Oveja negra
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El narrador de «Oveja negra» es un ciudadano francés, paraguayo naturalizado, que vuelca la mirada hacia su pasado para rescatar episodios grabados a fuego en su memoria. Ocho décadas de una vida transcurrida una mitad en Francia y la otra en Paraguay, han fructificado en matrimonios, hijos, empresas exitosas y un sinfín de anécdotas a ambos lados del Atlántico.
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Oveja negra - Maurice Christian
Alfa
Cada uno de nosotros es una historia en sí mismo, una historia irrepetible y única como una huella dactilar. Nuestras experiencias, desafíos y logros son un reflejo de lo que hemos vivido y configuran lo que somos hoy. La escalera del presente está constituida por los innumerables peldaños del ayer. Todos estamos esencialmente solos y, al final, lo que nos queda entre las manos no es más que una larga sucesión de recuerdos. Yo he decidido escribirlos, para compartir mi historia con el mundo: de mis aciertos y errores quizá alguien pueda aprender algo.
Desde la infancia hasta mi vida adulta he enfrentado altibajos, pero también he disfrutado de momentos inolvidables. A lo largo de estos años, he aprendido mucho sobre mí mismo y sobre el mundo que me rodea. La experiencia es ese bien que nunca es gratis y que suele llegar tarde. Mirando hacia atrás, veo que he intentado siempre apostar por los terrenos inexplorados, tantear el agua no con la punta de un dedo del pie, sino hundiendo la extremidad hasta la rodilla. Alejado siempre del rebaño.
Esta es mi historia, la de un hombre que ha vivido y ha aprendido. La vida de alguien que ha emprendido travesías, enfrentado desafíos y sorteado obstáculos. El relato de una persona que ha encontrado amor, alegría, felicidad y también, por supuesto, sus contracaras.
Es mi esperanza que estas páginas se constituyan en un testimonio de vida y que sean a su vez una fuente de inspiración para quienes las lean. Espero, apreciado lector, que te sumerjas en mis pensamientos y sentimientos, y que encuentres algo que te toque el corazón.
Todo hombre es una historia y toda vida un viaje. A caballo entre los siglos XX y XXI y entre dos países de continentes distintos, mi vida —como la de todos— ha tenido sus crestas y valles, triunfos y fracasos, sus esplendores y amarguras. Te invito pues a que me acompañes en este vertiginoso viaje de ocho décadas.
Los orígenes
Mi madre, Crisanti, nació en Trípoli. Fue hija de Jorge Malliacas, de origen griego. En la familia se contaba que, a pesar de ser analfabeto, mi abuelo materno había sido muy rico: tuvo propiedades, grandes extensiones de tierra y hasta un ferrocarril. Todo esto en esa región histórica cultural del Magreb conocida por el nombre de Tripolitana. Un día, mi abuelo recogió de la calle a un mendigo italiano. Le dio de comer y le ofreció también un techo. Pasó el tiempo y el italiano —que a diferencia de mi abuelo sí sabía leer y escribir— se convirtió en su hombre de confianza. Terrible error el del abuelo Jorge. De a poco, el italiano letrado le fue haciendo firmar papeles que eran transferencias de propiedades. La traición y la ingratitud suelen con frecuencia ser la paga. Mi abuelo lo perdió todo por la ruindad de su protegido. Y terminó saliendo de Tripolitana con su señora, sus hijos, una mano adelante y la otra atrás. Se mudaron a Túnez. Allí él tuvo que reinventarse para poder mantener a la familia. Cuentan que, metido en una escafandra, se sumergía en las profundidades marinas para buscar esponjas. Hasta el fondo del océano y de la miseria. Un cambio grande en la vida de quien fuera dueño de propiedades y ferrocarriles.
En la cultura griega se arreglaban los matrimonios. Quiso mi abuelo que mi futura madre, la jovencita Crisanti, se casara con un griego, allí en Túnez. Ella, que en ese tiempo tenía un novio francés, encontró muy desagradable la idea del matrimonio con alguien que no amaba y entonces, como es natural, se escapó del país con su enamorado. Recalaron en Niza, una ciudad francesa situada en el departamento de los Alpes Marítimos, a pocos kilómetros de las fronteras con Italia y Mónaco.
Ya en Francia, la relación amorosa prosperó y mi madre se acabó casando con su novio, quien era hijo del hombre que poseía el hotel más grande de Niza. Tuvo entonces por marido a un niño rico, una persona que nunca trabajó, alguien acostumbrado a dar órdenes y a recibir siempre todo de arriba. Ella vivía en casa de la suegra: una jugada que rara vez resulta bien.
En fin, pasaron los meses y el niño mimado de la familia hotelera dio a mi madre su primera hija. Cansada de los maltratos verbales y de la violencia física de un marido esclavo de las drogas y bandido, mi madre huyó de la casa, sin haber podido llevarse a la niña.
Su apresurado escape la condujo hasta Lille, donde conoció a Maurice Dallennes, mi padre biológico, dueño de un taller mecánico, y juntos iniciaron una relación amorosa. Pero el diablo mete siempre la cola. Por el tiempo en que mis progenitores se juntaron, mi padre conoció por casualidad a otra mujer. Había salido a comprar comida, ahí se encontró con una joven polaca que se mostró excesivamente amable con él, las cosas escalaron con rapidez entre los dos y nada tardó la mujer en quedar embarazada. Los padres de la polaca vinieron encima del mío y lo presionaron para que se casaran cuanto antes.
Mi abuelo paterno, que se llamaba Agustín Dallennes, era notario y tenía una agencia de seguros. Se trataba de un burgués muy conservador, por lo que no quiso saber nada de la relación que su hijo había iniciado con una mujer casada llegada desde quién sabe dónde, contando la historia de un intento de matrimonio forzado en África y de un marido maltratador en Niza. Cuando su hijo Maurice le contó la situación en que se encontraba con la polaca, la respuesta de mi abuelo fue rotunda como una roca: «La embarazaste, por lo que tenés que casarte con ella y se acabó el pleito». Con ello pretendía también enderezar la vida de su hijo, alejándolo de la relación con mi madre que, recordemos, era ya una mujer casada.
Sin embargo, a pesar del matrimonio obligado, mi padre no abandonó a Crisanti, mi madre. La polaca dio a luz a una niña. Pocos meses después nací yo. Mi padre tuvo que mantener dos familias con bebés pequeños: su esposa polaca y Edith, mi media hermana; mi madre y yo. El hogar oficial lo tenía con su esposa polaca, pero hacía frecuentes visitas a la casa donde vivía su otra familia.
Francia
Patria tomada
Nací el 21 de octubre de 1943, en Lille, al norte de Francia, cerca de la frontera con Bélgica. Capital de la región de Alta Francia, mi ciudad natal tenía entonces unos 180.000 habitantes y estaba, como el resto del país, ocupada por los nazis desde 1940. Ese fue el tiempo en el que vi la primera luz, en el oscuro período en que transcurría la carnicería atroz de la Segunda Guerra Mundial. Periodo de tragedias innumerables y de heridas que dejarían cicatrices eternas en el rostro de la humanidad.
La invasión de Francia había iniciado el 10 de mayo de 1940, cuando las fuerzas alemanas emprendieron una ofensiva en el frente occidental, avanzando raudamente hacia el sur y el oeste de Francia. Día triste si los hay: el 14 de junio de 1940, los alemanes entraron en París. Los invasores establecieron un gobierno colaboracionista en Vichy, ciudad ubicada al sur. Lille tenía una gran importancia para la maquinaria bélica de los nazis, por su posición geográfica estratégica: fue un punto clave de transporte y suministro para las fuerzas alemanas en toda la región.
La ciudad en la que nací fue objeto de intensos bombardeos por parte de los Aliados. Uno de esos bombardeos de «fuego amigo» marcaría mi vida para siempre. La presencia de la aviación se anunciaba con el sonido de una sirena, señal para buscar refugio inmediato. Era yo un bebé de pocos días cuando en una de las apresuradas corridas hacia el sótano, mi madre resbaló en la escalera y yo acabé estampado contra el suelo. Lloré, ella me arrulló dulcemente entre el sonido de muerte de las bombas que desovaban los aviones. Al poco tiempo dejé de sollozar y parecía que todo volvía a la normalidad. En la cara se me había pintado un hematoma que desapareció a los pocos días.
Bebé_y_CrisantiCon mi madre, Crisanti, a los 9 meses de edad.
Pero la caída había dañado un nervio óptico y con ello perdí el 90% de la visión del ojo izquierdo. Se dieron cuenta de este problema recién cuando cursaba la primaria y tuve que llevar desde entonces unos anteojos llamativos cuyo cristal izquierdo era como el culo de una botella.
Casi cuatro décadas después, tras un desprendimiento de retina, entraría al quirófano para una exitosa operación en Paraguay (país sobre el que hablaré más adelante y en el que viví las últimas 4 décadas). Como resultado de la intervención quirúrgica pude ver muy bien. Pero eso no iba a durar, pues a seis meses —debido a la conexión chaqueña— estaría completamente tuerto. Lo del accidente en la escalera señala que tempranamente me tocaron muy malas cartas. Sin embargo, se ha dicho ya que el destino baraja y reparte los naipes, pero somos nosotros quienes jugamos la partida.
La ocupación alemana de Francia llegó a su fin en agosto de 1944, cuando soldados del bando aliado desembarcaron en las playas de Normandía y comenzaron su avance hacia el interior del país. El 25 de agosto de 1944, las fuerzas