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Autobiografía de Andrew Carnegie
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Autobiografía de Andrew Carnegie

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Andrew Carnegie era un inmigrante, un chico pobre que trabajaba en una fábrica de algodón, un hombre que amasó una gran fortuna como barón del acero y luego se convirtió en uno de los filántropos más generosos e influyentes que el mundo ha conocido. Su célebre sentencia, según la cual quien muere rico muere en desgracia, ha inspirado a filántropos y empresas filantrópicas durante generaciones. Durante su vida, puso en práctica sus ideas creando una familia de organizaciones que siguen trabajando para mejorar la condición humana, promover la paz internacional, fortalecer la democracia y crear un progreso social que beneficie a hombres, mujeres y niños en los Estados Unidos y en todo el mundo.Aquí, en sus propias palabras, el Sr. Carnegie cuenta la dramática historia de su vida y su carrera, esbozando los principios por los que vivió y que hoy sirven como pilares de la filantropía moderna.
IdiomaEspañol
EditorialStargatebook
Fecha de lanzamiento26 jul 2021
ISBN9791220829205
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    PRÓLOGO

    Al presente ensayo acerca de la vida y legado de la obra filantrópica del Barón del Acero Andrew Carnegie, le antecede una consideración sobre algunos destacados eruditos europeos que llegaron a influenciar el pensamiento conservador decimonónico en los Estados Unidos.
    Este trabajo es una síntesis de diferentes lecturas y textos utilizados como fuentes: Richard Hofstadter (El darwinismo social en el pensamiento estadounidense) 1944. Sidney Fine (El libre mercado y el estado de bienestar general. Un estudio del conflicto en el pensamiento estadounidense) 1956.
    Procedamos a abordar esas ideas que discutieron a través de los siglos XIX y XX en los Estados Unidos de América.


    EL DARWINISMO Y LA TEORÍA DE LAS ESPECIES Y LA SELECCIÓN NATURAL EN LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA

    El pensamiento del más grande naturalista, Charles Darwin, influyó decisivamente en el pensamiento de los padres de Estados Unidos y en la de sus primeros creativos en diversos ámbitos de las actividades comerciales, artísticas y empresariales entre 1700 y 1900. Richard Hofstadter menciona que los Estados Unidos fueron un país “Darwiniano” ya que a su juicio si bien “Inglaterra compartió a Darwin con el mundo” Estados Unidos dio al Darwinismo una pronta, inusitada y generosa acogida.
    Así, iglesias, los académicos, los círculos científicos y la sociedad estadounidense mostraban su acuerdo o desacuerdo, a favor o en contra de la teoría de la evolución, penetrando, pero sobre todo, dominando el debate entre teólogos y científicos en la nación, desde el momento prístino de la primer edición del libro El Origen de las Especies en 1860, en pleno inicio de la Guerra Civil; renovando la polémica posteriormente la publicación La descendencia del Hombre en el año 1871 generando opiniones favorables y adversas de la selección natural y la evolución, llegando incluso a generar nuevas y aparentemente, contradictorios conceptos como el de “cristiano evolucionista” secularizando así las ideas haciendo una relación simbiótica entre ciencia y religión.
    Fue así como el Darwinismo influyó en todos los ámbitos de la vida estadounidense al ser el tema del siglo a discutir entre escritores y gobernantes, entre la academia y las diversas iglesias, obligándolos a definirse.

    HERBERT SPENCER Y EL DARWINISMO SOCIAL

    Mediante el Darwinismo Social Spencer propone una teoría de la evolución que sea válida tanto para el mundo natural como para el ámbito social. Abandera la tesis de la existencia de una ley universal de la evolución que dirige todo proceso natural y social, es decir, la evolución también influye en las interrelaciones de la sociedad y su funcionamiento.
    De acuerdo con la tesis “Spenceriana” las condiciones sociales en Estados Unidos, o sea, su acelerado desarrollo económico, su dinamismo social y su expansión territorial, facilitaba una aceptación mayor de “la supervivencia del más apto” sentando las bases para una sociedad conservadora.
    Todo aquél que tuviera actividad intelectual conocía a profundidad las ideas de Spencer, a quien sus contemporáneos lo consideraban como su pensador. En su libro Social Statics (Estática Social), patentizó su rechazo al control gubernamental en el crecimiento orgánico y sin cortapisas del crecimiento de la sociedad oponiéndose a regulaciones, supervisión sanitaria y ayuda pública a los pobres. Ya que decía que la naturaleza decide quién sobrevive o quién muere.
    La idea de Spencer y el “libre mercado” en los Estados Unidos estaban en el centro de la discusión científica e ideológica, pero sobre todo influyeron en la época a los empresarios, quienes interpretaban a su favor estas teorías evolucionistas y de selección natural y desarrollaban defensas de su status quo, con bases aparentemente científicas.

    APRENDICES EN AMÉRICA
    Tanto las ideas del libre mercado, como las social-darwinistas permearon las aulas de clase y el foro público tanto en el Capitolio como en Wall Street, influyendo dichas doctrinas en la forma en que se abordaba las complejidades y desafíos que se presentaban ya sea en los aranceles, los monopolios, la fuerza de trabajo o los ferrocarriles mediante una política económica en Estados Unidos que no era otra cosa más que una transcripción de la política económica clásica europea. En las aulas y en el ámbito gubernamental de la era defendían estos postulados entre otros:
    1) La libre competencia como una ley natural inmutable que regula igualitariamente la distribución de la riqueza y los flujos económicos.
    2) El gobierno es un mal necesario que generalmente demuestra su ineficiencia.
    3) El individuo puede juzgar mejor que nadie sus necesidades
    4) Se requería alentar la existencia de académicos, periodistas y empresarios que mostraran proclividad por los credos de libre mercado y social-Darwinista quienes los predicaban como la solución a los desafíos de Estados Unidos y como una barrera ideológica contra socialistas, comunistas y reformadores
    5) Las leyes naturales son las leyes de Dios que mediante la evolución muestra su benevolente propósito.


    WILLIAM GAHAM SUMNER SOCIOLOGO-ECONOMISTA
    De acuerdo con Richard Hofstadter, el más influyente y enérgico social-Darwinista estadounidense fue el economista William Gaham que además, fue un académico que impartió la primer cátedra de sociología en la Universidad de Yale, fue un prolífico autor de libros y artículos mediante los cuales propagó de forma eficaz su pensamiento conservador entre los que se encontraban: Sociology, 1881, Princeton Review; The Absurd Effort to Make the World Over, 1883, (extractos); What Social Classes Owe to Each Other, 1883 (extracto) en las que mencionaba “Las diferencias de clase resultan simplemente de los distintos grados de con que los hombres aprovechan las oportunidades que se les ofrecen. En lugar de esforzarse por distribuir las adquisiciones hechas entre las clases existentes, nuestro objetivo debe ser aumentar, extender y multiplicar las oportunidades”.2 (Aparece subrayado en el original) “Esta expansión no es una garantía de igualdad. Por el contrario, si hay libertad, algunos aprovecharán las oportunidades con entusiasmo y otros las desaprovecharán. Por tanto, cuanto mayor sean las oportunidades, más desigual será la fortuna entre estas dos de hombres. Así debe ser con toda justicia y razón. Si ampliamos las oportunidades aseguramos el crecimiento general y constante de la civilización y el progreso de la sociedad por medio y a través de sus miembros mejores”1
    La profunda formación de Sumner en temas de Teología, Teoría Económica, Filosofía y Sociología fueron el andamiaje que le permitió explorar las ideas de Darwin y Spencer, en especial de este último, de quien obtuvo su principal máxima la supervivencia del más apto. Hofstadter explicó la síntesis en la que el ilustre sociólogo agrupa tres tradiciones trascendentales de la cultura capitalista de occidente: la ética protestante del trabajo duro, las doctrinas económicas clásicas mediante el individuo y la libre competencia de Adam Smith y finalmente la idea de la selección natural Darwiniana, con las que equiparaba al industrioso, temperado y frugal hombre al “fuerte” y al “apto” en la lucha por la existencia. Enseñando en las aulas de Yale los siguientes preceptos:
    • El proceso de selección está ligado al progreso de la civilización y depende de la competencia, la cual es una Ley Natural.
    • Primero se lucha por la vida, enseguida por la producción de capital mediante el trabajo el cual abastece los medios para el avance de la civilización.
    • Los capitanes de las industrias son por lo general los más aptos y sus gigantescas fortunas l.-En nuestra opinión, Sumner fue el ideólogo estadounidense que mediante la sociología le dio sentido en la práctica al pensamiento de los grandes empresarios de la época, al definirlos, pero también conceptualizarlos a través de una visión conservadora que justificaba los excesos por el origen natural de las leyes del mercado.



    ANDREW CARNEGIE INFANCIA
    En su biografía, Carnegie indica que nació el 25 de noviembre de 1835 en el ático de una pequeña casa de una sola planta en Dunfermline, Escocia, a 30 minutos de La capital Edimburgo. Haciendo referencia al dicho “de padres pobres, pero honrados, de buena familia”. Hijo de un tejedor de un tipo de seda conocida como Damasco, el señor William Carnegie. Su abuelo Andrew Carnegie, de quien tomó el nombre, pero también su naturaleza optimista, la capacidad de desprenderse de los problemas y de reírse de la vida, dejando sentado que” una disposición alegre vale más que una fortuna” al recordar a su abuelo.

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Autobiografía de Andrew Carnegie - Andrew Carnagie

Índice de contenidos

CAPÍTULO I - LOS PADRES Y LA INFANCIA

CAPÍTULO II - DUNFERMLINE Y AMÉRICA

CAPÍTULO III - PITTSBURGH Y EL TRABAJO

CAPÍTULO IV - EL CORONEL ANDERSON Y LOS LIBROS

CAPÍTULO V - LA OFICINA DE TELÉGRAFOS

CAPÍTULO VI - SERVICIO FERROVIARIO

CAPÍTULO VII - SUPERINTENDENTE DE LA PENNSYLVANIA

CAPÍTULO VIII -  PERÍODO DE LA GUERRA CIVIL

CAPÍTULO IX - CONSTRUCCIÓN DE PUENTES

CAPÍTULO X - LOS TRABAJOS DE HIERRO

CAPÍTULO XI - NUEVA YORK COMO SEDE

CAPÍTULO XII - NEGOCIACIONES COMERCIALES

CAPÍTULO XIII - LA ERA DEL ACERO

CAPÍTULO XIV - SOCIOS, LIBROS Y VIAJES

CAPÍTULO XV - VIAJE DE ENTRENAMIENTO Y MATRIMONIO

CAPÍTULO XVI - MOLINOS Y LOS HOMBRES

CAPÍTULO XVII - LA HUELGA DE HOMESTEAD

CAPÍTULO XVIII - PROBLEMAS DE TRABAJO

CAPÍTULO XX - FONDOS EDUCATIVOS Y DE PENSIONES

CAPÍTULO XXI - EL PALACIO DE LA PAZ Y PITTENCRIEFF

CAPÍTULO XXII - MATHEW ARNOLD Y OTROS

CAPÍTULO XXIII - LÍDERES POLÍTICOS BRITÁNICOS

CAPÍTULO XXIV - GLADSTONE Y MORLEY

CAPÍTULO XXV - HERBERT SPENCER Y SU DISCÍPULO

CAPÍTULO XXVI - BLAINE Y HARRISON

CAPÍTULO XXVII - DIPLOMACIA DE WASHINGTON

CAPÍTULO XXVIII - HAY Y McKINLEY

CAPÍTULO XXIX - ENCUENTRO CON EL EMPERADOR ALEMÁN

Autobiografía de Andrew Carnegie

Andrew Carnegie

Traducción y edición 2021 de David De Angelis

Todos los derechos reservados

CAPÍTULO I - LOS PADRES Y LA INFANCIA

Si la historia de la vida de un hombre, contada de verdad, debe ser interesante, como dice algún sabio, aquellos de mis parientes y amigos inmediatos que han insistido en tener un relato de la mía no deben sentirse excesivamente decepcionados con este resultado. Puedo consolarme con la seguridad de que esa historia debe interesar al menos a un cierto número de personas que me han conocido, y ese conocimiento me animará a seguir adelante.

Un libro de este tipo, escrito hace años por mi amigo, el juez Mellon, de Pittsburgh, me dio tanto placer que me inclino a estar de acuerdo con el sabio cuya opinión he dado más arriba; porque, ciertamente, la historia que el juez contó ha demostrado ser una fuente de infinita satisfacción para sus amigos, y debe seguir influyendo en las generaciones sucesivas de su familia para vivir bien la vida. Y no sólo esto; para algunos, más allá de su círculo inmediato, tiene el rango de sus autores favoritos. El libro contiene una característica esencial de valor: revela al hombre. Fue escrito sin ninguna intención de atraer la atención del público, ya que estaba destinado únicamente a su familia. De la misma manera, yo pretendo contar mi historia, no como alguien que se presenta ante el público, sino como alguien que se encuentra en medio de mi propia gente y de mis amigos, probados y verdaderos, a quienes puedo hablar con la mayor libertad, sintiendo que incluso los incidentes insignificantes pueden no estar totalmente desprovistos de interés para ellos.

Para empezar, pues, nací en Dunfermline, en el ático de una pequeña casa de una sola planta, en la esquina de Moodie Street y Priory Lane, el 25 de noviembre de 1835, y, como dice el refrán, de padres pobres pero honrados, de buena familia. Dunfermline era desde hacía tiempo el centro del comercio del damasco en Escocia. Mi padre, William Carnegie, era un tejedor de damasco, hijo de Andrew Carnegie, de quien recibí el nombre.

Mi abuelo Carnegie era muy conocido en toda la comarca por su ingenio y humor, su carácter genial y su espíritu irreprimible. Era el jefe de los animados de su época, y conocido en todas partes como el jefe de su alegre club

- Patiemuir College. A mi regreso a Dunfermline, después de una ausencia de catorce años, recuerdo que se me acercó un anciano al que le habían dicho que yo era el nieto del Profesor, el título de mi abuelo entre sus compinches. Era la viva imagen de la ancianidad paralizada;

Su nariz y su barbilla también amenazaron.

Al cruzar la habitación hacia mí y poner su mano temblorosa sobre mi cabeza, dijo: ¡Y tú eres el nieto de Andra Carnegie! Eh, mon, he visto el día en que tu abuelo y yo hubiéramos podido sacar a cualquier hombre razonable de su juicio.

Otros ancianos de Dunfermline me contaron historias de mi abuelo. Aquí está una de ellas:

Una noche de Hogmanay, una vieja esposa, todo un personaje en el pueblo, al verse sorprendida por un rostro disfrazado que se asomó de repente a la ventana, levantó la vista y, tras una breve pausa, exclamó: Oh, es ese tonto de Andra Carnegie. Tenía razón; mi abuelo, a sus setenta y cinco años, andaba por ahí asustando a sus amigas ancianas, disfrazado como otros jóvenes retozones.

Creo que mi naturaleza optimista, mi capacidad de desprenderse de los problemas y de reírse por la vida, haciendo cisear a todos mis patos, como dicen mis amigos, debe haber sido heredada de este encantador y viejo abuelo enmascarado cuyo nombre me enorgullece llevar. Una disposición alegre vale más que la fortuna. Los jóvenes deberían saber que se puede cultivar; que la mente, como el cuerpo, puede pasar de la sombra al sol. Movámosla entonces. Ríete de los problemas si es posible, y uno suele poder hacerlo si tiene algo de filósofo, siempre que el autorreproche no provenga de su propia maldad. Eso siempre queda. No hay forma de lavar estas manchas malditas. El juez interior se sienta en el tribunal supremo y nunca puede ser engañado. De ahí la gran regla de vida que da Burns:

Sólo temes tu propio reproche.

Este lema adoptado en los primeros años de mi vida ha sido para mí más que todos los sermones que he escuchado, y he oído no pocos, aunque puedo admitir el parecido con mi viejo amigo Baillie Walker en mis años de madurez. Su médico le preguntó por su sueño y respondió que estaba lejos de ser satisfactorio, que estaba muy despierto, añadiendo con un brillo en los ojos: Pero me duermo un poco en la iglesia de vez en cuando.

Por parte de mi madre, el abuelo era aún más marcado, ya que mi abuelo Thomas Morrison era amigo de William Cobbett, colaborador de su Register y mantenía una correspondencia constante con él. Incluso mientras escribo, en Dunfermline los ancianos que conocieron al abuelo Morrison hablan de él como uno de los mejores oradores y hombres más hábiles que han conocido. Fue editor de The Precursor, una pequeña edición, podría decirse, del Register de Cobbett, y se cree que fue el primer periódico radical de Escocia. He leído algunos de sus escritos, y en vista de la importancia que ahora se le da a la educación técnica, creo que el más notable de ellos es un panfleto que publicó hace setenta y tantos años, titulado Head-ication versus Hand-ication. Insiste en la importancia de esta última de una manera que daría crédito al más firme defensor de la educación técnica de hoy en día. Termina con estas palabras: Doy gracias a Dios porque en mi juventud aprendí a hacer y remendar zapatos. Cobbett lo publicó en el Register en 1833, comentando editorialmente: Una de las comunicaciones más valiosas jamás publicadas en el Register sobre el tema, es la de nuestro estimado amigo y corresponsal en Escocia, Thomas Morrison, que aparece en este número. Así que parece que mi propensión a los garabatos me viene por herencia, por ambas partes, ya que los Carnegie también eran lectores y pensadores.

Mi abuelo Morrison era un orador nato, un político entusiasta y el jefe del ala avanzada del partido radical en el distrito, posición que su hijo, mi tío Bailie Morrison, ocupó como su sucesor. Más de un escocés conocido en América me ha llamado para estrechar la mano del nieto de Thomas Morrison. El Sr. Farmer, presidente de la Compañía de Ferrocarriles de Cleveland y Pittsburgh, me dijo en una ocasión: Todo lo que tengo de erudición y cultura se lo debo a la influencia de tu abuelo; y Ebenezer Henderson, autor de la notable historia de Dunfermline, declaró que debía en gran medida su progreso en la vida al hecho afortunado de que, siendo un muchacho, entró al servicio de mi abuelo.

No he pasado por la vida sin recibir algunos elogios, pero creo que nada de carácter elogioso me ha complacido tanto como este de un escritor de un periódico de Glasgow, que había sido oyente de un discurso sobre el Gobierno Autónomo en América que pronuncié en Saint Andrew's Hall. El corresponsal escribió que entonces se hablaba mucho en Escocia de mí y de mi familia, y especialmente de mi abuelo Thomas Morrison, y continuó diciendo: Juzguen mi sorpresa cuando encontré en el nieto del estrado, en sus maneras, gestos y apariencia, un perfecto facsímil del Thomas Morrison de antaño.

No se puede dudar de mi sorprendente parecido con mi abuelo, al que no recuerdo haber visto nunca, porque recuerdo bien que cuando regresé por primera vez a Dunfermline, a mis veintisiete años, mientras estaba sentado en un sofá con mi tío Bailie Morrison, sus grandes ojos negros se llenaron de lágrimas. No podía hablar y salió corriendo de la habitación, abrumado. Al volver, me explicó que de vez en cuando algo en mí le hacía ver a su padre, que se desvanecía al instante pero volvía a intervalos. Se trataba de algún gesto, pero no podía entender qué era exactamente. Mi madre notaba continuamente en mí algunas de las peculiaridades de mi abuelo. La doctrina de las tendencias heredadas se demuestra cada día y cada hora, pero qué sutil es la ley que transmite el gesto, algo como más allá del cuerpo material. Me impresionó profundamente.

Mi abuelo Morrison se casó con la señorita Hodge, de Edimburgo, una dama en cuanto a educación, modales y posición, que murió cuando la familia aún era joven. En esa época se encontraba en una buena situación, siendo un comerciante de pieles que dirigía el negocio del curtido en Dunfermline; pero la paz después de la batalla de Waterloo lo llevó a la ruina, como a miles de personas; de modo que mientras mi tío Bailie, el hijo mayor, se había criado en lo que podría llamarse lujo, pues tenía un poni para montar, los miembros más jóvenes de la familia se encontraron con otros días más duros.

La segunda hija, Margaret, era mi madre, de la que no puedo hablar extensamente. Heredó de su madre la dignidad, el refinamiento y el aire de la dama cultivada. Quizá algún día pueda contar al mundo algo de esta heroína, pero lo dudo. La considero sagrada para mí y no para que otros la conozcan. Nadie podría conocerla realmente, sólo yo lo hice. Después de la temprana muerte de mi padre, ella fue toda mía. La dedicatoria de mi primer libro cuenta la historia. Era: A mi heroína favorita, mi madre.

Afortunado en mis ancestros fui supremamente en mi lugar de nacimiento. El lugar donde uno nace es muy importante, ya que los diferentes entornos y tradiciones atraen y estimulan diferentes tendencias latentes en el niño. Ruskin observa realmente que todos los niños brillantes de Edimburgo están influenciados por la vista del Castillo. Lo mismo ocurre con el niño de Dunfermline, por su noble abadía, el Westminster de Escocia, fundada a principios del siglo XI (1070) por Malcolm Canmore y su reina Margarita, la patrona de Escocia. Las ruinas del gran monasterio y del palacio donde nacieron los reyes siguen en pie, y allí también se encuentra Pittencrieff Glen, que abarca el santuario de la reina Margarita y las ruinas de la torre del rey Malcolm, con las que comienza la vieja balada de Sir Patrick Spens:

El Rey se sienta en la torre de Dunfermline, Bebiendo el vino rojo azulado.

La tumba de Bruce se encuentra en el centro de la abadía, la de Santa Margarita está cerca, y muchos de los miembros de la realeza duermen cerca. Afortunado es el niño que ve por primera vez la luz en esta romántica ciudad, que ocupa un terreno elevado a tres millas al norte del estuario del Forth, con vistas al mar, con Edimburgo a la vista al sur, y al norte los picos de los Ochils claramente a la vista. Todo sigue evocando el poderoso pasado, cuando Dunfermline era la capital nacional y religiosa de Escocia.

El niño que tiene el privilegio de desarrollarse en ese entorno absorbe la poesía y el romance con el aire que respira, asimila la historia y la tradición mientras mira a su alrededor. Para él, este mundo se convierte en su mundo real en la infancia: el ideal es lo real siempre presente. Lo real aún está por llegar cuando, más adelante, se lanza al mundo cotidiano de la severa realidad. Incluso entonces, y hasta su último día, las primeras impresiones permanecen, a veces durante breves temporadas, desapareciendo quizás, pero sólo aparentemente alejadas o suprimidas. Siempre se levantan y vuelven al frente para ejercer su influencia, para elevar su pensamiento y colorear su vida. Ningún niño brillante de Dunfermline puede escapar a la influencia de la Abadía, el Palacio y la Cañada. Éstos lo tocan y encienden la chispa latente en su interior, convirtiéndolo en algo diferente y más allá de lo que, de haber nacido menos felizmente, habría llegado a ser. Bajo estas condiciones inspiradoras también habían nacido mis padres, y de ahí vino, no lo dudo, la potencia de la tensión romántica y poética que impregnaba a ambos.

Cuando mi padre tuvo éxito en el negocio de la tejeduría, nos trasladamos de Moodie Street a una casa mucho más cómoda en Reid's Park. Los cuatro o cinco telares de mi padre ocupaban el piso inferior; nosotros residíamos en el superior, al que se accedía, según una moda común en las casas escocesas más antiguas, por escaleras exteriores desde la acera. Es aquí donde comienzan mis primeros recuerdos y, curiosamente, el primer rastro de memoria me lleva a un día en que vi un pequeño mapa de América. Estaba sobre unos rodillos y tenía unos 60 centímetros cuadrados. En él, mi padre, mi madre, mi tío William y mi tía Aitken buscaban Pittsburgh y señalaban el lago Erie y el Niágara. Poco después mi tío y mi tía Aitken se embarcaron hacia la tierra de promisión.

Recuerdo que en esa época mi primo-hermano, George Lauder (Dod), y yo mismo estábamos profundamente impresionados por el gran peligro que nos acechaba, porque había una bandera antirreglamentaria escondida en la buhardilla. Había sido pintada para ser llevada, y creo que fue llevada por mi padre, o mi tío, o algún otro buen radical de nuestra familia, en una procesión durante la agitación de la Ley del Maíz. Había habido disturbios en la ciudad y una tropa de caballería estaba acuartelada en el Guildhall. Mis abuelos y tíos, por ambas partes, y mi padre, habían sido los primeros en dirigirse a las reuniones, y todo el círculo familiar estaba en ebullición.

Recuerdo como si fuera ayer que me despertaron durante la noche unos hombres que venían a informar a mis padres de que mi tío, Bailie Morrison, había sido encarcelado porque se había atrevido a celebrar una reunión que estaba prohibida. El sheriff, con la ayuda de los soldados, lo había detenido a pocas millas del pueblo donde se había celebrado la reunión, y lo había llevado a la ciudad durante la noche, seguido por una inmensa multitud de personas.

Se temían graves problemas, pues el populacho amenazaba con rescatarlo, y, como supimos después, el preboste de la ciudad lo había inducido a acercarse a una ventana que daba a la calle Mayor y a rogar a la gente que se retirara. Así lo hizo, diciendo: Si hay un amigo de la buena causa aquí esta noche, que cruce los brazos. Así lo hicieron. Y entonces, después de una pausa, dijo: ¡Ahora, partan en paz! Mi tío, como toda nuestra familia, era un hombre de fuerza moral y fuerte para la obediencia a la ley, pero radical hasta la médula y un intenso admirador de la República Americana.

Uno puede imaginarse, cuando todo esto ocurría en público, cuán amargas eran las palabras que pasaban de uno a otro en privado. Las denuncias del gobierno monárquico y aristocrático, de los privilegios en todas sus formas, la grandeza del sistema republicano, la superioridad de América, una tierra poblada por nuestra propia raza, un hogar para los hombres libres en el que el privilegio de cada ciudadano era el derecho de cada hombre, estos fueron los emocionantes temas en los que me nutrí. De niño podía haber matado a un rey, a un duque o a un señor, y consideraba su muerte un servicio al Estado y, por tanto, un acto heroico.

Tal es la influencia de las primeras asociaciones de la infancia que pasó mucho tiempo antes de que pudiera confiar en mí mismo para hablar con respeto de cualquier clase o persona privilegiada que no se hubiera distinguido de alguna manera y, por lo tanto, se hubiera ganado el derecho al respeto público. Todavía quedaba la burla por el mero pedigrí: no es nada, no ha hecho nada, sólo un accidente, un fraude que se pavonea con plumas prestadas; todo lo que tiene a su favor es el accidente del nacimiento; la parte más fructífera de su familia, como ocurre con la patata, está bajo tierra. Me preguntaba si los hombres inteligentes podían vivir donde otro ser humano había nacido con un privilegio que no era también su derecho de nacimiento. No me cansaba de citar las únicas palabras que daban rienda suelta a mi indignación:

"Hubo una vez un Brutus que habría soportado al diablo eterno para mantener su estado en Roma

Tan fácilmente como un rey".

Pero entonces los reyes eran reyes, no meras sombras. Todo esto fue heredado, por supuesto. Sólo me hice eco de lo que escuché en casa.

Dunfermline ha tenido durante mucho tiempo fama de ser quizá la ciudad más radical del Reino, aunque sé que Paisley tiene pretensiones. Esto es aún más meritorio para la causa del radicalismo porque en los días de los que hablo la población de Dunfermline estaba compuesta en gran parte por hombres que eran pequeños fabricantes, cada uno de los cuales poseía su propio telar o telares. No estaban atados a horarios regulares, su trabajo era a destajo. Recibían telas de los grandes fabricantes y el tejido se hacía en casa.

Eran tiempos de intensa excitación política, y con frecuencia se veían por toda la ciudad, durante un rato después de la comida del mediodía, pequeños grupos de hombres con sus delantales ceñidos a la cintura discutiendo asuntos de Estado. Los nombres de Hume, Cobden y Bright estaban en boca de todos. A menudo me sentía atraído, por pequeño que fuera, a estos círculos y escuchaba con atención la conversación, que era totalmente unilateral. La conclusión generalmente aceptada era que debía haber un cambio. Se formaron clubes entre la gente del pueblo y se suscribieron los periódicos de Londres. Los principales editoriales se leían cada noche al pueblo, curiosamente, desde uno de los púlpitos de la ciudad. Mi tío, Bailie Morrison, era a menudo el lector, y, como los artículos eran comentados por él y otros después de ser leídos, las reuniones eran bastante emocionantes.

Estas reuniones políticas eran frecuentes y, como era de esperar, yo estaba tan interesado como cualquier otro miembro de la familia y asistía a muchas de ellas. Generalmente se escuchaba a uno de mis tíos o a mi padre. Recuerdo que una noche mi padre se dirigió a una gran reunión al aire libre en el Pends. Yo me había metido debajo de las piernas de los oyentes, y al oír un grito más fuerte que todos los demás no pude contener mi entusiasmo. Mirando al hombre bajo cuyas piernas me había protegido, le informé de que era mi padre quien hablaba. Me levantó sobre su hombro y me mantuvo allí.

A otra reunión me llevó mi padre para escuchar a John Bright, que habló a favor de J.B. Smith como candidato liberal para los burgos de Stirling. En casa critiqué que el Sr. Bright no hablaba correctamente, ya que decía men cuando quería decir maan. No dio la amplia a a la que estábamos acostumbrados en Escocia. No es de extrañar que, criado en ese entorno, me convirtiera en un joven republicano violento cuyo lema era muerte a los privilegios. En aquella época yo no sabía lo que significaba el privilegio, pero mi padre sí.

Una de las mejores historias de mi tío Lauder era sobre este mismo J.B. Smith, el amigo de John Bright, que se presentaba al Parlamento en Dunfermline. El tío era miembro de su Comité y todo iba bien hasta que se proclamó que Smith era un Unitawrian. El distrito fue rotulado con la pregunta: ¿Votarías a un Unitawrian? La cosa iba en serio. El presidente del comité de Smith en el pueblo de Cairney Hill, un herrero, declaró que nunca lo haría. El tío fue a protestar con él. Se reunieron en la taberna del pueblo para tomar una cerveza:

Hombre, yo no puedo votar por un Unitawrian, dijo el Presidente.

Pero, dijo mi tío, Maitland [el candidato opositor] es trinitario. Maldición; eso es waur, fue la respuesta.

Y el herrero votó bien. Smith ganó por una pequeña mayoría.

El cambio del telar manual al telar de vapor fue desastroso para nuestra familia. Mi padre no se dio cuenta de la inminente revolución y se esforzaba por mantener el viejo sistema. Sus telares perdieron mucho valor y fue necesario que esa fuerza que nunca fallaba en ninguna emergencia -mi madre- diera un paso adelante y se esforzara por reparar la fortuna familiar. Abrió una pequeña tienda en Moodie Street y contribuyó a los ingresos que, aunque escasos, en aquella época eran suficientes para mantenernos cómodos y respetables.

Recuerdo que poco después de esto empecé a aprender lo que significaba la pobreza. Llegaron días terribles en los que mi padre llevó la última de sus telas al gran fabricante, y vi a mi madre esperar ansiosamente su regreso para saber si iba a obtener una nueva tela o si nos esperaba un período de ociosidad. Se me grabó entonces en el corazón que mi padre, aunque no era abyecto, mezquino ni vil, como dice Burns, tenía sin embargo que

Ruega a un hermano de la tierra que le deje trabajar.

Y entonces y allí surgió la resolución de que curaría eso cuando llegara a ser un hombre. Sin embargo, no estábamos reducidos a nada parecido a la pobreza en comparación con muchos de nuestros vecinos. No sé hasta qué punto de privación no habría llegado mi madre para poder ver a sus dos hijos con grandes cuellos blancos y bien vestidos.

En un momento incauto, mis padres prometieron que nunca me enviarían a la escuela hasta que pidiera permiso para ir. Esta promesa, según supe después, empezó a preocuparles mucho porque, a medida que crecía, no mostraba ninguna disposición a pedirlo. Se solicitó al director de la escuela, el señor Robert Martin, y se le indujo a que se fijara en mí. Un día me llevó de excursión con algunos de mis compañeros que asistían a la escuela, y mis padres experimentaron un gran alivio cuando un día, poco después, vine a pedir permiso para ir a la escuela del señor Martin. No necesito decir que el permiso fue debidamente concedido. Había entrado entonces en mi octavo año, lo que la experiencia posterior me lleva a decir que es bastante temprano para que cualquier niño comience a asistir a la escuela.

La escuela era un perfecto deleite para mí, y si ocurría algo que impidiera mi asistencia me sentía infeliz. Esto ocurría de vez en cuando porque mi deber matutino era traer agua del pozo situado en la cabecera de la calle Moodie. El suministro era escaso e irregular. A veces no se dejaba correr hasta bien entrada la mañana y una veintena de viejas esposas estaban sentadas alrededor, habiéndose asegurado previamente el turno de cada una durante la noche colocando una lata sin valor en la línea. Esto, como era de esperar, dio lugar a numerosas disputas en las que no me dejarían caer ni siquiera estas venerables ancianas. Me gané la reputación de ser un chaval horrible. De este modo, probablemente desarrollé la tendencia a la discusión, o quizás a la combatividad, que siempre me ha acompañado.

En el cumplimiento de estos deberes, a menudo llegaba tarde a la escuela, pero el maestro, conociendo la causa, perdonaba las faltas. A este respecto, debo mencionar que a menudo tenía que hacer los recados de la tienda después de la escuela, de modo que al mirar atrás tengo la satisfacción de sentir que llegué a ser útil a mis padres incluso a la temprana edad de diez años. Poco después se me confiaron las cuentas de las distintas personas que se ocupaban de la tienda, de modo que me familiaricé, en cierta medida, con los asuntos comerciales incluso en la infancia.

Sin embargo, hubo una causa de miseria en mi experiencia escolar. Los chicos me apodaban la mascota de Martin, y a veces me llamaban con ese terrible epíteto cuando pasaba por la calle. Yo no sabía todo lo que significaba, pero me parecía un término de lo más oprobioso, y sé que me impedía responder tan libremente como lo hubiera hecho en otras circunstancias a ese excelente profesor, mi único maestro de escuela, con quien tengo una deuda de gratitud que lamento no haber tenido oportunidad de reconocer antes de su muerte.

Debo mencionar aquí a un hombre cuya influencia sobre mí no puede ser sobrestimada, mi tío Lauder, el padre de George Lauder. Mi padre tenía que trabajar constantemente en la tienda de telares y tenía poco tiempo libre para dedicarme durante el día. Mi tío, al ser comerciante en la calle principal, no estaba tan atado. Obsérvese la ubicación, pues se encontraba entre la aristocracia de los comerciantes, y había altos y variados grados de aristocracia incluso entre los comerciantes de Dunfermline. Profundamente afectado por la muerte de mi tía Seaton, ocurrida hacia el comienzo de mi vida escolar, encontró su principal consuelo en la compañía de su único hijo, George, y de mí. Poseía un extraordinario don para tratar con los niños y nos enseñó muchas cosas. Entre otras, recuerdo cómo nos enseñaba la historia británica imaginando a cada uno de los monarcas en un lugar determinado de las paredes de la habitación realizando el acto por el que era conocido. Así, para mí, el rey Juan está sentado hasta el día de hoy encima de la repisa de la chimenea firmando la Carta Magna, y la reina Victoria está en la parte trasera de la puerta con sus hijos en las rodillas.

Se puede dar por sentado que la omisión que, años después, encontré en la Sala Capitular de la Abadía de Westminster se suplió completamente en nuestra lista de monarcas. Una losa en una pequeña capilla de Westminster dice que el cuerpo de Oliver Cromwell fue retirado de allí. En la lista de los monarcas que aprendí en las rodillas de mi tío, el gran monarca republicano aparecía escribiendo su mensaje al Papa de Roma, informando a Su Santidad de que si no cesaba de perseguir a los protestantes, el trueno del cañón de Gran Bretaña se oiría en el Vaticano. No hace falta decir que la estimación que nos formamos de Cromwell fue que les valía a' thegither.

De mi tío aprendí todo lo que sé de la historia temprana de Escocia

-de Wallace y Bruce y Burns, de la historia de Blind Harry, de Scott, Ramsey, Tannahill, Hogg y Fergusson. Puedo decir, en palabras de Burns, que entonces y allí se creó en mí una vena de prejuicio (o patriotismo) escocés que sólo dejará de existir con la vida. Wallace, por supuesto, era nuestro héroe. Todo lo heroico se centraba en él. Triste fue el día en que un malvado niño grande del colegio me dijo que Inglaterra era mucho más grande que Escocia. Fui a ver al tío, que tenía el remedio.

En absoluto, Naig; si Escocia se extendiera en plano como Inglaterra, Escocia sería la más grande, pero ¿tendrías las Tierras Altas enrolladas?

¡Oh, nunca! Había bálsamo en Gilead para el joven patriota herido. Más tarde, la mayor población de Inglaterra me obligó a acudir al tío.

Sí, Naig, siete a uno, pero había más que esas probabilidades contra nosotros en Bannockburn. Y de nuevo hubo alegría en mi corazón: alegría porque había más hombres ingleses allí, ya que la gloria era mayor.

Esto es una especie de comentario sobre la verdad de que la guerra engendra guerra, que cada batalla siembra las semillas de futuras batallas, y que así las naciones se convierten en enemigos tradicionales. La experiencia de los niños estadounidenses es la de los escoceses. Crecen leyendo sobre Washington y Valley Forge, sobre los hessianos contratados para matar a los americanos, y llegan a odiar el mismo nombre de inglés. Tal fue mi experiencia con mis sobrinos americanos. Escocia estaba bien, pero Inglaterra, que había luchado contra Escocia, era el socio malvado. Hasta que no se convirtieron en hombres no se erradicaron los prejuicios, e incluso algunos de ellos pueden persistir.

El tío Lauder me ha contado desde entonces que a menudo hacía entrar a la gente en la habitación asegurando que podía hacer que Dod (George Lauder) y yo lloráramos, riéramos o cerráramos los puñitos dispuestos a pelear; en resumen, que jugaba con todos nuestros estados de ánimo mediante la influencia de la poesía y la canción. La traición de Wallace era su carta de triunfo, que nunca dejaba de hacer sollozar nuestros pequeños corazones, siendo el resultado invariable un completo colapso. Por mucho que contara la historia, nunca perdía su fuerza. Sin duda, recibía de vez en cuando nuevos adornos. Las historias de mi tío nunca quisieron el sombrero y el bastón que Scott le dio al suyo. Qué maravillosa es la influencia de un héroe sobre los niños!

Pasé muchas horas y tardes en High Street con mi tío y Dod, y así comenzó una alianza fraternal de por vida entre este último y yo. Dod y Naig siempre estuvimos en la familia. Yo no podía decir George en la infancia y él no podía sacar más que Naig de Carnegie, y siempre han sido Dod y Naig con nosotros. Ningún otro nombre significaría nada.

Había dos caminos por los que se podía volver desde la casa de mi tío en High Street hasta mi casa en Moodie Street, al pie de la ciudad, uno a lo largo del espeluznante patio de la iglesia de la Abadía entre los muertos, donde no había luz; y el otro a lo largo de las calles iluminadas por el camino de la Puerta de Mayo. Cuando era necesario que volviera a casa, mi tío, con un placer perverso, me preguntaba por dónde iba. Pensando en lo que haría Wallace, siempre le respondía que iba por la Abadía. Tengo la satisfacción de creer que nunca, ni siquiera en una ocasión, cedí a la tentación de tomar el otro camino y seguir las luces en el cruce de la Puerta de Mayo. A menudo pasé por ese patio de la iglesia y por el oscuro arco de la Abadía con el corazón en la boca. Intentando silbar y mantener el valor, avanzaba a través de la oscuridad, pensando en todas las emergencias en lo que Wallace habría hecho si se hubiera encontrado con cualquier enemigo, natural o sobrenatural.

El rey Robert the Bruce nunca obtuvo justicia de mi primo ni de mí en la infancia. Nos bastaba con que fuera un rey mientras que Wallace era el hombre del pueblo. Sir John Graham era nuestro segundo. La intensidad del patriotismo de un niño escocés, criado como yo, constituye una fuerza real en su vida hasta el final. Si se estudiara el origen de mi reserva de ese artículo primordial -el valor-, estoy seguro de que el análisis final lo encontraría fundado en Wallace, el héroe de Escocia. Tener un héroe

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