Tu éxito está a tu alcance
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In Make It Your Business, Sylvia Montero tells the story of her journey from the plantation shack in Puerto Rico and the Projects of the Lower East Side to a Human Resources career at Pfizer Inc which she capped by becoming the highest ranking Latina in the history of the company, as head of global Human Resources.
Sylvia narrates her linear story highlighting the situations that most challenged
Sylvia M. Montero
Sylvia Montero has over 30 years of experience in Human Resources and retired as Senior Vice President, Human Resources, Pfizer Inc, the largest pharmaceutical company in the world. Sylvia was born in Puerto Rico and her parents moved the family to New York City in 1957. She is a graduate of Barnard College, Columbia University and Queens College, City University of New York. She is on the Board of The Grand Street Settlement in the Lower East Side of Manhattan and has served on the board of the Hispanic Federation and on the Business Advisory Group of El Museo del Barrio in New York. Sylvia was recognized by Hispanic Business Magazine in the Top 50 Hispanic Business Women in 2001, 80 Elite Hispanic Women in 2002, and 20 Corporate Elite in 2006. In 2004, Sylvia was recognized as the “Most Outstanding Hispanic Woman in Business” by the New York State Assembly/Senate Puerto Rican/Hispanic Task Force at the 17th Annual Somos El Futuro (We are the Future) Conference. In 2005, she was presented the prestigious Orgullo Latino (Latin Pride) award by the 100 Hispanic Women organization. She lives in New Jersey where she and her husband are active in their church and community. She treasures spending time with her grandchildren and family.
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Tu éxito está a tu alcance - Sylvia M. Montero
CONTENIDO
CAPÍTULO UNO: PRÓLOGO
El salón de juntas
CAPÍTULO DOS: LA HISTORIA
Inocente felicidad
Nueva York
, un lugar maravilloso
Criando y educando niños puertorriqueños
Matrimonio y universidad
Cambio de carrera profesional
CAPÍTULO TRES: CONFIANZA EN SÍ MISMO
Valoriza quién eres y lo que eres
Mantén una actitud positiva y proactiva
No dejes a un lado tu integridad personal
CAPÍTULO CUATRO: DESEMPEÑO
Educación, educación, educación
Conoce el negocio y tu rol en él
Tú eres responsible de tu desempeño
CAPÍTULO CINCO: ASTUCIA ORGANIZACIONAL
Adquiere astucia organizacional
CAPÍTULO SEIS: LES PRESENTAMOS…¡A TI!
Cuida tu bienestar físico
La vestimenta sí importa. Utilízala como un recurso estratégico
Optimiza tus destrezas de comunicación
CAPÍTULO SIETE: MUJER TRABAJADORA, MADRE TRABAJADORA
Éxito en el mundo de los hombres
Madre soltera y trabajadora
CAPÍTULO OCHO: LIDERAZGO
Liderazgo
CAPÍTULO NUEVE: GENEROSIDAD
La responsabilidad de reciprocar
Sobrepasa los sueños
Reflexiones
Agradecimientos
Gracias
"Tienes una historia que contar. Deberías escribir un libro y, si te decides a hacerlo, yo te ayudaré".
Bud Bilanich me hizo esta generosa oferta mientras cenábamos apenas unos días después de retirarme. Bud es The Common Sense Guy (el Tipo del Sentido Común), un entrenador del éxito personal, ponente de charlas de motivación, autor, redactor de una columna cibernética (blogger) y mi amigo. Siéndole fiel a su meta de ayudar a tantas personas como sea posible para que creen vidas exitosas y las carreras que ellos anhelan y se merecen
, Bud pasó largas horas al teléfono, ayudándome a pensar mis temas, compartiendo sus propias experiencias de vida y conocimientos profesionales. Por espacio de dos años, Bud aportó desinteresadamente su talento y destrezas para que mi historia pudiese llegar a una mayor audiencia que pudiera beneficiarse de ella. ¿Por qué? Porque esa es la clase de hombre que él es. Les exhorto a que conozcan a este hombre extraordinario en www.budbilanich.com. Bud, para ti mi más profundo agradecimiento.
Doy gracias a mis padres, Cruz y Eligia Montero, por el heroísmo de sus vidas, por su feroz devoción a sus cinco hijos, por su amor estricto y por nunca darse por vencidos. Lamento que mi padre no esté vivo para leer esto, pero creo que él conocía mis sentimientos. Afortunadamente, Mamita pudo añadir sus recuerdos y leerá el libro en su traducción al español.
Gracias a mis hermanos: Miriam, Elba, Rod y Wally, quienes, habiendo compartido las mismas experiencias mientras crecíamos, se aseguraron de que mis recuerdos fueran veraces y certeros. Ofrezco un agradecimiento especial a Miriam por también emplear su bolígrafo rojo de maestra en cada detalle de mi manuscrito y por brindarme el título del libro en inglés.
Gracias a mi hijo Ken por sus comentarios y por la fabulosa discusión entre tres que compartió con Bud y conmigo, aportando su perspectiva de cómo fue crecer con una madre soltera trabajadora.
Gracias a mi prima María en Puerto Rico, quien no solo leyó el libro en inglés sino que también revisó cada palabra de la traducción al español y me brindó valiosas observaciones que enriquecieron aún más la narración.
También debo extenderle mi agradecimiento a muchos colegas y amigos que dieron de su tiempo para leer mi manuscrito y proveyeron valiosos comentarios, particularmente a Don y Sandy, Brian, Monta, Jim y Pat, Mark y Patricia, Hannah, Robert, Joe, la familia Smith, Cathy, Sharon, Neil y Pedro, entre otros.
Un agradecimiento especial para mi editor y colaborador en inglés, Yosef Baskin, por ayudarme a que mi dócil voz escrita se equiparara a la más fogosa voz que poseo en persona
.
Un agradecimiento muy especial para mi traductora, Laura E. Nazario, quien fue magnífica captando los matices del inglés y expresándolos en español.
Estoy en deuda con la Sra. Flavia Lugo de Marichal, profesora retirada de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras y prolífica autora de libros para niños, una encantadora mujer que contribuyó su preciado tiempo y gran conocimiento para revisar mi manuscrito en español. Su generosidad me ha impresionado y su energía y optimismo me han servido de inspiración.
Le doy gracias a mi esposo, O.B., quien siempre leyó el primer borrador de cada capítulo. Por su tiempo y paciencia, su amor del idioma inglés, su empatía y amplia perspectiva, mil gracias.
Finalmente, estoy en deuda con los muchos mentores y patrocinadores quienes guiaron a una jovencita desde la casita en pilotes hasta el salón de juntas.
Capítulo uno: Prólogo
El salón de juntas
Me encontraba en el piso ejecutivo, frente a las puertas dobles de madera hermosamente pulida, esperando a que la junta de directores de Pfizer Inc. me llamara a pasar. Respiré profundo, asimilándolo todo; no quería olvidar ningún detalle de este increíble momento. Para asegurarme de estar calmada y presentar lo mejor de mí, esa mañana acudí al gimnasio, al igual que cualquier otro día de trabajo. Llevaba uno de los colores que mejor me sienta: vestí una chaqueta tejida en azul brillante sobre una falda negra que llegaba hasta los tobillos. Quería verme lo mejor posible: confiada, positiva y radiante.
De repente las puertas se abrieron y la secretaria de la junta me indicó que pasara al salón. Me levanté con brío y la seguí hasta entrar en el salón tradicional. Una enorme mesa de conferencias ocupaba el cincuenta por ciento del aposento. Allí estaban sentados los miembros de la junta de directores de Pfizer Inc. y también mi ex-jefe John La Mattina, presidente del Grupo Mundial de Investigación y Desarrollo de Pfizer. Se anunció mi entrada al ingresar al salón: Damas y caballeros, la señora Sylvia Montero, vicepresidenta sénior de recursos humanos, Pfizer Inc.
. Hank McKinnell, principal oficial ejecutivo de Pfizer Inc., y todos los integrantes de la junta se pusieron de pie y aplaudieron. Me llevaron a lo largo de toda la mesa y cada miembro de la junta estrechó mi mano y me felicitó. Establecí contacto visual con cada uno de ellos, ansiando recordar cada par de ojos y cada fuerte apretón de manos. Cuando llegué al lugar donde estaba John La Mattina, él me abrazó con gran orgullo evidente en sus ojos. Continué mi recorrido por el salón consciente del significado histórico de mi designación al más alto puesto de recursos humanos dentro de esta excepcional compañía.
Veintiséis años antes, siendo candidata a una posición a nivel de principiante en recursos humanos en Pfizer, Puerto Rico, volé a Nueva York para entrevistarme. Conocí a Don Lum, en ese momento director de recursos humanos de Pfizer Inc. Me preguntó cuál era mi meta profesional y sin pensarlo dos veces, contesté: su puesto
. Noté que mi respuesta le sorprendió un poco, pero sonrió y cortésmente me deseó éxito. Don Lum fue mi predecesor en este cargo hace muchos años. Sentí su presencia en el salón mientras yo concluía mi paso a lo largo de la enorme mesa. El proceso es más bien una ceremonia que unía a cada persona presente en el salón con sus propios numerosos predecesores.
Salí del salón siendo la primera mujer hispana designada para ocupar el puesto más alto en al área de recursos humanos dentro de Pfizer Inc., la compañía farmacéutica más grande del mundo. A pesar del comentario algo presumido que le hice a Don Lum, jamás me imaginé ocupando el cargo. Este momento realmente estaba mucho más allá de mis sueños.
Pensé en el camino que me llevó hasta el salón de juntas y no pude evitar una sonrisa al recordar el comienzo…
Capítulo dos: La historia
Inocente felicidad
Nací en Cabo Rojo, en el área suroeste de Puerto Rico, y fui la hija que mis padres tanto ansiaron. Tras el nacimiento de dos varones, Mamita le rezó a la Virgen Milagrosa para pedirle una niña, a la que prometió llamar Milagros. De ahí surge mi nombre: Silvia Milagros Montero (en Puerto Rico le incluyo Cáceres, mi apellido materno). De hecho, ella rezó con tanto fervor que procreó tres hijas: Elba y Miriam nacieron después de mí. Cuando cumplí tres años ya éramos cinco en la familia: yo tenía dos hermanos mayores y dos hermanas menores. Mamita tenía 24 años y Papito 30.
Vivíamos en una pequeña casa de madera montada en pilotes. No teníamos servicio de agua potable ni de electricidad. La letrina y el baño estaban fuera de la casa, en la parte de atrás. Había árboles de frutas tropicales alrededor de nuestra casita, una diminuta vivienda de cuatro habitaciones, pero vivíamos cómodos en ella. La casa estaba localizada en el centro del cañaveral donde Papito trabajaba. Nosotros no éramos dueños de la casa, por supuesto. Anteriormente la usaron para dar albergue a los hombres solteros que trabajaban en el cañaveral. Pero cuando mis padres se casaron, el capataz generosamente les permitió vivir en ella. Tal vez no querían perder a Papito como obrero porque era un excelente trabajador.
Los recuerdos de nuestros años de infancia son felices. En Puerto Rico el sol brilla con mucho calor y, buscando el fresco, nos metíamos debajo de la casa para jugar sobre la tierra y bajo la sombra. No le teníamos miedo a las lombrices que también preferían estar debajo de la casa. Pero cuando llovía, llovía de verdad. ¡Qué bueno era correr bajo la lluvia! El sonido de la lluvia sobre un techo de cinc es un arrullo; me encantaba escuchar el sonido de la lluvia sobre el metal.
Papito bombeaba agua del pozo cercano y la echaba en dos cubos que colgaban de los extremos de un yugo que ponía sobre su cuello y hombros. Después el agua se vertía en un barril grande que había en la cocina y de allí la sacábamos para suplir todas nuestras necesidades: para cocinar, para beber, para bañarnos y para fregar los platos. El barril se cubría con una plancha de metal para que no se metieran los insectos y el polvo. El fregadero era una caja cuadrada de metal con un hueco en el medio y estaba colocada fuera de la casa, del otro lado de la ventana de la cocina. El agua usada se iba por la cuneta, alejándose de la casa.
Abuelo y Abuela, los padres de Papito, vivían un poco más allá de nuestra casa, siguiendo por el camino de tierra y pasando el pozo. A menudo caminábamos hasta su casa para reuniones familiares y por lo general terminábamos el día rezando el rosario. Nos encantaba treparnos en la enorme piedra que había frente a su casa. Era lo suficientemente grande para que todos nos pudiéramos trepar a la misma vez y allí los primos mayores nos contaban cuentos. Ellos nos dijeron que había enanos, gnomos, duendes y otros monstruos terribles viviendo debajo de la piedra. De regreso a casa, Papito siempre encendía una linterna para alumbrar el camino y así asegurarse de que no pisáramos un ciempiés, cuya mordida es sumamente dolorosa. En las noches, el cielo despejado estaba repleto de millones de estrellas. Las noches eran sumamente ruidosas a causa del omnipresente sonido de los grillos, pero sobresalía el distintivo y claro canto del coquí, la pequeña ranita de voz monumental.
El barrio más cercano estaba a corta distancia. Se llamaba Delicias Branch, por la dirección postal del correo de los Estados Unidos. Tío Alejandro y su familia vivían allí. Él tenía dos hijas que jugaban conmigo, con mis hermanitas y con las hijas del capataz. La escuela, de un solo salón donde se daban clases de primero, segundo y tercer grado, quedaba un poco más allá de la casa de Tío. Tía Elena era la cocinera de la escuela. Yo trataba de usar este parentesco para no tener que comer calabaza hervida, pero era inútil, me la tenía que comer. Por la mañana, en la merienda, nos daban un vaso de leche hecha con leche en polvo. Los vasos se ponían al sol para que la leche estuviera tibia a la hora de la merienda. A mi hermano Radamés no le gustaba la leche tibia, así que me convencía para que yo me tomara su ración.
Nosotros éramos excelentes estudiantes. Nuestros padres siempre nos inculcaron la importancia de la educación y nos decían que había que sacar buenas notas. Papito fue a la escuela hasta el quinto grado y Mamita hasta tercero. Ambos tuvieron que dejar la escuela para ayudar económicamente a sus familias. Más adelante, cuando ya era adolescente, Papito completó otros tres años de escuela estudiando de noche.
Cuando caía la noche, la casa se alumbraba mayormente con velas, pero teníamos un quinqué para alumbrar la sala. En una ocasión, Waldemar, el mayor de los hermanos, se quejó que tenía dolor de cabeza y Mamita le untó una medicina sobre el cráneo. La medicina contenía alcohol y cuando Waldy se acercó demasiado a una vela, su cabeza cogió fuego. Papito se tiró encima de Waldy, apagó el fuego con su propio cuerpo y después se las tuvo que ingeniar para llevarlo al hospital del pueblo. Gracias a Dios que un vecino distante tenía carro. Waldy solamente sufrió quemaduras menores, pero yo siempre me acordaré del olor a pelo quemado.
Utilizábamos mosquiteros para cubrir nuestras camas, pues los mosquitos eran grandes ¡y muchos! —y si alguno se te metía en la cama era muy difícil encontrarlo. El mosquitero establecía una barrera segura y reconfortante entre nosotros y el mundo exterior.
La Navidad es un día sagrado, pero el Día de Reyes era el día de la diversión. El cinco de enero, antes de acostarnos, poníamos hierba y agua para que los camellos comieran mientras los Reyes Magos nos traían regalos. Uno de mis recuerdos felices fue el despertarme un día sintiendo algo frío y sólido junto a mi cara —era una delicada cara de cerámica con ojos azules que abrían y cerraban. ¡Era mi primera muñeca!
A Mamita le encanta el hecho de que yo conservo este recuerdo, ya que una muñeca comprada en una tienda requería un sacrificio especial. Como no teníamos muchos juguetes comprados, éramos creativos a la hora de jugar. Radamés imitaba el trabajo de Papito utilizando latas vacías para simular los carros de bueyes que cargaban la caña de azúcar y la llevaban a la grúa de montaje. Un pedazo de cordón amarrado a la rama más baja del árbol de aguacate en el frente de la casa se convertía en la grúa que movía los mazos de caña del carro de bueyes al camión.
Una pequeña quebrada corría detrás de nuestra casa. Nos gustaba pescar usando un hilo con un alfiler doblado que amarrábamos en el extremo. Pescábamos anguilas pequeñas y a veces nos comíamos los diminutos trocitos que asábamos en una fogata.
Cultivábamos o criábamos gran parte de la comida que consumíamos. Abuelo también trabajaba en el cañaveral, así que él y Abuela tenían permiso para utilizar parte de la tierra para sembrar. Papito y Tío Alejandro ayudaban a arar y sembrar la tierra y luego compartían viandas tales como yuca, yautía y ñame. También sembraban guineos (bananos) , plátanos, habichuelas, frijoles y gandules. Nuestros padres criaban gallinas para consumir su carne y sus huevos… y, por supuesto, criaban el cerdo anual. Nosotros consumíamos todas las partes del cerdo y las convertíamos en deliciosos platos. El más exótico era la morcilla, un embutido que se preparaba utilizando la sangre y los intestinos del cerdo. Tía Juana era quien mejor cocinaba los cerdos en nuestra familia. Ella extraía y limpiaba cuidadosamente los intestinos y luego sazonaba la sangre con especias locales: ajo, cebolla, cilantro, pimiento y orégano. Después vertía la sangre en los intestinos, amarraba los extremos y freía el embutido.
Nuestro alimento básico era el arroz y habichuelas, preparados de diferentes maneras. Waldy y Radamés atrapaban jueyes (cangrejos) utilizando una caja de galletas vacía. Cuando tenían éxito, comíamos carne de jueyes, que era una delicia especial. A veces nos daban permiso para ir al cafetal cercano para recoger granos de café. Yo usaba mi falda como si fuera un cubo y cuando estaba llena de granos iba y los echaba en el saco grande. Nuestros padres secaban los granos de café al sol y después los tostaban y los molían. Esto les ahorraba el dinero que hubiesen gastado en comprar café molido. Nuestra dieta se suplementaba con los frutos de los árboles tropicales: coco, aguacate, panapén o pana, mangó, lechosa, naranjas, guanábanas, toronjas, tamarindo y muchos más.
Papito iba a la bodega a comprar los demás comestibles. Tenía que gastar dinero comprando las cosas que no podíamos cultivar o criar, tales como el arroz y la leche en polvo. Abuelo paraba en casa todas las semanas cuando volvía de la bodega y siempre tenía una golosina para nosotros: un bizcochito o algún dulce. Para él debe haber sido un sacrificio gastar los pocos centavos que esas golosinas costaban. Atesoramos los hermosos recuerdos de nuestra emoción mientras esperábamos que Abuelo pasara por casa.
Papito ganaba de quince a veinte dólares semanales, dependiendo de cuántas hileras de caña sembraba, cultivaba o cortaba. Era una bendición que él no tuviera que pagar por vivir en la casa. Más adelante, mi papá fue promovido a operador de la grúa en la casa de máquinas y su sueldo