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El largo viaje de los ilustrados: Descubierta y Atrevida, dos corbetas para un sueño (1789-1794)
El largo viaje de los ilustrados: Descubierta y Atrevida, dos corbetas para un sueño (1789-1794)
El largo viaje de los ilustrados: Descubierta y Atrevida, dos corbetas para un sueño (1789-1794)
Libro electrónico560 páginas7 horas

El largo viaje de los ilustrados: Descubierta y Atrevida, dos corbetas para un sueño (1789-1794)

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Una gran gesta de la marina española con un final vergonzoso por la política de Carlos IV y su valido Godoy.

El largo viaje de los ilustrados es el relato novelado de la gran expedición efectuada por la Armada española a finales del sigloxviii, comandada por Alejandro Malaspina a bordo de las corbetas gemelas Descubierta y Atrevida. El viaje, que duró cinco años, tenía por objeto cartografiar las costas y los puertos de América, además de determinar latitudes y longitudes lo más exactas posiblesque facilitaran la navegación y recopilar y estudiar la flora, la fauna y la geología de los lugares donde desembarcaron para enriquecer las colecciones del Real Jardín Botánico y el Real Gabinete de Ciencias Naturales, ambos en Madrid.

La expedición española estaba a la altura de las efectuadas por Cook o La Pérouse, adelantándose cuatro décadas al efectuado por Darwin a bordo del Beagle. Pero, por desgracia, el gran protagonista delviaje, Malaspina, no solo no obtuvo el reconocimiento universal recibido por los anteriores, sino que, además, el fruto de su esfuerzo y el de todos los que participaron en aquel largo viaje tardó en ser conocido ypublicado casi un siglo.

Un gobernante, Manuel Godoy, se ocupó de que así fuera y de que se castigara a Alejandro Malaspina con la retirada de todos los honores recibidos a su llegada, incluido su ascenso a brigadier, y la condena a la cárcel y el destierro,tomando como pretexto una conspiración protagonizada por el marino que tiene más de intriga palaciega que de verdadera conspiraciónpara destituirle. Sic transit gloria mundi.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento9 sept 2021
ISBN9788418832758
El largo viaje de los ilustrados: Descubierta y Atrevida, dos corbetas para un sueño (1789-1794)
Autor

Javier Gumiel Sanmartín

Javier Gumiel Sanmartín (Madrid, 1956). Licenciado en CC.II., rama de Periodismo, por la Universidad Complutense, ha desarrollado su vida laboral en el sector de la banca, ocupando diversos puestos de responsabilidad. Como periodista, ha publicado artículos en Diario Montañés (Cantabria) y en La Verdad (Murcia), periódico para el que elaboró, durante dos meses, suplementos monográficos sobre diversos temas. Colaboró en todos los números publicados por la desaparecida revista Cuadernos de Humor, en la que publicó, además, algún relato corto. Asimismo, colaboró asiduamente en una revista dirigida a empleados de la entidad bancaria para la que trabajaba, en su mayoría de tinte humorístico. Otra revolución frustrada es su tercera novela publicada tras La sangre de Caín y Los demonios de la historia. Las tres forman la trilogía del «Sexenio Democrático», que retrata, de forma novelada, los sucesos históricos ocurridos en España desde los años finales del reinado de Isabel II hasta el comienzo de la Restauración (1874). Además, también tiene publicado un libro de relatos titulado Lecturas para el metro, que recoge veinte relatos breves de diferente temática, en gran parte en clave de humor.

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    El largo viaje de los ilustrados - Javier Gumiel Sanmartín

    Prólogo

    No recuerdo cuándo tuve conocimiento, por primera vez, de la expedición comandada por Alejandro Malaspina, pero sí recuerdo haber pensado cómo era posible que tal gesta permaneciera oculta en gran parte para nuestro pueblo, si exceptuamos algunos eruditos.

    Cuando decidí novelar este glorioso hecho de la Marina española y comencé a documentarme, comprendí cuál era la razón de semejante silencio historiográfico en comparación con los viajes de James Cook o Jean François de la Pérouse, inglés el primero y francés el segundo, cuyos viajes, aunque efectuados muy pocos años antes, son comparables con el de Malaspina, aunque no goce de la misma merecida fama que los anteriores. Fueron las intrigas palaciegas y la soberbia de un personaje como Manuel Godoy, celoso de su poder e influencia en la corte, los que lograron encarcelar, manipulando a los reyes en un proceso que, en circunstancias normales, nunca debió de producirse, y paralizar, condenándolos al desconocimiento, los trabajos de recopilación de la copiosa información acumulada durante los cinco años que duró el viaje, pendiente en su mayor parte de clasificación y redacción para su posterior publicación.

    No deja de asombrar, pasados más de dos siglos, la exactitud de las mediciones efectuadas, teniendo en cuenta los medios técnicos de los que se disponía, y la determinación de las coordenadas geográficas de los lugares visitados, efectuadas con rigor y con la finalidad de servir a los navegantes que los siguieran. En este sentido, hay que hacer notar que las longitudes que se reflejan en los datos de la expedición están referidas al meridiano cero, situado entonces para la Marina española en el Real Observatorio de Cádiz, y que, lógicamente, presenta una desviación al oeste con las actuales de 6° 17’ 06", que no es otra que la longitud oeste de la ciudad de Cádiz con respecto al meridiano de Greenwich, considerado universalmente, desde 1884, como el meridiano cero, aunque Francia siguió utilizando durante algún tiempo más el de París como el meridiano cero para sus navegantes. He procurado referirme más a latitudes, pero cuando lo he hecho a longitudes, las he calculado con arreglo a las actuales, referidas a Greenwich, para mejor localización del lector interesado —ruego disculpas si he cometido algún error—.

    La primera publicación y noticia amplia de la expedición de Malaspina se efectuó casi cien años después, en 1885, bajo el título Viaje político-científico alrededor del mundo por las corbetas Descubierta y Atrevida, al mando de los capitanes de navío D. Alejandro Malaspina y D. José Bustamante y Guerra, desde 1789 a 1794, por el teniente de navío Pedro de Novo y Colson.

    En su introducción histórica, este marino y académico correspondiente de la Real Academia de la Historia escribe: «¡Es triste considerar que el inapreciable tesoro de gloria y ciencia cosechado en esta expedición ha permanecido oculto cerca de cien años, a causa de la venenosa política que asomó su cabeza de Medusa; recordar que aquel tesoro estuvo condenado a desaparecer, a ser destruido por odio o envidia a un hombre eminente y tocar como resultado de este anatema que no solo los extranjeros, sino los españoles, poseen una muy vaga idea de la notabilísima expedición, y también ideas vagas de su importancia, solo por presentimiento o por lo que han escuchado a algún erudito!».

    Con lo anterior está todo dicho.

    Primera parte

    Un hombre puede imaginar cosas que son falsas,

    pero solo puede entender cosas que son ciertas.

    Isaac Newton (1643-1727)

    1.

    Una proposición irrechazable

    11 de noviembre de 1788

    Se ajustó bien las medias a la pierna, cerciorándose de que no le hacían ninguna arruga y quedaban bien marcadas sus pantorrillas bien formadas. Tras ello, se puso la camisola y los calzones, de color marrón, abrochando las hebillas de las jarreteras para ajustar la pernera bien a la pierna por debajo de las rodillas. Se ajustó la chupa, en un tono beige a juego con el resto de su atuendo, abrochando los botones que quedaban por debajo de la guirindola, dejando ver bien las chorreras de la camisa. Tomó una de las dos casacas que tenía en su guardarropa, precisamente la más vistosa, de color verde olivo con ribete plateado, bien conjuntada con la chupa y los calzones con que había decidido vestirse y, tras ponérsela, se la ciñó bien al cuerpo tirando suavemente con ambas manos de la tela a la altura del pecho. A pesar de que lucía grandes y vistosos botones hechos con hilo plateado y ojales a ambos lados de la abertura frontal, estos no tenían más que una función decorativa. Por último, se calzó unos zapatos de piel en tono marrón y sin ningún adorno, los mejores que tenía y que, a pesar de estar muy usados, los había lustrado tanto que lucían como nuevos.

    Antes de mirarse al espejo, se colocó cuidadosamente la peluca, sencilla y corta, con un par de altos bucles laterales y una coleta anudada por un lazo de raso negro, ocultando su propio pelo, no demasiado largo y rubio, recogido atrás dentro de una bolsa de seda negra anudada con dos cintas. No le gustaba llevar peluca, pero pensaba que, de alguna manera, la ocasión lo requería; no solo iba a acudir a una importante cita en la que creía obligada la etiqueta, sino que además quería causar buena impresión.

    El espejo le devolvió su imagen esbelta y acicalada, lo que le satisfizo totalmente con dos pequeños toques en su atuendo y colocando su reloj en uno de los bolsillos de la chupa, sujeto por una cadena de plata a uno de los botones.

    Antes de salir de su habitación, se puso la capa, una prenda imprescindible en el otoño madrileño, y se caló el tricornio de fieltro negro. Se contempló una última vez en el espejo, satisfecho de su apostura, y acercó el rostro al tiempo que se pasaba los dedos por las mejillas para comprobar su perfecto afeitado y que no eran excesivas las ojeras que enmarcaban sus ojos azules. Salió de su habitación, encontrándose en el pasillo con la dueña de la casa en que tenía su hospedaje desde hacía casi dos años, que alabó con gentileza su figura y buena planta.

    Ya en la calle de la Magdalena, junto a la plazuela de Antón Martín, giró a la izquierda para seguir por la calle de Atocha. A la altura del convento de la Magdalena extrajo del bolsillo de su chupa el reloj y consultó la hora; era temprano aún y decidió aminorar el paso. Miró al cielo, totalmente cubierto de nubes oscuras que presagiaban lluvia, y sintió cierta inquietud porque le descargara en el camino, desluciendo su aspecto; aun así, decidió correr el riesgo y no precipitar el paso para no tener que esperar en las cercanías del palacio para hacer tiempo antes de entrar.

    Le había sorprendido la llamada de alguien tan principal como don Antonio Valdés y Fernández Bazán, secretario de Estado del Despacho Universal de Marina e Indias. No era capaz de adivinar qué podía querer un personaje tan encumbrado de alguien como él, un modesto capitán de infantería veterano de guerra en Norteamérica, donde había combatido contra los ingleses entre 1779 y 1781 al mando del gobernador de Luisiana, Bernardo de Gálvez y Madrid. Había sido una gran experiencia aquella, dificultando la lucha de las tropas inglesas para hacer frente a la sublevación de sus trece colonias, que había finalizado en 1783, con el Tratado de París, por el que había tomado carta de naturaleza una nueva nación: los Estados Unidos de América. Se sentía satisfecho de haber aportado su granito de arena a aquel alumbramiento, más por perjudicar a los ingleses que por beneficiar a España.

    Atravesó la Puerta del Sol, por la que se movía un gran gentío a aquella hora de la mañana, para continuar por la calle Mayor, dejando a su izquierda el convento de San Felipe el Real, con una lonja muy espaciosa construida para salvar el desnivel entre las calles Mayor y Correo, conocida en todo Madrid como «gradas de San Felipe», y que no era otra cosa que uno de los tres mentideros de la capital, quizá el más famoso de ellos. Hizo un gesto para alejar a tres golfillos que le imploraban una limosna y pensó, con fastidio, que Madrid era un hervidero de menesterosos que interrumpía a cada momento cualquier paseo. Volvió a consultar su reloj y vio alarmado que faltaban apenas quince minutos para las diez y media de la mañana, por lo que aceleró el paso para llegar cuanto antes a las proximidades del Palacio Real, construido sobre el solar del antiguo Real Alcázar, destruido por un incendio hacía poco más de cincuenta años, en 1734.

    Tras el descenso por la calle Mayor, contempló la fachada del impresionante edificio, cuya construcción había acabado cuando él apenas contaba un año. Tras identificarse ante el cuerpo de guardia como capitán y decir que había sido citado en palacio por el secretario de Estado de Marina e Indias, se le franqueó la entrada y se le indicó una puerta lateral a la que había de dirigirse. Allí, nuevamente, hubo de identificarse y un teniente de la guardia real consultó un libro de registro donde figuraba su nombre, don Diego de Espinosa y Acevedo, junto a una hora y la persona que lo había citado.

    Tras una corta espera, un criado de palacio, vestido de librea, le condujo por un laberinto de pasillos y estancias hasta detenerse ante una doble y lujosa puerta, a la que llamó antes de abrir y anunciar la visita. Tras obtener permiso, el criado se hizo a un lado y le invitó a pasar, haciéndose cargo de su capa y su sombrero con una medida reverencia, cerrando tras él.

    De detrás de una gran mesa de madera tallada, atestada de legajos, salió don Antonio Valdés, que cruzó la habitación a grandes zancadas para recibirle con una cordialidad y deferencia que sorprendió al capitán Espinosa. Era un hombre entrado en la cuarentena, alto y con un porte apuesto, con la frente muy despejada, lo que hacía intuir una pronunciada calvicie bajo la peluca; su rostro estaba totalmente afeitado y su mirada era cálida e inteligente, luciendo una gran sonrisa entre sus finos labios. Vestía una elegante casaca negra ribeteada en dorado, a juego con la chupa en tono naranja, abotonada, bajo la guirindola, con botones también dorados; los calzones eran igualmente negros, que, sobre las medias blancas, acentuaban su esbeltez. Remataban el conjunto unos elegantes zapatos de charol adornados con una hebilla dorada en el empeine.

    El secretario de Estado de Marina e Indias le tendió cordialmente la mano ignorando los usos militares, lo que le desconcertó aún más, no sabiendo cómo debía comportarse ante aquella muestra de deferencia inesperada por parte de alguien que ocupaba uno de los puestos más altos en el escalafón militar y en el político. Con gran inseguridad, estrechó suavemente la mano que se le tendía en posición de firmes y con una marcada inclinación de cabeza que indicaba su posición castrense y social inferior.

    —Es un verdadero placer conocerle, capitán —le recibió deferente, sin que sonara impostado, al tiempo que le tomaba del brazo e indicaba un par de butacas tapizadas en terciopelo rojo para tomar asiento.

    Espinosa permaneció en silencio al no saber qué responder, totalmente perplejo por aquel recibimiento que no sabía cómo interpretar y se limitaba a sonreír y dejar hablar a su superior, aun a riesgo de pasar por estúpido.

    —Supongo que le habrá sorprendido mi llamada, don Diego —continuó Valdés una vez se sentaron—, pero pronto sabrá la razón. Antes permítame ofrecerle un fino de Sanlúcar de Barrameda. ¿Lo conoce usted, capitán? Me aficioné a tomar una copa a media mañana en mi etapa como guardiamarina en Cádiz y, siempre que he podido, he sido fiel a tal costumbre.

    —No tengo el gusto, excelencia, pero será un placer acompañarle.

    —¡No se arrepentirá, capitán! Solo lamentaré darle a conocer tal costumbre y que en la dura vida militar no pueda satisfacerla —rio contenidamente, a lo que Espinosa correspondió con una amplia sonrisa.

    Hizo sonar una campanilla y, por una puerta lateral, entró un asistente que se cuadró ante el secretario de Estado, atento a sus instrucciones. En tanto el criado servía el vino, acompañado de unas aceitunas verdes, Valdés estuvo comentando banalidades, sin entrar en materia. Una vez servido el vino, el teniente general elevó su copa para brindar con el capitán por el rey y por el progreso de España.

    —Bueno, don Diego —continuó tras el brindis el prestigioso marino—, ha llegado el momento de que le desvele el motivo de su presencia en este despacho. Empezaré por decirle que el mes pasado su majestad ha autorizado la partida de una expedición científica que circunnavegará la tierra y prestará un extraordinario servicio a la Corona. Entre varios candidatos que se han barajado, he tomado la decisión de que usted los acompañe como cronista del viaje y redacte un memorial completo de cuanto vean y del desarrollo de la expedición. —Hizo una pequeña pausa antes de preguntar—: ¿Qué opina de este honor?

    —Agradezco a su excelencia el haber contado con mi humilde persona para tal cometido —respondió Espinosa una vez repuesto de la sorpresa por la proposición que, por otro lado, sabía que distaba de poder rechazar y que más bien era la comunicación de una orden—, pero temo no estar a la altura de lo exigido por el encargo, puesto que mis artes como escritor son más bien escasas, sin que mis méritos como militar las superen en mucho.

    —No sea usted modesto, capitán. En la elección no ha intervenido para nada el azar y sí han hablado en su favor numerosas circunstancias, como es la de haber servido bien al rey en América, como oficial distinguido, y no menos sus crónicas de aquella campaña publicadas a su regreso en el Mercurio Histórico y Político, en las que no solo narró magníficamente los hechos bélicos, sino también sus observaciones meteorológicas, geográficas e incluso botánicas.

    —Le agradezco su opinión al respecto, excelencia, pero fueron redactadas torpemente por alguien poco ducho en la escritura y, si algo tienen de valor aquellas crónicas, es la sinceridad y empeño con que fueron escritas.

    —Es usted excesivamente modesto, don Diego. Leí aquellas crónicas cuando fueron publicadas en 1783 y las he releído antes de tomar mi decisión. Es más, se las he presentado a su majestad para recabar su opinión y ha coincidido conmigo en la autenticidad y calidad de su redacción.

    —Si su majestad y su excelencia coinciden en dotar de algún mérito a mis escritos, no puedo menos de aceptar que estaba en un error al considerarlos de escasa calidad.

    —Bien, una vez puestos de acuerdo en sus merecimientos, pasemos al cometido que se le encarga. Viajará con una cédula real que le acredita como enviado por su majestad para redactar una memoria del viaje en todos sus aspectos, más allá de las que redacten los capitanes de los buques y los científicos que participarán en la expedición respecto a sus cometidos y disciplinas. En esa memoria, pondrá especial énfasis en algunos aspectos que le indicaré en su momento. En su misión, no hará valer su condición de capitán de infantería y se supeditará a las órdenes que reciba de cualesquiera oficiales de la armada en lo tocante a la navegación, así como a los oficiales de infantería de la armada en lo relativo a los enfrentamientos que puedan tener en tierra.

    »Solo hará valer su condición, conocida exclusivamente por los dos capitanes al mando de los buques y de la expedición, don Alejandro Malaspina y don José de Bustamante, en caso de extrema necesidad para la culminación del viaje. ¿Alguna pregunta, don Diego?

    —No, excelencia, salvo cuándo he de partir y dónde he de reunirme con la flota.

    —Veo que no conoce muy bien los términos marineros —respondió Valdés con una sonrisa—, pues se trata simplemente de dos buques, no de una flota. En cualquier caso, aún no se lo puedo decir, capitán, pero se le comunicará con tiempo suficiente para que disponga sus asuntos en la corte. Por el momento, habrá de seguir con sus cometidos habituales como capitán de infantería. Eso sí, no puede revelar a nadie ni su elección ni los preparativos de la expedición hasta que no se le comunique la fecha de su partida.

    El secretario de Estado del Despacho Universal de Marina e Indias dio por terminada la entrevista levantándose de su butaca y acompañando a Espinosa a la puerta, donde le despidió con sincera simpatía. Como a la entrada, tras devolverle su capa y su tricornio, un ujier le acompañó hasta la salida de palacio, donde comprobó con desagrado que había comenzado a llover, lo que contrarió al capitán, que detestaba que se mojaran sus mejores galas.

    Desestimó permanecer en el zaguán de palacio hasta que escampase, se arrebujó bien con la capa, cerrándola cuanto pudo sobre su cuerpo, confiando en que preservara del agua su mejor casaca. Caminaba, con la cabeza baja para evitar que la lluvia y el viento le azotaran en el rostro, con celeridad por la calle de Sacramento hasta desembocar en la calle de Segovia, por la que anduvo un corto trecho hasta desviarse por la calle de Cuchilleros con la idea de comer en la Fonda Española, un establecimiento abierto en 1725 por un francés llamado Jean Botín, que gozaba de un cierto prestigio.

    Se sentó a una mesa en una especie de bodega con paredes enlucidas sobre el ladrillo y encargó una ración de cordero asado, acompañada por una jarra de vino de San Martín de Valdeiglesias. Mientras le servían, recapituló la conversación tenida con don Antonio Valdés. Seguía sorprendiéndole la deferencia que había tenido en su trato con él, pues suponía que los personajes tan encumbrados trataban con distancia y un cierto desdén a los que ocupaban escalones sociales inferiores, máxime cuando existía una dependencia en los grados militares, muy alejados entre el de teniente general que ostentaba Valdés desde aquel mismo año y el suyo de capitán. Quizá, pensó, fuera un signo de los tiempos ilustrados que le había tocado vivir y el mundo fuera mejor y más justo a partir del siglo xviii. Cayó en la cuenta de que el secretario de Estado no le había mencionado los emolumentos que percibiría por aquel encargo y temió que, al no hacerlo, se considerase que su paga como capitán era suficiente estipendio. La sola idea le molestó, pues estimaba injusto que no se considerase como extraordinarios unos trabajos que demandarían de él la permanencia durante muchos meses, varios años posiblemente, embarcado y sin posibilidad de sustraerse ni un solo día de la labor encomendada.

    «Embarcado», solo la palabra le daba escalofríos. No había podido olvidar la desagradable travesía de ida y vuelta a América, con los primeros días soportando un mareo continuo, con la escasez de espacio en la nave y, por tanto, la ausencia total de intimidad; mal alimentado y sufriendo todas las inclemencias del tiempo, temiendo siempre perder la vida en un naufragio cuando las condiciones del mar se hacían adversas. Se había jurado, cuando desembarcó en Cádiz tras su campaña militar en Florida, no volver a embarcar jamás de forma voluntaria. Claro que ahora no lo haría de forma voluntaria, sino cumpliendo las órdenes de sus superiores, que le habían elegido para aquella misión que se le vendía como un gran honor y que, en el fondo, detestaba.

    Un eclesiástico se acercó a su mesa mientras cortaba un trozo de cordero y le saludó con familiaridad:

    —¡Caramba, Diego! Qué alegría verte.

    —Perdone, padre —respondió, al tiempo que se incorporaba educadamente para saludar al recién llegado—, supongo que nos conocemos, puesto que sabe mi nombre, pero en este instante soy incapaz de recordar de qué o de dónde.

    —¿No me recuerdas? —se extrañó el sacerdote—. Soy Íñigo, Íñigo de Santacruz, condiscípulo tuyo en el seminario.

    Tras un pequeño esfuerzo, Diego reconoció a su antiguo compañero del Real Seminario de Nobles de Madrid, donde ambos se habían formado. Aquella institución, fundada al finalizar el primer cuarto de siglo, había sido creada para la educación de los miembros de la nobleza que no iban a la universidad y ordinariamente se empleaban en el servicio del rey, de su corte, en el servicio de armas en sus ejércitos o en la administración del Estado. Era un centro elitista que solo admitía en sus aulas hijos de nobles, en sus diferentes grados, o de militares por encima del grado de teniente coronel. Eso sí, todos ellos debían acreditar fehacientemente estar «limpios de toda mala raza» y de «oficios mecánicos» por ambas ramas familiares, hasta el parentesco de abuelos.

    Diego había ingresado a los siete años, tres años después de la expulsión de los jesuitas¹ de España, que eran los rectores del seminario anteriores a su ingreso; aquella edad era la de acceso por lo general, y tras tres años de estudio en la «escuela de primeras letras», el primero de los niveles educativos, aprendió a leer, escribir, contar, ortografía y gramática española. El siguiente nivel, la «clase de latinidad», le llevó otros cinco años, en los que le instruyeron en poética y retórica, poesía latina y castellana, filosofía y lógica, física general y experimental, matemáticas, historia, geografía, lengua francesa y derecho canónico. En su caso, al haber optado por la carrera militar, su formación fue ampliada en matemáticas, en detrimento de la poética y retórica; así, fue instruido en aritmética, geometría, trigonometría, álgebra, astronomía, mecánica, arquitectura, artillería y náutica, sin descuidar el dibujo militar, perspectiva y fortificación.

    Todo lo anterior lo rememoró en un instante al tiempo que saludaba cordialmente al recién llegado y, como en una revelación, cayó en la cuenta de que todos aquellos conocimientos, tan útiles en una expedición como en la que había sido alistado, habían pesado sin duda en su elección. Además, pensó, coincidió como alumno con el insigne marino Jorge Juan durante tres años, tras su nombramiento como director en 1770, hasta su muerte en 1773, permaneciendo aún cinco años más en el seminario, hasta los quince. El prestigioso marino era el paradigma del español ilustrado e impulsor de múltiples iniciativas científicas, todo un aval, estimó Espinosa, para que se hubieran fijado en él.

    —¿Te molesto? —preguntó cohibido Santacruz—. Te noto ensimismado y quizá tienes importantes reflexiones que atender.

    —En absoluto —le interrumpió—, perdona mi descortesía, solo es que acabo de recordar algo importante y dejado volar la mente. Siéntate, te lo ruego, y compartamos un agradable rato de camaradería en recuerdo de los viejos tiempos.

    —¿Por qué derroteros te ha llevado nuestro Señor? Cuéntame —preguntó su amigo tras encargar lo mismo que había empezado a degustar Espinosa.

    —Pues verás, al terminar mis estudios en el seminario, ingresé en los ejércitos de su majestad y, poco después, con dieciséis años, mi regimiento fue embarcado a Cuba para desde allí pasar a Florida y luchar contra los ingleses. Y tú veo que tomaste los hábitos, algo que no me sorprende, pues siempre manifestaste esa intención desde que apenas teníamos nueve o diez años.

    —Pues sí, ya ves. Ejerzo mi ministerio en el Santo Oficio desde hace dos años.

    —Pero ¿aún queda alguien que pueda ser acusado de judaizante? —bromeó Espinosa.

    —No desde hace algunas décadas, pero no ha desaparecido la necesidad de preservar la pureza de nuestra fe y de velar por la moral pública. Hoy en día, quizá, hay más motivos para ejercer nuestra sagrada misión, pues este, además de ser el siglo de las luces, también lo es de las sombras. Al socaire del librepensamiento y de la iluminación de la ciencia, crecen muchas y peligrosas amenazas a nuestra fe. Hay quien considera que sapere aude, ‘¡atrévete a saber!’, es también errase audeam, ‘¡atrévete a errar!’.

    Errare humanum est. Pero, hablando de moral —quiso quitar trascendencia Espinosa a la conversación—, ahora recuerdo cómo procurabas eludir la hora y media diaria de las clases de baile y música que recibíamos en el seminario.

    —Para mí era hora y media de tortura; la música me gustaba, a pesar de que manejaba el violín de pena, pero odiaba el baile con mis cinco sentidos.

    Siguieron comiendo y hablando de mil temas, saltando de uno a otro y trufándolos de recuerdos comunes, en amena conversación. Al salir del local, quedaron sin comprometerse en que se volverían a ver en algún momento en las próximas semanas para compartir de nuevo un agradable almuerzo antes de encaminarse cada uno a sus ocupaciones.

    Hacía más de una hora que había dejado de llover y Diego de Espinosa caminó tranquilamente con intención de digerir la copiosa comida, camino de su alojamiento, donde tras llegar se encerró en su habitación con intención de dormir una buena siesta.

    Tras despertarse, sobre las seis de la tarde, se vistió con ropas menos formales y se dirigió a la tertulia que tenía en la cercana Fonda de San Sebastián, en la plazuela del Ángel, en el mismo lugar en que había surgido, hacía más de quince años, la tertulia creada por Nicolás Fernández de Moratín y en la que tuvieron asiento Tomás de Iriarte, Samaniego, Jovellanos, Meléndez Valdés y José de Cadalso, entre otros poetas, escritores y dramaturgos españoles de la época ilustrada, algunos de los cuales aún se reunían allí.

    Ya bien entrada la noche, regresó tras una jornada intensa y, si la juzgaba con perspectiva, satisfactoria, a su alojamiento. Ya había asumido plenamente el encargo efectuado por Antonio Valdés, incluido que no podría evitar en modo alguno volverse a embarcar, por lo que se durmió pronto y plácidamente.


    ¹ Con la expulsión de los jesuitas de España, se cerró el Seminario de Nobles, que no se reabriría hasta 1770, siendo nombrado el ilustre marino Jorge Juan para dirigirlo.

    2.

    Muerte de carlos III y proclamación del nuevo rey

    14 de diciembre de 1788

    Le despertaron de madrugada las campanas de Madrid tañendo todas a un tiempo. Era un toque de difuntos, lento y sobrecogedor, anunciando el fallecimiento de alguien principal. Aún no podía saber de quién se trataba, pero pasada una media hora, la patrona llamó suavemente a su puerta para comunicarle que el rey había muerto inesperadamente aquella noche. Le explicó que, tras oír el toque de las campanas, había enviado a su sobrino, un mozalbete que servía en la casa como criado, a la cercana iglesia de San Sebastián para preguntar al párroco y conocer quién era el difunto.

    Diego de Espinosa decidió vestirse inmediatamente con su uniforme de capitán de infantería y acudir al cuartel del Rosario, donde estaba acuartelada su compañía, en la carrera de San Francisco, esquina a la calle del Rosario. No había conocido otro rey, pues cuando nació, en 1763, Carlos III ya llevaba cuatro años ocupando el trono de España. Consideraba que había sido un buen rey que había intentado hacer progresar a su nación y, si de algo se le podía acusar, era de ser un empedernido cazador, pero, hasta donde él sabía, su afición no le había hecho descuidar sus deberes como rey de España.

    La tarde anterior, antes de acudir a su tertulia en la Fonda de San Sebastián, había estado estudiando la documentación recibida aquella mañana a instancias del secretario personal de don Antonio Valdés. En ella se hablaba someramente de la construcción, en el Arsenal de la Carraca, en la Real Isla de León, junto a Cádiz, de dos corbetas gemelas encargadas expresamente para la expedición a la que había sido asignado. Una de ellas tenía por nombre Descubierta y estaba bajo la advocación de santa Justa, una de las patronas de Sevilla junto a su hermana, santa Rufina, advocación bajo la que estaba la otra corbeta, cuyo apodo era Atrevida. Le parecieron dos bellos nombres para aquellas naves, destinadas a surcar los mares del mundo en una expedición fundamentalmente científica, pues la elección, aunque él lo desconociera, estaba fundada en los nombres de los navíos de James Cook que le habían precedido: Endeavour, Resolution, Adventure y Discovery. Junto a aquella presentación de las nuevas naves, Antonio Valdés había escrito, a efectos de ilustrarle, que, según la tradición de la Marina española, los buques cuyo nombre no estaba extraído del santoral católico, además del nombre por el que eran conocidos, estaban bajo la advocación de un santo o santa y que, por el contrario, en caso de tener un nombre religioso, tenían un segundo nombre denominado «apodo», laico o no, como «osado», «intrépido» o cualquier otro por el estilo.

    El informe no entraba en demasiados detalles técnicos de las embarcaciones, que por otro lado le hubieran resultado superfluos dado su escaso conocimiento náutico, limitado a los rudimentos que había recibido en el Real Seminario de Nobles de Madrid, es decir, prácticamente nulos y, además, olvidados dado el tiempo transcurrido. En él se hablaba de que su casco se estaba construyendo con maderas cuidadosamente seleccionadas, con un forro de cobre para aumentar su resistencia. Aquello le gustó, aunque no entendía nada de construcción naval, pero dada su nula afición a la navegación, «cuanto más pudieran resistir aquellas corbetas, tanto mejor», pensó.

    No eran aquellos buques puras naves de guerra y estaban más concebidas para la primera misión que habían de desempeñar, pero no descuidaban su defensa, por lo que dispondrían de portas para veintidós cañones de ocho libras y otros cuatro cañones en la cubierta, aunque se preveía que para la expedición solo dispusieran de dieciséis cañones de seis libras, a efecto de reducir su peso y permitir mayor velocidad.

    Don Antonio Valdés no lo mencionaba, pero estaba previsto que la dotación de cada uno de los buques fuera de ciento cuatro hombres, todos ellos marineros seleccionados entre asturianos, gallegos y montañeses, por considerárseles más adaptados a las condiciones que habrían de encontrar en la circunnavegación de la tierra, con climas diversos e indígenas con los que habría que tratar con mano izquierda, limitando la violencia a los casos de extrema necesidad. Entre los tripulantes, se seleccionarían tres naturalistas, dos cirujanos, dos capellanes, carpinteros, calafates, pilotos, pintores, guardiamarinas e integrantes de todos los oficios precisos para una navegación sin contratiempos o con capacidad para remediarlos. Además, para prevenir o intervenir en caso necesario, se incorporarían artilleros y un número por determinar de tropa de infantería. Por último, sería necesaria la presencia en la dotación de los más prestigiosos cartógrafos, astrónomos e hidrógrafos de la marina.

    Tampoco le informaba el secretario de Estado de que la construcción de dos nuevas corbetas no era lo previsto inicialmente, pues se aceptó el gasto de construcción de una corbeta y se eligió para acompañarla la adaptación a este tipo de navío de una bombarda, la Santa Rosa de Lima, con la finalidad de ahorro, pero la solución no satisfizo a Malaspina, que porfió por la construcción de dos navíos para garantizarse el éxito de la expedición, que exigía de una gran inversión y cuyo resultado podría resultar comprometido por escatimar en el elemento principal para llevar a cabo el proyecto, las dos corbetas.

    Antonio Valdés entendía las razones de Malaspina, no en balde era marino y, en su lugar, hubiera actuado de igual modo; pero una de sus obligaciones como secretario de Estado de Marina era el minorar los gastos para poder atender otras varias necesidades.

    Planteó al rey la demanda de Malaspina, apoyando sus razones desde el punto de vista naval, y Carlos III accedió a principios de diciembre a que se construyeran dos corbetas exactamente iguales. Valdés comunicó a Malaspina la decisión real en carta fechada el 9 de diciembre de 1788, lo que causó, al recibirla, una gran satisfacción tanto en Malaspina como en Bustamante, que era el destinado al mando del segundo navío.

    Dado el preeminente carácter no militar de los buques, informaba Valdés a Espinosa, estarían dotados de biblioteca, laboratorio y dispondrían del más completo instrumental astronómico, náutico, geodésico, meteorológico, químico y biológico. Como dato excepcional, se citaba en el documento que dispondrían de un moderno pararrayos, consistente en una pieza metálica de un metro de longitud desde la que partía una cadena de diverso espesor hasta el agua, a fin de descargar allí la energía eléctrica recibida.

    Espinosa, apenas leyó aquellas condiciones excepcionales de los buques en construcción que le reseñaba don Antonio Valdés en su escrito, sintió deseos de embarcarse ya en ellos, a pesar de la aversión que sentía por la navegación marítima.

    A continuación, se describía someramente el itinerario previsto, a expensas de que los capitanes Malaspina o Bustamante tomaran la decisión de modificarlo según tuvieran por conveniente o necesario. Así, la Descubierta y la Atrevida zarparían de Cádiz, en fecha aún indeterminada, aunque prevista, salvo inconvenientes, en el mes de julio del año siguiente, con rumbo al apostadero de Montevideo, donde se aprovisionarían antes de poner proa a las islas Malvinas y, atravesando el cabo de Hornos, llegar a Valparaíso, Callao, Guayaquil y Panamá. Tras navegar por la costa noroeste de Méjico, fijarían rumbo a las islas Filipinas y, de allí, a Oceanía y, rodeando Australia, regresarían a Cádiz tras atravesar el cabo de Buena Esperanza y remontar la costa oeste de África.

    El viaje llevaría varios años, ignoraba cuántos, y el resultado era del todo incierto. Se alegró de su decisión de no haber tomado estado. Solo en una ocasión en su vida se lo había planteado, hacía ya casi cinco años. Conoció a Leonor de Silva y Madrigal a su regreso de Florida, a principios de 1782, tras ser destinado como subteniente a Salamanca. Leonor pertenecía a una familia de hidalgos salmantinos, poseedores de una buena extensión de tierra y dedicados al comercio de paños de Béjar, que suministraban por toda España, incluida la corte.

    Se conocieron en un baile organizado por el regimiento en que Diego servía y, casi desde el primer momento, se atrajeron los dos jóvenes. Leonor era una bella joven de diecisiete años, morena, más bien bajita de estatura, con un cuerpo grácil y un rostro en el que destacaban una atractiva sonrisa que dejaba ver unos dientes casi perfectos enmarcados por dos finos labios y unos brillantes ojos pardos acompañados de unas largas pestañas negras.

    El joven Diego no pasó desapercibido para Leonor, que reparó en él apenas entró en el salón y al que miraba disimuladamente, al menos eso creía ella, a cada momento. Diego destacaba entre los jóvenes oficiales por su aventajada estatura y su porte marcial. Entonces no se cubría con peluca y lucía una notable melena rubia recogida en una graciosa coleta, sujeta con un lazo negro, que le llegaba hasta la mitad del cuello. A la distancia en que se encontraba, Leonor no podía distinguir con precisión el color de sus ojos, aunque sí le parecía que eran de un color claro, posiblemente azules o glaucos; lo que sí podía apreciar era sus rasgos viriles, a pesar de su juventud, muy atractivos. Cuando la amiga que la acompañaba, María Pérez de Lema, le susurró al oído lo guapo que era aquel joven subteniente, Leonor no pudo contenerse y le dijo en voz baja, amenazante: «Es mío».

    En aquel primer baile, apenas pudieron ser presentados por un capitán, amigo de los padres de Leonor, y, ruborizada, pudo apreciar de cerca el color azul de los ojos de Diego. Al verlo de cerca, la muchacha se ratificó en que aquel joven había de ser suyo.

    Diego ya había reparado en que aquella muchacha le miraba continuamente y desviaba la vista, disimulando, cuando él se la devolvía. Aquella esgrima de miradas le resultaba sugerente y excitante y rogó a su capitán, al que había visto hablando amistosamente con los padres de la muchacha, que le presentase a la familia, algo que hizo el oficial de mil amores, aun siendo consciente del nulo interés que tenía su joven subteniente por aquella familia acomodada de Salamanca y el mucho que estaba seguro tenía por su hija.

    Tras la presentación, no volvieron a cruzar palabra y se limitaron a mirarse insistentemente, aguantándose la mirada y enviando el uno al otro el claro mensaje de que se habían atraído y era menester conocerse más profundamente.

    Los días siguientes, Diego pensaba a menudo en la joven que había conocido en el baile y ansiaba una nueva oportunidad para verla. No lo sabía, incluso dudaba de que pudiera ser así, pero Leonor experimentaba las mismas sensaciones, acompañadas de frecuentes suspiros y una falta de apetito que llamó la atención de su madre, que no tuvo dudas del mal que aquejaba a su preciosa niña. Así pues, doña Manuela de Madrigal, miembro de una familia noble venida a menos, tomó la determinación de favorecer un nuevo encuentro de su hija con aquel joven subteniente. No había necesitado su hija decirle nada, pues cuando el capitán les presentó a aquel apuesto joven, estuvo pendiente de las reacciones de Leonor, percibió su rubor y turbación y el resto de la velada los observó a ambos, ella sí disimuladamente.

    Doña Manuela, ni corta ni perezosa, hizo que su marido invitara a un almuerzo al capitán y a los oficiales de su compañía, entre los que sabía que estaría el subteniente Espinosa, sin revelarle el verdadero motivo. Llegado el día, horas antes del almuerzo, le comunicó a su hija la verdadera razón de aquella reunión y le pidió que estuviera deslumbrante.

    A la hora convenida, llegó a la casa el capitán, acompañado por dos tenientes y el subteniente, que fueron recibidos con gran deferencia por la familia. El matrimonio Silva Madrigal tenía otros dos hijos, uno de los cuales vivía en Madrid, representando los intereses de la familia en la corte, y otro viajaba continuamente por España ofreciendo los productos textiles bejaranos que comercializaba su familia.

    Doña Manuela había dispuesto la mesa de tal modo que Diego y Leonor estuvieran uno frente al otro y pudieran mirarse mutuamente de forma natural y nada forzada, aunque ella sí los miraba de hito en hito y no le pasaba desapercibido ningún gesto de los jóvenes. La conversación resultaba de lo más amena y Diego, ante preguntas de doña Manuela, contó sus orígenes hidalgos en una familia segoviana, destacando a un antepasado, Diego de Espinosa Arévalo, en cuyo honor había sido bautizado con el mismo nombre, que había sido cardenal y ocupado los cargos de presidente del Consejo de Castilla e inquisidor general durante el reinado de Felipe II.

    Diego de Espinosa se reveló a los presentes como un extraordinario y ameno conversador y, quizá animado por el vino que acompañaba la comida, narró algunas divertidas anécdotas de los años de formación pasados en el Real Seminario de Nobles de Madrid y de forma amena algunas de las experiencias vividas en la campaña americana contra los ingleses, donde, a pesar de su juventud, había destacado por su valor e iniciativa, hasta el punto de ascender por méritos a subteniente apenas cumplidos dieciocho años. Este capítulo de su vida lo narró a instancias de su capitán, que conocía bien su hoja de servicios, pues por modestia nunca lo habría contado, aunque resultó muy del agrado de todos los presentes, en especial de Leonor, que lo miraba arrobada y había encontrado un motivo más para amar a aquel hombre.

    Pocos meses después, se formalizó la relación y Diego visitaba con frecuencia el domicilio de la familia Silva para almorzar o tomar un chocolate a media tarde, sin que nunca estuvieran a solas ambos amantes, algo no permitido por las rigurosas normas de decencia. A pesar de ello, propiciados por doña Manuela, tuvieron algunos encuentros furtivos.

    A Diego le fue presentada, de forma aparentemente casual, una dama de buena posición, viuda de un coronel de caballería, muy amiga de doña Manuela, que es quien los presentó. Vivía esta mujer en una casa señorial cercana a la Clerecía y allí acudían con frecuencia Leonor y su madre para tomar un chocolate y pasar la tarde con la viuda. Pronto Diego pasó a ser uno de los invitados habituales a aquellas reducidas veladas vespertinas. A menudo, doña Manuela y doña Elvira, que así se llamaba la viuda, pretextaban tener asuntos importantes y reservados que tratar para dejar sola a la pareja, que en poco tiempo llegó a intimar. No tardaron muchos meses en que las dos damas en funciones de alcahueta permitieran encuentros íntimos de Diego y Leonor en alguna de las habitaciones de la casa, de los que Leonor salía ruborizada y con el pelo en cierto desorden.

    Diego llegó a amar a Leonor más que a su propia vida y no concebía su existencia sin ella, algo totalmente correspondido por Leonor. Apenas año y medio desde que fueron presentados, Diego pidió a don Antonio de Silva y Alderete la mano de su hija Leonor, algo que le fue concedido con gran alegría de la familia.

    La boda quedó concertada para el mes de octubre de 1783 y comenzaron los preparativos. A primeros de julio de aquel año, Leonor enfermó de unas fiebres que la tuvieron postrada en cama durante algo más de una semana, sin que se produjera ninguna mejoría; antes al contrario, la joven se veía cada día más desmejorada y sus bellos ojos aparecían sin brillo y hundidos en las cuencas, además de tener un aspecto macilento que no hacía presagiar nada bueno. Diego la visitaba a diario e intentaba animar a ella y a su madre, asegurando que pronto se restablecería y podrían continuar con los preparativos de boda. Pero sabía que no sería así, salvo que Dios obrara un milagro. Había visto morir a muchos hombres a pesar de su juventud y le parecía ver la sombra de la muerte inclinada sobre la cama de su

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