Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Un verdadero amor
Un verdadero amor
Un verdadero amor
Libro electrónico519 páginas5 horas

Un verdadero amor

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Un Amor con mayúscula, vivido en tiempos duros.

Bigrafía de Mª Luz, que se enamoró de Pedro a los quince años. Desde entonces su vida fue la suya, que él relata en mi libro «Pedro»; por lo que en gran parte, ambos son similares. A quien no haya leído aquel, le resultará interesante; pues se añaden a su amor, guerras e históricos lances.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento15 dic 2019
ISBN9788417984885
Un verdadero amor
Autor

María Luz Gómez

María Luz Gómez es una anciana paralítica que entretiene sus forzados ocios escribiendo en el ordenador historias que juzga interesantes y desea compartir. Es madrileña y en Madrid vivió toda su vida. Estudió en el colegio del Sagrado Corazón. Después, idiomas y pintura. Empezó la carrera de Filosofía y Letras, que no terminó por su pronta boda con un médico. Su matrimonio fue feliz y dio muchos frutos: siete hijos. Nunca trabajó, sino en su casa. Cuidó de hijos y nietos. A sus queridos padres no pudo dedicarles la atención que merecían por falta de tiempo. En cambio, más adelante pudo cuidar de su suegra y dos tías de su marido que solo la tenían a ella. Hoy es viuda y necesita cuidadoras. Tiene diez nietos -uno adoptado, etíope- y cinco bisnietos. Su numerosa familia y su fe cristiana la hacen seguir feliz.

Lee más de María Luz Gómez

Relacionado con Un verdadero amor

Libros electrónicos relacionados

Biografías y memorias para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Un verdadero amor

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Un verdadero amor - María Luz Gómez

    Prólogo

    Hace ya muchos años, en 1.970, empezó mi padre al jubilarse a escribir sus memorias. Tenían un gran interés humano y deseaba compartirlas. Me pidió que si moría antes de acabarlas, las terminase yo; cosa que hice con mucho gusto, porque él era mi héroe.

    Uno de mis hijos me regaló un ordenador para que lo hiciera con facilidad; y cuando terminé el libro, busqué en Internet una editorial que me lo publicara. Yo ya padecía parálisis progresiva y llevaba un tiempo en silla de ruedas. La editorial encontrada fue «Me gusta escribir», actualmente «Caligrama», sucursales de Penguin Random House.

    Una vez publicado el libro, muy bien en mi opinión, decidí seguir escribiendo. Deseaba compartir historias y recuerdos, en mi opinión interesantes; y en ellas transmitir valores, que juzgaba se estaban perdiendo en muchos ambientes. Además era lo único que podía hacer de utilidad en mis circunstancias.

    Ya me llevan publicados veinticuatro libros. No hace mucho, me ha sugerido la editorial escribir «una novela de amor»; y esto me ha hecho pensar una vez más en el que se tenían mis padres.

    Siempre me encantó leer y entre la gran cantidad de libros que han pasado por mis manos, no han faltado las novelas de amor romántico. Pero entre tantos amores, ninguno ha superado para mí el suyo. Mi padre ya lo relata en su biografía, escrita entre él y yo en el libro titulado «Pedro»; pero he pensado que podría ser interesante escribir la de mi madre, en la que ella lo describiera desde su perspectiva. Claro que en su mayor parte (desde su noviazgo), este libro será prácticamente repetición del de mi padre, aunque resumido y expresado de otra forma.; lo que debo advertir a las personas que hayan leído «Pedro». Lo comentaré en la «sinopsis», ya que se consulta habitualmente antes de adquirir un libro.

    Un verdadero amor es único y crea un compromiso entre los que se aman. Los creyentes lo ratificamos ante Dios. Poniendo a la Iglesia por testigo, nos entregamos ante Él el uno al otro «en salud y enfermedad, riqueza o pobreza, buena o mala fortuna…,prometiendo amarnos todos los días de nuestra vida». Consideramos el matrimonio sacramento (acción sagrada, instituida por Dios para santificar el amor humano) grande, del que los esposos somos ministros. El sacerdote que lo bendice es un simple testigo de la Iglesia.

    Los no creyentes se comprometerán ante el Estado, o simplemente en pareja. Lo primero es preferible, porque a la llegada de los hijos será preciso mucho papeleo. Y el que todo esté en regla ahorrará bastantes dificultades.

    El llamado «amor libre» no es en mi opinión un verdadero amor. Si no existe un compromiso serio, es lo más frecuente que las promesas se las lleve el viento; y que el varón, una vez lograda la conquista, «si te he visto no me acuerdo»; y deje a la chica engañada, posiblemente embarazada y a un niño sin padre.

    El desprecio del matrimonio, con la frase de moda «que el no contraerlo ahorra el divorcio», no se compagina con el amor auténtico. Indica más bien un egoísmo que podría expresarse así: «Seré tuyo mientras me apetezca. Si llega el momento en que me haya cansado de ti y por el motivo que sea me cuestes el menor sacrificio, tú por tu camino y yo por el mío». Se ve al otro como un simple instrumento utilitario. Y si hay hijos por medio, no crecerán en un hogar feliz, con unos padres que se quieren y los quieren. Se ha dicho que «el amor es como un niño. Hasta que no llora, no se sabe si vive»

    En «un amor verdadero» me propongo hablar del amor de los esposos (no sólo del de mis padres, también de otros muchos), del cariño familiar y del valor de la amistad. Valores desgraciadamente poco en boga hoy día, en determinados ambientes. Una frase de San José María Escrivá, sacerdote fundador del Opus Dei, era que «bendecía ese amor con las dos manos, porque no tenía cuatro».

    Este libro no es por lo tanto simple ficción y los personajes no son imaginarios. Tampoco cambiaré nombres y apellidos.

    Capítulo I

    • Los padres y abuelos de María Luz •

    Empiezo hablando de sus abuelos paternos y maternos (aunque ella conociera exclusivamente a su abuela materna y a su tía paterna), porque en la familia se habló mucho de ellos y su recuerdo influyó grandemente en su educación. No eran personas vulgares y ya he escrito en otros libros sobre ellos; pero creo oportuno hacerlo de nuevo en este. También sus amores pueden considerarse auténticos y románticos

    Los abuelos paternos eran Enrique Gómez Marbán y Mª Antonia Pajares y Flores Varela, hija del entonces Intendente de la Armada Don José María Pajares y Belando. Enrique formaba parte del Ejército en el arma de caballería y fue gobernador militar de Filipinas cuando era colonia española. Ella era una mujer buena, religiosa, elegante, poetisa, hermosa e inteligente, que había recibido una educación superior a la que solía darse a la mujer en su época.

    Aquella pareja se casó muy enamorada y formó una familia cristiana y feliz. Tuvieron tres hijos: Enrique (que fue militar como su padre, aunque perteneciente a «la fiel Infantería»), Isabel y Antonio. Este último fue el padre de Mª Luz, la protagonista de esta historia..

    Enrique padre, por avatares de la vida, fue destinado a Filipinas cuando aquel archipiélago pertenecía al Imperio español, Está situado en el océano Pacífico y lo componen 7.107 islas divididas en tres grupos: Luzón, Islas Visayas y Mindanao. Fue descubierto en 1.521 por el explorador portugués al servicio de España, Fernando de Magallanes; y desde entonces, la influencia española que desembocó en su posterior dominio y colonización, fue muy grande. Estaba habitado por diferentes razas, entre las que predominaba la asiática.

    En el año 1.572, Legazpi fue el primer presidente de la ya colonia española; se asentó en la isla de Luzón, cuya capital, Manila, lo había sido prácticamente de Asia entera durante siete siglos.

    En el tiempo en que los abuelos de Mª Luz y sus hijos fueron a Filipinas, la colonización había empezado hacía ya tres siglos y su cultura podía considerarse hispano — asiática. La mayoría de los habitantes eran católicos, pues los misioneros españoles habían evangelizado intensamente; si bien respetando las religiones indú, budista y musulmana, existentes allí. Fundaron Escuelas y Universidades; implantaron la educación gratuita de niños y niñas, y mejoraron en gran manera la situación de pobreza e ignorancia de abundantes sectores de la población. Se habían importado de la península muchas cosas útiles, como el arado, la imprenta, el reloj y la construcción en piedra. También contribuyó a la españolización de Filipinas la cantidad de emigrantes españoles que se establecieron en aquellas islas.

    En el tiempo en que los Gómez Marbán fueron al archipiélago, aún no había sido abierto el canal de Suez y tuvieron que bordear el cabo de Buena Esperanza; con lo que el viaje en velero duró tres meses. Los niños tenían nueve, seis y tres años y constituyó para ellos una deliciosa aventura.

    Enrique iba destinado a Manila, donde la familia vivió muchos años felices. El hizo una gran labor entre los indígenas y llegó a ser gobernador militar. Pero en 1.896 estalló la Revolución por la Independencia, capitaneada por Aguinaldo y respaldada por Estados Unidos; al igual que la de Cuba por las mismas fechas. España no pudo vencer, luchando a la vez en dos frentes, apoyados por tan poderoso contrincante. Y tras «el Tratado de París», en su Imperio «se puso el sol» definitivamente, con la pérdida de Filipinas y Cuba, «la perla del Caribe».

    Enrique ya había regresado a España con su mujer y sus hijos algún tiempo antes, destinado a Madrid. Su hijo mayor, también militar, lo había sido a Barcelona.

    La familia se instaló en un agradable piso de la Gran Vía. Mª Antonia, ayudada por Isabel, lo acondicionó con mucho gusto y funcionalidad. Antonio encontró trabajo en el Ministerio de Ultramar. Todos eran sociables, estaban bien relacionados y no tardaron en integrarse en la buena sociedad madrileña. Isabel había cumplido ya los treinta años, pero se conservaba guapa, elegante y juvenil, y no abandonaba la ilusión de casarse. Sin embargo nunca logró encontrar el amor de su vida. Ella decía que con su «media naranja» se hizo un refresco.

    Pero al poco tiempo de su regreso murió Enrique de un infarto, en el que quizá influyera el disgusto por la pérdida de sus amadas Filipinas. Los suyos le lloraron de corazón, y encargaron un solemne funeral y misas gregorianas por su eterno descanso. El hijo mayor vino a Madrid con unas horas de permiso y pudo abrazar a su madre y hermanos.

    Con la falta del padre se presentó en la familia el problema económico. La pensión de viudedad asignada a la madre era bastante corta (muy inferior al sueldo que su marido cobraba); Antonio había perdido su trabajo, ya que el Ministerio de Ultramar desapareció al perder España las Colonias, con las reformas del Ministro Fernandez Villaverde. Y por el momento no encontraba otro.

    Pero antes de continuar hablando de la rama familiar paterna, es necesario hacerlo de la materna, porque una y otra están en vísperas de unirse.

    Los abuelos maternos de Mª Luz fueron Rafael Aparici y Matilde Cabezas. El era húsar de Isabel II; y ella, hija del Presidente del Tribunal de Cuentas del Reino durante aquel régimen. También sus amores fueron apasionados y románticos. Se casaron muy enamorados y tuvieron cuatro hijos: Rafael, Javier, María y Luz, que fue la madre de nuestra protagonista. Durante veinte años vivió el matrimonio en un Palacio propiedad del padre de Matilde, que tuvo millones y murió arruinado. Ahora ella vivía en un piso modesto con Luz, la menor de sus hijos, aún soltera. Los otros tres estaban emancipados.

    El mayor, siempre muy formal, estudioso y trabajador, se casó muy joven con Elena Navarro y Alonso de Celada, mujer guapa, elegante, buena y muy religiosa. Pero unido a tan buenas cualidades, aquella pareja tenia el defecto de ser en exceso seria y poco simpática. Tenían cuatro hijos: Rafael, José Luis, Manolo (hoy Venerable) y Matilde.

    El segundo, Javier, trabajaba lo imprescindible y era un tanto tarambana; pero aquello se le perdonaba por su simpatía arrolladora y su corazón de oro. Se había emancipado, aunque aún permanecía soltero. Era el ojito derecho de su madre, con la que tenía continuos detalles.

    María se había casado a los quince años con Javier García de Leániz y Arias de Quiroga, secretario y hombre de confianza del Ministro de Hacienda Don Guillermo Osma.

    Y por medio de este señor encontró Antonio al fin trabajo. Unas amigas de su madre, que lo eran a su vez de María Aparici, consiguieron que lo recomendara a aquel Ministerio como oficial y se le otorgara el puesto.

    Al ir a dar las gracias a Don Javier por el gran favor que le había hecho, Antonio conoció en su casa a su cuñada Luz, de la que se enamoró de inmediato. El flechazo fue mutuo.

    Ambas familias aprobaron con gusto las relaciones de los jóvenes, «que les entraron por el ojo derecho» como suele decirse.

    Mª Antonia e Isabel congeniaron extraordinariamente con Matilde, Luz y María, y entre ellas se estableció desde el primer momento una buena amistad. Y empezaron los preparativos para la boda con la confección del ajuar.

    Pero en medio de la alegría familiar, a Mª Antonia se le declaró una crisis hepática, que en poco tiempo la llevó al sepulcro. Enrique vino a Madrid unas horas, lo mismo que a la muerte del padre; y sus tres hijos la lloraron, con el mismo sentimiento que a él. Pero Antonio y Luz no retrasaron la fecha de su enlace.

    El habló con su hermana, proponiéndole instalarse en el piso con su mujer y su suegra. En su opinión aquello presentaba múltiples ventajas. Isabel tenía con su pensión de orfandad recursos suficientes para vivir, sin necesidad de que el la mantuviera; pero el dinero no lo es todo en la vida. La soledad no es buena; el calor familiar es importante y ella y Luz se caían muy bien. En cuanto a Matilde, además de ser una persona encantadora, se repartiría entre sus hijas. El piso era amplio y podría acondicionarse de forma que todos estuvieran a gusto. Ya lo había hablado con Luz y su madre, que estaban en perfecto acuerdo. Ahora todo dependía de ella.

    A Isabel, que no le agradaba la idea de quedarse sola, le pareció una idea magnífica y asintió agradecida.

    La fecha de la boda quedó fijada para el 1 de Junio en la Iglesia de San Marcos, que era la Parroquia de la novia y Monumento Nacional. Luz eligió aquel día por ser el de su santo: Nuestra Señora de la Luz. Estamos en el año 1.906.

    La víspera de su boda, el 31 de Mayo, se celebró la de los Reyes Alfonso XIII y Victoria Eugenia. Aquel día, un primo de Luz que formaba parte de su escolta de honor situado a la derecha de la carroza real, salvó la vida cuando su compañero de la izquierda le pidió cambiar de sitio con él, diciéndole:

    «Chico, haces unos saludos tan exagerados con el sable, que me vas a saltar un ojo».

    Cambiaron el puesto poco antes de salir de la Iglesia los Reyes. La comitiva se puso en marcha y sufrió un atentado en la calle Mayor. Explotó una bomba anarquista, que causó la muerte del compañero.

    Al día siguiente tuvo lugar la boda de Antonio y Luz. Fueron apadrinados por D. Javier García de Leaniz y Madame Thor; una elegante dama francesa, amiga de la familia y madrina de bautizo de la novia. La celebración se limitó a una comida en un hotel para unos pocos familiares e íntimos amigos, a causa del luto del novio.

    Y tras un breve viaje por el norte de España, se instaló el nuevo matrimonio en el piso de la Gran vía, donde los esperaba Isabel con los brazos abiertos.

    De momento, la madre de Luz estaba con María.

    Capítulo II

    • El hogar de los padres •

    Los recién casados eran muy felices en su recién fundado hogar y la convivencia con Isabel resultaba muy grata. Los tres eran personas de buen carácter y magnífica educación, que no se descomponían jamás, ni pronunciaban una palabra más alta que otra. Se querían y procuraban hacerse mutuamente felices.

    Luz e Isabel tenían una educación muy parecida, recibida en un hogar cristiano de clase media-alta y en un colegio regentado por religiosas.: Una buena base de doctrina cristiana, algo de cultura general, francés, piano y bordado, más «las labores propias de su sexo».

    Una asistenta contratada por horas iba a ayudarlas en las limpiezas generales y el lavado de la ropa. En el resto de los trabajos de la casa, ambas se turnaban. Las dos eran expertas, abnegadas y serviciales y nunca hubo entre ellas el menor problema. Fueron desde el principio buenas hermanas.

    Cuando a Matilde le tocaba la temporada de estar con ellos, era un miembro entrañable más en el hogar.

    Al atardecer, una vez terminados los trabajos del día, se reunían las tres mujeres en el cuarto de estar en torno a la mesa camilla, para charlar mientras cosían o hacían punto. Luz esperaba un hijo, y entre todas preparaban el equipo del bebé. A poco llegaba Antonio del Ministerio y se agregaba a la tertulia familiar. Juntos rezaban el Rosario. Se servía después la cena; y una vez recogida la cocina continuaba la reunión hasta las diez, hora en que «cada mochuelo se retiraba a su olivo».

    En aquellas tertulias se charlaba de todo lo divino y lo humano, y a cada uno le interesaba como propio todo lo ajeno. Cada cual hablaba y escuchaba; y aunque no siempre coincidieran las opiniones, siempre reinaban la comprensión, la simpatía y el respeto.

    Con frecuencia relataba Isabel interesantes anécdotas de sus años en Filipinas, o recitaba alguna poesía de su madre, de su hermano Enrique, o suya. Antonio nunca se sintió dotado para versificar.

    Uno de los versos maternos que recitó, hablaba con ironía de cómo se iba perdiendo el valor cristiano de la persona, ante el progresivo empuje de la ambición economica:

    «Todo el dinero lo cura:/el hambre, la calentura,/ mal de amor y mal de ausencia./ El adquirirlo es la ciencia:/ gastarlo, la gran locura./ Antiguamente, la tranca/ fue la universal palanca/ que a los pueblos conmovía./ Hoy, el que no tiene blanca/ no mueve ni una sandía./ Hoy la humana sociedad/ se divide en dos mitades:/ los que dan y los que piden./ ¿Tanto tienes?, ¡tanto vales!».

    En el segundo, inspirado por el mismo motivo, se refería al matrimonio; única salida en la época para la mujer de clase media, si se exceptúa el convento.

    «¡Pobres niñas que os hayáis en espera de marido!./ Malos tiempos alcanzáis, que el género está perdido./ Si uno es malo, otro es peor;/ inconstante, el que no huraño;/ este te prepara un daño;/ aquel finge un falso amor./ Helados e indiferentes/ miran vuestras perfecciones;/ sólo se muestran vehementes/ ante unos cuantos millones./ Casarse les horroriza/ sin una dote brillante./ El amor no se cotiza/ en este mundo elegante./ Unos tienen descendientes;/ Otros aman la ruleta;/ algunos hay muy prudentes,/pero sin una peseta;/ ni de lograrla esperanza,/ por devoción a la holganza./ En fin, queridos encantos,/ ¡que renunciéis al casorio!;/ que más vale «vestir santos»,/ que pasar el purgatorio».

    En cuanto al «dúo» con su hermano Enrique que recitó, fue debido a que en una fiesta se celebró un concurso de versos sobre el matrimonio, que ganaron ellos. Empezó él:

    «Tengo una hermana, señores, casamentera incansable,/ que se empeña en que soy frío, y casi, casi, intratable/ Ustedes dirán ¿por qué?. Pues la cuestión es bien obvia:/ ¡porque ni a cuatro tirones quiero yo echarme una novia!./ Se empeña en que el matrimonio es el estado perfecto,/ y que el soltero no puede ser hombre honrado ni recto./ Y a todo esto, caballeros, ¡y conste no soy inepto!,/ no puedo, por más que hago, aclarar este concepto./¿Que recto no soy?. ¡Por Dios, si pedir no cabe más!./ Que me examine quien quiera por delante y por detrás./ ¿Qué más que argüir me tienes, cariñosa y dulce hermana?./ ¿Que me gusta la jarana?. ¡Pues eso es lo que conviene!./ Pero si tanto deseas que tenga mujer y casa,/ condiciones te daré,/ para que consigas que vaya a la calle la Pasa./ Quiero que en cuanto a palmito,/la que ha de ser mi mujer no lo tenga muy bonito/, ni regular, ni feíto ¡porque eso es de muy mal ver!./ En la cuestión de doblones, rica no quiero por Dios,/ porque es fácil que los dos queramos llevar calzones./ ¿De la clase media?. ¡Ca!. Cuatro cuartos le darán infinitas pretensiones./ ¿Pobre?. Por mi alma te juro que tampoco hay horizonte:/ porque es cursi, mal hablada, ¡y la cabra tira al monte./ Conque así, hermana del alma,/ si encuentras pronto una niña con las dichas condiciones,/ te ofrezco dejar la palma y publicar enseguida las tres amonestaciones».

    Y contestó ella:

    «Hermano calamidad: detractor del matrimonio,/ carita de santidad¡ y alma de dos mil demonios!./ Dí de una vez que no quieres abrocharte la casaca/ y que en todas las mujeres pretendes hallar la maca./ El modelo que me das para buscarte mujer, sabes que no puede ser, / pues de aire no la querrás. No quieres guapa ni fea; no quieres rica ni pobre,/ ni quieres que mema sea, ni que el talento le sobre./ La guasita es regular, pecador impenitente./ Pero tiembla. Ten presente que me las vas a pagar./ Te casarás, sí señor. Con niña linda y graciosa,/ salada y jacarandosa, ¡lo mejor de lo mejor!./ Y al tomar de buena gana posesión de aquel palmito,/ dirás: ¡Dios te premie hermana, dándote un capitancito!»

    Los tres oyentes aplaudieron a la poetisa, y Matilde y Luz preguntaron a Antonio si él no había compuesto ningun verso.

    «No. Yo no heredé el «astro poético» de mi madre».

    «Pero en cambio fuiste un gimnasta excepcional, que se hizo famoso en el Casino Militar de Manila»

    Una noche discutieron Antonio e Isabel en la educada forma en que lo hacían siempre, y Matilde y Luz se limitaron a escuchar sonrientes. La discusión versó sobre un mamotreto heredado de su madre, comprensivo de los documentos de nobleza e hidalguía de su abuelo, que Isabel guardaba como oro en paño. En él, según ella afirmaba, constaba que correspondía a la familia el marquesado de Casa-Pajares, que su abuelo había disfrutado.

    Antonio, un tanto chungón, aseguraba que después de haber leído detenidamente aquellos papeles de nobleza, no había encontrado por ninguna parte el tal marquesado. Lo que sí figuraban eran las partidas de bautismo de múltiples ascendientes correspondientes a varias generaciones, que llegaban en algunos casos hasta el siglo XVII. Pero que allí no se acreditaba que ninguno de ellos no hubiera montado en burro; lo que entonces significaba plebeyez, e incapacitaba totalmente para integrarse en la nobleza.

    Figuraban también en aquellos documentos, los escudos de todos los apellidos de su abuelo, y algunas crónicas de los hechos gloriosos que sus antepasados habían realizado. Pero a el le inducía a sospechar la veracidad de lo allí relatado, el que un buen numero de ellos hubiera tomado parte en la batalla de las Navas de Tolosa; y como eran tantos, cabía suponer que gracias a ellos se logró derrotar al Miramamolín de Marruecos».

    La discusión acabó en alegres risas y cada cual se quedó con su idea.

    En otra tertulia, Luz pidió a su madre que relatara su noviazgo con su padre, y enseñara a Isabel y a Antonio la fotografía que tenía de ambos. Matilde no se hizo rogar:

    «Pues veréis: Rafael, entonces un apuesto teniente de húsares de la Reina Isabel II y yo, nos conocimos en uno de los saraos que daba en sus salones el Duque de Osuna y nos gustamos. El empezó a hacerme la corte a la manera de la época: me paseaba la calle; me seguía por ella cuando yo iba andando a cualquier parte (por supuesto, siempre acompañada); pasaba largos ratos frente a la ventana de mi habitacón; y yo levantaba un poquito el visillo de encaje para verle mejor, y como prueba de que no me desagradaban sus atenciones. Cuando yo paseaba por el Retiro en carroza abierta, él se acercaba a caballo a mi estribo. Y en el Teatro o en la Ópera, no apartaba de mi palco los gemelos, para hacerme ver que yo le interesaba más que cualquier espectáculo por bueno que fuera.

    Se acercaba el santo de mi padre y pensé hacerme un retrato para regalárselo. Fuí a una tienda de fotografía (ese arte estaba entonces «en mantillas»), recién abierta y ya famosa, donde me lo hice. El fotógrafo lo iluminó a mano; y como le gustara el resultado, lo colocó en el escaparate como reclamo. Rafael pasó por allí y se quedó contemplándolo embobado. Entró en la tienda, y ofreció al dueño una considerable cantidad de dinero porque le hiciera una composición suya con aquella señorita, del estilo de las que hacía a los novios privilegiados en su boda. El cayó en la tentación, e hizo la fotografía solicitada. Y lo peor fue que también la expuso. Mi padre la vio; y considerándola un ultraje a su honor, mandó a Rafael sus padrinos retándolo a duelo.

    Pero el retado no aceptó el «guante» y presentó disculpas:

    «Comprendía que había hecho muy mal; pero le había llevado a cometer aquel acto su locura de amor por Matilde, cuya mano solicitaba».

    Yo intercedí ante mi padre:

    «Papá, perdónale y concédele mi mano; porque yo también le quiero».

    El investigó; y viendo que se trataba de un excelente muchacho hijo de una magnífica familia, le perdonó y accedió a nuestra boda.

    El padre de Rafael era el famoso general de ingenieros José Aparici, que luchó contra los franceses y fue una auténtica eminencia en el arte de la fortificación militar, sobre la que había escrito en la enciclopedia Espasa Calpe una fabulosa cantidad de volúmenes. Y su abuelo fue el abogado Don Pedro Aparici, diputado en Cortes que participó en la redacción de la más famosa de las Constituciones españolas, firmada en Cádiz el día 19 de Marzo de 1.812 fiesta de San José, y llamada por ello «la Pepa».

    Mi padre era entonces millonario y Presidente del Tribunal de Cuentas del Reino. Vivíamos en un palacio de cuatro pisos con jardín y capilla. Mi madre hacía tiempo que había fallecido; y él y yo, única hija aún soltera, ocupábamos uno de los pisos. Otros dos estaban ocupados por mis hermanos y sus familias. Y el cuarto estaba vacío, en espera de mi boda. Lo acondicioné con esmero, para que nos instaláramos en él al volver del viaje de novios.

    Nuestra boda se celebró en la capilla del palacio, donde también habían tenido lugar las de mis hermanos.

    Rafael y yo vivimos en él felices; siempre muy unidos, queriéndonos mucho y en continuo contacto con mi padre, mis hermanos y sus familias. Allí nacisteis y pasasteis vuestra infancia tus hermanos y tú, Luz. Pero a los veinte años de nuestra boda, ya muerto tu padre y emancipados tus hermanos, murió tu abuelo totalmente arruinado. Siempre me sorprendió, que llevando las cuentas del Reino no hubiera sabido llevar las suyas. Tú y yo tuvimos que abandonar el palacio, y alquilar un pisito modesto, en el que vivir con mi pensión. También me gustaría contaros algo interesante relativo a mi marido, que ocurrió antes de nuestra boda.

    Aquella noche había triunfado la mal llamada Revolución Gloriosa (de eso no tuvo nada), y los revolucionarios exaltados recorrían las calles dando vivas al general Prim y denostando al Régimen caído. Rafael se apresuraba camino de su cuartel, cuando vio a un grupo numeroso de aquellos. Y dándose cuenta del peligro que representaban para su vida (mataban a cuanto militar y sacerdote se descuidaba), torció por la primera calle y se refugió en una taberna que encontró al paso. El tabernero le preguntó porqué chillaban las turbas; y al saberlo, como era un buen hombre y vio la situación en que se encontraba aquel joven, escondió su morrión y su chaquetilla; y entregándole un delantal, lo colocó tras el mostrador, dándole unos vasos para que los fregara. Ya era tiempo. Entraron aquellos revolucionarios, preguntando donde estaba el húsar que acababa de entrar. El tabernero dijo que allí no había entrado ningún húsar, como podía corroborar el empleado que lavaba los vasos; y aquellos se fueron, refunfuñando por habérseles escapado la presa.

    Rafael se despidió agradecido del tabernero,, ofreciéndosele incondicionalmente»

    Entonces intervino Isabel:

    «Perdona la interrupción, Matilde. Pero precisamente aquella noche fue la de mi nacimiento. Y unos cuantos de aquellos «angelitos» subieron a nuestro piso, pidiendo se les dejara poner aceite a hervir en la cocina, parra arrojarlo sobre las tropas que pasaban por la calle. Pero a causa del parto de mi madre, se fueron a otro piso para realizar su hazaña»

    Matilde dio por terminado su relato. Y como fin de fiesta, enseñó la famosa fotografía.

    Mientras Matilde residía con Luz, recibían alguna vez la visita de sus hermanos Rafael y Elena acompañados de sus hijos, que ya eran cuatro: Rafael, José Luis, Manolo (hoy Venerable) y Matilde. Y muy a menudo la de Javier, casi siempre acompañado por su mujer y su suegra. Acababa de casarse con Lola, una muchacha andaluza guapa y simpática, hija única y huérfana de padre. El matrimonio acogió en su hogar a Carmen, la madre de

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1