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La colina de Tara
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Libro electrónico496 páginas7 horas

La colina de Tara

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La colina de Tara trata acerca de las búsquedas vitales que imprimen la vida de las personas. Narra un un amor que trastoca todo, y entonces ya nada volverá a ser lo mismo.

La fantasía y la historia se unen en una apasionante novela que no dejará indiferente a sus lectores. Tratada con documentación histórica y con un profundo conocimiento religioso y cultural, la autora nos propone una novela rica en condimentos para instalarse entre nuestros libros de fantasía favoritos.

Similar en estilo a Mientras las princesas duermen de Elizabeth Blackwell, es una historia que a quienes guste la temática medieval no deberían dejar de leer. La colina de Tara es el primer volumen de una trilogía de historias correlativas que pueden leerse en forma independiente.

La colina de Tara es acerca de una joven celta en la Irlanda medieval, batallando con todas las limitaciones impuestas por la iglesia católica, por la sociedad medieval, por las supersticiones y por la forma de pensamiento.

En un mundo donde ser mujer es vivir sujeta a la limitación casi absoluta y donde las religiones construyen la forma de pensar y vivenciar a la mujer, se unen la tradición pagana y la católica, tan liberal una, tan restrictiva la otra, para generar ideas en conflicto.

Así es la vida de Tyara De Molfoc, una gran dicotomía, mitad leyenda, mitad historia, donde la protagonista no sabe que es real y que no de su pasado, y por lo tanto, de ella misma.

Es una historia sobre la búsqueda vital y primigenia que tiene una persona que desconoce su origen. Pero fundamentalmente es una historia de amor, donde el amor, como la magia más poderosa de todas, repara heridas que nada más podría sanar.

La magia, las supersticiones de la época, las tradiciones orales, el folclore irlandés, y los vastos conocimientos que tiene la autora en las ciencias herméticas y sagradas le dan a esta historia una nota de color.

La Edad Media es una época tan rica en leyendas, que para poder escribir todo, se necesitarían muchos volúmenes. Este es el primero.

La colina de Tara es el primer libro de una trilogía llamada La parte celta del alma. Son tres historias relacionadas entre sí, que se pueden leer en forma independiente. El primer libro es la historia de Tyara De Molfoc, mestiza entre un humano y un hada, el segundo libro es la historia de Saoirse, la hija de Tyara, y el tercero y último es la historia de su madre.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento2 dic 2015
ISBN9788491122180
La colina de Tara
Autor

Mayra Potenza

Trabajó como modelo y más tarde como productora de modas free-lance para diversas marcas y agencias del país. Estudió alquimia, ciencias sagradas, gnosis, kabalah, religiones comparadas, arquitectura sagrada, teología y diversas técnicas de meditación. Esa búsqueda interna derivo en una mirada un poco más profunda sobre las religiones como modo de acercarse a Dios, y escribir también fue parte de ese proceso de búsqueda y encuentro. Apasionada por la lectura desde pequeña, realizó diversos cursos y talleres literarios. Actualmente tiene 31 años, y vive en Buenos Aires junto a su marido y su hija.

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    La colina de Tara - Mayra Potenza

    © 2015, MAYRA POTENZA

    © 2015, megustaescribir

          Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España

    El texto bíblico ha sido tomado de la versión © Reina Valera y de la Biblia de las Américas

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a Thinkstock, (http://www.thinkstock.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    ISBN:   Tapa Blanda             978-8-4911-2217-3

                 Libro Electrónico   978-8-4911-2218-0

    CONTENIDO

    Capítulo 1 Érase una vez...

    Capítulo 2 La casta

    Capítulo 3

    Capítulo 4 Nace el amor

    Capítulo 5 El origen

    Capitulo 6 Los comienzos

    Capítulo 7 El amor

    Capítulo 8 Las distancias

    Capitulo 9 Lo que deslumbra

    Capítulo 10 Los umbrales

    Capítulo 11 Lo irrevocable

    Capítulo 12 La guerra

    Capítulo 13 Mi madre

    Capítulo 14 La verdad

    Capítulo 15 La abadía de Boyle

    Capítulo 16 Las beguinas

    Capítulo 17 Saoirse

    Capítulo 18 La Muerte

    CAPÍTULO 1

    Érase una vez...

    "Que la tierra se vaya haciendo camino ante tus pasos,

    que el viento sople siempre a tus espaldas,

    que el sol brille cálido sobre tu cara,

    que la lluvia caiga suavemente sobre tus campos y,

    hasta tanto volvamos a encontrarnos,

    que Dios te lleve en la palma de su mano."

    Antigua bendición irlandesa

    Irlanda, 1169 d. C.

    Somos un pueblo de leyendas. Nadie sabe dónde se originaron, pero se transmiten de padres a hijos, de generación en generación, y nadie duda de su veracidad. Heredamos las historias. No sabemos si son reales o no, pero a fuerza de repetirse se vuelven reales para nosotros.

    Los Antiguos hablaron de una tierra mágica que existe más allá de los sentidos humanos. Una tierra de belleza sobrehumana, tan sobrecogedora que resulta impensable para ningún mortal. Una tierra que alguna vez fue nuestra, parte del imaginario colectivo pero que, en verdad, jamás poseímos; que jamás poseeremos. Es como la nostalgia que invade al despertar de un sueño, algo que nunca se tuvo, pero por un instante, casi... y que al despertar se sabe irremisiblemente perdido.

    Es la tierra donde moran las hadas, donde se hilan los sueños y se forjan los destinos. Una isla de abundancia, de miel con aroma a flores y especias, con una vegetación tan abundante y una riqueza tan extrema que doblegan al alma humana en el ansia de poseerla. Aquel es un lugar donde el bien y el mal conviven, coexistiendo ambos por igual. Ciertas veces, ese equilibrio se torna frágil. En ocasiones algún hada quebranta los acuerdos, involucrando a los humanos y causando peligrosos trastornos en el equilibrio del mundo. Algunas veces, de esas incursiones fuera de esa tierra nacen híbridos. Seres mitad humanos, mitad feéricos, que tienen características de ambos, aunque los dos mundos los rechacen.

    Los Antiguos hablaban de un lugar donde el tiempo no es y donde las reglas humanas no rigen. Se cuenta que en la isla de Ávalon brotan todo el año las flores y los frutos; que las uvas y el trigo crecen sin necesidad de cuidados ni de siega; que la miel es más dulce, las manzanas más rojas y embriagadoras, y que el licor no es comparable a ninguna delicia existente en el mundo humano. Dicen sus habitantes que la ambrosía de los dioses griegos es amarga en comparación.

    Es una tierra de paz y abundancia, que existe más allá del tiempo. Una mítica isla a la que es casi imposible llegar por medios humanos.

    Se dice que Ávalon es la tierra de mi madre.

    Mi padre es Simón De Molfoc, rixs de la comarca de Galway, en la región occidental de la encantada Irlanda. Como rixs, es la persona con mayor ascendiente de toda la bahía de Galway; su señor feudal. No siempre ha sido así. Antes que él, su padre, Gordon De Molfoc, era el señor feudal. El todopoderoso y tiránico señor feudal, acostumbrado a mandar a sus hijos y a ser obedecido por ellos, como si se tratasen de siervos.

    Mi madre se llamaba Cinnia De Molfoc, aunque ya no está permitido llamarla así. Mi abuelo paterno hizo disolver el matrimonio por no haber dado su consentimiento para este.

    Cinnia... su nombre significa 'hermosa'. Se cuenta que nada más verla, mi padre quedó prendado de sus negros cabellos y de sus ojos aguamarina. Mi joven madre, a su vez, se sintió subyugada por el rubio encanto de mi padre y por su trato afable. Se casaron enseguida.

    Yo nací inmediatamente después. Me llamaron Tyara por un capricho de mi madre, a quien mi padre se desvivía por complacer.

    Mora, mi aya, asegura que fue un milagro que yo sobreviviera a mis primeros dos años, de tan frágil y enfermiza que era. Evidentemente, mi fragilidad era ofensiva para mi abuelo, que amenazó a mi padre con desheredarlo por haberse casado sin su consentimiento y por tener una hija enclenque.

    Asimismo mi padre se creía incapaz de tener un retoño frágil, de manera que creyó que, debido a mi palidez y a lo pequeña que era, debía ser una niña cambiada por los Aes Sidhe, el pueblo de hadas.

    Se dice que es costumbre de las hadas raptar sanos y hermosos bebés humanos para llevar a su reino, y dejar niños iguales en apariencia pero débiles y enfermizos que mueren al poco tiempo.

    Mi padre me creyó uno de esos niños cambiados ya que su matrimonio, al no contar con la aprobación paterna, no era oficialmente sagrado y, por eso mismo, las hadas podían fácilmente cambiarme. Esa convicción me convirtió en un engendro y, además, en una bastarda.

    Pero aún no conforme con eso, mi abuelo amenazó a mi padre con cederle los títulos y las tierras a un sobrino para evitar que mi madre y yo manchásemos la estirpe familiar. Mi padre se arrastró llorando, suplicando y humillándose ante Gordon De Molfoc, y finalmente reveló cómo mi madre, mi bella, frágil y agraciada madre, era un hada que lo había seducido con malas artes robándole el buen juicio.

    Mi abuelo entonces se apiadó de él, anuló la boda, expulsó a mi madre de la comarca y mandó a que un sacerdote nos exorcizara a mi padre y a mí. Como yo no morí cuando me exorcizaron, declararon que no se trataba de un caso de niños cambiados y que yo era verdaderamente hija de mi padre. Aunque también lo era de mi madre, desde ese momento llamada 'Cinnia de Ávalon'.

    Yo soy uno de esos híbridos, mixtura indeseada entre un hada y un humano, rechazada por los dos mundos.

    Acabo de cumplir dieciocho años. Oficialmente soy mayor de edad; extraoficialmente, soy una solterona. Mis esperanzas de casarme se van reduciendo más y más cuanto más me alejo de los dieciséis, y es algo que jamás cruzó por la mente de mi padre. Ni por la de nadie más.

    Entre todas las historias que circulan por Galway acerca de mi familia, las más dispares son las que se refieren a mi madre. Hace dieciséis años que Cinnia desapareció, dejando a su esposo y a su hija por culpa de su infame suegro -es decir, todos nosotros, los infames De Molfoc-. Algunos dicen que se marchó a Ávalon; otros dicen que la mató mi codicioso padre para evitar ser desheredado y que él es, desde entonces, huraño y despótico para esconder la culpa que mancha su conciencia.

    Mora, mi aya, me dijo una vez que esperaba que mi madre se hubiera marchado con ese apuesto trovador que una vez vino al castillo y que no le quitaba el ojo de encima, tan hermosa como ella era.

    Sinceramente, yo no sé qué prefiero creer, y mucho menos sé qué es cierto y qué no. A veces fantaseo con la idea de que mi madre es un hada, otras veces la uso para flagelarme con ella.

    Ser hija de un hada me convierte en un ser extraño y repulsivo, lo que explicaría la distancia que impone la gente ante mí, y también explicaría la ausencia de mi madre, en lugar de simplemente haberme abandonado.

    Su ausencia ha marcado toda mi vida y no puedo evitar creer que, de haber estado ella conmigo, de haber tenido yo madre, todo hubiese sido diferente.

    No somos muchos en la familia. No tengo hermanos; al menos, no legítimos. Y debo ser la única persona en toda Irlanda que no tiene muchos primos; tengo solo dos, que viven lejos, y no recuerdo haberlos visto nunca. Son los hijos de mi tía Nara y moran en Escocia.

    Mi padre tiene dos hermanas. Una de ellas está loca y vive confinada; y la que habita en Escocia jamás nos visita, ni nosotros a ella. No puedo culparla, yo tampoco lo haría de ser familia de mi padre.

    Mi tía Althea, la loca, nunca se casó. Vive encerrada en un monasterio y no mantiene correspondencia. No sé si alguien le escribe, pero ella dijo expresamente que no responde correspondencia, excepto para dar condolencias por alguna muerte. Una vez oí a alguien decir que mi abuelo había dicho que estaba loca para que no la encuentren deshonrada. Dijeron que ella enloqueció por su amor perdido. Otra víctima del despotismo de mi abuelo. ¿Cuántas vidas arruinó ese hombre, Dios mío?

    Sé que algún día voy a irme de este lugar. Lo sé. Estoy segura de ello, ya que me niego a pasar el resto de mi vida aquí, a morir entre esta gente cuya ambición más grande es tener un pichel en la mano y un barril en la despensa.

    Conozco a todos como la palma de mi mano. Sé sus nombres y los de sus parientes; conozco sus vidas, veo lo que sienten, oigo lo que dicen ---que no siempre es lo mismo. He visto nacer y morir a muchos, veo a los que crecen y a los que envejecen, conozco sus vidas y, sin embargo, para ellos soy una extraña.

    Mora dice que soy un genio incomprendido. Yo me considero simplemente una huérfana sola a quien nadie comprende porque nadie se le acerca. Nadie me conoce por mí misma y, sin embargo, todos conocen a mi familia, mi historia, mis circunstancias. Quiero irme lejos, donde sea simplemente Tyara, no la hija de un hada y de un laird loco que, además, es casi bastarda.

    Quiero ser como todos. Veo sus emociones y sé que lo soy. Solo que ellos no se dan cuenta.

    Las personas de aquí creen que soy distraída. No es que lo sea, aunque yo dejo que lo crean. Hace tiempo me di cuenta de que ellos no ven las mismas cosas que yo, por eso no se distraen. Las personas, por ejemplo, no ven las emociones; yo, en cambio, las veo como niebla alrededor de la gente.

    Una vez cometí el error de comentárselo a mi tutor y me respondió que las emociones se sienten, no se ven. Yo le argumenté que sí, que las emociones propias se sienten, pero no las ajenas; las ajenas se ven. Me castigó con unas tareas dificilísimas con la excusa de que debía ocupar mi mente en cosas normales, y le contó a mi padre que yo decía tener extrañas visiones. Preferí no decirle que en ese momento su emoción se veía como el rechazo. ¿Quién sabe? De haberlo hecho, quizás aún estaría encerrada resolviendo ecuaciones.

    Mi tutor se llama Erbin Rochfesa y lleva casi seis años con nosotros. Hace tiempo se terminaron nuestras clases, pero él continúa viviendo en nuestra tierra. Ya deberíamos habernos acostumbrado el uno al otro, pero no es así. Él desearía que yo fuese más normal y yo, que él lo fuese menos. No es un mal hombre. Tampoco es desagradable... O, al menos, no lo es siempre. Yo le guardo un cariño especial porque es quien me enseñó a leer y a escribir. Me ayudó a tener un mundo fuera de estas cuatro paredes que me aprisionan. Leyendo puedo ser otra, escribiendo puedo ser yo.

    El señor Rochfesa dice que soy demasiado inteligente y que eso es antinatural en una mujer. Él es como todos por aquí, que no piensan; viven. No tienen tiempo para filosofar porque están labrando los campos, cocinando, criando niños, peleando guerras y justas o sobreviviendo. El ocio da sabiduría o indolencia. Yo no tengo actividades ni amigos, ni nada en que ocupar mi tiempo, entonces pienso o pinto, que es como plasmar un pensamiento en el lienzo.

    Sé que a mi padre lo avergüenzan mis pinturas; él querría que yo pintase flores y frutas, quizás algún paisaje, pero yo pinto a la gente como la veo... Me gustaría pintar a las personas como las ven todos, pero no sé cómo las ven.

    La primera vez que mi padre vio una pintura mía, la rompió, furioso. Era un cuadro de Emmeth, el hijo de una de las muchachas que ayuda en la cocina, que tenía una preciosa nube celeste alrededor y un halo blanco tan brillante como pocas veces he visto y que me inspiró a pintarlo. Nunca pensé que las demás personas no veían a la gente como lo hago yo. Ni siquiera se me había ocurrido imaginarlo. Fue algo triste darme cuenta.

    A causa de mi origen, las personas de Galway me temen. En el mejor de los casos, los intrigo. No hay lugar para mí en esta comarca si quiero ser feliz. Aquí estoy marcada como una rareza, como los tontos de los pueblos, que estorban o divierten, pero que no tienen entidad real. A mí me respetan solo porque soy hija de mi padre, lo sé. Nadie jamás conversa conmigo si no está obligado a hacerlo, y yo tengo tanto para decir... Las plantas me contaron tantos secretos... Sé que no debo contarlos, pero... La melisa, por ejemplo, me contó que ella podía sanar la dolencia del hijo del herrero, que sufría terribles dolores, y el ajenjo me convenció de que tome una infusión antes de cada comida para todas las enfermedades por enfriamiento. No hablan con palabras, como los humanos. Es decir, yo sí les hablo con palabras y ellas me responden en su manera de planta.

    Otra planta, que dice llamarse mellitius, me contó que Magda, la costurera, se enfermó de culpa porque le fue infiel a su esposo con su cuñado una tarde, y que no va a sanar en tanto no se perdone a sí misma. Le respondí a la mellitus lo terrible que me parecía que la costurera hubiera hecho una cosa semejante, pero las plantas no emiten juicio de valor. Dice que sus hojas sanan las dolencias del alma.

    ¡Y pensar que el padre Flanagan dice que el rey de la creación es el hombre! Una planta silvestre es más sabia que la mayoría de la gente que conozco, y que todos los que viven aquí.

    Los habitantes de Galway son gente simple, atada a supersticiones tontas. Hay madres que no quieren que yo vea a sus hijos antes del bautizo para preservarlos. Me parece tan ridículo como doloroso. ¿Qué podría hacerles? Si tuviera algún tipo de poder útil, lo usaría para irme de aquí. No lo tengo.

    No creo que sea un hada, o una semihada, o lo que sea que se supone que soy. Hace algún tiempo pasé media tarde tratando de que florecieran las rosas sin ningún resultado más que el de una tez quemada por el sol. ¡Si algún día vuelvo a hacer algo tan estúpido, debo recordar llevar conmigo un sombrero de ala ancha!

    CAPÍTULO 2

    La casta

    No se puede desatar un nudo sin saber cómo está hecho

    Aristóteles (348 a.C.-322 a.C.)

    El padre Flanagan es quien cuida las almas aquí. Él es el sacerdote de Galway, y no debe tener más de treinta años, a pesar de que su expresión de reproche constante lo hace aparentar muchos más. Se la pasa predicando cosas terribles y siguiéndonos con ojos de condenación. Pregona la piedad de Dios a viva voz pero sus ojos se encienden de regocijo cuando condena a algún pecador.

    A mí me trata extrañamente, como casi todos aquí, con una mezcla de curiosidad y temerosa fascinación. Hace mucho tiempo me di cuenta de que la gente rehuye a lo diferente, porque lo diferente es condenado. Cedric, el hijo de una de las muchachas de la comarca, cuando era más pequeño estuvo meses haciendo las tareas de la cocina con una mano atada a fin de que aprendiera a usar su mano derecha. La creencia popular dice que usar la mano izquierda es un signo del maligno. Yo creo que si la mano izquierda fuera mala, Dios nos hubiera hecho sólo con la derecha, y que si nos dio dos manos, es para que las usemos a ambas.

    La duda acerca del porqué de esa creencia me surgió verdaderamente y le pregunté en una confesión al padre Flanagan por qué Dios nos había hecho con una mano mala si no quería que la usáramos, y si una cosa semejante forma parte del dogma de la iglesia. Me envió a rezar completas las letanías a todos los santos por el espacio de una semana, para que ellos me liberen del pecado de soberbia. Dijo que yo no era quién para entender los designios del altísimo. No..., pero tampoco creo que un lado del cuerpo sea pecado. A menudo la gente más sencilla entiende más de Dios que los que dicen llamarse Hombres de Dios.

    Hay que tener cuidado con lo que uno pregunta a los sacerdotes. Con frecuencia mis inquietudes terminan en penitencias.

    De cualquier forma, tengo una teoría: cuando el padre Flanagan me grita 'blasfema', es porque lo ofendo en su fe; cuando me dice que lo que digo es una 'herejía', es porque no tiene respuesta. Las personas inventaron la religión para dar respuestas y ahora la usan para evadirlas.

    Mora dice que es Dios el que invento la religión... ¿Para qué inventaría Dios algo semejante? Algo tan fallado solo pudo haberlo hecho un hombre.

    ¿Por qué las mujeres no podemos leer la Biblia ni ser sacerdotisas ni nada? Porque a la religión la hizo el hombre, como especie y como género.

    Los hombres tratan de acercarse a Dios leyendo libros en idiomas raros, dando penitencias y orando. Las mujeres nos acercamos a Dios llevando una vida en nuestro seno, alimentándola de nuestro propio cuerpo, dando a luz.

    ¿Qué seremos? ¿Los tátara, tátara nietos de Eva? (Debo preguntarle al padre Flanagan qué somos de Eva). Y aún nos culpan por su pecado haciéndonos nacer con el pecado original que cometió alguien y que pesa sobre todos. ¿Dónde está la justicia divina en ser castigada por algo que supera las cien generaciones previas, y de lo que una no pudo ni opinar?

    El nombre Ávalon significa 'Tierra de los manzanos'. Mi madre también, como Eva, fue condenada por una manzana. (Si mil generaciones no borran esa mancha, ¿qué esperanza tengo yo?). Al igual que Adán, mi padre dice que fue engañado. Tu madre me sedujo, me hechizó con malas artes, recrimina siempre que surge el tema, como si, de alguna manera, yo fuese la culpable.

    Pienso que ese es un argumento cómodo para justificar su lascivia y no hacerse responsable de sus acciones. Con los años, mi padre ha ido decorando la historia para hacerla más fantástica. Esa es una manera de hacerse notar. A veces pienso que llega a creerse su propia historia. La que no termina de creerla soy yo.

    La mayor parte del tiempo no sé qué creer ni en quién.

    Conozco todas las historias de hadas. Recuerdo que una vez le conté a mi padre una leyenda celta que había oído sobre la buena gente y él me reprendió duramente. Me defendí diciéndole que me gustaba oírla y él me prohibió volver a oír o hablar de nada referido a eso. Yo me enfurecí y le respondí que si aprendía la historia de los De Molfoc, también debía saber la otra; al fin y al cabo, era historia familiar, ¿o no? Aún me escuece la mejilla cuando lo recuerdo a causa la bofetada que me propinó. Mi padre ha rebatido todos mis cuestionamientos con golpes o castigos y no hay mucho argumento contra eso.

    Desde que San Patricio conquistó Irlanda, muchos siglos atrás, esta se transformó casi exclusivamente en cristiana. En solo treinta años transformó a la verde Erín en un paradigma de erudición y cultura. Para cuando él murió, el clero y la nobleza ya eran letrados y registraban su historia por escrito.

    Me gusta san Patricio. A él le debo la gracia de poder leer y escribir, aun siendo mujer. San Patricio erradicó las costumbres celtas de nuestras colinas y trajo el cristianismo, que se instaló fuertemente. Sin embargo, aquella herencia no se perdió del todo, sino que ambas se mimetizaron.

    La mujer celta era una igual al hombre; la mujer cristiana no es un par, sino que vive sometida a la sombra del hombre. A pesar de eso, tuve la suerte de ser mujer en una época donde se acepta que las mujeres tenemos capacidad intelectual. Incluso hay filosofas ilustres. La mitología celta aún pervive entre la gente, sobre todo entre los de condición humilde. Los nobles, todos devotos cristianos, festejan asimismo Samhain y Baltain, fiestas paganas de nuestra tierra.

    Irlanda está compuesta por un conjunto diverso de clanes y feudos organizados en torno a las cuatro provincias principales, como pequeños reinos, que compiten entre sí continuamente por el control del territorio y de los recursos. Antiguamente, estos pequeños reinos se llamaban Tuah. Galway pertenece a Connacht. Las otras tres provincias son Leinster, Munster, y Ulster. Connacht y Ulster son los dos territorios principales.

    Nuestro rey verdadero se llama Rory O' Connor, y vive en Leinster. Es nuestro rey supremo. Un rey entre reyes. No el Rey de Reyes, que es Cristo. Este es solamente el rey supremo de Irlanda, ante quien deben responder los otros reyes de los reinos. Continuamente los reyes y los nobles se enzarzan en rencillas más o menos violentas. Son hombres temperamentales, y los motivos de las peleas son variados, rozando a veces el absurdo, lo cual me hace pensar que disfrutan pelear y ostentar poder ante otros nobles, y que no les importa tanto el motivo de la disputa, sino la lucha en sí.

    Somos afortunados en Galway. Es una tierra prolifera y abundante, donde las cosechas son buenas desde que tengo uso de razón; eso significa que nadie pasa hambre, lo cual es raro en estas tierras. Estamos tan atados al tiempo y a sus inclemencias como toda Irlanda pero, por alguna razón, eso no nos afecta.

    Mora, mi aya, llegó a esta tierra antes que yo naciera, proveniente del norte de Irlanda, y fue la abundancia de alimento lo que la decidió a radicarse aquí. Siempre cuenta que en su tierra se repartían las sobras. Fue la doncella de mi madre antes de mi nacimiento, luego cuidó de mí, siendo ésta su única obligación a partir de entonces.

    A juego con su nombre, Mora es morena, a pesar de que finos hilos plateados tejen su cabellera. Debe tener cuarenta y tantos años, o así, a pesar de que nunca lo dice. No creo que pase los cincuenta.

    ---¿Cuántos años tienes Mora? ---suelo preguntarle.

    ---Suficientes.

    ---¿Suficientes para qué?

    ---Para todo, menos para morirme todavía.

    Nuestra conversación sobre el tema es casi siempre igual, pero yo continúo preguntándoselo, a ver si un día la tomo desprevenida y se sincera conmigo.

    ---¡Mora, pareces muy vieja! ¿Cuántos años tienes ya? ¿Sesenta? ¿Sesenta y dos?

    Veo sus ojos relampaguear furiosos, pero sabe lo que busco, de manera que no cae.

    ---Suficientes, niña ---me dice molesta, por lo que no puede evitar añadir---: Pero no tantos.

    ---Cuando sea tan vieja como tú, no me molestará decir mi edad.

    ---¡Ja! ¡Eso quiero verlo!

    ---No podrás, porque estarás muerta ---le respondo entonces---. ¿O que tendrás, ciento cinco, ciento diez años?

    ---No te rindes, ¿verdad? ---me dice suspirando, aunque sé que no está molesta.

    Con Mora, muchas veces pienso en voz alta. Sé que casi nada de lo que diga la escandalizará. Su vida se reduce a mí y a mi cuidado, y la mía... a nada.

    ---Pareces una gallina vieja, Mora, siempre estás cacareando alrededor mío.

    ---Las dos sabemos que no saldrías de este cuarto si no fuera así.

    Sonreímos, sabiendo ambas que todo es cierto.

    ---Voy a ver si está el ogro para pedir la cena.

    El ogro es mi padre. No se lleva bien con Mora. No se lleva bien con nadie, en realidad. Tampoco Mora, si hay que ser sinceros. Pero en eso acaban las similitudes. Mora es un ser lleno de dulzura bajo su aparente dureza, y mi padre tiene dureza bajo su cinismo.

    Mi aya me protege, aun ahora ---cuando la mayoría de las jóvenes de mi edad ya tienen hijos y hogares propios---, como si yo fuese una niña. Yo también me siento una niña, incluso ahora. Quizás sea el hecho de que los ataques contra mí siempre fueron tantos que nunca llegué a desarrollar mi propia defensa. No sé hacer que no me importe el rechazo. Me hiere en lo más vivo, quizás porque esa es la herida que nunca sanó y que aún sangra.

    Al modo de los niños, mi padre solo piensa en su propio deseo, creyendo que cualquier otro deseo que surja anulará el suyo. Es egoísta de un modo infantil, y alguien infantil no debiera ser padre de nadie.

    Mi padre nunca se ha vuelto a casar, a pesar de ser un barón, y de ser aún atractivo incluso con sus años. No es que no hubiera intenciones de algunas damas de ser las señoras del feudo, es simplemente que él jamás contempló esa idea. Eso me lleva a pensar en la posibilidad de que mi madre no esté muerta.

    Si he de pensarlo seriamente me molesta bastante la idea de tener una madrastra. Luego de dieciocho años, ya estoy bastante habituada a ser ignorada, y lo llevo bastante bien, pero eso no significa que necesite a alguien nuevo para que me ignore. Así están bien las cosas. Cuando menos, se soportan.

    El casamiento entre miembros de la misma familia, aún lejanos, es considerado incesto aquí. También lo es entre miembros de la familia espiritual, como ser los padrinos.

    La Iglesia dice que de los actos sexuales prohibidos nacen hijos deformes. Esta prohibición no abarca solo a las uniones incestuosas, sino también a los acercamientos con mujeres menstruantes o en días festivos. A pesar de esto, la mayoría de los nobles tratan de casarse entre parientes. Lo que buscan de esta manera es conservar el poder, las tierras y los títulos dentro de las familias.

    La Iglesia busca la pureza ritual y tiene el apoyo monárquico porque, para la corona, esto significa descentralizar el poder entre la nobleza y tener menos focos de conflictos. A ningún rey conviene que sus duques puedan ser tan heredables a la corona como sus hijos, y eso es inevitable si son familiares directos. Todos los alzamientos se dieron casi siempre por esos motivos, y a los reyes estas prohibiciones eclesiásticas les vinieron como anillo al dedo.

    Al principio la prohibición abarcaba hasta el séptimo grado de parentesco, pero fue luego reducida hasta el tercero, porque mientras duró fue usada como vía de escape hasta el hartazgo para pedir anulaciones. Entonces el matrimonio, de pronto desencantado, afirmaba tener un lejano parentesco recién descubierto, y eso convertía rápidamente al matrimonio en nulo: nunca había existido. Como el matrimonio de mis padres. Como mi madre, que parece que nunca hubiese existido más que en un recuerdo colectivo.

    En muchos lugares de Irlanda, mientras regía la prohibición más severa, los clérigos hacían la vista gorda. Era imposible casarse en un lugar donde casi todos estaban emparentados con todos en algún grado. De todas maneras, para los plebeyos es más simple por la falta de árboles genealógicos documentados. Es imposible rastrear sus parentescos reales si ellos afirman que no los hay. O que los hay.

    La torre del homenaje, situada en el punto más seguro y protegido del castillo, es nuestra residencia. Es fácil notarlo, ya que es la más alta, la más bella, la más ornada. Allí es donde vivimos los miembros de la familia De Molfoc: mi padre y yo; y Mora también, por supuesto. Se llama así porque es donde se realizan las ceremonias, las celebraciones, las recepciones; todo lo importante de la vida feudal, y donde también se realiza la ceremonia de vasallaje a cambio de auxilium et concilium.

    Se tardaron tres generaciones en terminar el castillo. Antiguamente, en la juventud de mi abuelo, el castillo estaba ubicado al Sur, cerca del mar. Esa construcción no resistió una pequeña guerra de clanes, y mi abuelo mandó a construir este castillo fortificado, protegido, seguro, en el centro de sus tierras. A nuestro castillo lo rodean campos por el Norte, bosques por el Oeste y el mar que se aleja por el Este o el Sur. Yo soy la única De Molfoc que nació en la torre del homenaje. Un honor que no me dice nada.

    Mi padre tiene unos pocos vasallos en tierras lindantes y él, a su vez, es vasallo de otros señores más poderosos. Todos dependen del rey y, sobretodo, del rey supremo. Es como una cadena ascendente y descendente; siguiendo esta línea, podría decirse que mi padre es un eslabón del medio bastante importante, pero no decisivo para sostener esa cadena.

    Mi abuelo paterno era marino. Amaba el mar, y tenía su propio barco. Mi padre, en cambio, le teme a las embarcaciones. Y yo, bueno... jamás me he subido a una ni tampoco es algo que desee. Siempre le he tenido un pavoroso respeto al mar. Es algo así como un rechazo natural, y no podría explicar el porqué.

    Somos un pueblo que vive de sus cosechas y de su pesca. Algunos hombres del pueblo se hacen al mar para proveernos de alimento; sin embargo, no estamos tan cerca como para ser un pueblo pesquero. Nuestra principal fuente de subsistencia es la tierra. De ella vivimos, y a ella nos debemos.

    Observo las gaviotas volar lejos, alto, y pienso que debe ser maravilloso poder ser como ellas solo un momento. Poder volar... Sentir la frescura del viento, tener el cuerpo liviano, la capacidad de avanzar por la vida sobrevolando obstáculos. No este cuerpo pesado. Si pudiera, volaría lejos... He volado solo con mi imaginación. He huido miles de veces de este cuarto, de este castillo, de este feudo, a tierras sobre las que solo he oído o leído.

    Volaría lejos y nunca miraría hacia atrás.

    CAPÍTULO 3

    "El hombre es el mayor de todos los misterios"

    Sócrates (470 a.C.-399 a.C.)

    A media tarde, desde la tranquilidad de mi cuarto, veo llegar a un hombre a caballo. Atraviesa al galope las puertas de la ciudadela con paso seguro. No cabe duda de que es un forastero. Un guerrero, presumo, por el porte y por el aire confiado con que desmonta del caballo que jamás tendría un aldeano. Quizás sea el hijo menor de algún laird.

    Me doy cuenta de que no es un campesino por su atuendo, pero tampoco creo que sea un noble. No tiene escolta y tampoco usa los atuendos multicolores que disfrutan usar los nobles en las visitas.

    Me llama la atención, a medida que crezco, cómo las ropas y los colores indican la casta y la alcurnia, y viceversa. Me habla de simpleza de pensamientos y de un mundo de apariencias. Es como si todos lleváramos un disfraz que no habla de la verdad del corazón.

    Me aparto de la ventana desde donde observo la escena, pero mi atención sigue pendiente del revuelo que se armó abajo.

    La curiosidad puede más que yo, de modo que una hora después, bajo y me acerco al patio de armas, cerca del establo. No me siento cómoda espiando, y no se me ocurre una palabra mejor que defina lo que estoy haciendo. Trato de ser sigilosa. No sé si lo logro. No lo creo, aunque tantos años de ser ignorada me convencieron de ser casi invisible.

    Nadie parece notar algo raro en el hecho de que yo deambule por el patio. Es como si lo hiciera siempre, a pesar de que no lo hago nunca.

    Encuentro al hombre casi sin buscarlo. Pienso que él resaltaría en una multitud, y no es ese el caso.

    Cuando estoy lo bastante cerca de él, la impresión me golpea físicamente. Tiene un algo indefinible que lo hace magnético. Es alto, delgado, apuesto, rubio. Parece un sol, y no solo por sus cabellos. Duro y recio, estoy casi segura de que se le forman hoyuelos cuando sonríe. De igual manera, estoy casi segura de que no sonríe a menudo. Tiene la estampa de un guerrero de antaño, acostumbrado a valerse por sí mismo, acostumbrado a mandar.

    Como si notara la inspección de la que es objeto, levanta el rostro y me mira directo a los ojos. Siento la descarga de un rayo sobre mí, mientras él me observa. Sus ojos son de un verde indescifrable, limpios. Por un segundo siento el impulso de arrojarme en sus brazos.

    Me siento extrañamente desnuda frente a su escrutinio. Nunca, en toda mi vida, nadie me había mirado así. Me parece una grosería.

    No me percato, en este momento, de que su mirada es un eco de la mía. Yo lo estoy mirando con tanto o más descaro que él a mí.

    Vuelvo el rostro avergonzada y, a la primera oportunidad, salgo huyendo de allí.

    Se nota que el visitante no es de por aquí. Sus modos, sus gestos, sus colores, hablan de otras tierras. Nadie por aquí se le parece. No se parece a nadie que yo haya conocido.

    ¿Qué hace aquí? ¿Qué busca? No lo sé. Solo sé que nadie nunca me intrigó tanto.

    Intento durante el resto del día de no pensar en el extraño, de manera que, con algo de dificultad, lo aparto de mi mente leyendo. Nada me distrae más, ni mejor, que leer.

    Es difícil conseguir libros nuevos pero, afortunadamente, la biblioteca De Molfoc tiene muchísimos. Me gusta el olor de la biblioteca. Lo que más me gusta de leer es que es una manera de vivir otras vidas, de conocer lugares, personas. Entonces me escapo... Huyo de aquí y me convierto en una ninfa que se enamora de un dios griego y vivo un amor imposible; luego soy Penélope, y a veces Helena. Me enamoro de Sigfrid y de Sir Gawain y de Tristán. Durante esas horas, la vida tiene colores intensos en lugar del gris que usualmente la tiñe.

    Algunas veces al año viene un vendedor a la puerta del castillo que trae algunos libros o códices para ofrecerme, la mayoría de los cuales ya he leído. Sin embargo, siempre encuentro alguno desconocido. A veces, incluso dos.

    Los códices son un conjunto de hojas cocidas, mucho más cómodas de leer que un pergamino, y mucho menos costosos; el pergamino solamente se usa para ediciones de lujo. Para mucha gente de la aldea se trata de un gasto inútil y frívolo, pero no pretendo que lo entiendan. Los libros son muy costosos debido a los ornamentos, que los encarecen mucho. Ordinariamente no los compro porque suelen hacer en libros bellas encuadernaciones de historias clásicas que ya tengo.

    En tales trabajos intervienen orfebres y tallistas. ¡Son encuadernaciones maravillosas: pequeñas obras de arte! Se trata de planos de madera decorados en marfil, o cincelados en plata y oro, engarzados con piedras y esmaltes. Las ilustraciones son fascinantes, perfectas en sus detalles.

    Mis historias preferidas son las de amor: El cantar de los nibelungos y Beowulf. Tristán ---el de Thomas y el de Beroul--- me resulta maravilloso. Trágico, me mantuvo en vilo hasta el final, durante días, y leí ambas versiones al menos tres veces. La Divina comedia, de Dante, me dejó viajando por sus mundos durante semanas. Aterrador y magnífico.

    Cuando consigo algún libro nuevo soy muy feliz por varios días y demoro los finales todo lo que puedo, sabedora de que pasará mucho tiempo antes de poder volver a leer una nueva

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