Memorias póstumas de Brás Cubas
Por Machado de Assis
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Machado de Assis
Joaquim Maria Machado de Assis (Rio de Janeiro, 21 de junho de 1839 Rio de Janeiro, 29 de setembro de 1908) foi um escritor brasileiro, considerado por muitos críticos, estudiosos, escritores e leitores o maior nome da literatura brasileira.
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Memorias póstumas de Brás Cubas
Memorias póstumas de Brás Cubas
JOAQUIM MARIA MACHADO DE ASSIS
ILUSTRACIONES DE MARIANA RIO
TRADUCCIÓN DE ELENA LOSADA
Todos los derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,
transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.
Título original
Memórias Póstumas de Brás Cubas
Primera edición: 2017
Ilustraciones
© Mariana Rio
Traducción
© Elena Losada
Copyright © Editorial Sexto Piso, S. A. de C. V., 2017
París 35–A
Colonia del Carmen, Coyoacán
04100, Ciudad de México, México
Sexto Piso España, S. L.
C/ Los Madrazo, 24, semisótano izquierda
28014, Madrid, España
www.sextopiso.com
Diseño
Estudio Joaquín Gallego
Conversión a libro electrónico
Newcomlab S.L.L.
ISBN: 978-84-17517-95-3
Índice
Portada
AL LECTOR
I. ÓBITO DEL AUTOR
II. EL EMPLASTO
III. GENEALOGÍA
IV. LA IDEA FIJA
V. DONDE ASOMA LA NARIZ UNA SEÑORA
VI. CHIMÈNE, QUI L’EÛT DIT? RODRIGUE, QUI L’EÛT CRU?*
VII. EL DELIRIO
VIII. RAZÓN CONTRA DELIRIO
IX. TRANSICIÓN
X. AQUEL DÍA
XI. EL NIÑO ES EL PADRE DEL HOMBRE
XII. UN EPISODIO DE 1814
XIII. UN SALTO
XIV. EL PRIMER BESO
XV. MARCELA
XVI. UNA REFLEXIÓN INMORAL
XVII. DEL TRAPECIO Y OTRAS COSAS
XVIII. LA VISIÓN DEL CORREDOR
XIX. A BORDO
XX. ME LICENCIO
XXI. EL ARRIERO
XXII. REGRESO A RÍO DE JANEIRO
XXIII. TRISTE, PERO BREVE
XXIV. BREVE, PERO ALEGRE
XXV. EN TIJUCA
XXVI. EL AUTOR DUDA
XXVII. ¿VIRGÍLIA?
XXVIII. SIEMPRE QUE…
XXIX. LA VISITA
XXX. LA FLOR DEL JARDÍN
XXXI. LA MARIPOSA NEGRA
XXXII. COJA DE NACIMIENTO
XXXIII. BIENAVENTURADOS LOS QUE NO SE VAN
XXXIV. A UN ALMA SENSIBLE
XXXV. EL CAMINO DE DAMASCO
XXXVI. SOBRE BOTAS
XXXVII. ¡POR FIN!
XXXVIII. LA CUARTA EDICIÓN
XXXIX. EL VECINO
XL. EN EL COCHE
XLI. LA ALUCINACIÓN
XLII. QUE ESCAPÓ A ARISTÓTELES
XLIII. MARQUESA, PORQUE YO SERÉ MARQUÉS
XLIV. ¡UN CUBAS!
XLV. NOTAS
XLVI. LA HERENCIA
XLVII. EL RECLUSO
XLVIII. UN PRIMO DE VIRGÍLIA
XLIX. LA PUNTA DE LA NARIZ
L. VIRGÍLIA CASADA
LI. ¡ES MÍA!
LII. EL PAQUETE MISTERIOSO
LIV. EL PÉNDULO
LV. EL VIEJO DIÁLOGO DE ADÁN Y EVA
LVI. EL MOMENTO OPORTUNO
LVII. DESTINO
LVIII. CONFIDENCIA
LIX. UN ENCUENTRO
LX. EL ABRAZO
LXI. UN PROYECTO
LXII. LA ALMOHADA
LXIII. ¡HUYAMOS!
LXIV. LA TRANSACCIÓN
LXV. CENTINELAS Y ESPÍAS
LXVI. LAS PIERNAS
LXVII. LA CASITA
LXVIII. EL LÁTIGO
LXIX. UNA PIZCA DE LOCURA
LXX. DOÑA PLÁCIDA
LXXI. UN REPARO AL LIBRO
LXXII. EL BIBLIÓMANO
LXXIII. EL LUNCHEON
LXXIV. HISTORIA DE DOÑA PLÁCIDA
LXXV. PARA MIS ADENTROS
LXXVI. EL ABONO
LXXVII. ENTREVISTA
LXXVIII. LA PRESIDENCIA
LXXIX. COMPROMISO
LXXX. DE SECRETARIO
LXXXI. LA RECONCILIACIÓN
LXXXII. UNA CUESTIÓN DE BOTÁNICA
LXXXIII. 13
LXXXIV. EL CONFLICTO
LXXXV. LA CIMA DE LA MONTAÑA
LXXXVI. EL MISTERIO
LXXXVII. GEOLOGÍA
LXXXVIII. EL ENFERMO
LXXXIX. IN EXTREMIS
XC. EL VIEJO COLOQUIO DE ADÁN Y CAÍN
XCI. UNA CARTA EXTRAORDINARIA
XCII. UN HOMBRE EXTRAORDINARIO
XCIII. LA CENA
XCIV. LA CAUSA SECRETA
XCV. FLORES DE ANTAÑO
XCVI. LA CARTA ANÓNIMA
XCVII. ENTRE LA BOCA Y LA FRENTE
XCVIII. SUPRIMIDO
XCIX. EN LA PLATEA
C. EL CASO PROBABLE
CI. LA REVOLUCIÓN DÁLMATA
CII. DE DESCANSO
CIII. DISTRACCIÓN
CIV. ¡ERA ÉL!
CV. EQUIVALENCIA DE LAS VENTANAS
CVI. JUEGO PELIGROSO
CVII. NOTA
CVIII. QUE NO SE ENTIENDE
CIX. EL FILÓSOFO
CX. 31
CXI. EL MURO
CXII. LA OPINIÓN
CXIII. LA SOLDADURA
CXIV. FIN DE UN DIÁLOGO
CXV. EL ALMUERZO
CXVI. FILOSOFÍA DE LAS VIEJAS CARTAS
CXVII. EL HUMANITISMO
CXVIII. LA TERCERA FUERZA
CXIX. PARÉNTESIS
CXX. COMPELLE INTRARE
CXXI. LADERA ABAJO
CXXII. UNA INTENCIÓN MUY LOABLE
CXXIII. EL VERDADERO COTRIM
CXXIV. A MODO DE INTERMEDIO
CXXV. EPITAFIO
CXXVI. DESCONSUELO
CXXVII. FORMALIDAD
CXXVIII. EN LA CÁMARA
CXXIX. SIN REMORDIMIENTOS
CXXX. PARA INTERCALAR EN EL CAPÍTULO CXXIX
CXXXI. DE UNA CALUMNIA
CXXXII. QUE NO ES SERIO
CXXXIII. EL PRINCIPIO DE HELVÉTIUS
CXXXIV. CINCUENTA AÑOS
CXXXV. OBLIVION
CXXXVI. INUTILIDAD
CXXXVII. EL CHACÓ
CXXXVIII. A UN CRÍTICO
CXXXIX. DE CÓMO NO FUI MINISTRO DE ESTADO
CXL. QUE EXPLICA EL ANTERIOR
CXLI. LOS PERROS
CXLII. LA PETICIÓN SECRETA
CXLIII. NO VOY
CXLIV. UTILIDAD RELATIVA
CXLV. SIMPLE REPETICIÓN
CXLVI. EL IDEARIO
CXLVII. EL DESATINO
CXLVIII. EL PROBLEMA IRRESOLUBLE
CXLIX. TEORÍA DEL FAVOR
CL. ROTACIÓN Y TRASLACIÓN
CLI. FILOSOFÍA DE LOS EPITAFIOS
CLII. LA MONEDA DE VESPASIANO
CLIII. EL ALIENISTA
CLIV. LOS NAVÍOS DEL PIREO
CLV. REFLEXIÓN CORDIAL
CLVI. ORGULLO DE LA SERVIDUMBRE
CLVII. FASE BRILLANTE
CLVIII. DOS ENCUENTROS
CLIX. LA SEMIDEMENCIA
CLX. DE LAS NEGATIVAS
Notas
AL PRIMER GUSANO
QUE
ROYÓ LAS FRÍAS CARNES
DE MI CADÁVER
LE DEDICO
CON NOSTÁLGICO RECUERDO
ESTAS
MEMORIAS PÓSTUMAS
AL LECTOR
Que Stendhal confesase haber escrito uno de sus libros para cien lectores admira y consterna. Lo que no admira, ni probablemente consternará, es que este libro no tenga ni los cien lectores de Stendhal, ni cincuenta, ni veinte, sino diez como máximo. ¿Diez? Tal vez cinco. Se trata en realidad de una obra difusa, en la cual, yo, Brás Cubas, aunque he adoptado la forma libre de un Sterne, o de un Xavier de Maistre, quizá he incluido algunos trazos de impertinente pesimismo. Puede ser. Es la obra de un difunto. La escribí con la pluma del humor y con la tinta de la melancolía, y no es difícil prever lo que saldrá de esta unión. Por otra parte, la gente seria encontrará en el libro la apariencia de una simple novela, mientras que la gente frívola no encontrará en él una novela al uso, así que la obra se verá privada de la estima de los serios y del amor de los frívolos, que son las dos máximas columnas de la opinión.
Pero yo todavía espero alcanzar las simpatías de la opinión, y la primera medida es huir de un prólogo explícito y largo. El mejor prólogo es el que contiene menos cosas, o el que las dice de la manera más oscura y truncada. Por lo tanto, evito contar el proceso extraordinario empleado en la composición de estas Memorias, trabajadas en el otro mundo. Sería curioso, pero trivialmente extenso, y además innecesario para la comprensión de la obra. La obra en sí misma lo es todo; si le gusta, distinguido lector, me doy por bien pagado; si no le gusta, se lo pago con un coscorrón, y adiós.
BRÁS CUBAS
I. ÓBITO DEL AUTOR
Alguna duda tuve acerca de si debía abrir estas memorias por el principio o por el final, es decir, si poner en primer lugar mi nacimiento o mi muerte. Aunque lo común es empezar por el nacimiento, dos consideraciones me llevaron a adoptar un método diferente: la primera es que yo no soy exactamente un autor difunto sino un difunto autor, para quien el sepulcro fue otra cuna; la segunda es que el escrito quedaría así más gracioso y original. Moisés, que también contó su muerte, no la puso en el exordio sino en la conclusión: una diferencia radical entre este libro y el Pentateuco.
Dicho esto, expiré a las dos de la tarde de un viernes del mes de agosto de 1869, en mi hermosa quinta de Catumbi.* Tenía unos sesenta y cuatro años, vigorosos y prósperos, era soltero, tenía cerca de trescientos mil reales y me acompañaron al cementerio once amigos. ¡Once amigos! Verdad es que no hubo cartas ni esquelas. Hay que añadir que chispeaba, caía una llovizna menuda, triste y constante, tan constante y tan triste que llevó a uno de aquellos fieles de última hora a intercalar esta ingeniosa idea en el discurso que pronunció junto a mi tumba: «Vosotros, que lo conocisteis, señores míos, podréis decir conmigo que la naturaleza parece estar llorando la irreparable pérdida de uno de los más bellos personajes que han honrado a la humanidad. Este aire sombrío, estas gotas del cielo, aquellas nubes oscuras que cubren el azul como un velo fúnebre, no son sino el dolor brutal y malo que roe las más íntimas entrañas de la naturaleza; una sublime alabanza a nuestro ilustre difunto».
¡Buen y fiel amigo! No, no me arrepiento de los veinte bonos del Estado que le dejé. Y así fue como llegué a la conclusión de mis días, así fue como me dirigí al undiscovered country de Hamlet, sin las angustias ni las dudas del joven príncipe, sino lento y pesado, como quien se retira tarde del espectáculo. Tarde y aburrido. Me vieron partir unas nueve o diez personas, entre ellas tres señoras: mi hermana Sabina, casada con Cotrim; su hija –un lirio del valle–, y… ¡un poco de paciencia!, dentro de poco sabrá el lector quién era la tercera señora. Que por el momento se contente con saber que esa mujer anónima, aunque no era pariente mía, sufrió más que las que sí lo eran. Es cierto, sufrió más. No digo que se mesase los cabellos, no digo que se arrastrase por el suelo entre convulsiones. Mi óbito tampoco era una cosa tan dramática… La muerte de un solterón que expira a los sesenta y cuatro años no parece reunir todos los elementos de una tragedia. Y, aunque lo fuera, lo que menos convenía a esa señora anónima era aparentarlo. De pie, a la cabecera de mi cama, con los ojos atónitos y la boca entreabierta, la triste señora apenas podía creerse mi extinción.
–¡Muerto ¡Muerto! –decía para sí.
Y su imaginación, como las cigüeñas que un ilustre viajero vio levantar el vuelo desde el Iliso hacia las riberas africanas, a pesar de las ruinas y de los tiempos, la imaginación de la señora también voló por encima de los estragos presentes hacia las riberas de un África juvenil… Déjenla ir; allá iremos más tarde; allá iremos cuando vuelva a mis primeros años. Ahora, ahora quiero morir tranquilamente, metódicamente, oyendo los sollozos de las damas, los murmullos de los hombres, la lluvia que tamborilea en las hojas de aro de la quinta, y el sonido estridente de la navaja que un afilador está amolando fuera, a la puerta de un talabartero. Les juro que esa orquesta de la muerte fue mucho menos triste de lo que pudiera parecer. A partir de un cierto momento llegó a ser deliciosa. La vida se agitaba en mi pecho con el ímpetu de una ola, se me desvanecía la conciencia, descendía a la inmovilidad física y moral, y el cuerpo se me volvía planta y piedra, lodo y nada.
Morí de una neumonía, pero si digo que la causa de mi muerte fue menos la neumonía que una idea grandiosa y útil es posible que el lector no me crea, y sin embargo es cierto. Voy a exponer sumariamente el caso. Juzguen ustedes mismos.
II. EL EMPLASTO
Efectivamente, un día por la mañana, de paseo por la quinta, se me colgó una idea en el trapecio que yo tenía en el cerebro. Una vez colgada, empezó a bracear, a patalear, a hacer las más audaces cabriolas de volatín que puedan ustedes imaginar. Yo me dediqué a contemplarla. De repente, dio un gran salto, extendió los brazos y las piernas hasta formar una X: descíframe o te devoro.
Esa idea era nada más y nada menos que la invención de un medicamento sublime, un emplasto antihipocondríaco, destinado a aliviar a nuestra melancólica humanidad. En la solicitud de licencia que redacté entonces, llamé la atención del Gobierno hacia ese resultado, verdaderamente cristiano. Sin embargo, no negué a los amigos las ventajas pecuniarias que resultarían de la distribución de un producto de tamaños y tan profundos efectos. Ahora, no obstante, que estoy al otro lado de la vida, puedo confesarlo todo: lo que más me influyó fue el placer de ver impresas en los periódicos, escaparates, folletos, esquinas y, finalmente, en las cajitas del medicamento, estas tres palabras: Emplasto Brás Cubas. ¿Para qué negarlo? Yo tenía pasión por el ruido, la fama, los fuegos de artificio. Tal vez los modestos me reprochen este defecto; confío, sin embargo, en que ese talento me lo reconozcan los hábiles. Así pues, mi idea tenía dos caras, como las medallas: una vuelta hacia el público, otra hacia mí. Por un lado, filantropía y lucro; por el otro, la mencionada pasión. Digamos: sed de gloria.
Un tío mío, canónigo de prebenda completa, solía decir que la sed de gloria temporal era la perdición de las almas, que sólo deben ambicionar la gloria eterna. A lo que replicaba otro tío mío, oficial de uno de los antiguos tercios de infantería, que la sed de gloria era en realidad lo más humano que hay en el hombre, y, por lo tanto, su rasgo más genuino.
Decida el lector entre el militar y el canónigo; yo vuelvo al emplasto.
III. GENEALOGÍA
Pero, ya que he hablado de mis dos tíos, permítanme hacer aquí un breve esbozo genealógico.
El fundador de mi familia fue un tal Damião Cubas, que floreció en la primera mitad del siglo XVIII. Era tonelero de oficio, natural de Río de Janeiro, donde habría muerto en la penuria y en la oscuridad si sólo se hubiese dedicado a la tonelería. Pero no, se hizo labrador, plantó, cosechó, cambió su producto por buenas y honradas monedas, hasta que murió dejando una buena cantidad a un hijo suyo, licenciado, Luís Cubas. Con este muchacho empieza verdaderamente la serie de mis abuelos –de los abuelos que mi familia siempre ha confesado–, porque el tal Damião Cubas al fin y al cabo no era más que un tonelero, y quizá un mal tonelero, mientras que Luís Cubas estudió en Coimbra, destacó en la Administración y fue uno de los amigos personales del virrey, el conde da Cunha.
Como el apellido Cubas le sonaba demasiado a tonelería, mi padre, bisnieto de Damião, alegaba que dicho apellido fue otorgado a un caballero, héroe en las jornadas de África, como premio a una hazaña que llevó a cabo: arrebatar trescientas cubas a los moros. Mi padre era un hombre con imaginación, escapó de la tonelería a lomos de un juego de palabras. Era un buen tipo mi padre, un varón digno y leal como pocos. Tenía, es preciso admitirlo, ciertos aires de grandeza; pero ¿quién no es un poco engreído en este mundo? Es necesario subrayar que no recurrió a la inventiva sin antes haber intentado recurrir a la falsificación; primero se entroncó con la familia de aquel famoso homónimo mío, el capitán Brás Cubas,* fundador de la villa de São Vicente, donde murió en 1592, y por ese motivo me puso el nombre de Brás. Se opuso, sin embargo, la familia del capitán, y por eso imaginó las trescientas cubas moriscas.
Todavía viven algunos miembros de mi familia, mi sobrina Venância, por ejemplo, el lirio del valle, que es la flor de las damas de su tiempo; vive su padre, Cotrim, un tipo que… Pero no anticipemos los sucesos, acabemos de una vez con nuestro emplasto.
IV. LA IDEA FIJA
Mi idea, después de tantas cabriolas, se había convertido en idea fija. Dios libre al lector, de una idea fija: antes una astilla, antes una viga en un ojo. Observa a Cavour, la idea fija de la unidad italiana fue lo que lo mató. Es cierto que Bismarck no ha muerto; pero siempre hay que tener en cuenta que la naturaleza es muy caprichosa y la historia una eterna coqueta. Por ejemplo, Suetonio nos dio un Claudio, que era un simple –o «un pusilánime», como lo llamó Séneca– y un Tito, que mereció ser la delicia de Roma. Recientemente llegó un profesor y halló la manera de demostrar que de los dos césares, el delicioso, el verdaderamente delicioso, fue el «pusilánime» de Séneca. Y tú, señora Lucrecia, flor de los Borgia, si un poeta te pintó como la Mesalina católica, un Gregorovius incrédulo te borró gran parte de esa cualidad, y, si no llegaste a lirio, tampoco fuiste un lodazal. Yo me quedo entre el poeta y el sabio.
Viva pues la historia, la voluble historia que sirve para todo; y, volviendo a la idea fija, diré que es ella la que hace a los varones fuertes y a los locos; la idea móvil, vaga o cambiante es la que hace a los Claudios, según formula Suetonio.
Mi idea era fija, fija como… No se me ocurre nada que sea tan fijo en este mundo: tal vez la luna, las pirámides de Egipto, la desaparecida dieta germánica. Elija el lector la comparación que más le guste, elija y no me frunza el ceño sólo porque aún no llegamos a la parte narrativa de estas memorias. Ya llegaremos. Creo que prefiere la anécdota a la reflexión como los otros lectores, sus cofrades, y creo que hace bien. Pues ya llegaremos. Sin embargo, hay que decir que este libro está escrito con calma, con la calma de un hombre ya liberado de la brevedad del siglo. Ésta es una obra altamente filosófica, de una filosofía desigual, ya austera, ya juguetona, que no edifica ni destruye, que no inflama ni regala y que es algo más que un pasatiempo y algo menos que un apostolado.
Vamos allá, relaje el ceño y volvamos al emplasto. Dejemos a la historia con su caprichos de dama elegante. Ninguno de nosotros luchó en la batalla de Salamina, ninguno escribió la confesión de Augsburgo; por mi parte, si alguna vez recuerdo a Cromwell, es sólo porque Su Alteza, con la misma mano que cerró el Parlamento, habría impuesto a los ingleses el emplasto Brás Cubas. No se rían de esa victoria conjunta de la farmacia y del puritanismo. ¿Quién ignora que al pie de cada bandera grande, pública, ostentosa, hay muchas veces otras banderas modestamente particulares, que ondean a la sombra de aquélla y que no pocas veces la sobreviven? Comparando mal, son como los siervos que se acogían a la sombra del castillo feudal; éste cayó y los siervos allí siguieron. La verdad es que se hicieron ricos y señores… No, la comparación no sirve.
V. DONDE ASOMA LA NARIZ UNA SEÑORA
Fue entonces cuando, estando yo ocupado en preparar y refinar mi invento, recibí de lleno una corriente de aire; pronto enfermé y no me cuidé. Tenía el emplasto en el cerebro; como a los locos y a los fuertes, la idea me obsesionaba. Me veía, a lo lejos, ascender del suelo de las turbamultas y remontar al cielo, como un águila inmortal, y ante tan excelso espectáculo un hombre no puede sentir el dolor que le ataca. Al día siguiente estaba peor; finalmente me cuidé, aunque no apropiadamente sino sin método, preocupación ni persistencia; éste fue el origen del mal que me trajo a la eternidad. Ya saben que morí un viernes, día aciago, y creo haber demostrado que fue mi invento lo que me mató. Hay demostraciones menos lúcidas y no menos triunfantes.
No era imposible, sin embargo, que yo llegase a traspasar la cumbre de un siglo, y a figurar en los periódicos entre los patriarcas. Tenía salud y robustez. Imaginemos que, en vez de estar poniendo los cimientos de un invento farmacéutico, hubiese estado tratando de reunir los elementos de una institución política o de una reforma religiosa. Viene una corriente de aire, que supera en eficacia al cálculo humano, y todo se va a paseo. Ésta es la suerte de los hombres.
Con esta reflexión me despedí de la mujer, no diré la más discreta, pero seguramente la más hermosa entre sus contemporáneas, la anónima del primer capítulo, esa cuya imaginación, a semejanza de las cigüeñas del Iliso… Tenía entonces cincuenta y cuatro años, era una ruina, una ruina imponente. Imagine el lector que nos amamos, ella y yo, hace muchos años, y que un día, ya enfermo, la veo asomar