poseen rasgos mixtos, y como tales han sido estudiadas, pero su elemento maravilloso me parece superficial y aun ausente casi del todo. Los híbridos más auténticos me parecen los producidos en Argentina, donde tampoco terminan de serlo. Lo fantástico de los cuentos de Borges, si contiene alguna alianza con lo maravilloso, contiene también una alianza contraria y mucho más fuerte con un sofisticado elemento intelectual, el irrealismo filosófico de Berkeley y Schopenhauer. El caso de Cortázar es el más complejo: sus cronopios, por ejemplo, pueden defenderse como fantásticos y como maravillosos, pero en el fondo de ellos —y de otros inventos suyos— prima una fantasía lúdica, casi un humor meta o patafísico, que no pertenece de suyo a la maravilla.

    Una última ilustración puede esclarecer la diferencia que intento formular. Las brujas suelen ser personajes de ambos géneros, pero de distinta manera. La bruja como protagonista de la maravilla —por ejemplo, en El león, la bruja y el armario de C. S. Lewis— está allí de una manera tan natural como la naturaleza misma de Narnia, y su malignidad, si bien puede asustar, tiene el mismo tipo de existencia que la bondad numinosa del león. En cambio, la muy ambigua bruja de El caso de las trompetas celestiales, de Michael Burt, sugiere terribles poderes en el condado real de Essex, y nos amedrenta tanto como el Yog-Sothoth de Lovecraft. Pero, a su vez, una lectura católica de la novela, con toda su teología del demonio, situaría esa brujería en pleno género... realista, como ocurre hasta cierto punto con las brujas de Macbeth.

    Yo no pretendo definir esencias puras, ni menos incomunicables entre sí, en un orden de entes ficticios que no son naturales, sino culturales, convencionales, y por tanto resbaladizos y opinables. El término esencia solo podría aplicarse aquí en cuanto lo dicho es producto de un cierto análisis fenomenológico. Pero la diferencia que postulo entre lo fantástico y lo maravilloso como esencias que aparecen en la lectura me parece tener buenos fundamentos en la historia de la narrativa, mientras que la confusión que pretendo rectificar —el revoltijo Phantasy— me parece tener efectos oscurecedores para el análisis literario.

    ¿Qué es un cuento de terror?

    Según la convención establecida, se llama cuento de terror

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