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Pedro
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Libro electrónico1064 páginas17 horas

Pedro

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Información de este libro electrónico

Biografía que encierra parte de historia de España, novela de amor y aventuras, de guerra, en África, y civil española.

He concluido mi carrera. He guardado la fe. En adelante sólo me resta, recibir el premio que el Señor, justo juez, me dará.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento17 dic 2015
ISBN9788491122470
Pedro
Autor

María Luz Gómez

María Luz Gómez es una anciana paralítica que entretiene sus forzados ocios escribiendo en el ordenador historias que juzga interesantes y desea compartir. Es madrileña y en Madrid vivió toda su vida. Estudió en el colegio del Sagrado Corazón. Después, idiomas y pintura. Empezó la carrera de Filosofía y Letras, que no terminó por su pronta boda con un médico. Su matrimonio fue feliz y dio muchos frutos: siete hijos. Nunca trabajó, sino en su casa. Cuidó de hijos y nietos. A sus queridos padres no pudo dedicarles la atención que merecían por falta de tiempo. En cambio, más adelante pudo cuidar de su suegra y dos tías de su marido que solo la tenían a ella. Hoy es viuda y necesita cuidadoras. Tiene diez nietos -uno adoptado, etíope- y cinco bisnietos. Su numerosa familia y su fe cristiana la hacen seguir feliz.

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    Pedro - María Luz Gómez

    © 2015, Pedro y Mª Luz Gómez

    © 2015, megustaescribir

                      Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España

    Las opiniones expresadas en este trabajo son exclusivas del autor y no reflejan necesariamente las opiniones del editor. La editorial se exime de cualquier responsabilidad derivada de las mismas.

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a Thinkstock, (http://www.thinkstock.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    ISBN:   Tapa Blanda            978-8-4911-2246-3

                 Libro Electrónico   978-8-4911-2247-0

    CONTENIDO

    PRÓLOGO

    CAPÍTULO I. EL PUEBLO

    CAPÍTULO II. LA FAMILIA. PRIMERA INFANCIA.

    CAPÍTULO III. LOS VECINOS DEL PUEBLO

    CAPÍTULO IV. LA PARTIDA DE CHAPAS

    CAPÍTULO V. LA EDAD ESCOLAR. LOS AMIGOS.

    CAPÍTULO VI. SONRISAS Y LÁGRIMAS- JUEGO, VACACIONES Y FIESTAS

    CAPÍTULO VII. EL COCO

    CAPÍTULO VIII. UNA HISTORIA QUE CONMOCIONÓ AL PUEBLO. VENENO DE ÁSPIDES DESTILA SU BOCA

    CAPÍTULO IX. UN VERDADERO AMIGO

    CAPÍTULO X. ENTRENAMIENTO EN LA SIERRA. SOSPECHAS, ESPIONAJE, Y UN ALEVOSO PLAN.

    CAPÍTULO XI. TRÁGICO FINAL

    CAPÍTULO XII. EPÍLOGO

    CAPÍTULO XIII. BARCELONA

    CAPÍTULO XIV. EL VIAJE

    CAPÍTULO XV. LA LLEGADA. NUEVO HOGAR. NUEVO COLEGIO.

    CAPÍTULO XVI. LOS COMPAÑEROS

    CAPÍTULO XVII. DON JOSÉ

    CAPÍTULO XVIII. ADIÓS A BARCELONA

    CAPÍTULO XIX. UNA NUEVA ETAPA. MADRID

    CAPÍTULO XX. TEMPORAL FAMILIAR

    CAPÍTULO XXI. LA CARRERA.

    CAPÍTULO XXII. PANORAMAS FAMILIAR Y NACIONAL.

    CAPÍTULO XXIII. LA MILI

    CAPÍTULO XXIV. EL CURSO DE LA VIDA NACIONAL.

    CAPÍTULO XXV. EL VIAJE A CANARIAS.

    CAPÍTULO XXVI. CANARIAS. Mª LUZ.

    CAPÍTULO XXVII. FIESTA EN LA LAGUNA.

    CAPÍTULO XXVIII. CAMPO DE TRABAJO

    CAPÍTULO XXIX. UNA TARDE INOLVIDABLE.

    CAPÍTULO XXX. NAVEGANDO POR EL ATLÁNTICO Y… POR UN MAR DE DUDAS.

    CAPÍTULO XXXI. TRAS LA TEMPESTAD, LA CALMA.

    CAPÍTULO XXXII. FIESTA EN EL CAP POLONIO. UNA CENA ROMÁNTICA.

    CAPÍTULO XXXIII. UNA NOTICIA TRISTE. Y UNAS NAVIDADES ENTRAÑABLES.

    CAPÍTULO XXXIV. .ADIOS AMOR MÍO.

    CAPÍTULO XXXV. UN FELIZ INTERREGNO

    CAPÍTULO XXXVI. RUMBO A LA LEGIÓN.

    CAPÍTULO XXXVII. RIFAIA. LA PRIMERA BANDERA.

    CAPÍTULO XXXVIII. EL BAUTISMO DE FUEGO. JORRO.

    CAPÍTULO XXXIX. UN TRÁGICO ACCIDENTE. TRIBUNAL DE HONOR.

    CAPÍTULO XL. ANÉCDOTAS DE RIFAIA.

    CAPÍTULO XLI. MELILLA

    CAPÍTULO XLII. BEN TIEB. PROYECTILES FLORIDOS"

    CAPÍTULO XLIII. CAMBIOS EN LA LEGIÓN Y EN LA BANDERA. NUEVOS PERSONAJES.

    CAPÍTULO XLIV. ORDEN DE AVANCE. UN POBLADO MORO. EL NUEVO COMANDANTE.

    CAPÍTULO XLV. DESENLACE DE AQUEL DUELO.

    CAPÍTULO XLVI. EL TERCER COMANDANTE. UNA INSÓLITA BORRACHERA.

    CAPÍTULO XLVII. .¿ENEMIGOS?. ¡NO!. ¡AMIGOS!.

    CAPÍTULO XLVIII. PRIMER CONFLICTO CON EL JEFE. LA CUESTIÓN DE LAS TIENDAS.

    CAPÍTULO XLIX. SEGUNDO CONFLICTO: EL PERMISO.

    CAPÍTULO L. EN MADRID. UN CONTRATIEMPO. DÍAS OCUPADOS Y FELICES.

    CAPÍTULO LI. TRAS EL SOL…LA BORRASCA.

    CAPÍTULO LII. ALHUCEMAS. NUEVO CONFLICTO.

    CAPÍTULO LIII. AMEKRÁN, POSICIÓN DE VANGUARDIA.

    CAPÍTULO LIV. LOS HIJOS DE LA NOCHE. FERMÍN.

    CAPÍTULO LV. PERICO EL VENTERO

    CAPÍTULO LVI. CONTINÚA EL DUELO. TOUCHÉ

    CAPÍTULO LVII. LA GRAN OFENSIVA. LOS NOVIOS DE LA MUERTE.

    CAPÍTULO LVIII. LA RATONERA

    CAPÍTULO LIX. ADIÓS A LA LEGIÓN. AMARGA DESPEDIDA.

    CAPÍTULO LX. CONVALECIENTE. REGRESO A MADRID.

    CAPÍTULO LXI. UN DÍA FELIZ Y UNA NOCHE TOLEDANA.

    CAPÍTULO LXII. FIN DE SEMANA EN EL PARAISO.

    CAPÍTULO LXIII. INTERVENCIONES MILITARES. DESTINO CONCEDIDO. PRESAGIOS Y CONFIDENCIAS.

    CAPÍTULO LXIV. DE NUEVO A MARRUECOS.

    CAPÍTULO LXV. A LA INTERVENCIÓN DE BENI-MESANAR. RIFAIA Y TANGER.

    CAPÍTULO LXVI. LA LLEGADA. PRIMEROS CONTACTOS.

    CAPÍTULO LXVII. LA CALMA QUE PRECEDE A LA TEMPESTAD. DARTAÑÁN Y LOS MOSQUETEROS.

    CAPÍTULO LXVIII. PRIMEROS SIGNOS DE INESTABILIDAD ATMOSFÉRICA. EL CANTO DE LAS SIRENAS. COMIENZAN LAS FUGAS.

    CAPÍTULO LXIX. ECONOMÍA DOMÉSTICA.

    CAPÍTULO LXX. CENA EN EL CAMPAMENTO. CONCHITA.

    CAPÍTULO LXXI. .EL BAILE.

    CAPÍTULO LXXII. ¡NO NOS DEJES CAER EN LA TENTACIÓN!

    CAPÍTULO LXXIII. UNO PARA TODOSTEBIB" Y GUERRILLERO.

    CAPÍTULO LXXIV. EL COMBATE. PRIMERA FASE.

    CAPÍTULO LXXV. SEGUNDA FASE.

    CAPÍTULO LXXVI. DESENLACE.

    CAPÍTULO LXXVII. EPÍLOGO.

    CAPÍTULO LXXVIII. EL SUCESO TRAE COLA.

    CAPÍTULO LXXIX. REACCIONES EN CADENA

    CAPÍTULO LXXX. LA FUNCIÓN SE REPITE.

    CAPÍTULO LXXXI. EL COMBATE DE NORIEGA.

    CAPÍTULO LXXXII. EL ACCIDENTE.

    CAPÍTULO LXXXIII. LA TRACA FINAL.

    CAPÍTULO LXXXIV. ESTADO DE REMPLAZO POR HERIDO. LA REHABILITACIÓN.

    CAPÍTULO LXXXV. UNA CANA AL AIRE Y UNA VIDA ORDENADA. LA OPOSICIÓN DE NUEVO.

    CAPÍTULO LXXXVI. EL EJERCICIO DE TRINCA.

    CAPÍTULO LXXXVII. CELEBRANDO EL ÉXITO (¡Y ALGO MÁS!). EL ÚLTIMO EJERCICIO. DADO DE ALTA Y NUEVO DESTINO.

    CAPÍTULO LXXXVIII. LARACHE. EL CAPITÁN BERMÚDEZ. PENSIÓN LA CASTELLANA. LA COMANDANCIA Y PARQUE DE ARTILLERÍA. VALERIANO.

    CAPÍTULO LXXXIX. PRIMEROS TIEMPOS EN LARACHE. EL PARTE DEL SUBOFICIAL.

    CAPÍTULO XC. LA PEÑA DE LA CASTELLANA. CARTA DE INTERVENCIONES Y OTRAS CARTAS. ALGO SE MUERE EN EL ALMA.

    CAPÍTULO XCI. LOS DOS AÑOS QUE SIGUIERON. ASCENSO. ALEGRÍAS Y PENAS. CAMBIOS POLÍTICOS Y FAMILIARES. ¡AL FIN BODA!

    CAPÍTULO XCII. LA PROCLAMACIÓN DE LA REPÚBLICA.VILLA-SANJURJO. ALCALÁ DE HENARES. LA BENDICIÓN DE DIOS.

    CAPÍTULO XCIII. YO DOY LA VIDA Y LA MUERTE.

    CAPÍTULO XCIV. MARY

    CAPÍTULO XCV. EL ESTALLIDO DE LA GUERRA CIVIL Y SUS ANTECEDENTES. LOS PRIMEROS TIEMPOS.

    CAPÍTULO XCVI. ADIÓS A LA CÁRCEL. CARABANCHEL DE NUEVO. EN LA CALLE DE ALCALÁ. RAICES. POESÍA

    CAPÍTULO XCVII. CONTINÚA LA GRAN ACTIVIDAD BÉLICA DEL AÑO TREINTA Y SIETE. ARRECIA EL HAMBRE. ORDEN DE EVACUACIÓN. UNA BODA, UN BAUTIZO, Y UN ADIÓS.

    CAPÍTULO XCVIII. DE LA ZONA ROJA A LA ZONA AZUL. DEL CENTRO AL ESTE Y DEL ESTE AL SUR.

    CAPÍTULO XCIX. DE SUR A NORTE. CHUNDARATA ¡ESPERA!. CORRESPONDENCIA. AGUSTÍN SE PASA. BILBAO:¡AL COLE!.

    CAPÍTULO C. LA ODISEA DE PEDRO.

    CAPÍTULO CI. EXPEDIENTE DE DEPURACIÓN. SEGOVIA. UN NUEVO BEBÉ. LA ENTRADA. LA GUERRA HA TERMINADO. EL REGRESO.

    CAPÍTULO CII. LA GUERRA MUNDIAL. LA DIVISIÓN AZUL. MANIFESTACIÓN NACIONAL. INGRID.

    CAPÍTULO CIII. PACO. PUESTA DE LARGO. EL NOVIAZGO. LA PETICIÓN Y LA BODA.

    CAPÍTULO CIV. VIAJES. LA VIDA CONTINÚA. LA MADUREZ. LAS BODAS DE PLATA. EVOLOCIÓN POLÍTICA EN ESPAÑA. LA FAMILIA AUMENTA. GUARDAMAR. ASCENSO A CORONEL Y DESTINO A GUADARRAMA.

    CAPÍTULO CV. EL R.H. EL REFERENDUM NACIONAL.LOS AÑOS DE LA VEJEZ. DOLOROSA DESPEDIDA. LA ÚLTIMA SINGLADURA

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    PRÓLOGO

    En la tarde del dos de Agosto de 1971, Pedro se encontraba a primera hora de la tarde, cómodamente sentado en la terraza que remataba la torre del chalet que poseía en Guardamar del Segura, a orillas del Mediterráneo. Estaba construido sobre la playa de finas y doradas arenas, abierta y extensa, de la llamada costa blanca española.

    Frente a él, a unos ocho o diez metros, se extendía el mar, tranquilo aquel día, de un azul intenso y brillante. A su espalda se extendía un inmenso pinar que, alternándose con palmeral, cubría unas onduladas dunas ocupando una dilatada superficie de terreno. Una fresca brisa atemperaba los ardientes rayos del sol, y producía un adormecedor murmullo al agitar las ramas de los pinos, que unían su suave rumor al de las mansas olas.

    Pedro, sumido en la laxitud de una especie de modorra, que contribuía a acentuar una tenue bruma que se alzaba sobre el mar difuminando el horizonte, sentía la impresión de que su espíritu, desligado del cuerpo, vagaba libremente por el pasado. Su mirada, perdida en el ensueño, veía desfilar como en una película, todos los acontecimientos de su vida. Y los veía con tal consistencia y continuidad, que cuando salió de su ensimismamiento, ya había cerrado la noche. La bóveda celeste estaba tachonada de estrellas, y una plateada luna en cuarto creciente rielaba en el mar.

    Al volver a la realidad, Pedro tomó una decisión: sus recuerdos no debían perderse. Tenían en su opinión gran interés humano, puesto que le tocó vivir de cerca, e incluso a veces protagonizar, hechos trascendentales y llamativos, en la agitada vida nacional de su época. Plasmaría sus memorias en una narración que pudiera conservarse.

    Y perezosamente, se levantó, abandonando la terraza con un nostálgico suspiro. Bajó los dos tramos de escalera de caracol que le separaban de la planta baja, y cruzando el desierto estar-comedor salió al porche. En él encontró a su hija, que se disponía a llamar a los niños que jugaban en la arena, para que vinieran a cenar.

    Se estaba bien arriba ¿eh?. Te has pasado allí toda la tarde -le dijo Mary, sonriéndole.

    Desde luego. Y ¿a que no imaginas lo que he estado haciendo?

    ¿Qué?

    "Un viaje al pasado. Y me ha parecido tan interesante, que he decidido escribir mis memorias para compartirlas con vosotros. Desde mi jubilación tengo tiempo libre, algo de lo que apenas he podido disponer antes, así que podré hacerlo.

    Pero como ya tengo setenta y un años, y según mi personal experiencia, de los setenta a los ochenta la mayoría de la gente desfila, he pensado escribir a vuela pluma, dejando para el final pasar a limpio, corregir, dar forma etc. Así, si yo no pudiera terminar las memorias, porque el Señor me llamase antes, podrías encargarte tú de hacerlo. ¿Qué te parece?"

    Una idea magnífica. Y en lo que de mí dependa, lo haré lo mejor que pueda

    Y así nació esta historia.

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    Pedro murió en 1975, yendo en su relato por el año 28. Hasta ese tiempo, pues, tuve material abundante para escribir; pero, a partir de ahí, tuve que recurrir a mis recuerdos y a su hoja de servicios, para poder, en cumplimiento de mi promesa y mi deseo, transcribir su biografía fielmente, tratando de hacerle justicia; porque mi padre era mi héroe.

    Últimamente he pensado (ya no soy más que una vieja de ochenta y tres años, paralítica), que esta verídica historia podría interesar a muchas personas, como novela de amor y de aventuras, y parte de la historia de España; y por ello hago esta autopublicación.

    Pero como los personajes y los hechos no son imaginarios, para evitar la improbable casualidad, de que este libro cayera en manos de algún descendiente que pudiera sentirse implicado, los nombres de ciertos personajes están elípticos o disfrazados; conservando, por ejemplo, la inicial; como es el caso de los apellidos del propio protagonista. Y una vez hecho este conveniente inciso, comienza el relato.

    EL PUEBLO

    Pedro de la Gomera y Carvajal nació el 19 de Mayo de 1900, en un pueblecito serrano de la Andalucía oriental; situado en las estribaciones de una alta cordillera, en la falda de una de las montañas que la constituyen. Ésta destaca de las demás, tanto por su elevación, como por su forma.

    Consta de un amplio frente, con tres escalonamientos: suave el primero, escarpado el segundo, y sumamente abrupto el tercero.

    En el tiempo de nuestra historia, los dos primeros estaban cubiertos de huertos, frutales, jardines, viñas y olivares; mientras que el tercero, salpicado de grandes rocas pizarrosas, lo estaba de monte bajo (esparto, romero, tomillo etc) en dos de sus tercios, y de pinos en el tercio restante.

    Una ancha meseta, dedicada al cultivo de cereales, separaba la segunda elevación de la tercera. Y entre la primera y la segunda (separadas en sus extremos por una larga cornisa rocosa, sobre un pronunciado desnivel) se levantaba el pueblo. Su blancura, contrastando con el obscuro fondo de la montaña, ofrecía de lejos una hermosa vista de tarjeta postal.

    Al pie de la montaña se extiende un fértil valle, dividido en dos vertientes de suave declive, que separa un río de ancho cauce y variado caudal. Si bien durante el verano solía secarse, en el invierno inundaba con frecuencia las huertas y sembrados de sus márgenes, arruinando cosechas; pero en contrapartida, las cubría de un fértil limo que favorecía las del año siguiente.

    Por el lado oriental, la montaña desciende suavemente en sucesivas columnas; mientras que por el occidental, termina bruscamente en precipicios y barrancos, sobre una amplia rambla; en cuya opuesta orilla, se alza un nuevo macizo montañoso, de características similares al descrito.

    Ambas estribaciones, separadas por la mencionada rambla, corren paralelamente durante un buen trecho. En un punto parecen converger, debido a que la rambla se va estrechando paulatinamente, formando una profunda hoz de varios kilómetros, a la que apenas llegan los rayos del sol. Mas tarde, se ensancha de nuevo durante un kilómetro, formando una hermosa alameda; cuyas dilatadas orillas de suave pendiente, están cubiertas de viejos y corpulentos álamos.

    Encontrarse en ella (casi siempre bañada de sol, que se filtra en hilillos de oro entre el follaje), al superar el último recodo del tenebroso pasadizo, resulta delicioso. En cuanto Pedro tuvo edad para campar por sus respetos, aquel sitio se convirtió en uno de sus lugares de juego favoritos.

    La rambla se cierra poco después en herradura, con un suave collado en el centro.

    La abrupta cumbre de la montaña, que llega a alcanzar los 1.500 metros de altura, está casi siempre cubierta de nieve. Se le llama la peña negra, a causa de su suelo pizarroso, desprovisto de vegetación; y desde ella y sus inmediaciones, descienden por la vertiente septentrional numerosos arroyos, hasta la alameda de la rambla.

    Por su lado meridional, la montaña da la impresión de desplomarse casi verticalmente, en la llanura; en un precipicio de abismal profundidad, que produce vértigo.

    Por entonces, el agua de los arroyos era colectada, y conducida hasta la fuente negra. Se trataba de un agua fina, exquisita, y tan fría, que ni en verano era posible beberla directamente de la fuente, porque se calaban los dientes. Tampoco era posible lavarse las manos, por que se quedaban heladas.

    Transportada en cántaros, era utilizada por las gentes del lugar en sus hogares; ya que, en aquella época, no había agua corriente.

    Y en aquel pueblo, situado en zona tan bella y singular, y que pasaba en corto espacio, de un clima casi tropical, a nieves perpetuas, transcurrió la infancia de Pedro.

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    LA FAMILIA. PRIMERA INFANCIA.

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    Los padres de Pedro, en la época de su nacimiento, eran propietarios de unas fincas, que bien cultivadas, les permitían vivir holgadamente, y ayudar a quien tuviera necesidad.

    Y debido a ello, y a sus prendas personales, eran muy apreciados en la comunidad.

    Él, Antonio de la Gomera, tenía 28 años, y era fundamentalmente bueno, honrado, valiente, trabajador, solidario, y abnegado. Era además, inteligente, ingenioso, y conversador ameno; así que sus numerosos amigos se lo disputaban.

    Ella, Maria Carvajal, era una linda jovencita de 19 años. Contrajo matrimonio a los 15, y fue madre por primera vez a los 16, de una hermosa niña a la que pusieron su mismo nombre.

    A pesar de su extrema juventud, Maria tenía una gran madurez de carácter; estaba muy bien educada, y supo formar un hogar cálido, luminoso y alegre; en el cual, el clima de cariño que unía a los jóvenes esposos, profundamente enamorados el uno del otro, llegó a cuantas personas tuvieron contacto con él.

    En primer lugar a los hijos, que fueron llegando en número de 6. Después a los abuelos, al resto de la familia, a los amigos, a los empleados…

    Al mismo tiempo que a su hija mayor, María crió a un hermanito, nacido por la misma época; ya que a su madre, delicada de salud, no le era posible hacerlo.

    Así que la pequeña María y su tío Enrique, eran hermanos de leche. Su crianza fue como de gemelos. La niña-madre, a pesar de la dificultad y el desgaste que suponía esto, se desenvolvió con tal arte, que al terminar la lactancia, los niños eran dos rollos de manteca, y ella estaba más fuerte y mas bonita que antes.

    Cuando nació Pedro, su hermanita tenía ya 3 años, y era una cría preciosa, de piel blanca, grandes ojos azules, y abundante y ondulado cabello, de un negro intenso. Tenía gran vitalidad, un corazón de oro y un genio muy vivo, que sus padres con mano de hierro, en guante de terciopelo, procuraban encauzar.

    Pedro fue muy bien recibido por toda la familia; principalmente por sus padres, que ya tenían una parejita; por sus abuelos, de los que era el primer nieto varón; y por su hermana, para la cual el nene, era el mejor de sus muñecos; ya que su madre, con mucha vista, le permitía que le ayudase a cuidarlo. Debido a esto, y a que se sentía muy satisfecha de su ración de cariño, los celos no llegaron a hacer su aparición.

    El bautizo de Pedro fue sonado. Fueron sus padrinos el abuelo paterno y la abuela materna; y se le impuso el nombre de Pedro, su abuelo y padrino.

    Se celebró una gran fiesta, en la que pudieron participar cuantos lo desearon, incluidos los necesitados. Se cantó, se bailó, se disfrutó de un espléndido banquete; y se brindó repetidamente por el neófito, en un ambiente lleno de alegría y cordialidad.

    El pequeño se crió robusto y feliz, en aquel hogar cristiano, donde se palpaba el cariño, y se respiraba un inalterable buen humor, en medio de un sencillo bienestar material.

    La casa era grande, de piedra labrada. La fachada principal daba a la plaza del pueblo; y las ventanas del piso bajo, provistas de las clásicas rejas, estaban adornadas con macetas de flores, que alegraban la vista.

    Constaba de dos plantas; y disponía de desván, sótano, cuadra; y en la parte trasera, de jardín y huerta. Estaba amueblada con buen gusto y sentido práctico; pues la joven ama de casa, había puesto ilusión y esfuerzo, para crear un ambiente acogedor en el que todos se encontraran a gusto; y lo había logrado plenamente.

    En esta casa, pasaba la familia desde mediados de Diciembre hasta finales de Mayo o primeros de Junio. Una vez pasadas las fiestas del Corpus, se trasladaban, para pasar los meses de verano, a la Cabaña: una hermosa finca que poseían en la sierra, en la que tenía su asiento la fuente fría.

    Allí tenían numeroso ganado, para aprovechar los hermosos pastizales; y extensos terrenos, destinados al cultivo de cereales.

    Todos los miembros de la familia (incluidos los niños, en cuanto tenían edad para ello) participaban, en hermandad con los numerosos jornaleros, en gran parte de las faenas del campo : ordeño, fabricación de quesos, recolección de cereales…

    Y una vez recogida la cosecha, ya avanzado Septiembre, se trasladaban a otra finca de su propiedad, situada en el valle, de clima muy templado y casa confortable.

    Esta hacienda era muy rica en viñas y olivares, y permanecían en ella, mientras se efectuaba la vendimia y se recogían las aceitunas. No regresaban al pueblo hasta mediados de Diciembre, ya próximas las fiestas de Navidad.

    No es extraño que con una vida tan sana, Maria, Pedro, y sus hermanos (Enrique, Máximo, Mercedes y Antonio), que con intervalo de dos o tres años, fueron llegando al hogar, se criaran maravillosamente, rebosaran salud y alegría de vivir, y no dieran a sus padres, en aquellos primeros años de su vida, el menor problema.

    No se crea sin embargo, que los niños fueran siempre unos angelitos, contribuyendo a que el hogar no dejara de ser una balsa de aceite. Naturalmente, no dejaba de haber rivalidades, peleas, y caprichos.

    Pero los padres no pasaban por lo que no debían consentir, y siendo de ordinario las personas mas cordiales y sonrientes del mundo, sabían ponerse serios si lo requería el caso. Y si no bastaba con la seriedad (solía ser suficiente, porque sus hijos los adoraban, y sentían sobremanera disgustarlos) recurrían a un castigo, proporcionado a la falta.

    Cuando Pedro contaba quince meses, y empezaba a trastear por la casa, andando como un patito, y a nombrar las cosas con su media lengua, a toda la familia se le caía la baba con él. Era un muñeco regordete, de pelo oscuro y rizoso, y alegres ojos castaños; de viva inteligencia, y temperamento abierto y cariñoso, voluntarioso y tenaz; que sabia muy bien lo que quería, y no era fácil hacerle desistir del empeño, si lo que deseaba no era oportuno.

    La primera vez que su capricho se enfrentó violentamente con la firme voluntad de sus padres, fue a tan temprana edad. Y debido al choque, empezó a comprender, que si bien ellos deseaban siempre complacerle, cuando decían no, era que no; y no valían pataletas ni artimañas para que cambiaran de opinión.

    El caso fue, que coincidiendo con la aparición de sus primeras muelas, empezó a despertarse por las noches sobre las dos de la madrugada, llorando como un energúmeno; y rechazando todo consuelo, como no fuera el de que le bajaran a la cuadra, y le montaran en el bayo banco.

    Naturalmente, sus padres no estaban dispuestos a acceder a tan inoportuna exigencia, y trataron de tranquilizarle: prometiéndole que si era bueno y se dormía, al día siguiente le darían un paseo en el caballo blanco. Ahora era de noche, y el caballito estaba durmiendo; que era lo que él tenía que hacer también.

    Pero el niño no quería renunciar a su idea; y puso a prueba la negativa de sus padres, gritando hasta enronquecer su pretensión, durante horas. Hasta que al fin, ya exhausto, se quedó dormido con el pecho sacudido por los sollozos, cerca del amanecer.

    Esto se repitió unas cuantas noches, en las que ni Pedro ni sus padres durmieron. Pero ellos mantuvieron su postura con paciente firmeza, hasta que el crío se convenció de que daba en hueso, y desistió de su empeño.

    Además, su padre, cuando regresaba al hogar a caballo a una hora oportuna (siempre procuraba hacerlo, para jugar un rato con los niños antes de que se acostaran), solía darlos un paseo montados a la grupa, si habían sido buenos; tema del que le informaba la madre.

    Los días que sucedieron a las nocturnas llantinas, solamente Maria tuvo el privilegio de montar. Pedro gritó desesperado a mí tamén, a mí pimero; rabió, pataleó, se tiró al suelo…Pero tropezó con la imperturbable calma, y la inquebrantable negativa de su padre. Su hermana intercedía por él, pero en vano. Cuando sea bueno, deje dormir a los papás, y no coja estas rabietas, montará- era la invariable respuesta.

    Al fin Pedro, que no era tonto, comprendió que aquellos espectáculos eran inoperantes para conseguir su deseo, y cambió de táctica. No lloró por la noche; y cuando a la tarde siguiente llegó su padre a lomos de Niebla (este era el nombre del caballo blanco), le dijo sonriente: papá, ya no lloro. ¿Me montas?. Antonio, naturalmente, se apresuró a complacerle sin hacerse rogar.

    A partir de aquel episodio, cuando quería conseguir algo de sus padres, hacía valer aquel no lloro. Si el deseo era razonable, se lo concedían. Si no lo era, se lo denegaban, procurando hacerle comprender el porqué de la negativa. Aunque pugnaran por escapársele unos lagrimones, el incidente solía terminar de manera pacífica, con el deseo del niño de no disgustar a sus padres. Los hombres no lloran, le decían ellos. Y Pedro deseaba, con todas las veras de su corazón, ser nada menos, que todo un hombre.

    Su madre vivía pendiente de los suyos, empleando todas sus energías en trabajar para ellos. No solo mantenía la casa limpia y ordenada, la comida sana, sabrosa, y puntual, con la ayuda de las empleadas del hogar; sino que se esforzaba en educar a sus hijos lo mejor que le era posible.

    Como era mujer de fe, les enseñaba a rezar en cuanto empezaban a pronunciar las primeras palabras; a referirlo todo a su Padre Dios; a que en la línea de sus mejores cariños, estuvieran Jesusito, su Mamá del Cielo, San José, sus ángeles de la guarda…

    Procuraba formar su corazón generoso y amante, con ojos para los demás; que fueran aprendiendo a compartir, a convivir, a expresar sus opiniones, dándose cuenta de que no eran únicas; a comprender, escuchar, y ayudar…; a adquirir hábitos de limpieza, orden, trabajo, estudio…; a ser sinceros, valientes, honrados…; a que lucharan deportivamente para dominar sus defectos, sus caprichos…; a hacer lo que debían, y a estar en lo que hacían, con ganas o sin ellas; para que llegaran a ser personas capaces de amor y sacrificio; y sobre esto, cristianos de una pieza.

    Este ideal, y estilo de educación de la madre (el fin y los medios), era plenamente compartido por su marido; de modo que los niños vieron siempre en sus padres un bloque sin fisuras, que contribuyó mucho (en la medida de lo posible, ya que la perfección no es de este mundo) al éxito de sus métodos educativos.Lo que desean los papás-les decían-es que seáis felices en este mundo, y felicísimos en el otro.

    Así, con dulzura y firmeza, sin imponérselo demasiado ostensiblemente, y con cierta flexibilidad, los niños tenían desde pequeños un ordenado plan de vida, en el que había un tiempo para cada ocupación; y lo aceptaban como la cosa más natural del mundo. También había un sitio para cada cosa; y formaba parte del juego, acostar a los juguetes, o a los lápices de colores.

    Las empleadas de hogar formaban parte integral de la feliz familia. En el cuidado de los niños colaboraba con la madre una mujer madura, que había sido su niñera, no quiso separarse de ella cuando se casó, y era la abnegación personificada. La adoración que sentía por su niña, la trasladó a los hijos de ésta. Pedro la llamaba Dondorés, y nada le gustaba tanto, como esconderse con su hermana en los sitios más inverosímiles, y que ella los buscara; o fingiera hacerlo para que el juego durara más rato, si ya sabía donde estaban desde el principio; porque Pedro, para desesperación de Maria, gritaba con frecuencia: ¡Dondorés, nos hemos perdido!.

    Así de tranquila y feliz transcurrió la primera infancia de Pedro, semejante a un bonito sueño. Y llegó la edad escolar.

    Pero antes de hablar de ella, conviene describir el entorno con el que se encontraría el niño al salir del cascarón familiar; ya que, naturalmente, iba a influir, y cada vez más, en su vida, y en la formación de su carácter.

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    LOS VECINOS DEL PUEBLO

    La mayoría de la gente era (allí y entonces) muy cordial, cortés, y hospitalaria. Además del religioso, poseía en muy alto grado el culto al honor, que ponía por encima de todo. Era preciso cultivarlo, defenderlo, y guardarlo con el mayor esmero.

    De este honor personal, formaba parte destacada la hombría, con sus integrantes de valor, honradez, fuerza física, destreza profesional, etc. Y ¡pobre del que en la opinión colectiva, sentara plaza de cobarde!. Había que dejar bien sentada la dignidad viril.

    A nadie se le exigía, que en una contienda, suscitada por el motivo que fuera, resultara vencedor. Pero sí, que llegado el caso, estuviera dispuesto, aunque fuera con las armas en la mano, a defender sus derechos sin vacilación. Si se echaba atrás, debería arrostrar el desprecio de sus conciudadanos, con la pérdida de su buena fama. Si de los enfrentamientos resultaba algún herido, o (más doloroso aún) algún muerto, siendo el lance cuestión de honor, y en lucha franca y noble, el pueblo en masa defendía al causante de la desgracia. Todos declaraban a su favor; el primero el herido, si sobrevivía. Se solía lograr la absolución judicial; o, en el peor de los casos, la imposición de penas levísimas; que con la prisión preventiva, y la duración de las investigaciones judiciales anteriores a la vista de la causa ante el tribunal, al pronunciarse la sentencia, estaban ya prácticamente redimidas; si es que no lo estaban efectivamente.

    Lo fundamental en su concepto del honor, era la fidelidad a la palabra dada, que valía más que cualquier acta notarial. Quien empeñaba su palabra, y en señal de trato hecho estrechaba la mano de la otra parte contratante (sobre todo si había algún testigo), no se volvía atrás, ni negaba el compromiso contraído, por muy equivocado que hubiera sido. Antes que verse deshonradas, aquellas personas preferían la ruina, o la muerte.

    La precoz inteligencia de Pedro empezó pronto a asimilar muchas de estas características, si bien atemperadas por lo que aprendía de sus padres. Éstos, cuando él les comentaba que quería ser un hombre valiente, fuerte, y digno, le decían que les parecía estupendo. Pero si admiraba algún duelo de honor, procuraban hacerle ver, que siendo el honor una tan superior cualidad moral, no estaba por encima de la ley de Dios, a quien había que amar sobre todas las cosas. Que la opinión pública, no era motivo suficiente para poner en peligro la vida, propia o ajena. Y que los espectadores fundamentales de nuestra vida, a los que realmente había que tener contentos, eran Dios y nuestra conciencia. Si era posible agradar también a los hombres, magnífico. Pero que si esto resultaba incompatible, había que estar dispuesto a perder la honra, e incluso la vida, por ser fiel a lo que Dios nos pedía. Y era así como había que comportarse, para ser todo un hombre, y un buen cristiano.

    Por supuesto, no había que consentir abusos de poder. En el mundo no habría tantos pillos, si no hubiera tantos tontos, o cobardes. Servir (y para ello era preciso prepararse bien) era honra. El servilismo, cobarde o ambicioso, deshonra.

    Una historia ocurrida en el pueblo con anterioridad, que suscitó muchos comentarios, hizo también pensar a Pedro. El protagonista, el anterior párroco, había muerto un par de años antes. Se trataba de un buen sacerdote, apreciado por sus feligreses; con la característica de tener una corpulencia y fuerza física, poco comunes. Tenía fama de no consentir que nadie se desmandara en su presencia; pero curiosamente, se trataba de un hombre afable, humilde, y bondadoso.

    La historieta en cuestión era la siguiente: A poco de llegar destinado al pueblo, un matón anticlerical, con el que nadie se atrevía a meterse, porque su fortaleza, prepotencia y malas pulgas tenían a todo el mundo amedrentado, esperó al párroco un domingo a la salida de la Misa de doce.

    La plaza estaba muy concurrida. Cuando el sacerdote salió de la Iglesia, se le acercó, como si deseara saludarle respetuosamente, con la mejor de sus sonrisas; y le descargó una feroz bofetada, capaz de tumbar a un buey. El párroco sin embargo, ni siquiera se tambaleó. Miró fijamente a su inesperado agresor, y sin inmutarse, afirmó: El Señor mandó poner la otra mejilla.

    Una estentórea carcajada; y una nueva bofetada que dejaba tamañita a la primera, en la otra mejilla, fue la respuesta. El agredido se remangó, y con la misma tranquila inflexión de voz, comentó: Pero después, ya no dijo lo que había que hacer; y dio tal paliza al matón, que le quitó las ganas de volverse a meter, ni con él, ni con nadie. Si alguna vez parecía olvidarlo, bastaba con que alguien, como quien no quiere la cosa, comentara: Por allí viene el cura, para que de inmediato recogiese velas.

    LA PARTIDA DE CHAPAS

    Una segunda historia que ocurrió por entonces, esta vez protagonizada por el padre de Pedro, contribuyó también eficazmente a que el carácter y las ideas del niño, continuaran afianzándose en el mismo sentido.

    Había en el pueblo un clan, constituido por tres hermanos, que se habían erigido en los matones oficiales del lugar, a los que nadie se atrevía a hacer frente. A más de uno le habían asestado una puñalada, siempre en grupo; ya que individualmente, no se atrevían a cometer sus agresiones. Estaban vinculados a un influyente cacique, que los utilizaba como fuerza de choque; y los sacaba de apuros, si se veían envueltos en algún problema judicial por sus acciones violentas; ya fueran cometidas por instigación y conveniencia del cacique, o por su propio capricho y provecho.

    Cobraban de barato, sometiendo a sus veleidades, a quienes se les antojase. Prevaliéndose de su mala fama y de su casi absoluta impunidad, atemorizaban a sus víctimas, que consentían en todo cuanto a ellos les venía en gana.

    Entre otras cosas, hacían trampas en el juego; y sus contrincantes, a sabiendas de que las hacían, no se atrevían a negarse a jugar con ellos, si se veían personalmente requeridos. Entraban en el juego, y apostando fuerte, se dejaban robar, haciéndose los tontos, por evitar males mayores. Aunque alguna vez lo hicieran, estos perturbadores sujetos no acostumbraban a tomar parte en juegos de Casino, en torno a una mesa, y en local cerrado. Les gustaban más, y les resultaban más convenientes para sus fechorías, los espacios abiertos; aunque se tratara de juegos de cartas, dominó, o similares.

    Solían concurrir a la plaza del pueblo, a las horas, y los días, en que, por ser festivos, acudía una gran mayoría de hombres a la tertulia que allí se organizaba. Se charlaba, comentando los sucesos locales o nacionales, las noticias del periódico…; bien fuera paseando al sol de invierno, o sentados en los bancos corridos, dispuestos para tal fin ante la fachada del Ayuntamiento.

    A partir de las cuatro o cinco de la tarde, daba la sombra en ellos en verano; y se disfrutaba además, del vientecillo fresco que solía soplar a aquellas horas. Cuando los hombres allí reunidos estaban más tranquilos, y su número y calidad monetaria les parecían suficientes para sus fines, los tres hermanos se presentaban en la plaza. Se enfrentaban a los reunidos, tomando nota de ellos mentalmente, con la idea de que a ninguno de los que les interesaban se le ocurriera escaparse con cualquier pretexto. Si de momento lo lograba, se le buscaría después para darle un disgusto.

    De entrada, el trío iniciaba una conversación cualquiera; y transcurridos unos minutos, resolvía por su cuenta que la simple charla era algo muy aburrido, y que para divertirse un poco, lo mejor era jugar a las chapas.

    ¡Oye fulano!. Y ¡tú, mengano!. ¿No os animáis?. Nosotros las tiramos. Empezamos apostando veinte duros. Pero la apuesta no tiene límite. Podéis apostar, desde una peseta mínimo, hasta la cantidad que se os antoje. ¿De acuerdo?-

    Naturalmente, todos lo estaban.

    La tarde de nuestra historia, en el centro de jugadores y mirones que se formó, dibujaron un círculo profundamente grabado en la tierra con una gran navaja (que servía a la vez de aviso), de unos dos metros de diámetro. Y dentro de dicho círculo se colocaban las apuestas. El juego consistía en adivinar de qué lado (cara o cruz) caerían las dos monedas, a las que llamaban chapas; que se lanzaban al aire, de forma que cayeran en el interior del círculo. Si las monedas estaban manipuladas, y el lanzador tenía práctica, le resultaba fácil conseguir que cayeran del lado conveniente para él. Contra esta posible trampa, podía el jugador que la sospechara gritar: pido cambio, con voz fuerte y clara, de forma que se le oyese; aunque las monedas estuvieran ya en el aire, antes de que cayeran.Y la jugada no sería válida.

    Pues bien, aquella tarde, cuando la partida estaba en todo su apogeo, acertó a pasar por allí, camino de su casa, el padre de Pedro. Bajaba por una empinada cuesta, tramo final de una de las angulosas calles, que procedentes de la Iglesia, desembocaban en la plaza del pueblo; y aquella lo hacía precisamente, en el punto más cercano a aquel en el que se encontraban los jugadores. En cuanto fue divisado, uno de los hermanos lo requirió para que tomara parte en el juego.

    ¡Eh Antonio!, ¡anímate a jugar con nosotros, que esto está que arde!.

    ¡Gracias por la invitación!, pero hoy no me es posible. Otra vez será.

    ¡Venga hombre!. Aunque sólo sea un rato. Aún es temprano, y lo que tengas que hacer puedes hacerlo luego- porfió otro de los hermanos.

    ¿O es que tienes miedo de perder?- terció el último- Tú eres rico, y no debe importarte perder unos duros.

    Pues mira, en eso te equivocas. Si me decidiera a jugar, lo más probable es, que en lugar de perder, ganase.

    El otro rió ruidosamente:

    ¡Chicos! ¿habéis oído?. Cree que nos ganaría, y no se decide a jugar. A mí me encantan los hombres presumidos; y aquí Antonio, se quiere marcar a nuestra costa un farol como una casa. ¿Por qué no vienes a probar lo que dices, fanfarrón?. Porque sabes (tú lo sabes todo), que nosotros jamás perdemos, porque somos los mejores. ¿Cómo piensas que puedes ganarnos?. Y si de veras lo piensas: ¿porqué no vienes a demostrárnoslo?. ¡No irás a decirnos que no te gusta nuestro dinero!

    El corro estaba como electrizado. Tan lleno de tensión y temor, tan expectante, que se había quedado como paralizado, sin mas señal de vida, que el acelerado latir de los corazones. Era tal el silencio, que se hubiera podido oír el vuelo de una mosca.

    ¡Vamos hombre!- insistieron- no te hagas rogar, que estamos deseando ver como nos ganas.

    De acuerdo -replicó Antonio fríamente- pero con una condición. Como habéis convertido esto en un reto entre vosotros y yo, jugaremos sólo los cuatro, si es que aceptáis, y los demás no tienen inconveniente. Y jugaremos nada más que cuatro manos: la tirada que hagáis cada uno de vosotros, y la que haré yo. Si lo que os propongo os parece bien, empezaremos ahora mismo. Y ya veréis, como si vosotros jugáis siempre a ganar, yo por mi parte, no tengo la costumbre de jugar a perder.

    Y dirigiéndose a los del corro: Si no os importa cederme en exclusiva estas cuatro manos, os agradecería que os apartaseis un poco para dejarme sitio. Necesito espacio para moverme con libertad; y sobre todo,- añadió riendo- para el caso en que me vea obligado a salir por pies".

    Los oyentes, admirados por la mezcla de flema británica y fino humor andaluz de que Antonio daba muestra, se agruparon obedientemente a ambos extremos del semicírculo, ante el cual se encontraba él; dejando libre un amplio arco, en el que pudiera moverse sin obstáculo.

    Una vez que el terreno de juego estuvo preparado a su gusto, Antonio se dirigió a sus oponentes:

    Vosotros tiraréis primero las chapas, en el orden que prefiráis. ¿Cuanto ponéis de banca?.

    Si te parece-contestó el mayor de los hermanos (el de peor fama, y el que solía llevar la voz cantante)-empezaremos poniendo doscientas pesetas cada uno; o sea seiscientas en total. Y tú, dentro de ese límite, puedes apostar lo que quieras.

    Acepto. Aunque no me parece gran cosa, dada la seguridad que tenéis de ganar. Creí que ibais a bancar más fuerte.

    Pues si te parece poco, aumentaremos cien pesetas cada uno.

    ¿Y porqué no redondeáis la cifra, y subís a las mil pesetas?.

    De acuerdo. Aceptado el envite. ¿Cuanto apuestas tú?.

    El total de la banca.

    Los espectadores estaban tensos, rígidos como estatuas. ¿Cómo podía aquel hombre (en aquella época mil pesetas era mucho dinero), excitar la codicia, y caldear la vanidad de aquellos tramposos jugadores de oficio; de aquellos matones sin escrúpulos, encontrándose solo frente a ellos?.

    Bien, aquí está nuestro dinero- y el portavoz de los hermanos, lo colocó dentro del círculo de las apuestas, en billetes de cien pesetas; casi todos procedentes de las ganancias obtenidas aquella tarde. Los apiló unos sobre otros, poniéndoles encima una piedra para que no se volaran con el viento, justo delante de ellos-Ahora pon tu apuesta.

    Antonio sacó del bolsillo un billete de mil pesetas. Y avanzando hasta la raya del círculo, observó un instante a los tres hermanos, que le miraban con gesto torvo, entre malévolo y burlón, y colocó su billete, ligeramente a la derecha de la posición que ocupaba él frente a sus oponentes. Una vez colocado, retrocedió un par de pasos, procurando al hacerlo, desviarse ligeramente; de forma que su pie derecho quedara justo frente a su billete. Y ya en su sitio, avisó-

    Podéis empezar cuando queráis.

    Tiraré yo el primero-dijo el hermano mayor.

    Era exactamente lo que esperaba Antonio. Eligió cara; y ya las chapas en el aire, gritó con voz potente: Pido cambio.

    La jugada, por lo tanto, carecía de validez. Caídas al suelo las monedas, el lanzador las recogió con rapidez; y rojo de ira, se encaró con él-

    ¿Y puede saberse porqué rechazas estas monedas?. ¿Crees acaso que son falsas?-

    Si lo fueran, no por eso las rechazaría; siempre que estuvieran intactas, porque el resultado sería limpio. Las he rechazado por varios motivos. Primero: porque como no me las habéis enseñado, no he tenido oportunidad de examinarlas. Segundo: porque me ha parecido que una de ellas no era lo bastante plana. Y tercero: porque lleváis mucho tiempo jugando con ellas, y las conocéis demasiado bien. Por eso, como estoy en mi derecho, pido nueva tirada con otras monedas, que puede facilitarnos cualquiera de los aquí presentes. Todos los que lo deseemos podremos examinarlas, para tener la seguridad de que el juego es limpio, condición sine qua non para que yo participe en él-

    ¿Y porqué no has dicho todo eso antes de que yo tirase las chapas?-contrareplicó el otro, cada vez más furioso y amenazador.

    Pues no sé. Tal vez, porque no se me ocurrió antes. Pero como lo he hecho en tiempo reglamentario, estoy en mi derecho.

    O tal vez porque te entró miedo de repente. ¿Y crees que nos vamos a someter a tus caprichos, y vamos a cambiar las monedas sólo porque a ti te dé la gana, desconfiando de nosotros y ofendiéndonos?. Estás muy equivocado-

    No es mi intención ofenderos. Sólo defiendo las reglas del juego. Pero si no queréis aceptarlas, lo dejamos.-

    No eres más que un vulgar charlatán lleno de trucos. Te has comprometido a jugar, sin poner pegas a nuestras chapas, y ahora pretendes rajarte. Pero como eso no es de hombres, vas a jugar mal que te pese, en las mismas condiciones en que empezamos. ¡Conque elige, que voy a tirar!.Y no repitas el truco de antes, porque no te va a servir de nada. Si no eliges, lo haremos nosotros; y si acertamos, nos llevaremos las apuestas-

    El tono era de abierta amenaza. El orador tenía la voz ronca, las piernas abiertas, y los ojos semi entornados. Sus hermanos, parecían dos felinos, preparados para lanzarse sobre su presa. El clima estaba a punto de estallido; y los espectadores, presintiendo una tragedia, sentían correrles por la espalda un sudor frío. Solamente Antonio conservaba la calma, y permanecía impasible, animados los ojos por un brillo especial.

    En el momento en que el mayor de los hermanos se disponía a arrojar las chapas, él, con la mano derecha metida en el bolsillo de la chaqueta, hizo bascular ligeramente el extremo cilíndrico de un objeto duro, prominente a través de la tela; avanzó rápido hacia el círculo, y plantó con firmeza el pie derecho sobre su dinero. Después, mirando fijamente a los tres hermanos con aquel brillo metálico y estremecedor en sus ojos, contestó:

    No hay fuerza en el mundo, capaz de obligarme a hacer lo que no quiero. Ya os he dicho que no juego en las condiciones que queréis imponerme. Y no hagáis el menor movimiento, que me obligue a hacer uso de lo que guardo aquí. E imprimía nuevas oscilaciones al duro objeto, cuyo extremo producía en su bolsillo tan acusado relieve. Antes de que os dierais cuenta, os habría dejado secos a los tres. No pienso llevarme nada vuestro. Me llevo lo que es mío, porque doy el juego por terminado. Y sería estúpido por vuestra parte tratar de impedírmelo. Sólo conseguiríais acabar en el depósito, sin ni siquiera rozarme. Así que más vale que seáis razonables, y nos evitéis una tarde de luto, que ninguno deseamos-

    Era evidente que Antonio se había impuesto. Los hermanos estaban como paralizados ante su repentina reacción, y no apartaban los ojos del bulto de su chaqueta, como si los hipnotizara.

    Antonio, sin dejar de mirarlos ni un momento, añadió: Hacedme el favor de dar cada uno, y todos al tiempo, tres pasos atrás. ¡Uno, dos, tres!-

    Y los hermanos, obedientemente, como reclutas a la voz del sargento, retrocedieron los pasos ordenados.

    Él retrocedió a su vez; se agachó de repente, recogiendo su billete con piedra y todo, con la mano izquierda, y lo guardó en el bolsillo del pantalón. Recuperó la posición frontal cara a los otros, y terminó, en tono de despedida:

    Bueno amigos, después de todo teníais razón al afirmar que nunca perdéis, ‘ya que nada habéis perdido. Y a fin de cuentas, aunque haya sido discutiendo, hemos pasado un rato distraído, lo que también tiene su valor. ¡Que no todo en la vida ha de ser ganar o perder!. Y como además aquí no ha perdido nadie, podemos estar todos satisfechos. Sólo que, os habréis dado cuenta, para esta clase de juegos soy un compañero muy aburrido. Así que, cuando queráis divertiros jugando a las chapas, buscaréis otro contrincante-

    Y dirigiéndose a los espectadores: Gracias por habernos dejado jugar solos, renunciando a vuestra diversión. Podéis reanudarla si os apetece

    Y andando hacia atrás, rebasó el grupo de éstos, que volvieron a cerrarse en círculo.

    Entonces se oyó la voz, enronquecida de ira, del hermano mayor: Te juro que ésta nos la pagas.

    Pero amigo ¿qué os voy a pagar, si nada os dejé a deber?.

    Y seguro de que no le seguían, recorrió los pocos metros que le separaban de su casa; a la que llegó tranquilo, como si nada hubiera pasado.

    En cuanto Antonio se fue, la partida se reanudó en la plaza; pues todo el mundo tenía interés, en mantener distraídos a los humillados hermanos el mayor tiempo posible, para evitar que atacaran a su bravo amigo. Pero como los promotores del juego no estaban de humor, al poco rato empezó a languidecer este; y se disolvió el grupo.

    La sonora repercusión que tuvo en el pueblo la que pasó a ser la partida por antonomasia. La rápida difusión que alcanzó entre toda clase de gente, incluidas las autoridades judiciales. Y el predicamento y renombre que procuró a su protagonista; que jamás blasonó de su triunfo, ni hizo el menor comentario que pudiera humillar a sus vencidos antagonistas, a los que siguió tratando con toda naturalidad cuando se terciaba. Y sobre todo, el convencimiento de éstos, de que por todas estas razones, cualquier accidente que Antonio pudiera sufrir sería cargado inmediatamente en su cuenta, les llevó a resignarse aquella vez con la humillación sufrida, renunciando a la venganza. También influyó el deseo del cacique de que nada ocurriese; ya que, dada la prestigiosa personalidad de Antonio, no le resultaba conveniente. Y por último, el mismo respeto que éste había conseguido inspirarles, acabó de disuadirles de actuar en aquel sentido, ni directa, ni indirectamente.

    Antonio por su parte, nunca permitió que se hablara de ello en su presencia.

    Sólo al día siguiente, en que se presentó en su casa de visita uno de sus íntimos, consintió en hablar de aquel tema.

    Me vas a permitir una pregunta-le dijo el amigo-¿como tú, que jamás llevas armas, tenías ayer una pistola en el bolsillo?.

    Él se levantó riendo. Se acercó a su mesa de despacho, y sacó del cajón central, un tubo de hierro de unos diez centímetros, que había encargado al herrero del pueblo, y éste le había entregado. Lo había metido en el bolsillo, y se encaminaba a su casa cuando fue requerido para jugar a las chapas.

    No era una pistola, sino ¡ésto!. Como aquello, no fue para mí jugar a las chapas, sino al póquer. Fue una partida de póquer y la gané. Eso fue todo.

    Pero te expusiste muchísimo.

    Desde luego. Pero me pusieron en una situación tan difícil, que no me quedó otra salida, que someterme a jugar al póquer. Y al fin y al cabo resultó divertido.

    Y la conversación acabó en alegres risas.

    LA EDAD ESCOLAR. LOS AMIGOS.

    Pedro empezó a asistir a la escuela del pueblo a los seis años cumplidos. Su hermana María hacía ya tres que iba. Pero aunque las clases empezaban a mediados de Octubre, los hermanos de la Gomera no se incorporaban a ellas hasta primeros de Diciembre, al regresar al pueblo de sus largas estancias en las fincas de la sierra y del campo.

    No por ello se encontraban atrasados con respecto a sus compañeros; porque su padre, en cuanto cumplían los seis años, les daba dos horas diarias de clase, excepto los domingos y días festivos, durante todo el verano. Y su madre, a partir de los cuatro, les enseñaba a leer, escribir, sumar etc. Y empezaba también con la catequesis.

    Así que al llegar a la escuela, iban muy adelantados para lo que era común a su edad. Pedro leía de corrido. Aprendió muy pronto, y sentía verdadera pasión por la lectura. Sabía escribir con bastante corrección; y sumaba, restaba, multiplicaba, y empezaba a dividir. Además conocía las oraciones del cristiano, los Mandamientos de la ley de Dios, el credo, y algo de historia sagrada. Así que en pocos días, el nuevo se puso a la cabeza de la clase.

    A pesar de que en aquellos tiempos, el primer trimestre del curso escolar, era curiosamente, el último; porque, en el pueblo, el curso se identificaba con el año: empezaba en Enero y terminaba en Diciembre, al comenzar las vacaciones de Navidad. Así que, al incorporarse a él los hermanos de la Gomera, estaba muy avanzado.

    También Pedro empezó en seguida a capitanear los juegos; porque aquellas largas temporadas al aire libre, participando, en la medida de lo posible en los trabajos del campo, habían fortificado su organismo; de forma que su desarrollo y fuerza física, corrían parejos con el intelectual. Podía decirse que había llegado al uso de razón, y la utilizaba. Tenía un sentido de responsabilidad poco común en un niño; y hasta que no había aprendido las lecciones, y hecho los deberes, que nadie le hablara de salir a jugar. Después sí. Tenía muchos amigos, porque su carácter era abierto y afable, si bien no exento de cierta seriedad; y se llevaba bien con casi todo el mundo, lo mismo niños de cualquier edad, que adultos. Le apasionaba correr aventuras; y recorría el pueblo y sus alrededores con su pandilla, en su búsqueda.

    Esto era en vacaciones, domingos y festivos; porque en tiempo laborable, quedaba poco tiempo para esas correrías. Después de estudiar, había que limitarse a salir un rato a jugar a la plaza, hasta la hora de cenar. En cuanto le llamaban, dejaba el juego; se despedía de los amigos hasta el día siguiente; y entraba en casa, dispuesto a lavarse las manos y peinarse, para acudir al comedor aseado y correcto.

    Era norma en su hogar, que con las primeras personas con las que había que esmerarse en el cariño y afabilidad, eran las de la propia familia. Los padres predicaban con el ejemplo. Y siempre los vieron sus hijos en la mesa familiar, arreglados, cariñosos, y corteses. Y eso mismo les exigían a ellos.

    Hasta que no eran capaces de comer con cierta corrección, y de participar mínimamente en la tertulia familiar, hablando cuando les llegaba el turno, y escuchando sin interrumpir cuando era el ajeno; dando su opinión educádamente, y respetando la del contrario; su madre les daba las comidas más temprano, y los acostaba antes. Su padre y ella rezaban con los pequeños, les daban las buenas noches con un beso, y se disponían a cenar con los mayores.

    La alternativa solían dársela al cumplir los seis años; época en la que también empezaban a asistir a la escuela, y a la Misa dominical en familia. Empezaba para ellos una nueva vida, con sus privilegios y responsabilidades.

    Tampoco a los pequeños se les permitía salir a jugar a la plaza; ya que entre los chicos mayores, los había muy brutos, y estarían expuestos a recibir un pelotazo, o un revolcón. Jugaban en el jardín de su casa, donde era frecuente que se les agregara algún niño de su edad, cuya madre hubiera acudido a visitar a Maria, que era muy querida en el pueblo, y tenía muchas amigas. En aquel momento, los pequeños de la Gomera eran dos: Enrique, un travieso chiquillo de cuatro años, cabello oscuro y alegres ojos castaños; y Máximo, un angelote rubio con ojos azules, de dos; a quien todos mimaban a porfía.

    Pedro, recién incorporado a la infancia adulta, no se consideraba ya compañero de juego de sus hermanos, sino su protector. Y Maria, como una segunda madrecita, procuraba ayudar a su madre a atenderlos en todo lo que podía. La nueva vida de Pedro empezó a transcurrir tranquila y feliz, entre el entorno familiar y la escuela, el estudio y el juego.

    Pero pronto iba a tener que enfrentarse con el misterio del dolor en sucesivas oleadas emocionales, que dejaron honda huella en su alma. En aquel su primer año de escuela, empezó también a dar catequesis en la Parroquia. Era impartida por el propio párroco, un excelente y encantador sacerdote a quien los niños adoraban. Vivía con una hermana viuda y tres sobrinos. Uno de ellos, José Antonio, era el mejor amigo de Pedro. Don Antonio (que así se llamaba aquel párroco, que sustituyó a su muerte al de la paliza) se desvivía por todos, principalmente por los más necesitados, y era universalmente querido. Nadie hubiera podido sospechar que fuera odiado por persona alguna. Pero sin embargo, así era.

    Un mal día, entre los vendedores ambulantes que con frecuencia acudían al pueblo, llegó un quincallero. Este sujeto, de aspecto poco grato, esperó en las cercanías de la casa rectoral la llegada del párroco. Y al regresar éste al mediodía, cumplidos sus deberes de la mañana, le salió al encuentro; y sin mediar palabra, le descerrajó dos tiros a bocajarro en el umbral de su casa, que le causaron la muerte en el acto. Al oír los disparos, acudieron algunas personas que se hallaban en las cercanías; y mientras unos iban en busca del médico, por si aún pudiera hacer algo; los demás persiguieron y desarmaron al criminal; le propinaron algunos golpes, y lo entregaron a la Guardia Civil. Pero, a pesar de las investigaciones que se realizaron, jamás pudo saberse quién era aquel hombre, ni el móvil que le había inducido a cometer tan execrable crimen.

    Este triste suceso, produjo gran conmoción en el pueblo. Entre gritos, maldiciones, y lamentos, la noticia corrió como la pólvora: ¡Han matado a Don Antonio, han matado a Don Antonio!…Repetía un escalofriante alarido, que llegó al hogar de la Gomera, llenando de pavor a María y a sus hijos.

    Ocurría que a la sazón, Antonio de la Gomera era el alcalde del pueblo. Y como había metido en cintura a algunos elementos díscolos y bravucones, estaba amenazado de muerte por ellos. Y su familia temió, al oír los gritos, que hubieran cumplido su venganza; ya que la posibilidad de que el Don Antonio asesinado fuera el párroco, resultaba inimaginable. El choque emocional fue tremendo, y de resultas de él se resintió la salud de la madre, que ya nunca se recuperó por completo. También la aguda sensibilidad de Pedro recibió un duro golpe. Aún después de conocer la verdad, no pudo la familia recuperar la paz por entero, ya que todos profesaban un gran cariño al tan trágicamente desaparecido párroco. Pedro, acompañando a su amigo José Antonio, asistió a todos los sufragios y actos de duelo que se celebraron por el fallecido sacerdote. Y unos dos meses más tarde, su mejor amigo se marchó del pueblo con su madre y hermanos. Y la separación de una persona muy querida, que experimentaba por primera vez en su vida, resultó para Pedro desconsoladora. La ayuda de sus padres le resultó inapreciable para superar la nostalgia por su amigo perdido, y por su añorado Don Antonio. Su fe, su valeroso ejemplo, y su ternura, fueron bálsamo en las heridas del niño, que poco a poco, fueron cicatrizando.

    Pedro, cariño-le decían-¡tienes que ser valiente!. Empiezas a ver ahora que en la vida ocurren muchas cosas desagradables, a veces terribles, que nos hacen sufrir. Y no podemos entender cómo Dios, nuestro Padre, Bueno y Omnipotente, las permite. Él abomina el pecado, pero respeta nuestra libertad; y siempre hace que todo sea para bien. El hombre pecador tiene su hora, y Dios su eternidad. En el Cielo sabremos el porqué de tantas cosas que aquí no podemos entender. Los mejores amigos han de separarse; pero si tú quieres, no te separarás nunca del mejor: Jesús. También tu Ángel de la Guarda es un gran amigo, que Dios a puesto a tu lado para que te acompañe siempre. Y tienes a la Virgen, a San José, a San Pedro, tu gran Santo…Es verdad que son amigos invisibles; que en esta vida, se dejan ver sólo entre sombras; pero son absolutamente reales. Puedes hablar con ellos, ofrecerles y pedirles cosas; y puedes estar seguro de que te quieren, te escuchan, y te atienden. Del amor de Dios no podemos dudar, después de que se hizo hombre, y se nos entregó hasta morir en una cruz. Dios no tiene el corazón más pequeño que el nuestro; y si a veces permite que suframos en la vida, es para nuestro bien, aunque no veamos cómo. Además, la despedida de nuestros amigos no es definitiva. Si Dios quiere, volveremos a encontrarnos, en la tierra o en el Cielo; así que no se trata de un adiós, sino de un hasta luego".

    Con estas, y otras muchas razones, le animaban a no acoquinarse; y a que, abandonado en los brazos amorosos de su Padre Dios, viviera como todo un hombre, sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte. Y a que luchase contra la tristeza, porque era aliada del enemigo, y hacía desgraciados a los demás.

    Y la vida seguía, con sus buenos y malos momentos: el estudio, el juego, la vida familiar, con el cariño de los suyos, y la oración (que todo lo allana y lo suaviza).

    Después de aquella tragedia, vinieron unos meses tranquilos. Un nuevo párroco, buen sacerdote y buena persona, vino a ocupar el lugar de D. Antonio; si bien en el corazón de sus feligreses, éste lo conservó privilegiado. Pedro, aunque el actual párroco conquistó pronto su cariño, jamás pudo olvidarlo. Reanudó su catequesis; y como en la escuela, siguió acaparando los primeros premios.

    Era costumbre, que el reparto de estos fuera después de los exámenes de fin de curso. Como éste acababa con el año, la entrega de premios tenía lugar en vísperas de Navidad, en un solemne acto presidido por el alcalde; que, según costumbre ancestral, también había presidido el tribunal examinador, y era quien repartía los premios, e inauguraba las vacaciones navideñas.

    Pedro se sentía satisfecho y contento, pero no se envanecía. Había aprendido bien que sus buenas cualidades, y las oportunidades que tenía para desarrollarlas, las debía a Dios por entero. Y que, siendo así, sus éxitos no eran mérito propio, sino en el mínimo porcentaje de haberlas aprovechado; y a Él, y a la dedicación de sus padres y maestros, debía agradecerlas.

    Al primer reparto de premios de su vida, como acababa de incorporarse a la escuela, asistió fuera de concurso. Pero a partir del segundo, y mientras asistió a ella, fue el príncipe sin rival. Como era muy generoso, y quería mucho a sus compañeros, compartía con ellos todo premio susceptible de ser compartido (dinero, golosinas…). Y si se trataba de algún libro o juego, ofrecía prestarlo a quien lo desease.

    Cuando contaba apenas nueve años, la impresionable sensibilidad de Pedro, fue sacudida de nuevo por otro trágico acontecimiento. Su hermano Enrique, se había incorporado aquel año a la escuela, a su pandilla, y a los juegos en la plaza del pueblo. Una tarde de primavera, se divertían los dos hermanos, jugando a pídola con un grupo de chicos. El juego consistía en ir saltando sucesivamente sobre el niño que se quedaba; el cual, bien afirmado sobre las

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