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El ángel caído del Tercer Reich y el judío victorioso
El ángel caído del Tercer Reich y el judío victorioso
El ángel caído del Tercer Reich y el judío victorioso
Libro electrónico794 páginas11 horas

El ángel caído del Tercer Reich y el judío victorioso

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Información de este libro electrónico

¿Conseguirá Barlstersmeiers escapar de sus enemigos para convertirse en un fugitivo del holocausto?

El coronel Eduard Castell es un joven barcelonés que emigra hasta la Alemania de 1941. Allí conocerá a Albert Müller, cuñado e íntimo amigo del Fürher. Ambos estrecharán «relaciones personales».

Los confabulados cómplices traman una cruel y devoradora tragedia contra Barlstersmeiers, chófer de Adolf Hitler. Viéndose envuelto en un mar de inhumanidades.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento22 jun 2019
ISBN9788417813826
El ángel caído del Tercer Reich y el judío victorioso
Autor

Carme Xancó

Nacida el 19 de abril del 68 en una villa costera del litoral marismeño, muy cerca de la ciudad condal (Barcelona), Carme Xancó fue colaboradora del periódico de renombre El Punt Diari. El ángel caído del tercer Reich y el judío victorioso es su primera novela, con la que la autora ansía deleitar al lector con su realismo mágico.

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    El ángel caído del Tercer Reich y el judío victorioso - Carme Xancó

    Prólogo

    Hubo un tiempo que de la tierra emergieron sapos y culebras, el telón de acero se abrió para el más cruel de los tiranos, moviendo los hilos ahorcadores de la humanidad. El globo terráqueo se tornó hostil y aterrador, quedando empapado y enturbiado por un color cobrizo intenso, de raza sanguinaria y feroz, de cuna aria. El mundo de los vivos quedó cubierto por una titánica e imponente masa humeante de pólvora, hasta oscurecer el planeta, desprendiendo un hedor insufrible de dolor y muerte. El 2 de septiembre de 1945 volvió a refulgir el sol naciente y el mal descendió, hundiéndose hasta las profundidades más bajas del inframundo, y los cielos se abrieron para abrazar a los últimos vivientes.

    Primera parte

    Veintitrés años después, y a principios de 1968, Marta, hija de Lizbeth Vergès Deusedes y Eduard Castells Baró, coronel de las Schtzstaffel, las conocidas como las SS, se encuentra postrada en su cama, maltratada por el dolor, rodeada por los suyos y acariciada por un sentimiento de ternura, por el hecho más apreciado y maravilloso que nos concede la vida. Hacía escasos minutos había nacido la séptima hija y adorada Arlet, hija de Joan Redolar Casal D’àguila y Marta Castells Vergès. Aseada y limpia por una comadrona eficiente, se la entrega a la madre dejándola encima de su corazón. El olor a ternura que desprende la recién nacida despierta el sentir más afable y protector de la madre, que la contemplaba emocionada y con melifluas lágrimas de alegría; tenía los ojos cerrados, al igual que sus manitas diminutas, el tronco encogido y los pies cruzados. Su temperatura corporal permanecía, manteniendo el calor de los adentros del vientre de la madre. Milika era la mujer de asistencia de aquel pueblo, un pueblo adyacente al litoral barcelonés. La anciana era la única en su trabajo como comadrona, así pues, todas las criaturas de aquel viejo lugar le debían agradecimiento por haber sido atendidas en su día por ella. La anciana de cabellos níveos y ojos negros calaba su mirada en las honduras de quien la observaba, haciéndole sentir como si un escáner estuviera absorbiéndole por dentro. Corría el rumor de que algunas de aquellas gentes del vecindario, y en tiempo pasado, acudieron a ella en busca de sus servicios, tras la desesperación por encontrar solución a sus males, molestias y complicaciones de toda índole. Milika, encantada, les ofrecía sus servicios, ajustándoles un interesado pero cómodo trueque. Los necesitados, tras aceptar su propuesta, ponían en marcha todo el beneficioso ritual que la anciana iniciaba, escondiendo sus artimañas tras aquella ambigua sonrisa, que no eran más que la acumulación de unos prodigiosos sortilegios. Milika, que aún se encontraba en la habitación con Marta y la recién nacida, de repente, soltó: «Esta niña no es como las otras. Esta trae una sonrisa de agradecimiento a la vida». La anciana abrió de par en par los portones de la gran terraza y señaló con su dedo índice la concordancia en que se relacionaban los estelares. Nuestra recién nacida ha llegado con el aluvión de estrellas. Los sinos del amor, salud y suerte, todos ellos, se ubicaban en la octava constelación de nuestro sistema solar. El destino decidió que todo en ella, en la recién nacida, sería perpetuo. Como lo era su belleza, su bondad y su encanto. Milika cerró de nuevo las portezuelas de la gran terraza y, sonriente, musitó para los presentes: «Estamos en el año 68, en el mes ocho, el día 8, a las ocho y ocho minutos de la mañana, un número conocido y reconocido como el número de lo infinito y la suerte».

    Las pitonisas, las magas y los magos vaticinaron un destino dorado y poderoso, pronosticándolo como el número de la sabiduría, la filosofía, la fortaleza, la profundidad y la contemplación. Todo esto era Arlet. Fue creciendo en una familia humilde, religiosa y muy trabajadora. Dentro de su infancia, nunca le faltó nada, y mucho menos material. Su padre Joan se desplomaba de sol a sol, día a día, para que ninguno de sus seres queridos sufriera el mal sabor que dan las menudencias de la vida. Aquella niña con carita angelical le recordaba la infancia que él nunca tuvo. Quiso sentir su infancia robada a través de sus hijos, haciéndoles caricias, mimándolos, consintiéndolos. Joan lloraba y reía con ellos igual que un niño jubiloso y desconsolado. Padre ejemplar, trabajador y honrado, llevaba consigo el don del amor hacia los suyos, un don que no pudo experimentar de niño, hundido en una precariedad consolidada por un progenitor adusto y el inicio de una guerra civil que lo marcó. Le robó la infancia y, con ella, la ilusión. Por una parte, se encontró de bruces con la severidad implacable del que fuera su patriarca y su mayor injusticia. Aceptando, por otra parte, que la suerte le dio la espalda, lo que fue su mayor detonante. Desde entonces, entendió que refugiarse en él era, sin duda, la mejor opción para cicatrizar las heridas que la guerra y el egoísmo de su progenitor dejaron marcadas en su corazón y en su mente. Entendió que solo con el amor podría ser feliz.

    Tuvo que luchar desde muy niño para conseguir que no les faltara comida a sus nueve hermanos y, principalmente, a su madre, Inocencia, que enfermó tras sufrir sus múltiples partos, padeciendo la pérdida de cuantos hijos le arrebató la pobreza extrema. Hijos del dolor y la tristeza. Pobreza y guerra. Dos hermanas implacables. Joan fue su tercer hijo, al que enseguida cristianizó. Querido por sus hermanos y adorado por su madre, por la que se sentía encumbradamente correspondido; tanto la adoraba que el amor que recibía de su madre se convirtió en varita mágica para transformarle aquel corazón sufriente y angustiado. Joan hizo de su madre una mujer fuerte y valiente como la que más, alejándola de desplantes y humillaciones de un esposo huraño y hostil. A Joan le caló muy adentro el desamor que recibió de su padre, creció con la exigencia y los golpes a latigazos que quedaron marcados en su aún delicada y sensitiva piel, pero desmarcados en su núcleo central; por cada golpe que recibía, más amor albergaba su corazón para con su madre y sus hermanos. Joan era la esperanza y el escudo. Su madre Inocencia siempre le decía: «Dios nos designa una misión y, por norma, esta la ignoramos. Debemos aprender a prestar atención a las señales, escuchando las profundidades de nuestro esencial entresijo, de nuestro corazón, el único órgano capaz de hacer florecer sentimientos e inquietudes para descubrir el tesoro de nuestra misión y cumplirla. Para ello, deberíamos ser capaces de enfrentarnos a las vibraciones más bajas y hostiles. La compasión y la humildad harán de puente para desvelar quiénes somos en realidad». Joan llevó consigo siempre estas palabras, evocadas por el amor de su madre, y, con el tiempo, las aplicó para con su esposa y sus hijos. Esa fue su misión, su camino: dar amor.

    Apenas sabía leer y escribir, no era hombre de letras ni instructor de docencias académicas. Pero sí era un hombre sabio y luchador. Luchaba como el estudiante lucha para entender sus lecciones teóricas, día tras día, sin abandonar ni por un solo instante la batalla que lo llevaría a su triunfo. Eso quería ser de mayor, puro amor, y a cambio de nada ser querido, obtener la nota más alta y, para cuando Dios quisiera, ser recordado por los que le pidieron y nada le ofrecieron; ese era su anhelo. Tiempo después, a sus cuarenta y tres años, el destino lo premió dándole su tesoro y su felicidad, que aumentaba con la buena nueva de Arlet y que, con circunspección, la contemplaba cada vez que asomaba, oteando desde lo alto de la cuna, a su infanta diminuta. Arlet era el corazón central de la familia y, especialmente, el juguete de sus seis hermanos. Tanto Marta como Joan conocían la felicidad, pero también conocían de cerca el sabor amargo y flagelador que en momentos puntuales les recordaba la vida. Con tan solo cuatro meses de existencia, sufrieron la pérdida de una niña, Isabel.

    Isabel se convirtió en ángel de la guarda y protección de los suyos, su muerte los azotó con dureza y sin piedad, robándoles todo sentido vital y esencial para vivir con armonía y felicidad. No entendían ni querían entender, porque creían que lo que les había dado la vida lo hizo de manera generosa, no para arrebatárselo después. Aquel fue un duelo desconsolado y afligido del que difícilmente pudieron salir. Lizbeth se sumergió en su dolor y, profundizando su preocupación, advirtió a su hija y a su yerno Joan: «Tenéis vuestra religión, que os ayudará espiritualmente, y el apoyo incondicional que os brinda la familia. Aun así, deberíais plantearos la opción de visitar a un facultativo». Tanto la religión como la familia son dos pilares esenciales para reformar la fractura mortífera que les dejó la ausencia de la pequeña Isabel, que los dejó inanimados, vegetativos ante el dolor sanguinolento, enturbiando las mentes dolientes. La familia fue el consuelo de ambos, encontrando en ellos la piedad. Marta se apoyó en su madre Lizbeth, que junto a otros familiares le dio todo su armazón y consuelo. Dolía solo de verla. Su alma divagaba por todas partes, parecía estar buscando con cierto abducís desesperante la pérdida de su tesoro. Se la veía claramente extenuada, con la consternación en su mirada, dejando los pelos como escarpias a quien la observaba. Claramente, y sin duda alguna, Marta había entrado en un estado profundo y evidenciado de coma. Solo con los que la querían sentía la fuerza, aunque su principal puntal fuese Joan, su marido, que, a duras penas, podía concentrarse en el trabajo, aunque esa fuese la única herramienta perfecta que le quedó para evadirse de su pena. Aquellos fueron tiempos de lágrimas, estas venían ácidas sulfuradas con un incesante sufrimiento traumático, como si de cuajo les hubiesen extirpado el corazón y desquebrajado el alma de todo denuedo y, con él, la propia vida. Una vida que se enlazó en sus cuerpos durante nueve largos meses para, luego, ser arrebatada.

    Empezaron a entender la pérdida de la recién nacida en el momento justo en que, hablando con Dios, les hizo entender que los hijos no son propiedad de nadie, de la misma manera que el creador te los concede también te puede despojar de ellos. Ambos ascendientes penados sabían que Dios sería justo con ellos, y en días venideros tendrían su recompensa. Así fue como sucedió, Dios habló y años más tarde nacieron dos pequeñas más, una de ellas era Arlet, la séptima y última hija. Dios les arrebató una hija; a cambio, les concedió seis hijos maravillosos y un ángel que se fue, del mundo finito al infinito eterno, para salvaguardarlos a todos y cada uno de sus hermanos, desde el cielo, contemplándolos y protegiéndolos con amor. Como también protegía a sus padres terrenales, extendiéndoles sus tupidas alas para arroparlos y darles calor y, con ello, les daba las gracias por dejarla ir con su creador.

    Desde entonces, Joan y Marta entendieron y aprendieron a admitir que no podían aferrarse a la existencia de los hijos, porque son vidas ajenas que no les pertenecían, ni tan solo la propia. Conscientes de ello, fue como volvieron a creer, volvieron a luchar y volvieron a amar; en definitiva, volvieron a la vida.

    Marta, complaciente y feliz, presenciaba y acariciaba la buena nueva que acababa de resurgir de sus entrañas hacía unas horas, tierna e indefensa, y que provenía del cielo para descender a la tierra, renaciendo una nueva felicidad. Y, a pesar de entender y aceptar la antañada tragedia, su mente seguía especulando. De una, Marta sintió que la vida y el amor son las mismas esencias vibratorias y que no podía ser que estas dos esencias tan mágicas y generosas, en un tiempo atrás, se desvanecieran de un plumazo, llevándose a su otra hija. Dios quiso recompensarlos de nuevo, viendo en ellos la buena voluntad de aceptar sus designios, así que se sentían agradecidos y complacientes por tal recompensa, aunque esta no hubiera sido de inmediato. La magia de la creación les hacía un regalo. Con un llanto de alegría y una sonrisa en los labios, abrazó con fuerza, pero con cautela, a la recién nacida tanto como pudo, recelosa por su apreciado tesoro. Su corazoncito ya latía en un mundo vano y cruel, pero también recibiría de él gratitudes y armonías. El tiempo pasaba sin piedad. Arlet crecía y lo hacía con una belleza excepcional. Después de haber pasado los tres primeros años con la madre, se iniciaba con este un proceso duro y comprometido.

    La madre apreció que Arlet debía relacionarse con otras gentes diminutas e ir a la guardería; tenía la edad para hacerlo. Por primera vez, madre e hija debían separarse. El hecho de la separación entre hija y madre fue doloroso, incluso algo trágico, aunque poco a poco Arlet se iba acostumbrando a sus idas y venidas, entre su espacio familiar y el centro didáctico, se acostumbró a sus compañeros, a la maestra, a todo su entorno escolar. Le encantaba aplastar la plastilina de colores, haciéndola rodar en lo alto de su mesita para construir figuritas que contemplaba con curiosidad y delicadeza mientras sus manitas, minúsculas e indefinidas, moldeaban sin parar, quedándose ensimismada por lo que habían hecho. Aquello era para ella muy importante, como lo era pintar, dibujar y todo un mundo desconocido de creación y aprendizaje al que se adaptó muy pronto. La madre la observaba desde la calidez y la inocencia que evocaba todo su ser, recordándole a menudo su infancia, no quería que su pequeña padeciera las incertidumbres y la angustia que ella vio en los suyos, tras una guerra civil colmada de hambrunas, frío, miedo, desconsuelo y mucho tormento. Con el pasar de los inviernos, llegó el otoño, la primavera y, cómo no, el encantador verano, del que los niños, y no tan niños, esperaban con impaciencia los momentos de júbilo, felices e inquietos como golondrinas. Marta fue una niña tímida y prudente, toda su niñez estaba reducida a las sombras de soledades y ausencias.

    Eduard Castells nació en 1921 en la localidad de La Pobla de Lillet, en la comarca del Berguedá. Dedicó su vida a la política. Era hijo de padre catalán y madre alemana, arraigado en una familia católica practicante y acomodada, educado desde la más estricta disciplina social y cultural. Desde bien niño, destacó por sus extraordinarias calificaciones, demostrando una brillante inteligencia. En 1939, se graduó en Filosofía Germánica y Romana; estudió en la Universidad de Heidelberg. Aunque su mayor aspiración fuera obtener la graduación de Letras, la política eclipsó por completo sus aspiraciones como escritor y periodista, dándose cuenta de cómo iban derivando sus puntos de vista de argumentaciones hacia planteamientos políticos, interesándose por el nacionalsocialismo.

    En 1940, ingresó en el partido nazi. Pocos años después, ascendió hacia la cúpula del poder, en 1942. Fue nombrado líder de zona el Gauleiter de Berlín, dando muestras de sus habilidades. Eduard fue un provocativo y un elocuente orador, ganándose así sus más fieles admiradores, de entre los que más tarde saldrían sus colaboradores. Con la llegada de Hitler, Castells fue de nuevo nombrado ministro de Ilustración popular y propagandista, tratando de ganarse a la sociedad alemana a favor del partido nazi. Durante la Segunda Guerra Mundial, mantuvo con fiel firmeza la moral del ejército y el pueblo alemán.

    Castells admitió todas las atrocidades cometidas por el régimen, en este sentido se convirtió en uno de los acérrimos defensores de los puntos de vista de Adolf Hitler y sus coagentes. La trayectoria de la guerra fue definitiva, yendo a favor del Reich, que acentuó su fanatismo ante la inminente caída de Berlín. Sirvió durante años como coronel de las Schtzstaffel.

    Castells fue trasladado años después hacia su tierra natal, manteniéndose en su mismo rango de coronel, además de encargado supervisor de la organización Werwolf. El general Müller fue quien consiguió el traslado tal y como Castells se lo solicitó. El traslado fue debidamente donado, puesto que había una plaza vacante como dirigente en la BPS de Barcelona —Brigada Policial Secreta— y colaboradores de los nazis.

    A la hija del coronel le encantaban los veranos porque tenía más tiempo para jugar y compartir ratos con amiguitas que venían de otros lugares del mundo a veranear en su pueblo, volviéndose a reencontrar cada vez que llegaba aquella magnífica estación del año, jubilosa y desbordante de luz, con el aroma a flor emergiéndoles en la piel por la misma ilusión manifiesta, como si san Nicolás las visitara a temperaturas elevadas por el calor solar del momento, mezclándose con el olor marítimo que ofrecía la costa mediterránea. Todo un sueño. Marta fue una niña tímida y dócil por la rectitud y normas que su padre le imponía a la velocidad que disciplinaba la sociedad del momento. Tras el traslado a Barcelona, Lizbeth le habló sobre el franquismo, enseñándole que fue el «principio adoctrinado en el fascismo, que proyectó una guerra civil», que luego imperó la dictadura y, más tarde, la transición. Una etapa dura y difícil. Por aquel entonces, la sociedad se encontraba sumergida en un círculo cerrado de mentalidades y expresiones, vetándolo todo, y en especial la cultura, la literatura, la lengua y la ideología progresista, quedando impunes y sin amnistía. Lizbeth le contó a su hija que la «guerra» había terminado, pero, con continuidad abusiva y despiadada, resistiéndose a un final certero que les diera la paz perpetuada, seguía existiendo un «control» fascista y manipulador, las imposiciones seguían conservándose patentes. El vestigio de identidad que les dejó la guerra a aquellas gentes de mediados del siglo XX fue sinónimo de esclavismo, sufriendo lo indescriptible en su madre tierra, siendo ciudadanos servidores de ella y dejándolos aún en su cautiverio opresor, guerra impositora de derechos humanos, una injusticia que no dejaba vivir, desolándolo todo y extendida por todas partes, impartiendo temores en medio de la calle, en las casas, en las escuelas, en los comercios y en las miradas risueñas y tenebrosas. Era el nuevo lenguaje horripilante que aprendió aquella generación como medio de comunicación, una comunicación hecha a medida y cautelosa.

    Tras la buena nueva, aquel fue el primer verano que la familia fue de vacaciones; cortas, sí, pero vacaciones. Realizarlas fue todo un lujo. Cuando Joan le contó a su esposa que se iban de vacaciones, Marta parecía no creérselo, era como si todo su universo se abriera tendiéndole la mano para recibir un regalo que sabría apreciar. Por supuesto, Joan decidió ir en busca de la Cataluña norte, ir subiendo hasta la confluencia al sur de Francia e ir a visitar a sus cuñados. Días más tarde, iniciaron su viaje, allí se encontraron con un hermano y una hermana de Marta. Aquel verano el reencuentro de los tres hermanos fue especialmente emotivo. Hacía muchos años que no se veían. Sus respectivos hijos les reflejaban que el tiempo pasaba y este no perdonaba.

    Con los años, la familia crecía. Tanto a Marta como a sus hermanos lo que más les angustiaba era pensar por un solo instante en no conocer a sus recién llegados todavía indefinidos, como también les daba pavor no reconocer a los que ya no eran tan recién llegados y que, con el madurar del tiempo, distaban de la última vez que los vieron. Por supuesto, seguían reconociendo los semblantes de sus descendientes sobrinos, ya crecidos; aun así, les parecía ver nuevos intrusos. Obviamente, ver no era conocer propiamente las virtudes y defectos del individuo. La familia simbolizaba el origen de todo principio, el espiral vertebrador, la raíz fortalecida por las generaciones vividas, con desconciertos y anhelos, con alegrías y tristezas, con un principio y un final. La vida y la muerte, pero siempre de cara a la esperanza, de donde fluye el amor. Aquel año estaba la pequeña y encantadora Arlet por conocer. Primitos y tíos, embelesados todos, observaban los movimientos nuevos y tiernos de la criatura; las expresiones encantadoras que exponía quedaban perpetuadas en aquellos corazones dolidos por las injusticias propias de la Segunda Guerra Mundial. Tanto Marta como sus dos hermanos tuvieron una infancia opulenta y acomodada; aun así, siempre se veían tristes, extinguidos. Los inocentes ojos de José, Teresa y Marta pudieron descubrir la extrema pobreza que se vivió por las angostas calles de la antigua Alemania nazi, quedándoles cincelada en su memoria la indigencia que sufrieron los demás infantes. Estos niños, los otros, vivieron el beligerante conflicto que, marcándolos por el resto de sus vidas, los golpeó con dureza y conciencia cósmica. Una vez más, el despotismo no tuvo miramientos, fue contundente.

    Algunos pedían limosna arrastrándose por el suelo, pues les faltaba una o ambas piernas para sostenerse en ellas; no obstante, estos grandes guerreros se enfrentaban a sus traumas, con la dureza encarada a las inherentes inclemencias de los humanos. Aquella fue la generación de la orfandad y la tristeza más profunda. Los acompañaba su única esperanza, se llamaba soledad, lo único que les quedó, soledad.

    La magia de la niñez descubrió a los tres hermanos mirando desde las alturas. Conversaban tranquilamente en la azotea, desde donde podían ver jugar a sus niños y, con ellos, recordaban las suyas propias, infancias que fueron del todo inolvidables y que ahora se encontraban ancladas en el pasado. Marta y sus hermanos llenaban los días conversando, practicando reconfortantes paseos, zambulléndose en las profundidades más remotas de la mente y abstrayéndose del renacimiento conducido por la añoranza del pasado, pero también viviendo el presente; esto suponía fijar metas e ilusiones, aspiraciones para sus hijos y enterrar, con la polvareda del camino, ese pasado triste y ambiguo que vivieron Marta y sus hermanos a muy corta edad. Sus largas charlas los unían más y, sin saber muy bien lo que les ocurría, sentían en todo su entorno exterior la felicidad por tenerse unos a otros. El regusto de la nostalgia en sus corazones se adentró en cada uno de ellos, dejándoles un hundimiento como una fosa. No había más antídoto que prolongar sus paseos y charlas para distraer la mente de horripilantes recuerdos, cuchufletas y chilindrinas, era todo cuanto los acompañaba. Pasaron quince días bien distraídos, aceptando que la realidad se les acercaba con la vuelta a casa; el trabajo, la escuela, las obligaciones de la vida cotidiana mandaban.

    Los tres hermanos se hallaban en el porche de la gran mansión de José contemplando la brillante escena celestial de aquella noche maravillosa que el universo les regalaba, con el sonreír del claro lunar por encima de sus cabezas anunciándoles noche abierta. La noche anterior, al regreso de sus vacaciones, los tres consanguíneos confidenciaban, se hacían promesas para volver a reencontrarse lo antes posible, pero esto era tal vez disposición de la misma Providencia. Si dependiera de ellos, no se irían jamás, seguirían juntos ayudándose y apoyándose, compartiendo todo ese amor filial, entrelazándose un vaho transmisor, impregnado de amor y consuelo entre ellos, que transportaron en sus almas vibrantes de ausencias y que, pese a lo que lo necesitaban, nunca habían podido darse. Mirándose a los ojos, los tres hermanos coincidieron y entendieron que quizás no se verían más; ya eran muy mayores y la edad no perdonaba las insurrecciones del tiempo pretérito, había que aprovechar ese tiempo tan preciado y maravilloso. El tiempo transcurría. El anhelo de la infancia los atrapó para quedarse entre sus manos, para así hacerla perennes a sus vidas. Esta la percibían débil y escurridiza, se colaba muy deprisa, no había tiempo que perder: el reloj de la vida les marcaba en la conciencia la canción de cuna, recordándoles que ya había transcurrido su tiempo, horas pasadas e irrecuperables, durmientes en sus mentes agotadas y caducas; propietarios de surcos en sus cuerpos cansados y arrugados, el tiempo empezaba a delatarles que tenían una edad, debían aprender, adaptarse a las circunstancias y aceptar los hechos. Los grandes cada vez eran más grandes y los pequeños ya no lo eran tanto, incluso a Arlet se le notaba un ligero estirón.

    Con el final del verano, concluía una etapa para empezar otra bien distinta. Uniformes, carteras, lápices, libros, libretas y un montón de utensilios eran todos los complementos útiles para la vuelta al colegio, y con él volvía el invierno. Tanto las niñas como los dos niños iban a escuelas religiosas; Marta y Joan querían que sus hijos crecieran y vivieran con unos principios morales y éticos para el desarrollo de una ideología propia. Encaminándolos hacia la luz espiritual y con corrección humana, preparaban a sus hijos para la vida adulta de una manera madura, entendiendo el perdón y la remisión desde el corazón, y con ilusión y responsabilidad al trabajo, enseñándoles a distinguir el realismo desde pequeños —sabían que no había recompensa sin esfuerzo—, preparándolos para que estuvieran al alcance de sus potenciales. Ya de vuelta a Barcelona, notaban cómo las noches empezaban a refrescar y cómo la humedad del viejo mar Mediterráneo iba apoderándose de todo el litoral. Los días iban acortándose cada vez más y más. Quince días después de su llegada, un imprevisible suceso los alarmó con cierto sobresalto.

    Todos yacían en la cama descansando, menos Marta, que como de costumbre trajinaba por la casa. De repente, un llanto irrumpió en medio del silencio, un silencio sepulcral que hizo que Marta se alarmara de manera espantosa. ¡La niña no estaba! Por unos minutos, se quedó sin aliento, todo su cuerpo temblaba y hasta le costaba respirar con normalidad. Recuerda haber acostado a la niña en su cama. El mueble era de estilo inglés, las tarimas eran bajas, casi tocando el suelo, la niña ya andaba, así que debió hacer un pequeño esfuerzo para abandonar el lecho y tocar suelo. Se condujo al gateo hasta la recámara continua, era la biblioteca de la casa, una estancia muy acogedora con las paredes revestidas de madera y el suelo enmoquetado, todo su conjunto le daba un cariz soñador. A la niña parecía que le atraía el olor a sapiencia ilustrada y a conocimiento. En la misma estancia había una mesa despacho de madera noble, perteneciente a la alta alcurnia, Joan la utilizaba a menudo para trabajar y llevar las cuentas de la casa. Arlet se hallaba sentada en el suelo, justo detrás del sillón donde su padre pasaba largas horas leyendo la prensa o fumando un buen Montecristo para relajarse después de terminar una jornada intensa y dura. El hombre necesitaba esos momentos que le regalaba la vida como agua de mayo. Por fin, y después de mucho padecer, Marta encontró a su niña con una sonrisa en los labios y con un tono burlón, el cual, ante el desconsuelo, le pareció algo amenazador.

    Arlet crecía y crecía; la madre lo veía con cierta alegría y esta la acompañaba con esperanza. Para Marta, esa noche representó un antes y un después, pues le hizo ver que muchos de los miedos y recelos propios de una madre deberían quedar sepultados. La alarmante situación le hizo entender que el miedo es banal e infundado, pues provoca una suma de angustia y tormento hostigador, instaurándose en las mentes más débiles e indefensas de los humanos más vulnerables, enganchándose como una losa que dificulta el entendimiento y la capacidad más útil. Para Marta empezaba, pues, el principio de una resta, quería sumar y autoconfirmarse que se puede vivir sin temeridades para conseguir la meta más alta de la cima.

    Marta empezó a relajarse cuando Arlet emprendió su primer año en primaria. Iba a la escuela contenta y feliz, le gustaba ir a la escuela porque le gustaba aprender a trazar las líneas para definir las letras en su cuaderno de Campanillas. Como quien traza las líneas de un dibujo encadenado, dándole forma, estilo y sentido, aprendió a unir las letras, a entonarlas, asombrada iba tejiendo los grafemas entre ellas, descubriendo las palabras para armonizar el cuaderno y expresar así todo su mundo inocente. Arlet resultó ser una niña polifacética, todo lo que tocaban sus manos inexpertas e indeterminadas acababa siendo una especie de arte mágico. Colorear era una de sus muchas aficiones. Para Arlet, los colores tenían vida propia. Coloreaba con sus lápices Caran d’Ache, mojándolos para convertirlos en pinceles de acuarelas; la divertía chapotear aquellos utensilios largos y delgaduchos para descubrir un mundo nuevo de colores, de variopintos matices y tonalidades, mezclándolos entre sí y dándole un nuevo tono, asombrándose después de su resultado, jugando con ellos para adivinar el resultado de otras gradaciones. Le entusiasmaba ironizar en el estampado de sus dibujos, observando en ellos formas inverosímiles y abstractas, inventando representaciones geométricas que acababan siendo propias de la realidad. Todo su interior de dulzura escenificado en aquel sencillo papel de esperanza, diseminado en la misma luz que un arco iris. Los maestros y familiares quedaban atrapados ante aquellos fascinantes esbozos que, cuanto más los mirabas, más parecía que los dibujara para los corazones más pobres, sobresaliendo de un mundo imaginario.

    El docente claustro se acercaba a ella para valorar y aprobar su trabajo, fuese cual fuese, a lo que ella siempre respondía con una sonrisa, arqueando los labios de oreja a oreja. Esa era Arlet. Una niña de siete años incansable. La escuela era el punto de encuentro para aprender, pero también para divertirse. Jugaba con todas las niñas sin importarle la edad, solo le interesaba la amistad que le pudieran ofrecer. Las entendía y las recibía abrazándose con fraternidad. Compartir era para Arlet lo más importante. Aprendió a ser una gran compañera y una gran amiga, participaba en los juegos y ayudaba a sus compañeras a realizar las tareas más arduas encomendadas por una profesora exigente. La niña, a menudo, cuestionaba preguntas incontestables a la profesora, poniéndola en evidencia ante los demás alumnos. La pedagoga admitía asombrada su ignorancia transversal, escapándose el ingenio y la cordura. Le gustaba todo. Leer, dibujar, pintar, crear manualidades, confidenciar con sus amistades y, por supuesto, jugar. Pero lo que más le gustaba, aquello por lo que Arlet moriría, era escribir.

    A los nueve años le sobrevino una larga y grave enfermedad; era insufrible y agonizante como una pesadilla. Le diagnosticaron una pulmonía severa. Obviamente, desconocía por completo la gravedad de lo que le ocurría, tuvo que enfrentarse a ella luchando día a día. Marta no se despegaba de su lado ni un solo instante; con tristeza, observaba el rostro candente de su pequeña Arlet, una incandescencia provocada por las altas temperaturas febriles, que le provocaban episodios convulsivos, agitándole todo el cuerpo, convirtiéndola en un volcán en erupción, expulsando ígnea que la abrasaba por dentro, dejándola extenuada, padeciendo incontrolados temblores por el delirante frío que sentía su cuerpo, cubierto en mantas a pleno verano. En silencio, sufría los ataques de las expectoraciones irritantes y secas que le provocaban náuseas y fuertes dolores pulmonares, sustrayéndole el aire necesario para vivir. Marta le hablaba a menudo, le contaba lo mucho que la quería y lo mucho que necesitaba que permaneciera a su lado. Quería verla crecer, quería volver a sentir sus llantos y sus risas, verla de nuevo con el lápiz en la mano escribiendo, quería volver a verla sana como aquellas niñas de su misma edad que frecuentaban la casa, insistentes, para verla y jugar con ella. La madre se comunicaba con su hija sin casi necesidad de hablar, le bastaba mirar a su pequeña para entender sus inquietudes y desvelos. Arlet quería volver a la escuela, mientras la madre, con los ojos negados, le hacía entender que escogía la pérdida de mil años de escuela a la pérdida de su propia hija. «¡Esta vez no!», gritó Marta con desesperación, mientras apretaba con fuerza entre su pecho la cruz del Salvador y alzaba su suplicante mirada hacia los altares. Esta vez no estaba dispuesta a pasar por el amargo dolor del duelo. En sus horas libres, Marta oraba en silencio en su alcoba y con especial devoción a Dios, a su Madre y a todos los ángeles, les imploraba que no se llevaran a su pequeña de nueve años, y, a la vez, les rogaba que la perdonaran por requerir algo que, desde sus creencias y su fe, ya había entendido. Sus ruegos hacían que se sintiera vanidosa. Con la falta de humildad, la conciencia se encargaba de recordarle a cada instante, que ejercía impulsada sobre la desesperación, el recuerdo vago de su primera hija fallecida hacía años. La enfermedad de Arlet hizo que Marta volviera a revivir con intenso dolor la pérdida de su otra hija, Isabel. Consciente de ello, se puso a sopesar la dureza del duelo que tuvo que pasar al ser las dos hijas suyas. Isabel se fue siendo aún un ángel. Arlet, en cambio, había vivido al lado de su madre durante nueve años, compartiendo con ella una existencia imborrable y que, seguramente, agudizaría el duelo que no estaba dispuesta a volver a pasar. No podía soportar las supuestas y constantes visitas de pequeñas personalidades y amistades de su hija, viniendo en busca de Arlet para jugar o hacer las tareas encomendadas por la maestra. Para Marta todo su cuerpo moría en el mismo instante que en su mente se le colaba una estúpida imaginación, sin poder resistir invadir de lágrimas su espacio. Un espacio lleno de curiosidades, pero también de intimidades. Su mente admite que sería incapaz de tocar sus pertenencias, de ver, figurándose verla de nuevo, tocarla, sintiendo y oliendo la esencia de todo lo que le perteneció un día, desde su cepillo de dientes, sus ropas, sus juguetes, sus muñecas preferidas y, por supuesto, su cuadernillo de Campanillas, al que cuidaba con admiración y consideración, y sus colores Caran d’Ache. Sus fotografías atrapadas en el tiempo le recordaban cada cumpleaños celebrado con emoción y alegría, para la que no tendría continuidad, sin poder atravesar su morada por sentir su fragancia y su vibración, dejándola impregnada de su esencia a la que le faltaría el oxígeno. No. Esta vez no podría soportarlo.

    Marta hablaba con dulzura a su hija Arlet. Esta escuchaba a su madre con la misma atención y ternura que la inspeccionaba; sentir a su madre a su lado la volvía impávida. Hablaba con lentitud. Su voz rota y débil hacía que se viera más indefensa. Tenía los ojos llorosos y apagados y una mirada inexpresiva, pálida como la cera, demacrada por dentro y por fuera. Apenas podía comer por su estado marchito y casi deshabitado. Su torso quedó golpeado por las medicinas que recibía. A pesar de ello, Dios volvió a escuchar a Marta con sus deprecaciones y clemencias; pocos meses después, vio como aquel cuerpecito indefenso y fúnebre sanaba, retornándole así a su pequeña Arlet. Marta, con lágrimas de gratitud en los ojos, levantó la mirada hacia Jesucristo clavado en la cruz y, devolviéndole la mirada, le sonrió.

    A los veintiún años decidió que ya era una mujer adulta, así que podía decidir por sí sola, y decidió viajar. Quería conocer mundo, nuevos lugares, nuevas costumbres. Empezó por las Islas Baleares. Sus abuelos tenían una pequeña casita que compraron como segunda residencia, situada junto al puerto de Mahón. Gozaba de unas vistas extensiblemente impresionantes. Los padres no estaban de acuerdo con aquella emancipación repentina y precoz, pero ella, terca, quería ir. Siempre decía que las personas nacen con un libro en blanco bajo el brazo y cada uno es responsable de escribirlo; así pues, ella no sería menos, quería escribir su propio libro. Su madre siempre le había dicho que sus padres tenían muy buenos recuerdos de Menorca, donde hicieron muy buenos amigos, turistas veraneantes, todos provenientes de la Europa Central, gente de los años sesenta y setenta, en busca de los rayos del sol, querían tostar sus pieles nórdicas y pasar los días como Sodoma y Gomorra. El clima era excepcional y su gastronomía ofrecía todo tipo de variaciones culinarias. Los abuelos siempre le contaron que en la isla hicieron grandes amistades de Holanda, Francia y, sobre todo, Alemania. Arlet pensó que, con un poco de suerte, quizás podría encontrarse con una tal Margaret Brouwer, que, al parecer, fue gran amiga de su abuela —era la única de la que recuerda haber oído hablar en alguna ocasión— y que quizás conservaría su residencia anual en la isla. Margaret decidió quedarse cuando se separó de su segundo esposo. Por aquel entonces, Margaret Brouwer visitaba muy a menudo a Lizbeth. Arlet recordó cómo su abuela le contó, en más de una ocasión, los largos y relajantes paseos que daban por los jardines públicos o por el mismísimo puerto de la ciudad de Mahón mientras tomaban un par de tazas de té en cualquiera de aquellas emblemáticas cantinas, además de jugar al bridge y charlar hasta caer el día. La joven soñaba con encontrarse con alguno de esos amigos que tanto apreciaron a Lizbeth y a Castells y poder visitar juntos la ciudad, pues debían conocerla como la palma de la mano. Eso sería ideal. La joven Arlet enseguida se quitó aquel absurdo pensamiento de la cabeza.

    Pasadas unas semanas, por una extraña razón, el corazón de Arlet galopaba con firmeza en busca de la verdad, sabiendo de antemano que la encontraría en tierra balear, así que se dejó guiar por el único órgano sapiente e impresionable, pidiéndole a Dios que aquel hombre se encontrara en la isla. Finalmente, Arlet compró un billete de avión y se fue rumbo hacia las islas. En diez minutos se plantó en el aeropuerto de Menorca; a su llegada, sobre las tres de la tarde, hizo una llamada desde su móvil, tal como le prometió a su madre que haría nada más llegar. Mientras andaba hacia la salida del aeropuerto, una bocanada de aire tibio la violentó. Enseguida levantó la mano como reclamo para alertar un taxi que la llevaría a su destino, el que desde aquel momento sería su primer y nuevo hogar. A su llegada a la casa, la vecina de al lado se quedó mirándola con curiosidad ajena, la joven se dio cuenta y se apresuró a entrar. Por fin pudo descansar de las pesadas maletas, bolsas y otros utensilios que llevaba cargando, se deshizo de ellos tirándolos en medio de la entrada. Subió a la parte de arriba donde se encontraban las habitaciones, pensó que un buen baño la dejaría como nueva, relajada, sería la mejor opción para seguir luego con el itinerario que se había propuesto hacer. Limpia y lista, salió de casa con el propósito de conocer a fondo aquella ciudad rodeada por un sol justiciero y una cósmica balsa de agua salina, aunque, en su interior, no era más que como todas las ciudades del mundo, ciudad de ladrillo donde todo se compra y se vende y todo trabajador se apresura a sus quehaceres con el despuntar del día, viendo a los maleantes paseando al son de sus antojos, sin escrúpulos ni vergüenzas.

    A la joven se le iluminó el rostro por completo al ver un mercadillo de encantos, lleno de luz, magia y colores. Se acercó y observo cómo un grupo de chicos hacían collares, brazaletes, pendientes y un montón de bisutería creativa y que en aquel rincón de mundo era costumbre ver. Los extranjeros se paseaban arriba y abajo con las típicas ensaimadas mallorquinas de todos los tamaños y una miscelánea de paños de vestir de varios colores y tejidos que colgaban de los tenderetes. La multitud se veía contenta, feliz en cada esquina; en cada calle, en cada plaza, encontraba una concentración de gentío festejando días cálidos y noches cándidas tan únicas como encantadoras, y con toda su energía notaba cómo el aura se elevaba del suelo y la envolvía, veía la isla encantada, apreciando en el ambiente unas tonalidades diseminadas de embrujo, contrarias a la península, solapando todos sus movimientos que la propia naturaleza ofrecía, motrices y de pensamientos para quien la visitaba, haciendo que el día a día lo viviera de manera distinta.

    Arlet estaba más refulgente que nunca, se acercó a una de las paradas de buhonería con la intención de comprar un collar de plata, colgados de los hilos que aguantaban el mismo tenderete. Todos ellos eran preciosos minerales pujantes y poderosos. La joven extrovertida acabó amigándose con aquellos comerciantes artesanos que eran de su misma edad, observaba con cierta devoción cómo labraban aquellas piezas únicas, diseñadas por su puro ingenio, doblando los alambres dorados para acabar siendo un bonito colgante o un asombroso anillo. La joven, siempre dispuesta a ayudar, veía cómo llevaban la magia en sus manos. Aquello le hacía recordar sus inicios en la escuela, como cuando jugaba a hacer figuritas de colores con su plastilina. Era como vivir una aventura, su aventura. De repente, su rostro se nubló: su mente le recordó el motivo de su llegada a la ciudad. Aunque aquella hazaña la empezaría a vivir justo en el momento en que se encontrase con la persona que estaba buscando, esperando que el azar estuviera a su lado. Aún parece sentir los chillidos de su abuela en el epicentro de sus tímpanos, voceando el nombre de la discordia. No era tarea fácil buscar a alguien sin señas ni referencias, no lo había visto jamás en su vida, solo sabía de su apellido, recordando cómo sus abuelos maldijeron aquel hombre de apellido alemán, con despectivo aborrecimiento. Recordó por un instante a su abuela Lizbeth contándole con generosidad confidencias del pasado. Sin embargo, la joven, por más que se esforzara, no recordaba en ningún momento haberle oído hablar sobre un antiguo amor alemán de nombre Clements, lo que sí recordaba era cómo se estremecía su abuela hablando del pasado, cómo sentía una opresión en el pecho que la sojuzgaba y la avasallaba, sin dejar que su pasado se deslizara hacia corrientes contrarias; se esforzaba para recuperar el aire que le faltaba para respirar libremente, necesitaba desahogarse para no ahogarse, sacando todo el aire acumulado en los pulmones. Cada vez que la anciana le confesaba a su nieta ciertas inquietudes, esta sentía un dolor intenso en el alma y unas lágrimas se le escapaban para aliviar la inmensa pena que arrastraba sin piedad hacia sus adentros. Indudablemente, guardaba secretos inconfesables que Arlet quería averiguar con aquella destreza propia que los lozanos llevan consigo, su espíritu juvenil, que alcanzaba al más puro misterio. Necesitaba aliviar aquella pena tormentosa que sufría su abuela, aunque veía con cierta temeridad que aquello podría convertirse en una especie de callejón sin salida, del cual ya no podría echarse hacia atrás. No le gustaba perder el tiempo, como tampoco le gustaba condescender a sus aspiraciones; de pronto, se detuvo un instante atendiendo a la oración que tantas veces le coreaba su abuela. Sabía que la curiosidad mató al gato; sin embargo, Arlet perseveró en aventurarse y averiguar el oscuro pasado de sus ancestros. De lo contrario, siempre le quedaría la duda que deja con el tiempo el gusanito de la curiosidad, y eso sería aún peor. Debía tomar cuanto antes una prudente decisión sobre el asunto. Su mente incansable aún recuerda cómo sus abuelos discutieron y se hicieron reproches, ambos vociferaron con un cierto tono amenazador. Recuerda aquella mañana soleada y resplandeciente, recuerda que unas voces tormentosas la despertaron, agitándola por completo; asustada, empezó a oír todo cuanto sus abuelos se reprocharon. Por aquel entonces, Arlet era aún una adolescente de dieciséis años; se sintió algo asustada y aturdida por el hosco y dañino momento, sin salir de su asombro. Se acordó del espejo que tenía en su habitación, se acercó a él para comprobar que no se trataba de una horrible pesadilla, descartando toda posibilidad de que fuera un mal sueño. Para ello, se pellizcó en la mano con la esperanza de sentir el contacto vivo. Toda aquella situación le pareció abominable; el agonizante litigio fue, cuando menos, extraño. La riña provenía de la habitación de sus abuelos, sus apéndices orejuelas no daban crédito a todos aquellos improperios. La nieta, dolida, siempre los tuvo por personas que ella tenía en especial estima. Sus abuelos siempre habían sido personas calmadas, rectas, humildes y, sobre todo, religiosos; un ejemplo para cuantos los conocían y para sus descendientes. Los amaba con locura y le dolía en el alma aquella nefasta situación.

    Paradójicamente, a ella le habían enseñado a llevar una vida digna. Lo aprendió después de que sus ancestros invirtieran sus vidas a base de repeticiones de moralidad y ética, y que, durante toda la infancia y adolescencia, Arlet, bondadosamente, aceptara con gusto. Le repitieron una y otra vez que el mejor galardón, la mayor de todas las condecoraciones y distinciones en la vida, era la dignidad para poder levantar la mirada y mirar a los ojos de la gente sin arrebatar nada a nadie ni humillarse por nada ni nadie y, con ello, entregarse al mismo universo. Solo así sería feliz, llevando la verdad reseñada en la cara. Un pensamiento fortuito la alentó al recordar la insistencia sobre la moralidad que, sin cesar, le tararearon durante años sobre la conciencia íntegra y de lealtad, y a la vez la entristeció, al descubrir la paradoja irónica. De repente, le vino a la memoria aquel pasaje bíblico que tanto se estila en la gente de todas las culturas, preguntándose: «¿Por qué se tiende a sacar la paja del ojo ajeno cuando ellos llevan una viga clavada en su ojo derecho y no la saben ver? ¿De qué les sirvió tanto empeño por dar lecciones de moralidades paganas e inútiles a sus semejantes, teniendo ellos deberes pendientes?». La joven recuerda cómo sus abuelos, con tanta insidia, se comunicaron sus anhelos, sentimientos y secretos; fue entonces cuando Arlet empezó a recelar, despertando del encantamiento que la tenía sometida. Su atención sobre ellos ya no era la misma. Tenían mucho que esconder y nada que enseñar. Con el tiempo, estuvo observando y analizando con cordura toda la acérrima discusión que mantuvieron sus abuelos; finalmente, aceptó que, en ningún momento, vio un cierto respeto por aceptar cada cual su responsabilidad en todo aquel asunto y la intención de detenerse; más bien al contrario, se encaramaron para intensificar una espeluznante iniquidad, haciendo de sus posiciones un suceso ininteligible.

    Así, retrocedió a su habitación, donde se refugió un buen rato para digerir lo que solo hacía unos minutos había oído. Sin querer oír nada más, cerró la puerta de su habitación y, con el corazón en la mano, rompió a llorar. Las voces seguían traspasando las paredes para retumbar en los oídos de la joven Arlet: los dos ancianos continuaban flagelándose el alma. Hablaban en alemán para que nadie los entendiera. Era evidente el tormento retorcido del recuerdo de alguien que hacía que sus personalidades se transformasen, dejando de ser aparentemente dóciles y honestos. Castells anunciaba, en tono peyorativo y con mucha inquina, el nombre de Barsltersmeiers, nombrando a la vez las Schutzstaffel —protección de escuadra—, con clara referencia a un cuerpo militar de la Alemania nazi de Adolf Hitler, mientras que la abuela Lizbeth lo hacía en actitud contraria, con una cierta estima y nostalgia hacia el personaje en cuestión, esgrimiendo las palabras del abuelo, como enteren —‘deshonrar’— o verter —‘traidor’—. Arlet recuerda que en aquel momento le llamó especialmente la atención el cambio repentino del idioma, dejando claro que ambos ancianos temían al pasado, un pasado donde el tiempo se encargó de guarecer sus más perversos secretos, tapando así sus miedos por ser descubiertos.

    Pasaron unos años de aquella desagradable contienda, disimulada por sus abuelos, aunque la joven lo seguía teniendo presente; su mente se lo recordaba fresco e intacto. No llegaba a entender por qué sus padres nunca le habían dicho que sus abuelos habían vivido en Alemania. Dedujo que quizás fuera porque no quisieron darle tormento con, seguramente, un sucio pasado o quizás ellos también ignoraron el oculto y subrepticio pasado de sus padres. A Arlet, agobiada, se le empezaron a mezclar los pensamientos, sintiendo un claro enfurecimiento y desconcierto, como si unas corrientes movedizas se deslizaran luctuosas por su cabeza con la intención de invadirla. Desconsolada, despotricaba por la falta de confianza que veía en sus padres hacia ella, pero también de sus abuelos. Lloraba y rezongaba, repitiéndose aquella sensación de regusto frustrante. ¿Qué era lo que sus abuelos escondían de su pasado con tanto recelo? Arlet amaba con locura a sus abuelos, siempre fue transparente con ellos, nunca les escondió nada, no tenía secretos. Necesitaba tener a su lado a aquellos ancianos sabios y expertos; cuanto más crecía, más se daba cuenta de la necesidad que tenía de conservarlos, pues eran imprescindibles a su lado para que la guiaran y la aconsejaran. Sin embargo, la situación se le hizo emética, como si le hubieran administrado un medicamento para sacar todo lo que llevaba dentro, oprimiéndola; necesitaba aliviarse.

    Desde el primer instante que oyó pronunciar aquel nombre extranjero y algo peregrino, empezó todo, quedándole cincelado como un hierro ardiente en su mente y, por extraño que fuera, en su corazón. Aquel nombre la atrajo como dos imanes, como dos polos, aun siendo uno contrario al otro. Negativo y positivo. Mente y corazón. Y, a pesar de ello, siempre unidos. A Arlet le sucedía lo mismo, sentía la necesidad de permanecer unida a aquel desconocido; sentía conocerlo de toda la vida. Desde el primer momento en que aquel peculiar nombre penetró en sus oídos para atravesar en su núcleo y coexistir en él, se sintió marcada como un pastor marca a sus ovejas para no perderlas jamás. Sus pulsaciones se desbordaban cada vez que repetía el nombre entero. Clements Barsltersmeiers. Arlet temía que aquel nombre le llevaría mucho trabajo, siendo consciente de que tendría que emplear todo su tiempo hasta dar con él. Curiosamente, el destino la llevó hasta aquella isla y no otra. Fue un día pesado y duro, quería descansar. La estación del año en que se encontraba hacía que la noche cayera deprisa y majestuosa, iluminando todo el pleno celeste y haciéndose intensa y enigmática. Aquella noche decidió irse a dormir pronto; al día siguiente le esperaban un montón de cosas por hacer y las quería hacer bien despierta. Se encontraba en el diván de su casa cuando, sin apenas darse cuenta, cayó rendida. Tenía los ojos entornados cuando, de repente, sonó el timbre de la puerta: era su vecina, que le llevaba unos pastelitos de chocolate, hecho todo artesanalmente, la ofrenda era por su bienvenida. Arlet, agradecida, también le ofreció lo que necesitase. El agradecimiento recíproco hizo que se dieran conjuntamente las buenas noches.

    Al día siguiente, tomó un buen baño caliente, lo hacía todos los días al resaltar el alba porque le relajaba, los alargaba tanto que casi se podría decir que los perpetuaba, la hacían sentir bien, agradable y limpia de cuerpo, porque ¡el alma ya era otra cosa!, aunque esta última también formara parte del cuerpo. Después de haber rememorado la disputa extemporánea de sus abuelos, se sentía abatida, emocionalmente mal, sacudida por la sordidez de haberlos escuchado. De alguna manera, sentía que estaba implicada por una conversación ajena a ella y de la que no entendió nada, pero que ya formaba parte de su responsabilidad ineludible. A ella también la hacía responsable aquella situación vivida y, por tanto, la «encubría» con vileza y atada por el peor amigo de los humanos: el temor que vociferaba en su interior, acechando a su conciencia y haciéndola sentir deshonesta y profana. A la joven empezaba a pesarle el conocimiento, como a quien le pesa el alma por haber obrado de manera inadecuada, formando parte de la existencia como lo formaban aquellos secretos misteriosos, un misterio que llevaba agarrado como un gasterópodo o garrapata, succionándole sangre y supurando pus infecciosa de su aura. Siguió acicalándose y enseguida se vistió. Un vaso de leche fría y un croissant concluyeron todo el protocolo tempranero que hacía que pudiera avanzar el día.

    Con la guía telefónica en las manos, impaciente y convencida, empezó la búsqueda, colocando directamente su dedo índice en la letra B de Barsltersmeiers. Se sintió frustrada al ver que no constaba nadie con ese apellido. Se le ocurrió que quizás podría preguntar en el ayuntamiento e incluso en el registro civil. Sin perder más tiempo, se abrigó y se fue derecha al ayuntamiento, iba a paso ligero, tardó poco en llegar. Diligente, se acercó al mostrador y, dirigiéndose a la empleada municipal, le preguntó si podía ver los padrones de, como mínimo, diez años atrás; la operaria la miró con cara circunspecta, enseguida le advirtió que, de poder darle esa información, antes debía consultarlo, y eso, en caso de ser posible, tardaría unos días. Acto seguido, la empleada del ayuntamiento preguntó con actitud competente e inquisitoria:

    —¿Por qué necesitas tú dichos padrones?

    La joven le contestó con aire displicente y escéptico:

    —Estoy buscando a una persona y quiero saber si se encuentra en esta isla. —La mujer soltó unas carcajadas. Arlet la miró ofendida, preguntando—: ¿Qué parte de mi respuesta le hace tanta gracia? Me gustaría que me lo explicara, si no le importa, claro.

    Esta hizo caso omiso a la demanda de Arlet. La mujer, avergonzada y cabizbaja, insistió:

    —Lo siento, joven, vuelve a probar suerte pasados unos días o, mejor, regresa la semana que viene. —La joven le echó una mirada de reprobación y desconfianza. La mujer, al ver cómo se daba la vuelta para dar con la salida, ya dándole la espalda, dejó caer en tono irónico—: En una isla tan pequeña también te puedes perder.

    Arlet, sin volverse, le devolvió con gallardía el desdén, dándole las gracias. Quería mantener la distancia y se fue con semblante airoso, aunque su estado de ánimo fuera otro, alicaído y confuso; era muy consciente de su trabajo. Buscar a una persona de la que no sabía nada era casi imposible de lograr. Conforme transcurrían las horas, se daba cuenta de que su mente le daba la razón a la última estocada que aquella mujer le arrojó. Se dijo a sí misma que había llegado hasta la isla para encontrarlo y no se rendiría a la primera. Decidió seguir y hacer una visita al mismo registro civil, pero allí le dieron la misma respuesta que la anterior. Estuvo todo el día entrando y saliendo de edificios estatales, provinciales y gubernamentales; estuvo en hospitales, institutos, bibliotecas y un sinfín de sitios sin obtener éxito alguno. Empezaba a desesperarse.

    De regreso a casa, decidió ir a ver a sus amigos, los artesanos; quería distraerse un rato elaborando artesanía gótica. Levantó la cabeza dirigiendo su mirada hacia la expansiva bóveda, visualizando un color azul grisáceo, y confirmó que el tiempo no acompañaba mucho: lo descifraba cambiante, inestable; el sol era débil y las nubes bailaban en concordancia con el viento, que aumentaba cada vez más, revoloteando todo a su paso por la ventisca que empezaba a coger fuerza, levantando una tolvanera de arena y barriendo a su paso las hojas de los árboles que se precipitaban al suelo para volver a ser elevadas, entremezclándose con el paisaje, volviéndolo carismático y pintoresco. Los pájaros deambulaban combatiendo con esfuerzo la impetuosidad del viento, que los retrocedía despidiéndolos hasta el inicio del vuelo, la ventisca los convertía en aves volátiles, la agrupación gorjeaba, incitada y avivada por el mal temporal que se avecinaba. A Arlet, observando su contorno, le vino a la mente lo insolente que puede llegar a ser el hombre. Se paró un instante e hizo un breve reconocimiento a todo lo que la rodeaba, pensó que el revoltijo propinado por la incipiente inclemencia del temporal era inevitable; sin embargo, enseguida se dio cuenta de que lo lamentable era el empeño que tenía el ser humano en convertir sus calles, plazas y parques en contenedores, como si el planeta fuera un gran vertedero. Las gentes se comportaban como auténticos cínicos arrojando sus miserias, y con ellas se hacían más miserables. Papeles esparcidos, heces de perros,

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