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La gran estafa de Texas: Serie: Fiebre Texana, #2
La gran estafa de Texas: Serie: Fiebre Texana, #2
La gran estafa de Texas: Serie: Fiebre Texana, #2
Libro electrónico378 páginas8 horas

La gran estafa de Texas: Serie: Fiebre Texana, #2

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Un romance contemporáneo de segundas oportunidades.

Sólo una persona en Oak Groves se alegra de ver a Nikki Logan, la chica mala, de vuelta en la ciudad...
La gran estafa de Texas

El soltero más deseado de Oak Groves, Jett Avery, vive según una serie de reglas sencillas, e involucrarse con una mujer complicada no es una de ellas. Lo aprendió por las malas hace dos años, cuando pasó una de las noches más increíbles de su vida con Nikki Logan, pero luego ella se largó de la ciudad para no volver a ser vista, hasta ahora. Quizá haya llegado el momento de romper una de esas reglas...

Recogiendo los pedazos de su vida, Nikki está de vuelta en Oak Groves, cara a cara con el único hombre que se esforzó por olvidar. Pero tiene sus razones para estar aquí, y entre ellas no está la de acabar en la cama con Jett. Sobre todo porque él nunca la perdonará cuando descubra la verdad de por qué ha vuelto...

Opiniones positivas sobre «Un amor tan grande como Texas» de KC Klein

«Apasionante, descarnada y de ritmo rápido... con un héroe honorable y de sangre caliente que hace que a todas las mujeres les tiemblen las rodillas». Diane Whiteside.

«Un héroe torturado, un amor que desafía la distancia y el tiempo... un libro difícil de olvidar». Cat Johnson.

IdiomaEspañol
EditorialKC Klein
Fecha de lanzamiento3 nov 2021
ISBN9781667416748
La gran estafa de Texas: Serie: Fiebre Texana, #2

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    La gran estafa de Texas - KC Klein

    Capítulo Uno

    Nikki aflojó el agarre del volante y se levantó las gafas de sol para limpiarse el sudor bajo los ojos. Hacía calor. Y no se trataba de un calor pegajoso de mitad de verano, sino de un calor de conducir por el estado más grande de la nación, sin aire acondicionado y en medio de una ola de calor.

    Al menos, el equipo de música de su coche funcionaba. Bueno, lo había hecho antes de que la emisora se apagara y se escucharan los sonidos estridentes de Allen Jackson. Odiaba la música country, demasiado predecible. Le recordaba aquel chiste malo: ¿cómo suena una canción country interpretada al revés? Un hombre cantando I got my dog back, got my house back, got my wife back.

    Nikki pulsó el botón de búsqueda y, con disgusto, lo apagó todo. Antes de hacer el viaje, había tenido la opción de poner a punto su Toyota de 200.000 kilómetros o comprar un nuevo equipo de música. Había optado por lo segundo. En ese momento, conducir más de mil kilómetros a través del gran estado de Texas, con nada más que los insectos en su parabrisas y sus locos pensamientos en la cabeza, fueron motivo suficiente para que ella gastara todo el dinero en una radio. Ahora, mientras observaba obsesivamente cómo bajaba el indicador de gasolina y subía el de temperatura, empezó a cuestionarse su decisión.

    No es que cuestionarse a sí misma fuera algo nuevo. Su padre solía decirle que nunca había visto a una persona meterse entre la espada y la pared más rápido que a Nikki. La vida tenía su forma de machacarla. La vida tenía una forma especial de tratar a una Logan.

    Se había graduado en la universidad; al menos tenía eso a su favor. Pero eso no quitaba que lo que tenía que hacer fuera menos desagradable. Volvía a su ciudad natal, Grove Oaks. El único lugar al que nunca había pertenecido realmente. El lugar del que había huido, en medio de la noche, sin decir adiós. A Nikki le había ido mejor en la gran ciudad, donde nadie conocía su pasado, su familia o su reputación. El anonimato había sido algo bueno.

    Había quemado muchos puentes cuando dejó Grove Oaks. Los incendió y luego les dio la espalda. En retrospectiva, no fue su mejor decisión.

    «Un Logan jamás queda en deuda».

    O al menos eso era lo que su hermano Cole siempre había dicho. Trabajó hasta el hartazgo en el rancho que había heredado cuando sus padres murieron, para asegurarse de que eso era cierto. Pero Nikki no era como Cole. Ella nunca había sido tan noble. Por lo tanto, Nikki tenía una deuda. Y esa deuda no podía obviarse, no podía alejarse de ella. Había números rojos en su libro de cuentas, y era hora de pasar al negro.

    Así que volvió a la ciudad de calles estrechas y mentes aún más estrechas, con nada más que un utilitario rojo lleno de ropa sucia y un diploma recién impreso que certificaba que era lo suficientemente competente para ser la contable de alguien.

    Nikki comprobó el indicador kilométrico que pasaba y adivinó cuánto le faltaba para llegar al surtidor. Tenía menos de doce dólares en la cartera y suficiente calderilla en el posavasos para comprar un taco en el autoservicio, así que había acortado el viaje.

    «Veinte kilómetros hasta la siguiente salida».

    Sí, tal vez demasiado cerca. Los siguientes kilómetros sólo estaban poblados por conejos y cactus. Su único contacto con la civilización era el teléfono móvil que estaba en el asiento de al lado. Por supuesto, dicho teléfono estaba muerto, por cortesía de la compañía telefónica, que exigía el pago de más de tres meses antes de restablecer el servicio. Pero el 112 seguía siendo gratuito, ¿no?

    Nikki se apartó el pelo, ahora mojado, de la frente, y se quitó la camiseta blanca de tirantes. El indicador del salpicadero, parecido a un palillo, subió un poco y se quedó justo por debajo de la zona roja. Nikki suspiró y puso la calefacción al máximo para evitar que el coche se sobrecalentara. El sudor goteaba por el canal entre sus pechos como un helado abandonado al sol. Nikki exhaló su respiración por la camisa mientras su coche seguía devorando las dobles líneas blancas que se extendían por el pavimento. Parecía como si hubiera estado persiguiendo esas líneas paralelas y el serpenteante asfalto durante mucho tiempo, sólo para volver al lugar donde había comenzado: su hogar.

    Hogar era el espacio abierto del sur de Texas. El mismo espacio abierto que había sentido que se cerraba sobre ella cuando se marchó.

    Nikki observó la forma en que el adorno del coche, que colgaba del espejo retrovisor, esparcía prismas de luz de colores por el salpicadero, como si se tratara de una persecución a gran velocidad.

    ¿Cuándo dejarás de perseguir el arcoíris, Nikki querida?

    Su madre siempre había tenido facilidad de palabra.

    He terminado, mamá. No más arcoíris para mí.

    Sí, había terminado, sobre todo porque los únicos arcoíris que quedaban en su vida eran los que salían de un cristal opaco y polvoriento que colgaba de su espejo retrovisor.

    Capítulo Dos

    Jett abrió la puerta de la cafetería y respiró profundamente al sentir el aire acondicionado, la frescura era un dulce respiro de la espesa humedad que succionaba los pulmones y agotaba las ganas de salir de la cama por la mañana. Por supuesto, algunas personas no considerarían que la una de la tarde aún es por la mañana. Pero era difícil despertar el deseo de ver el amanecer oriental cuando sólo había conseguido llegar a casa a las dos y media de la noche anterior.

    Se quitó el sombrero y enganchó las gafas de sol a su camisa ya humedecida. Sus ojos se adaptaron a la luz tenue del interior y distinguió a los clientes habituales que consideraban Hal's Eats su lugar para desayunar o almorzar, dependiendo de a quién preguntara. No es que Hal fuera el dueño del local —no lo había sido desde que él era un niño—, pero así eran las cosas en Grove Oaks: nada había cambiado.

    —Oye, Jett —llamó un hombre mayor, cuyas gafas de montura oscura destacaban en contraste con la seda acerada de su pelo. Le hizo un gesto a Jett para que se acercara a su mesa.

    —¿Viste el partido de anoche?

    Jett levantó la mano para detener la conversación

    —No, Jim, y no te atrevas a decírmelo. No llegué a ver el partido, pero tengo la sección de deportes aquí mismo. —Se palmeó el papel doblado bajo el brazo.

    —Voy a leerla mientras tomo café y me como una tortilla.

    —De acuerdo —Jim se rió.

    —No te lo voy a estropear.

    Con una sonrisa y un apretón de manos, Jett se dio la vuelta y se dirigió hacia su mesa del fondo, deteniéndose por el camino para saludar a algunos de los otros clientes, a su cuñado, al presidente del consejo escolar y a un antiguo vecino. Jett colgó su sombrero en el perchero. Por costumbre, pasó la mano por la mesa pulida. No es que Greg, el actual propietario, no dirigiera un local en buen estado, pero a Jett le gustaba la sensación de seguridad. Nunca se es demasiado cuidadoso.

    —Hola, pastelito —dijo Ginger con un acento tejano azucarado.

    Jett se sentó y lanzó su mejor sonrisa del día a la camarera de pelo azul y apretado, cuya sonrisa empujaba su piel en finas hileras de arrugas.

    —Ah, Ginger. —Suspiró con fuerza.

    —Si sigues llamándome así, voy a empezar a pensar que vas en serio con lo de querer que me deshaga del viejo Ted y me escape contigo.

    Las arrugas en el rabillo de los ojos no le restaron brillo mientras le lanzaba un guiño descarado.

    —Di la hora y el día, Ginger, y allí estaré.

    Le devolvió el guiño.

    —Te gusto porque hago el mejor café.

    —¿Recién hecho? —Señaló con la cabeza la cafetera que tenía en sus manos.

    —Para ti siempre, pastelito —dijo ella mientras hacía malabares con los cubiertos enrollados, la taza y la cafetera con la facilidad que sólo podían dar los años de camarera.

    Jett había crecido en Grove Oaks, nunca había deseado vivir en otro lugar. Había una razón por la que había establecido su hogar lejos de la ostentación y el ruido de la gran ciudad. Podía relacionarse con los personajes de la escena política, lo cual formaba parte de su condición de hijo de un senador, pero eso no significaba que tuviera que dormir en la misma ciudad que ellos. Un hombre necesitaba un lugar en el que pudiera disfrutar de las pequeñas cosas de la vida: la fresca noche a la luz de las estrellas, un largo y lento beso, una buena taza de café como se supone que debe ser: sin crema y azúcar, sólo negro.

    Ginger le sirvió una taza y tomó un sorbo.

    —Perfecto, como siempre.

    Ella soltó un fuerte bufido, pero sonrió de todos modos.

    —Greg te ha visto entrar y ya tiene el desayuno preparado. —Señaló con la cabeza hacia el periódico doblado.

    —Menudo juego, ¿eh?

    —Ginger, calla esa bonita boca que tienes. No me lo estropees ahora.

    —Como quieras… Por su parte, Ginger arqueó una ceja y se marchó con sus pasos rápidos, sirviendo a dos clientes en el camino.

    Jett alisó el periódico y ojeó los titulares del partido de los Rangers de anoche.

    —Justo el hombre que buscaba —dijo una voz grave por encima de su cabeza.

    ¿Era realmente tan difícil leer el periódico con tranquilidad? Pero Jett se cuidó de controlar sus rasgos antes de levantar la vista. La opinión pública importaba, y como siempre decía su padre, trata cada año como si fuera un año de elecciones.

    —Alcalde. —Jett levantó su taza en señal de saludo cuando el hombre más grande se apretujó en la cabina frente a él, haciendo que la mesa se desplazara para acomodar una barriga crecida por el tocino, y Jett estaba seguro, cantidades significativas de lúpulo de cebada.

    —No estaba seguro de que estuvieras por aquí este fin de semana. He oído que has estado volando a Las Vegas por asuntos de tu padre.

    Los viajes a Las Vegas no habían sido por su padre, habían sido personales. Pero llega un momento en que hay que cortar por lo sano. Jett sacudió la cabeza.

    —No voy a volver a Las Vegas en breve.

    —Bien. Bien —dijo el alcalde.

    —He oído hablar muy bien de lo que usted y su familia están haciendo por la ciudad. Intervenir y salvar el Club de Niños y Niñas después de los recortes presupuestarios ha sido un gran acierto por tu parte…

    El hombre mayor se limpió la cara sonrojada, colocando su peinado en su sitio. Jett asintió y sonrió. La madre de Jett pretendía que la donación se destinara al Rotary Club de la ciudad, pero Jett tenía debilidad por los niños desamparados. Además, era imposible que esta conversación se refiriera al Club de Niños y Niñas, pero había que mantener la imagen y la cortesía. Así era la política.

    —Me alegro de que lo apruebe, alcalde. Mi familia se dedica a hacer lo mejor para Oak Groves.

    —Bien. Bien. Me alegro de oír eso. —Balanceó la cabeza de forma enérgica, haciendo que la carne suelta alrededor de su cara se agitara.

    —Porque quería pedirte un favor.

    «¿Acaso no lo hacen todos?». Jett llamó la atención de Ginger mientras se acercaba con su desayuno. Levantó un dedo, indicando que esperara un momento. Para su fortuna, la camarera mayor no se inmutó, sino que se volvió y colocó su plato bajo las lámparas de calor naranja.

    Jett tomó un sorbo de café para ocultar su suspiro.

    —No estoy en posición de conceder favores, Carl. Para eso eligieron a mi padre.

    Puede que su familia se dedicara a la política durante años, pero a Jett la familia le dejaba un sabor de boca amargo: demasiados tratos nocturnos y apretones de manos de hombres ricos para que Jett siguiera creyendo en el sistema. La política era un lío, y a él le gustaba que su vida fuera sencilla.

    —Necesito entrar en el gran evento de caridad de este fin de semana.

    —Te equivocas de persona, alcalde. Yo no dirijo esos eventos. Sólo aparezco con un esmoquin y una sonrisa…

    Sólo había unos pocos requisitos para contentar a su padre, y al fondo fiduciario de Jett. El encanto de los senadores y, sobre todo, de sus esposas, en las fiestas no era un precio demasiado alto para una vida de lujo y ocio.

    —Pero sueles aparecer con una chica guapa del brazo. Beth ha estado preguntando por ti.

    —¿Beth?

    Pero Jett sabía a quién se refería Carl. La hija del alcalde era una devoradora de hombres en dos patas. Era inteligente, hermosa, impecable y rubia, con bolsos de diseño que siempre hacían juego con sus zapatos. Sería la perfecta esposa de la alta sociedad. El único problema era que ponía nervioso a Jett. Sabía de buena tinta que ella se moría por subir al siguiente peldaño de la sociedad.

    Jett sonrió, pero sólo con los labios.

    —Estoy seguro de que Beth podría conseguir su propia cita para el evento. ¿No está con, cómo se llama, ese petrolero?

    Jett sabía exactamente con quién salía Beth: con el senador Roberts, que le triplicaba la edad y estaba casado, pero si su padre podía olvidar ese pequeño detalle, Jett suponía que él también podría hacerlo.

    Carl sonrió. Y eso era lo que ocurría con Carl. Cuando sonreía, una persona veía a su hermano, a su mejor amigo, al vecino de enfrente. Carl tenía tan claro el «soy un tipo normal» que a veces Jett se olvidaba de que estaba hablando con un político.

    Algo que nunca debía olvidar.

    Jett había aprendido que, para sobrevivir sin que el diablo reclamara su alma, tenía que vivir según una serie de sencillas reglas: salir sólo con una mujer a la vez y dejar en paz a las casadas, no mezclar nunca el whisky con el tequila, pescar los domingos por la mañana era lo más cerca que un hombre podía estar de Dios, y nunca, jamás, enemistarse con una persona que algún día sería un muy buen aliado.

    No sería tan malo que el alcalde le debiera un favor; uno nunca sabía cuándo la palabra amable de un alcalde o una mirada repentina en otra dirección le resultarían útiles.

    Pero no se atrevería a llegar a este acuerdo a ciegas. El gran hombre quería algo más que una cita para su hija, y Jett no regalaba favores tan fácilmente.

    —Hay un «pero» que aún no has dicho al final de esa frase, Carl. Sólo que no estoy seguro de cuándo vas a decirlo.


    Carl asintió. No era culpa suya que pareciera un toro; simplemente estaba hecho así. Jett sabía que tenía un cuello en algún lugar bajo los pliegues de la barbilla y la anchura de los hombros. Sólo que no estaba seguro de que nadie lo hubiera visto nunca.

    —El viejo Harry lleva años dándome la lata para que me retire. Necesito cubrir el puesto de sheriff y esperaba que un Avery pudiera ayudarme.

    —No estoy seguro de que mi padre renuncie a un puesto en el Senado para convertirse en sheriff.

    Carl sonrió.

    —Pensaba más bien en su hijo.

    Jett perdió repentinamente el interés en la conversación, su mente se centró en los huevos que se enfriaban y las tostadas de trigo que se empapaban.

    —No tengo ningún interés en presentarme a un cargo. Especialmente uno que haga trabajar tanto a un hombre.

    Pero debió de haber algo en la forma en que Jett pronunció su «no» que hizo dudar a Carl.

    —Todo lo que pido es que lleves a Beth al evento. Escucha lo que tiene que decir. Tengo el don de apoyar al caballo ganador, y tengo un buen presentimiento sobre ti. ¿No dije que tu padre ganaría?

    Sin esperar respuesta, el alcalde se deslizó fuera del banco mientras Jett levantaba su café.

    —Esto va a funcionar, ya verás. Beth hace un excelente pan de plátano y nueces. Le diré que te deje un poco en tu casa… —Carl volvió a enganchar la hebilla del cinturón ancho alrededor de su cintura.

    Jett suspiró, no tan optimista como Carl. Pero Beth, gracias a Dios, tenía la mirada de su madre, lo que hacía más llevadera la actitud de Carl.

    Con una palmadita en la espalda, Carl se paseó por el pasillo y salió de la cafetería.

    Ginger se apresuró a traer el desayuno de Jett. Lo siento, pastelito, le habría pedido a Greg que te hiciera otro, pero nos pilló la hora del almuerzo.

    —No hay problema… Podría manejar los huevos fríos. Podía manejar a Carl. Y seguro que podía manejar a Beth. Había una regla para salir con mujeres como ella: manos fuera. No tenía sentido cargar con una disputa sobre la paternidad y una prueba de ADN obligatoria. Había oído hablar de mujeres que rebuscaban en la basura del hotel en busca de condones usados a la mañana siguiente. En otro tiempo no habría sido tan cínico, pero ya no. Todo el mundo quería algo.

    No, simplemente la sacaría, trataría de no comprometerse y se comería su pan de plátano y nueces. Había oído que era bueno, pero nunca había tenido el gusto de probarlo.

    Mordió su otrora perfecta tortilla de claras de huevo, ahora un poco seca. La puerta principal sonó, y tras años de evaluar a personas de ambos bandos, levantó la vista.

    Su tenedor se detuvo a mitad de camino hacia la boca.

    Desgraciadamente, tardó un instante en cerrar la mandíbula, tragar y devolver el tenedor al plato. Nadie se dio cuenta. Todos los demás estaban mirando la puerta del restaurante. O más exactamente, a la persona que había entrado como si fuera la dueña del lugar.

    Nikki Logan. O al menos un demonio que se parecía mucho a Nikki. Pelo negro azabache con reflejos cobrizos, flequillo lo suficientemente largo como para poder apartarlo de la cara, cosa que hizo, haciendo que recordara otro gesto completamente inapropiado. Una camiseta blanca y mojada, un sujetador negro debajo, unos pantalones vaqueros bajos y unas piernas fuertes y bronceadas que parecían dispuestas a correr un kilómetro o a estrujar a un hombre hasta la muerte.

    Tenía fama de ambas cosas.

    Nikki dejó caer una bolsa de lona junto a sus pies y se desprendió de unas gafas increíblemente grandes que parecían de Hollywood. La observó escudriñar a la multitud fascinada. En todo el restaurante, las tazas estaban quietas, los tenedores estaban detenidos a medio camino, ni un solo ruido de platos rompía la calma.

    Basura blanca, libertina y sexy como el demonio, todo eso era lo que había oído de Nikki. Y estaba seguro de que ella veía todas esas acusaciones en las miradas de la gente del pueblo. Pero para crédito de Nikki, ella sonrió y asintió a cada par de ojos mientras miraba alrededor del comedor.

    —Mi coche se ha estropeado. —Ella agitó la cabeza en un perfecto movimiento de estrella de cine por el que él apostaría el cargo público de su padre que ella había practicado.

    —Esperaba encontrar algo de ayuda.

    El silencio se extendió. Jett se consideraba un caballero sureño hasta la médula, pero ni siquiera él saltó inmediatamente a su rescate. Y debería haberlo hecho. Era la hermana de su mejor amigo; le debía a Cole al menos eso.

    Pero las cosas nunca estaban claras cuando se trataba de Nikki, y había una parte de él que creía que la venganza se servía mejor fría. Aunque tardara más de dos años en ver el resultado.

    Su vida era ordenada y limpia. Y aunque estuviera de acuerdo con el término «sueño húmedo» en lo que se refería a Nikki, no tenía espacio en su vida para un choque de trenes andante.

    Sí, tal vez no era tan malo que Nikki sufriera un poco, Jett tenía experiencia de primera mano con ella y podía añadir otro adjetivo a la larga lista que seguía a su nombre.

    Nikki, una auténtica, licenciada en… romper corazones.

    Capítulo Tres

    Jett supo exactamente el momento en que Nikki lo vio porque ocurrieron dos cosas. Una cálida y abierta sonrisa dibujó sus rasgos, transformando su rostro en el de la joven que había conocido años atrás. Y su estómago se tensó como si acabara de recibir una invitación, un pensamiento que escupió de su mente como lo haría con un chicle que hubiera perdido su sabor.

    Nikki se pavoneó por el pasillo como si estuviera caminando por una alfombra roja rodeada de paparazzi. Caramba, parecía un sueño húmedo. No era su sueño húmedo, por supuesto —apreciaba a las mujeres un poco más arregladas y mucho más maduras—, pero estaba seguro de que esa noche adornaría las fantasías de alguien.

    Nikki se deslizó en el banco opuesto al suyo sin molestarse en preguntar, como siempre había hecho.

    —Hola, —dijo ella, sin rastro de acento tejano. Él se preguntó cuánto duraría aquello.

    —Hola. —Su saludo tenía un matiz de desafío.

    Y allí se sentaron como lo habían hecho una docena de veces antes, como si no hubiera un pasado entre ellos. Como si no hubieran tenido una noche de sexo extremadamente excitante, y él no le hubiera rogado prácticamente que le diera una oportunidad. Pero ahora, con los ojos azul verdoso emborronados con delineador negro y la actitud de fo***me como una capa de superhéroe, tuvo que preguntarse si ella se acordaba.

    Entonces sus ojos pícaros se suavizaron y sus labios desnudos se deslizaron en una sonrisa sexy que solo Nikki podía lograr.

    Jett sintió que se le tensaba la mandíbula.

    Cada hombre tenía sus cosas, y si Jett salía a beber con los chicos, se etiquetaría a sí mismo como un «hombre de tetas». Decir que era un «hombre de labios» no era suficiente. Pero había algo en una boca desnuda, sin adornos de color o brillo de labios, lista para ser besada, que le hacía querer mordisquearla.

    —¿Me has echado de menos? —Nikki acercó su taza a ella y añadió nata y azúcar. Cogió su cuchillo y removió. Observó cómo su café negro se volvía del color del barro.

    —Como a un cáncer de estómago.

    Ella emitió un leve chasquido.

    —Ah, entonces, pensaste en mí a menudo.

    Jett apretó los dientes, sin apreciar lo cerca que había estado de la verdad. Le llamó la atención y se aseguró de que ella viera cómo su mirada bajaba por su camisa —Cristo, realmente llevaba un sujetador negro— y luego volvía a subir a su cara.

    —Muy elegante, Nik.

    Ella no parpadeó, solo cogió su periódico y escaneó la primera página.

    —Ay, los Rangers han perdido 21 a 7 en la prórroga. Espero que no hayas apostado dinero en ese partido.

    Cogió el periódico y rápidamente encontró el titular: «Los Rangers ganan en la prórroga», —y volvió a tirar el periódico sobre la mesa, cabreado por haberse dejado engañar tan fácilmente.

    Ella se rió.

    Jett conocía esa risa. Era la misma risa que le había hecho pensar que Nikki tenía más corazón de lo que ella había dejado entrever. Ahora ya lo sabía.

    —¿Por qué estás aquí, Nik?

    —Esa es una buena bienvenida, Jett. —Ella se acomodó en la banca como si no le importara, pero Jett sabía que no era así. Colocó el tacón de esos malditos zapatos de plataforma en su asiento, justo entre sus piernas.

    Casi sonrió, casi. ¿Con quién se creía que estaba jugando? ¿Con uno de sus universitarios? En cambio, sacudió la cabeza.

    —Bueno, entonces déjame intentarlo de nuevo. ¿Cuándo te vas, Nik? Me parece que tienes más claro lo de huir que lo de volver a casa.

    Como si los postigos se cerraran en las ventanas, ella parpadeó y sus ojos perdieron esa mirada ardiente. Se incorporó y cogió su tostada, le puso gelatina morada y le dio un mordisco.

    —Me iré pronto. No estaré aquí mucho tiempo.

    —¿Lo suficiente para meterte en problemas?

    Los ojos de ella se entrecerraron, y él se sorprendió a sí mismo al echar de menos la jovialidad del momento anterior.

    —El tiempo suficiente para limpiar mi libro de cuentas.

    Las tripas se le crisparon, pero se negó a que se le escapase la sonrisa.

    —Siempre tuviste la habilidad de deberle a la gente equivocada.

    —¿Y quiénes son las personas adecuadas, Jett? ¿Los Avery? No hay mucha diferencia entre los políticos y los criminales.

    —Esa diferencia, por supuesto, es la ley. Pero todo eso es subjetivo, ¿verdad, Nik?

    Ella se rio y le arrancó un poco de huevo revuelto del plato con los dedos.

    Jett tuvo que apartar la mirada cuando se lamió los labios.

    Ginger se acercó y puso un vaso de agua helada ante Nikki.

    —Aquí tienes, cariño. Parece que necesitas esto. No te preocupes, descansa un poco y Jett te llevará a casa.

    Gracias, Ginger. ¿Por qué todos insistían en poner a Nikki en su regazo? Ella no era su responsabilidad.

    Nikki miró a la mujer mayor y mostró una de sus sonrisas más genuinas.

    —Gracias, Ginger. Eres la mejor.

    Jett no recordaba la última vez que Nikki le había dedicado una de esas sonrisas. No es que le importara. Solo le molestaba no poder recordar la última vez. O tal vez sí, y simplemente no quería recordarlo.

    Jett observó cómo la mirada de Nikki se centraba en la mesa que tenían enfrente. La cara contraída y la mirada rencorosa de la señora Burns eran difíciles de ignorar, pero la mirada lasciva de su marido era aún más difícil, con la boca abierta y la mirada vidriosa.

    Una sombra de algo parpadeó en la cara de Nikki. En otra persona lo habría llamado dolor, pero en Nikki uno nunca podía estar seguro. Luego desapareció, su barbilla se levantó y sus ojos adoptaron una expresión que nunca fue un buen presagio ni para el hombre ni para el diablo.

    Nikki lanzó una mirada de soslayo a la anciana, se volvió hacia el señor Burns y le lanzó un beso húmedo y sexy que habría enorgullecido a Marilyn Monroe.

    El sonido que salió de la señora Burns podría haber hecho aullar a los perros en una noche sin luna. Se levantó y arrastró al Sr. Burns por el brazo, sin detenerse siquiera a pagar la cuenta.

    Jett miró la mesa vacía y los desayunos a medio comer. Calculó el extra que pondría en su propina para cubrir la cuenta de la pareja. No era culpa de Ginger que Nikki tuviera los modales de un gato callejero.

    Se tomó su tiempo para volverse hacia Nikki, sabiendo ya lo que vería.

    —¿De verdad?

    Levantó un hombro descuidado.

    —No es mi culpa que su marido sea un pervertido —dijo en torno a un bocado de tostada.

    —Nunca lo es, Nik. Hazme un favor: No hables. No, mejor aún, no hagas contacto visual con nadie más mientras estés en la ciudad.

    —Claro, jefe. —Se quitó las migas de las manos, indicando que había terminado de comer.

    Jett miró su plato y dejó el tenedor. Los restos de su desayuno se habían ahogado en kétchup, se habían deshecho y su café se había convertido en leche con chocolate.

    Miró la mesa vacía que tenían enfrente, y luego volvió a mirar a la mitad niña, mitad mujer que tenía delante. Y no pudo evitar preguntarse cómo demonios se había metido de nuevo en el asunto de la limpiar detrás de Nikki Logan.

    Capítulo Cuatro

    Nikki se subió al asiento del pasajero de la camioneta de Jett y miró a su alrededor. Como era habitual en Jett, el estado era impecable. Ni una capa de polvo ni una moneda huérfana en el portavasos, sólo el olor a cera y cuero. Nikki se tiró de la camiseta, haciendo una rápida comprobación de cortesía,

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