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El tiempo sutil: Trilogía Patagonia ancestral 2
El tiempo sutil: Trilogía Patagonia ancestral 2
El tiempo sutil: Trilogía Patagonia ancestral 2
Libro electrónico219 páginas3 horas

El tiempo sutil: Trilogía Patagonia ancestral 2

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Información de este libro electrónico

Una desaparición voluntaria o un milagro.

Novela histórica, aventura y realismo mágico. Siglos XVIII y XIX. Keupumill contará su historia en primera persona. Mujer y curandera, de la etnia mapuche, viajará por la Patagonia argentina y chilena, en medio de las matanzas ideadas por los blancos para exterminar a las tribus nativas, que permanentemente les hostigan.

Desde niña recorrerá los territorios ancestrales con su madre, Mahuida, también sanadora, escapando de los blancos, asistiendo a su pueblo e intentando preservar su cultura, tradiciones, manera de curar y su particular relación con dioses y espíritus. Su hija, Suyai, y su nieto, Minchekewün, serán los continuadores de una larga estirpe de chamanes. Todos estarán dotados de poderes extraordinarios y trascenderán en el tiempo.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento16 sept 2020
ISBN9788417984748
El tiempo sutil: Trilogía Patagonia ancestral 2
Autor

Patricia Martínez

Patricia Martínez vive en la actualidad en España, cerca de Santiago de Compostela. Se licenció en Psicopedagogía en su país de origen, Argentina. Trabajó varios años como redactora en un periódico local y dirigió durante dos décadas una empresa. Durante este tiempo continuó estudiando Historia de las religiones, Antropología y chamanismo para profundizar en el conocimiento de la psique humana. Desde hace diez años se dedica a su gran pasión: escribir. La tensión emocional, el estrés traumático y social o el ser humano llevado al límite son el hilo conductor de todas sus obras literarias. El tiempo sutil es la segunda novela que publica y pertenece a la trilogía «Patagonia ancestral», iniciada con el libro La cautiva. Otras dos novelas, en las que ha estado trabajando, se publicarán en los próximos meses.

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    El tiempo sutil - Patricia Martínez

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    El tiempo sutil

    Trilogía Patagonia ancestral 2

    Patricia Martínez

    El tiempo sutil

    Trilogía Patagonia ancestral 2

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788417984304

    ISBN eBook: 9788417984748

    © del texto:

    Patricia Martínez

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2020

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Nada es real y lo es al mismo tiempo. Todo existe y existió, a un tiempo, en el tiempo..

    Introducción

    ¡Ay, mijo!, no sé si sabré explicarte nuestra historia y que cobre sentido para tu vida. Lo que fue una huida, a una edad donde hay cosas que no se entienden, no podría decirte si se convirtió en un no volver por miedo o si a base de andar y andar ya no supimos regresar. Y el andar se convirtió en camino y el camino en una trampa que nos iba consumiendo y transformando. Y los que dejamos atrás, disolviéndose en niebla fina, hasta desaparecer por completo. Ningún rastro queda en mi memoria de sus fisonomías, sus voces, de cómo eran o pensaban; si acaso sensaciones sueltas que me hieren por el cariño perdido. Es quizás este hecho uno de los mayores dolores con los que he tenido que aprender a convivir. Tu bisabuela y yo recorrimos la vida entera el territorio ancestral de nuestro pueblo. Un intento vano de retener la tierra, como si pisándola se nos quedara pegada en la piel, agarrándola fuerte con la memoria y apretándola contra el pecho. Intentamos llevar sanación allí donde faltaba, en un momento en el que la enfermedad —sobre todo la del espíritu— nos superaba, metiéndose hondo en la historia y marcando el futuro de nuestro pueblo. Nosotras no fuimos ajenas a los acontecimientos. Lo que había más abajo o más arriba o tal vez detrás, que es lo mismo que adelante —según lo quieras tú entender—, era el amor y un férreo empeño por salvaguardar nuestras tradiciones, costumbres, manera de ver la vida, de curar y de comunicarnos con los ancestros y los espíritus. Nuestro obrar, ahora lo veo, es posible que no siempre haya sido el más certero y haya estado plagado de errores. Somos personas, eso sí, machis, pero antes de todo eso, mapuches: ‘gente de la tierra’. Y por la tierra nos movimos y ella nos dio generosa las curas para los nuestros, también desasosiego y preguntas en cada vericueto. Pero a estas alturas, aún no sabría decirte qué son los wingkas, si son «gente de otra tierra» o de «otro mundo». Lo que sí sé es que no logramos entendernos. Mucho es el dolor y las pérdidas que sufrimos, no digo que ellos no penen lo suyo. Apenas si supimos o intentamos sujetar fuerte nuestra propia cordura, y que esto no te suene a disculpa, es la purita verdad. Qué sentido tiene trabajar con enfermedades del espíritu si con el nuestro andábamos a los ponchazos con dudas, incertezas y desatinos, peleándonos con nuestros propios dioses, recriminándoles el cruel destino… No deseo desanimarte, ni entristecerte con las cosas que habitan mi cabeza y que algún día espero barrer con escoba fina, antes de que la muerte me alcance. Quiero morirme con la casa limpia y a poder ser algo ordenada. La tristeza que me embarga es otra cosa; me acompaña desde siempre, es mi fiel compañera y estoy segura de que me seguirá hasta la tumba. Porque a la tumba quiero llevármela, enterrarla conmigo, para que no le dé un capricho y quiera pegarse a ti, que eres lo que más quiero y lo único que me queda en esta vida. Más o menos a la edad que tú tienes ahora podría decirse que empezó a escribirse mi historia, la que marcaría para siempre mi destino. Con el tiempo, irás comprendiendo que hay muchos pasajes de esta crónica, que son los mismos, aunque con personajes y escenarios distintos, de todo un linaje al que representamos. Los desencuentros y choques con los blancos son antiguos y no hay manera de ponerles fin o no supimos cómo hacerlo. Algo muy dentro me dice que es posible que haya quienes no quieran que nos entendamos y que podamos vivir en paz; una voz interior adolorida viene proclamando que tiempos oscuros se ciernen sobre nuestro pueblo. Ojalá algún día tú puedas vivir algo distinto. Tu bisabuela y yo intentamos, desde que naciste, enseñarte todo lo que sabemos. Cuando seas más mayorcito y yo tenga fuerzas suficientes, te contaré lo de tu madre. Los espíritus ya han decidido por ti, y a pesar tuyo, serás machi, como nosotras: tu bisabuela, yo misma y tu mamá, como toda la estirpe de curanderos que encarnamos. Te tocará transitar tiempos hostiles. Tal vez tengas oportunidad de acercarte y entender a los wingkas, llegados en sus botes grandes de palos con telas, y saber qué quieren en realidad. Nosotras siempre los rehuimos. Tu bisabuela los ha odiado y temido obligándonos a esquivarlos una y otra vez. Lo poco que sé me lo contó ella o me lo he figurado de los encuentros esporádicos que hemos tenido. Solo puedo decirte que siempre me dieron penita. Andan perdidos aquí en nuestra tierra, pero sobre todo de ellos mismos. Ocupan los territorios ancestrales mapuche y cuanto más avanzan, aumentando sus fortunas, apropiándose de la tierra —como si se pudiera ser dueño del cielo, las montañas o los bosques—, más se apartan de sí mismos y de la naturaleza que los acoge y tolera. Quizás tú, algún día, llegues a conocerlos y puedas ayudarlos; estás más cerca de ellos de lo que en realidad parece. Bueno, pues no quiero cansarte con los pensamientos de una mujer que ya empieza a sentirse cansada y vieja. Hice un juramento a tu madre y por encima de todo, mi querido Minchekewün, estás tú y el noble destino que estás llamado a continuar. Pero antes debes saber. No podrás escribir tu propia historia sin conocer las circunstancias del pasado que te han traído hasta aquí.

    1.

    Premoniciones

    El cielo era de un color rojo incontenible. Un mar embravecido de sangre no paraba de borbotear sobre mi cabeza. Nubarrones negros, grises y escarlata danzaban un extraño baile que no comprendía. Mi madre, a mi lado, no cesaba de cantar y tocar su kultrum. Me detuve un momento a observarla y decidí detener el tiempo. Era la única manera de entender o, al menos, acercarme a lo que podría estar pasando. Me levanté y empecé a girar sobre mis pies para ver atentamente, con el tiempo parado, en cada una de las siete direcciones. Porque son siete, me lo enseñó mi mamá, y cada una me trajo una imagen, un raro puzle que mi mente joven, aún de niña, tardó en componer.

    Arriba, una manta carmesí con dibujos ancestrales, tejida por las abuelas de los tiempos, me guarda.

    Abajo, del corazón de la montaña parten caminos en todas direcciones, son las venas de la vida.

    Miro mis pies, en el terreno del medio, pisan tierrita amarilla de puro sulfuro, de color brillante y vivo que cura.

    Al este, el volcán Copahue escupe chorros incandescentes que se elevan por el firmamento lamiendo las estrellas.

    Por el sur, se alza imponente la entrada de la cueva que nos da cobijo. Es una gran boca abierta del gigante que allí vive, custodio del volcán. Miro detenidamente y no me da miedo, es un refugio amplio y protector.

    A través de una cortina de ceniza gris y traslúcida puedo ver el agua grande, al oeste, o tal vez intuirla, vaya usted a saber.

    Un bosque de pehuén se aprieta, como fieles escuderos, en el norte. Son los protectores de nuestra tierra. Están llorando, no entienden por qué esos seres de piel del color de la niebla se empeñan en echarnos de al lado de nuestra madre; ¿acaso no se dan cuenta de que somos sus hijos, que nos llora y está sufriendo?

    —Keupumill, hija —escucho a mamá que me llama desde muy lejos, pero con esa suavidad reconfortante que acaricia—, debes volver, querida. Hace tiempo que el tambor dejó de tocar, es hora de que retornes, es aquí donde debes estar; no te pierdas —susurró preocupada.

    Me había ofrecido la bebida ritual, el chamico, y no sabía cómo podía actuar en el cuerpo de alguien todavía chico, como yo. Todo en nuestra vida se precipitaba, iba rápido. Yo, en medio, intentaba seguir el paso al destino y no perderme en algún recodo oscuro. Con mucho trabajo desanduve el camino, con un gran esfuerzo y los ojos bien apretados; no quería que se me escapara ningún detalle. Guardé cada una de las imágenes que las ánimas me habían enseñado como si fueran un tesoro. Seguro mi mamá, Mahuida, la valiente machi de la aldea del Bio Bio, la curandera de nuestra gente que habla con los espíritus, podría ayudarme. Me ilustró acerca de la importancia y la responsabilidad que estaba a punto de asumir. Éramos las guardianas del legado cultural de nuestro pueblo y las continuadoras de un largo linaje familiar que debíamos honrar. No fue su decisión, fueron los espíritus quienes lo dispusieron cuando papá plantó su semilla en su cuerpo. De todos sus hijos fui la elegida.

    Abrí los ojos, tumbada en la caverna miré hurgando el techo cada rincón, saliente y grieta, las sombras, el movimiento rítmico y envolvente de las que proyectaban las llamas del fuego que nos calentaba. No sé qué buscaba o esperaba encontrar; estaba y no estaba aún. Seguía sin comprender.

    —Ay, chica, ¿cómo estás? —Giré la cabeza, así acostadita nomás, y ahí estaba mi mamá mirando expectante, con ojos grandes de párpados caídos.

    —Estoy bien, madre, solo algo confusa. Paré el tiempo. Vi en todas las direcciones y los maestros me regalaron imágenes. Ayúdeme, pues no sé qué quieren decirme.

    —Nunca pensé, hija querida, que las circunstancias me llevarían a tener que asumir sola, en la montaña, esta ceremonia tan importante para nuestro pueblo. Pero los espíritus son tercos y así lo han querido. Cuéntame lo que viste.

    Mamá alisó su küpam, se recolocó su pectoral de plata, mientras los aros le bailaban con gracia en las orejas, con cada movimiento que hacía. Su piel oscura y lisa, tensada exageradamente, le confería un rictus severo, escondiendo a una mujer atemorizada, que se esforzaba por mantener ocultas en su interior sus debilidades e incertezas y que no fueran visibles o perceptibles por su joven hija, a la que intentaba proteger e infundirle valor. Un rastro de pena me recorrió las venas, apenas pudo traer unas pocas joyas y objetos ceremoniales en nuestra huida. Recubierta de una dignidad asombrosa, me parecía más grande; con su presencia llenaba la cueva y mi vida. Se acomodó la ikülla para cubrirse bien la espalda, se aferraba a ella con las dos manos, como si buscara su protección. Aún no estaba del todo fuerte y esa noche el frío implacable helaba hasta las entrañas. Estiró las piernas, sentada en la gruta, muy cerca de mí. Comenzó a poner ramas y hojas sagradas de coligüe y chakay para avivar el fuego. Las sombras de nuestras caras adoptaron formas raras mientras los cuerpos se calentaban.

    —Y bien pues —me apremió algo cansada.

    La ceremonia machiluwün, que me consagraría como nueva machi, había comenzado a la mañana. Mahuida era una mujer fuerte y obstinada. No teníamos un rewe sagrado para escalar y encontrar a los espíritus. Cortó una rama de foye de un bosque cercano. Esculpió unas hendiduras, a modo de escalones, con su hacha ceremonial de piedra afilada. Clavó la rama a mis pies. Ya teníamos el árbol sagrado con escaleras al cielo por donde iba a subir. Mamá no paró de tocar y cantar; ya era de noche. Me senté, le pedí agua y mientras cogía el odre observé el altar que había realizado con esmero el día anterior, lo colocó justo detrás de la rama que hacía de rewe; semillas, flores, piñones de pehuen, piedras mágicas de distintos colores y un cuenco con agua brillaban de pura sacralidad. Todo lo dispuso con un inmenso amor, revestido de un estudiado ceremonial. Por mi mente pasaron vertiginosas, como agua del Bio Bio, todas las enseñanzas a su lado desde que cumplí los siete años. Las recolecciones de plantas y semillas cuando había luna llena, lo que significaba que estaban en su máximo apogeo, y que hacíamos al alba o al atardecer. Los viajes a otros mundos, acompañada por su canto y su tambor ceremonial, para conocer el waj mapu y encontrar a los newen (espíritus de la naturaleza) o buscar a mis püjü (los guías y maestros de la otra realidad). Así fue como aprendí a detener el tiempo. Según mi mamá, una habilidad que heredé de mi tatarabuela, también machi como otras mujeres de mi familia, y que se perdía en la edad de las estrellas. Después de beber casi la mitad del agua del odre comencé mi relato, ordenándolo lo mejor que pude.

    —El rojo, madre, ¡el color rojo del cielo era puro fuego y vida!, «el manto sagrado» tejido por las abuelas con los hilos del tiempo será el faro que me guía y protege. Muchos caminos andaré en mi existencia por nuestra tierra y por otras que no conozco. «La gran madre» me proveerá de las curas que necesitaré para los enfermos. Me abriré paso hasta las estrellas y allí podré consultar con mis püjü y newen sobre cosas de este mundo y de las personas.

    »La montaña, que ahora es nuestra casa, nos cobija y así será siempre, incluso cuando ya no estemos aquí seguirá velando por nosotras. El agua grande habitará en mi corazón y será el refugio de mi llanto. Los espíritus protectores serán guardianes de nuestra cultura y nuestro pueblo, guiándome en cada esquina del viaje.

    Un reconfortante silencio, roto por el crepitar de las ramitas y las hojas que atizaban el fuego, llenó el ambiente de una cálida presencia.

    —Ay pues, chiquita, ya tú todo lo has dicho. Has entendido perfectamente —dijo solemne y complacida Mahuida.

    Pasé la noche inquieta, los espíritus no habían acabado su trabajo y fueron muchos los mensajes que me dieron en sueños. Al clarear el día me desperté rígida y con el cuerpo dolorido. Me restregué los ojos intentando quitar arenilla, un testigo molesto de una noche agitada. El aire fresco de la mañana se mezclaba con restos del humo de la noche, impidiéndome espabilar. Me obligué a ponerme en pie y fui a buscar leña de la pila que teníamos para avivar el fuego; no había necesidad de pasar frío. El invierno no pidió permiso y se presentó a cara descubierta, con toda su crudeza. Las laderas de la montaña se habían teñido en tonos que iban del amarillo al rojo, bosques abigarrados comenzaban a mostrar su piel desnuda. Los animales entraban en la estación del silencio y recogimiento, ralentizando su cuerpo y sus funciones, esforzándose por mantener la vida hasta la siguiente estación. La nieve tirana colonizaba espacios cada vez más amplios, cubriendo con su blancura el paisaje.

    Mamá aún dormía. Cogí de varios sacos arvejas, hierbas y frutos silvestres, los herví un ratito, agregué algo de quinoa, poca, porque ya casi no había. Preparé un caldo caliente para las dos, que nos calentara la barriga y el ánimo. Estaba ansiosa, tenía muchas cosas que contar. Mamá no despertaba. Una sombra de intranquilidad se cruzó por delante de mi rostro, se paseaba esquiva, no presagiaba nada bueno. Me acerqué, madre estaba dormida, la toqué, estaba fría. Me asusté. Intenté despertarla, comencé a hablarle y no me contestaba. Miré con detenimiento y entonces vi un charco de sangre a sus pies. Desesperada, la agarré por los hombros, le hablaba intentando moverla y que se despabilara. Nada, seguía inmóvil. Acerqué mi oído a su corazón, un murmullo débil se iba apagando. Un temor profundo me tenía bien agarrada, no era capaz de pensar. Lo único que se me ocurrió fue echar más leña al fuego para que tuviera suficiente calor. Después de unos momentos angustiosos, una fuerza interior iba dirigiendo con determinación los siguientes pasos. Tomé hojas de foye, las cocí y con mucho cuidado le fui dando el brebaje para intentar reanimarla. Con dificultad comenzó a despertar y farfullar palabras que no entendía.

    —Madre, madre, ¿qué le pasa?, ¿qué debo hacer? —la interrogaba desesperada.

    Lingue, lingue —repetía con apenas un hilo de voz, hasta que volvió a desmayarse.

    Rápidamente herví corteza de lingue y preparé una infusión cargada. Recordé casos de mujeres que, al igual que mamá, ahora no paraban de sangrar por donde nacen los niños, y ella les había dado esta medicina. Hacía dos lunas que me había hecho mujer y madre me había explicado lo que significaba. Pero esto no parecía el sangrado normal del ciclo, algo no iba bien. Había visto situaciones parecidas en mujeres preñadas de nuestra aldea, que al final perdieron a la criatura. No tenía la menor idea de si sería esto lo que le podría estar pasando a Mahuida. Los minutos corrían, me sentía nerviosa y asustada. Con mucho cuidado le cogí la cabeza en mi regazo y la incorporé como pude, le moví un poco las mejillas y la barbilla, apenas abrió los ojos, con esfuerzo le fui dando la tisana.

    Hacía una luna que nos habíamos

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