La Catedral
Por Jacek Dukaj
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La Catedral - Jacek Dukaj
COLECCIÓN POPULAR
879
LA CATEDRAL
JACEK DUKAJ
La Catedral
Traducción
AMELIA SERRALLER CALVO
Fondo de Cultura EconómicaFONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Primera edición en polaco, 2000
Primera edición, 2022
[Primera edición en libro electrónico, 2023]
Distribución en Latinoamérica
© Jacek Dukaj
Título original: Katedra
D. R. © 2022, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14110 Ciudad de México
www.fondodeculturaeconomica.comComentarios: editorial@fondodeculturaeconomica.com
Tel.: 55-5227-4672
Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere
el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.
ISBN 978-607-16-7611-5 (rústico)
ISBN 978-607-16-7789-1 (epub)
Impreso en México • Printed in Mexico
EN EL nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén. Con los Ismíridos a mano, a setenta días del perilevium, la tormenta a ciento doce horas. Romero ya tiene casi alineado el vector de velocidad con su vector, se ve la Catedral, la tengo sobre el techo, una imagen en tiempo real. Cierro y abro los ojos, y un ave de rapiña cae sobre mí, de cuello flaco, con sus alas altísimas abiertas, las garras huesudas y el cuerpo esquelético.
Tomo una dosis doble de stupak, la cabeza me estalla por la ingravidez. Intenté leer a Feret, pero perdí el hilo después de unas pocas frases. Mantengo charlas corteses con Mirton. Estamos en un vuelo chárter y sólo volamos en él el doctor Wasojfemgus y yo, y él prácticamente no sale nunca de su cápsula; así que vuelo solo. Dialogo con Romero mientras deambulo por su interior; un día artificial, una noche artificial. Ella tiene una interfaz muy agradable. A veces, mientras hago ejercicio en el gimnasio, intoxicado por las secreciones endocrinas, casi me olvido de que es sólo un programa. Tiene sus prioridades. Se asegura de que no me sienta solo y me induce a conversar sobre temas que cree que pueden interesarme.
—Así pues, ¿opina usted, padre, que no era un santo y que no ocurrió ningún milagro? —pregunta de improviso.
—No tengo una opinión formada —respondo.
—Uy, seguro que usted, padre, la tiene —se sonríe Romero.
—Y tú, ¿qué opinas? —le devuelvo la pelota.
Romero, con un instante en silencio, da a entender que está reflexionando.
—Creo —empieza— que si en aquel momento estaba enajenado, enloqueció por la gracia divina. Simplemente, si Dios se permitiese a sí mismo injerencias directas, entonces Esmir no sería el peor pretexto.
—¿Entonces eres creyente?
—¿Si creo en Dios? Más bien… me lo pienso —afirma Romero.
Quién sabe, quizá Turing también se equivocó en esto.
Compruebo los datos actuales de la cita de los asteroides con Madeleine. Todavía no hay nada seguro. En las praderas informáticas del Centro Astronómico de Lizonne, el cristal vivo de estas ecuaciones ha crecido hasta casi una hectárea, y sin embargo no hay un resultado cien por ciento seguro. En el peor de los casos, tengo un mes. ¿Podría la Iglesia realmente permitirse trasladar un asteroide tan grande? ¿Permitiría esta fantasmagórica máquina de Hoan un cambio similar?
Estoy. Primer día en los Ismíridos. Vi la tumba y hablé con el padre Mirton. Mientras tanto, la tormenta estalló en el otro lado. Sabían dónde aterrizar el Sagitario. (Pues no, qué tiene que ver, todo depende de la hora del día, del momento en el que gire la piedra; a no ser que el vector de Hoan…)
La Catedral se encuentra fuera de la biosfera de la ciudad, es demasiado alta y se perforaría su cúpula. El transbordador espacial Romero nos dejó al otro lado, la propia ciudad (¡ciudad!: ciudad es mucho decir; más bien un cúmulo semiesférico de viviendas temporales) se encuentra en un cráter poco profundo y sus laderas bloqueaban nuestra vista con un acantilado negro. Este asteroide ismírido se llama Cuerno, es el segundo más grande de todo el cúmulo, pero aun así la gravedad es prácticamente inexistente aquí. Inmediatamente transbordamos a un gruis. Wasojfemgus me ayudó con mi escafandra: estos trajes autónomos son una verdadera armadura, una persona piensa durante medio minuto antes de mover una pierna.
Los gruises del recorrido desde el campo de aterrizaje hasta la cúpula discurren por un carril de tracción brillantemente iluminado, sujeto a él mediante dos flexibles colectores de arco. Casi parece un teleférico.
Mientras avanzábamos, el médico señaló a la derecha y dijo:
—Los restos.
Me di cuenta de que se refería al remolcador de Ismir. Miré en esa dirección pero no vi nada.
—Ya está en el horizonte —dijo Wasojfemgus—. También hay una línea para ello. ¿Usted, sacerdote, viene de peregrinación?
—No —respondí, y traté de bromear—: estoy de viaje de negocios.
A través del plástico del casco apenas vislumbraba su cara, pero creo que no sonreía.
—En realidad, sólo estoy aquí un momento… —murmuró—. Aproveché la oportunidad de que la gente reserva vuelos chárter para evacuar. ¿Crees que Madeleine nos dejará marchar?
Quise encogerme de hombros, pero no me salió bien.
—No lo sé. Todavía están haciendo cálculos.
—Síííí.
El cielo aquí no es cielo, sino simplemente un cosmos extendido a lo largo de un alto hemisferio. O algo incluso peor: se pierde al instante la ilusión de bidimensionalidad. Basta con mirarlo fijamente durante unos segundos para que el monstruoso abismo te aplaste. Inmediatamente tu mente se ajusta a la imagen espacial y entonces no tienes la menor duda de que no eres más que una minúscula mota en el océano, una hormiga sobre un guijarro. Puedes caer en pánico. La gente que sale al espacio abierto por primera vez lo