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Cuentos de hadas: Libro 3
Cuentos de hadas: Libro 3
Cuentos de hadas: Libro 3
Libro electrónico256 páginas3 horas

Cuentos de hadas: Libro 3

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Cuentos antiguo-modernos, ya que los problemas, virtudes y defectos, son siempre actuales.

La abuela de María Luz le contaba estas historias y ahora ella quiere dejar un legado a sus nietos. Contiene varios cuentos que van unidos con una historia religiosa. Y además, cantidad de dibujos en color, alusivos al texto. La autora piensa que ha de gustar a los niños aficionados a la lectura y al dibujo. "En el principio creó Dios el universo".

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento22 jun 2016
ISBN9788491125976
Cuentos de hadas: Libro 3
Autor

María Luz Gómez

María Luz Gómez es una anciana paralítica que entretiene sus forzados ocios escribiendo en el ordenador historias que juzga interesantes y desea compartir. Es madrileña y en Madrid vivió toda su vida. Estudió en el colegio del Sagrado Corazón. Después, idiomas y pintura. Empezó la carrera de Filosofía y Letras, que no terminó por su pronta boda con un médico. Su matrimonio fue feliz y dio muchos frutos: siete hijos. Nunca trabajó, sino en su casa. Cuidó de hijos y nietos. A sus queridos padres no pudo dedicarles la atención que merecían por falta de tiempo. En cambio, más adelante pudo cuidar de su suegra y dos tías de su marido que solo la tenían a ella. Hoy es viuda y necesita cuidadoras. Tiene diez nietos -uno adoptado, etíope- y cinco bisnietos. Su numerosa familia y su fe cristiana la hacen seguir feliz.

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    Cuentos de hadas - María Luz Gómez

    Título original: Cuentos de hadas

    Primera edición: 2016

    © 2016, María Luz Gómez

    © 2016, megustaescribir

       Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a Thinkstock, (http://www.thinkstock.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    ISBN:   Tapa Blanda                978-8-4911-2598-3

                  Libro Electrónico        978-8-4911-2597-6

    ÍNDICE

    Prólogo

    Quiquiño

    El Manto De Claveles

    El Genio Del Bien

    La Gacela

    El Viejo De La Montaña

    La Historia Más Grande Jamás Contada

    Tres Arbolitos

    PRÓLOGO

    Para aquellos niños a los que les gusten los cuentos escribo éstos, esperando que pasen con ellos tan buenos ratos como pasé yo en mi infancia. Soy ya una vieja bisabuela, y pese a ello me siguen gustando. No los he inventado yo, pero sí ilustrado y arreglado a mi manera. Los inventó una señora llamada Gertrudis Segovia, y los escribió para ayudar a su marido, médico, a levantar un hospital para niños pobres en Santa Cruz de Tenerife, en una época en la que no existía la Seguridad Social. Era muy amiga de mi abuela, y esta me los contaba cuando yo era pequeña. La autora murió hace muchos años, antes de 1945. Pero si algún descendiente suyo (he investigado esa posibilidad, sin resultado) conociera esta publicación y quisiera llamarse a la parte, que se ponga en contacto conmigo; y estaré encantada de compartir con él o ella los beneficios de esta obra, si existen.

    Como son tantos sus cuentos, los he dividido en tres tomos para que cada libro no resulte demasiado largo. Este prólogo lo pondré en cada uno, y también la historia final; porque creo que vale la pena que los niños que hayáis leído estos cuentos la leáis también; y probablemente no todos os haréis con los tres tomos. Dicha historia es real, pero tan bonita que parece un cuento. Y remataré el libro con un cuentecito alusivo a la historia.

    Por supuesto, sabía cuando mi abuela me contaba estos cuentos, como lo sabéis vosotros, que las hadas, las brujas, los magos y los genios no existen. Son personificaciones del bien y del mal, creados por antiquísimas imaginaciones.

    Como soy cristiana, me enseñaron desde pequeña que todos los dones nos los da nuestro Padre Dios (el Bien Absoluto), que es Quien nos protege; bien directamente, o por medio de la Virgen, San José, los Ángeles (sobre todo nuestro Ángel de la Guarda), los santos, y muchas personas buenas de la tierra, empezando por nuestros padres. Y que el auténtico Mal es el diablo, que desgraciadamente existe, pero al que no hay que temer estando cerca de Dios. Intenta tentarnos para que nos separemos de Él y no hagamos lo que nos dice. Pero si no le hacemos caso (para eso Jesús nos enseñó a pedir al Padre: no nos dejes caer en la tentación), nada puede contra nosotros.

    Y ahora empiezo mis cuentos con

    QUIQUIÑO

    DONDE SE VEN LAS CONSECUENCIAS DE UNA VISITA DE LAS HADAS DE LA BUENA Y MALA SUERTE

    En las afueras de la hermosa ciudad de Illopus, capital del Estado del mismo nombre en el que gobernaba Don Iñigo de Mesnil, Duque de Fuencalar, habitaba en una casa muy modesta una pobre mujer enferma llamada Carolina, con su hijo Joaquinillo de doce años. En la población era conocido por el apodo de Quiqiño el de la mala suerte. Difícil hubiera sido a sus ilustres antepasados, los Barones de Mombón, reconocer en aquel pobre crío a su último descendiente.

    Antítesis de esta desdichada familia era la de los Condes de Perafín, cuya casa solariega se alzaba en el centro de la capital. La componían dos familias formadas por dos hermanos: el Conde Amón y el Vizconde Ocías, sus esposas, y sus ocho hijos, cuatro de cada matrimonio. Y eran llamados los de la buena suerte.

    La causa de estos apodos era la siguiente: mucho tiempo antes de empezar esta historia, pasaron por Illopus dos misteriosas hadas, que pidieron alojamiento en las más poderosas mansiones de aquellos parajes, si se exceptúa la del Soberano: la de los Condes de Perafín, y la de los Barones de Mombón. Una vestía de blanco y otra de negro. Y al marchar, cada una tocó con su varita la casa en que se había alojado. Soy la Buena Suerte, dijo la primera. Yo, la Mala Suerte, afirmó la segunda. Aterrados quedaron los Mombón al oírla, y ella al notarlo, dijo: No os aflijáis. En vuestra mano está el dejar sin efecto mis maleficios. El que logra vencerme con tesón y perseverancia, no tiene por qué envidiar los favores de mi hermana.

    Desde aquel día a los Perafín les sonrió la fortuna, y el éxito coronó cuanto llevaron a cabo. En cambio los Mombón se fueron arruinando poco a poco; y de aquella ilustre familia, sólo quedaban ya aquella pobre viuda y su desgraciado hijo.

    El día en que empieza esta historia Joaquinillo entraba en su pobre casa al anochecer, deprimido y cansado; y besando a su madre le dijo tristemente: Nadie me da trabajo, mamá. Unos porque soy pequeño; y otros porque temen que les pegue mi mala suerte. ¿Para qué luchar?. Recordando la historia de nuestra familia…. Hijo, ten ánimo. La pereza y flojera de los nuestros ha sido la causa de su ruina. Y ya sabes las últimas palabras del Hada Maléfica: el que logra vencerme con tesón y perseverancia, no tiene por qué envidiar los dones de la Buena Suerte. Nuestros antepasados se dejaron dominar por el infortunio sin combatirlo. Por eso les fue tan mal; y yo quiero inculcarte que la fuerza de voluntad te hará triunfa: querer es poder.

    Al día siguiente caminaba Quiquiño por un bosque cercano, recogiendo ramas caídas para hacer un fuego que calentara a su madre. Pasos de animales y voces de hombres le llamaron la atención. Divisó dos burros que avanzaban llevando una abrumadora carga. Uno de ellos seguía pacientemente su camino, mientras que el otro intentaba quitársela con respingos y coces; lo que le valió unos buenos estacazos del arriero. Y el niño pensó: mamá se equivoca. Si yo pretendiera quitarme de encima mi carga de mala suerte, sólo conseguiría recibir más palos.

    Las madres buenas jamás se equivocan al aconsejar a sus hijos. Es cierto que no podemos rebelarnos si la carga es voluntad de Dios: por ejemplo: un deber difícil, una enfermedad incurable, la pérdida de un ser querido…Esa hay que llevarla con fe, paciencia, y hasta alegría, sabiendo que si Él la permite conviene. Pero en todo lo demás, como para vencer la mala suerte, puedes y debes luchar. En lugar de seguir mirando a esos animales, mira al suelo, y verás a otros que te darán una buena lección de energía.

    Se volvió Quiquiño para ver quien le hablaba, y vio a una joven bellísima, que vestía un corpiño de mallas de acero. Señalaba con su varita a unas hormigas que transportaban a su hormiguero, situado en lo alto de un montículo, granos y simientes mayores que ellas. Algunas, cuando ya estaban llegando a su destino, caían rodando sin soltar la carga; y volvían a subir, dando fin a su trabajo con éxito completo.

    Mira a esas hormigas. El peso que llevan es muy superior a sus fuerzas, pero su voluntad las hace triunfar. Querer es poder. ¿Quien sois, señora, que me decís lo mismo que mi madre?. Soy el Hada de la Energía, y me ha evocado el amor de tu madre; el más grande amor que existe en la tierra. Desde este momento te tomo bajo mi protección

    Imagen001.jpg

    Se acercó a Joaquinillo y le tocó con su varita de acero, que llevaba inscrita en letras de oro la palabravoluntad. Le besó en la frente y desapareció.

    QUIQIÑO SIGUE LAS INSPIRACIONES DEL HADA DE LA ENERGÍA

    Al contacto de la varita el chico sintió que todo cambiaba en su inteligencia y en su corazón. Ya no tenía miedo a la vida, y lleno de energía y esperanza decidió trabajar por su cuenta, ya que nadie le daba trabajo. Se puso a recoger juncos y a hacer bonitas cestas con ellos, que pronto encontraron compradores. Su industria iba creciendo poco a poco, y ya iba consiguiendo poder alimentar a su madre mejor, y comprarle las medicinas que necesitaba. Y aún encontraba tiempo para ir a la escuela, donde pronto se distinguió por su aplicación y su conducta. Allí conoció a los Perafín.

    Una tarde en que salían juntos del colegio, se les acercó pidiendo limosna una pobre niña desvalida. Aquellos le arrojaron altaneros unas cuantas monedas. Quiquiño sólo tenía una y se la dio, hablándole con tanto cariño, que la chiquilla la agradeció mucho más que el rico donativo de los otros. Su buena acción dejó en el alma de Quiquiño tal alegría, que decidió acostarse una hora más tarde para dedicarla al trabajo. Y las cestas, escobas, y diferentes objetos que confeccionaba en ella, los colocaba aparte, en lo que llamaba el tesoro de los pobres. Porque cuando los vendía, el dinero obtenido era para socorrer a los menesterosos.

    Madre – le decía gozoso - ¡ya ves si somos ricos, que hasta podemos permitirnos el placer de dar limosna!. Su madre bendecía a Dios, y le besaba emocionada. La buena educación que siempre le dio, unida a sus buenos sentimientos fortificados por las pruebas de la vida, hizo arraigar en él un gran amor al bien.

    Un día se presentó en su casa acompañado de una rapazuela un par de años menor que él, andrajosa y desmedrada. Era bonita, y embellecía aún más su rostro la dulce expresión de sus lindos ojos.

    Imagen002.jpg

    Madre, – dijo al entrar – te traigo una nueva hija, Elena, a la que socorro hace tiempo. Se ha quedado sola en el mundo, porque ayer murió su abuela, única familia que poseía. ¿No es verdad que no podemos abandonarla?.

    La niña fue cariñosamente acogida; y poco después, nadie hubiera reconocido en ella a la antigua mendiga. Carolina la enseñó a llevar una casa y a coser, guisar, y lavar la ropa. Se repuso físicamente; e iba, aunque modestamente, bien vestida. Como era inteligente y agradecida, la madre enferma tuvo pronto en ella una hija solícita, que ayudó a Quiquiño a prodigarle tiernos cuidados, y que supo ocuparse del humilde hogar.

    EL DUQUE DE FUENCALAR

    Cinco años transcurrieron. Diecisiete contaba ya Quiquiño, que bendecía su antigua mala suerte; pues gracias a ella había tenido por tutores de su infancia al desamparo y a la miseria, y estos duros maestros le enseñaron el valor del trabajo y de la fuerza de voluntad. Gracias a sus enseñanzas, los maleficios de su aciago sino se iban deshaciendo en el crisol de su energía y abnegación. Y con su trabajo, el humilde hogar se había convertido en una cómoda casita, primorosamente arreglada por Elena.

    Le sorprendió mucho recibir un día un mensaje del Duque de Fuencalar, pidiéndole que se presentase aquella tarde en su Palacio. ¿Qué me querrá ese poderoso Señor, a quien no conozco ni de vista?, pensó.

    Al llegar a la suntuosa morada del Duque Soberano, entraban también en ella los ocho vástagos de los Perafín: Alejandro, Armando, Eurico y Recaredo, hijos de los Condes; y sus primos: Eriberto, Manfredo, Tulio y Orlando, hijos de los Vizcondes. Estos jóvenes, orgullosos, frívolos, y mal educados, fingieron desconocer a su antiguo condiscípulo. Un lacayo de librea los introdujo en el salón de recepciones del Palacio. Allí les esperaba reclinado en un alto sillón, el anciano Iñigo de Mesnil, el noble Señor de Fuencalar, Duque y Soberano de aquellos florecientes Estados.

    Sentaos, hijos míos, y escuchadme. - dijo el Magnate, correspondiendo con exquisita cortesía al ceremonioso saludo de los nueve jóvenes – Voy siendo viejo, y como no tengo hijos que hereden mis dominios, quiero elegir a mi gusto a aquel que reúna las mejores condiciones para gobernar, haciendo la felicidad de mis súbditos. Sois los representantes de los dos linajes más antiguos de Illopus, y desearía que uno de vosotros fuera mi sucesor. Joaquín de Mombón, – continuó dirigiéndose a éste – he sabido tus afanes por vencer la mala suerte que os persigue. ¡Qué hermosa manera de lograr el fin que te propones, sería el lograr devolver su perdido esplendor a tu escudo, llegando a conquistar la soberanía de estos dominios!. ¿Te atreves a intentarlo?.

    Mi madre, y mi protectora el Hada de la Energía, me han hecho ser lo poco que soy, con la repetición de esta máxima: más hace el que quiere, que el que puede. A ella me atengo.

    Me place tu respuesta. Y vosotros – dirigiéndose a los demás - ¿queréis tomar parte en las pruebas a las que voy a someteros?. Todos los Perafín respondieron que sí.

    Está bien. Oídme atentamente. Sólo será mi heredero el que consiga llegar al Palacio del Hada de la Felicidad, y traerme el objeto que encierra el secreto de hacer la ventura de las personas que nos rodean. Al que me lo entregue, podré confiarle tranquilo la dicha de mis vasallos. Pero no creáis que la empresa es fácil. Para que os dejen penetrar en el Castillo, tendréis que enseñarle al dragón que lo guarda: una flecha del Genio del Amor, la balanza del Hada de la Justicia, un escudo del Hada de la Misericordia, y el anillo del Genio de la Sabiduría. Y no es esto sólo. Para llegar al país de los Genios y las Hadas, hay que atravesar dos poderosos Reinos: Extraños, y Laboro. Los Monarcas que los gobiernan no dejan pasar a nadie sin someterlo a tiránicos mandatos, duras pruebas, o singulares caprichos. Por eso os repito: ¿Estáis dispuestos a aceptar, y luchar por vencer en todo esto?.

    - respondieron los nueve jóvenes. Bien. Mañana os enviaré a cada uno un plano del camino a recorrer y de los lugares a atravesar. - Y dando por terminada la audiencia, añadió - ¡Que Dios os bendiga, y la Reina de las Hadas os proteja!. Dentro de quince días saldréis de Illopus. Y al cabo de dos años, os espero. El Duque se levantó, y los Perafines desfilaron ante él besándole la mano. Ququiño se quedó el último, y haciendo una profunda reverencia le dijo: Señor, grande es mi afán por obtener el triunfo. No me inspira el orgullo, sino el deseo de obtener para mi madre el rango que merece. Pero renuncio de antemano al honor de llegar a ser su heredero. ¿Cómo? - exclamó el Duque, desagradablemente sorprendido - . ¿Tienes miedo?. No lo conozco. Pero mi pobre madre y Elena nuestra protegida, no cuentan para vivir más que con lo que yo gano. ¿Qué sería de ellas durante mis dos años de ausencia?. Por eso renuncio a optar al premio. No puedo abandonarlas:

    El Duque conmovido, le estrechó entre sus brazos respondiendo: Eres un buen hijo y un noble joven. Desde hoy señalaré a tu madre una pensión que cubra sus necesidades. Mañana empezará a cobrarla. Y a ti te enviaré un bolso de escudos para sufragar los gastos del viaje. Vete tranquilo, hijo. Y luego, muy bajo para que el muchacho no lo oyera, Dios haga que este sea el vencedor.

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    LA MARCHA

    Los ocho Perafín después de maduro consejo, decidieron repartir los trabajos para que cada uno dedicara su atención a una sola cosa; y así, con poco esfuerzo, asegurarían el triunfo a su ilustre familia. En cada sitio, uno de ellos se sometería a la prueba en nombre de todos. Alejandro fue el encargado de hacerlo en el Reino de Extraños, el primero que iban a cruzar para ir al Palacio del Genio del Amor. Y en éste, sería Tulio el encargado de vencer. Correspondió a Armando en el sorteo, el Reino de Laboro, paso para el Castillo del Genio de la Sabiduría. Allí se presentaría Eurico. En el Palacio del Hada de la Justicia, sería Recaredo quien sufriera las condiciones impuestas. En la mansión del Hada de la Misericordia, lucharía Eriberto. Y por si no lograban hacerse dueños de los talismanes, a cuya vista el dragón les franquearía la entrada en el Palacio de la Felicidad, designaron a Manfredo para que entretuviera al monstruo, mientras Orlando penetraba en él, apoderándose del misterioso tesoro.

    Llegó el día de la partida, y según las órdenes del Duque salieron todos en grupo. Poco después los Perafines se apartaron de Quiquiño, demostrándole el más absoluto desdén. Nada le importó al joven que le dejaran solo, ya que llevaba por compañeros inseparables a la abnegación, la energía, y el cumplimiento del

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