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La ínsulas extrañas: Memorias II
La ínsulas extrañas: Memorias II
La ínsulas extrañas: Memorias II
Libro electrónico661 páginas11 horas

La ínsulas extrañas: Memorias II

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La obra literaria y la vida de Ernesto Cardenal aparecen entremezcladas en estas memorias: las anécdotas remiten al origen de los poemas. Con sobriedad y sencillez reveladoras, Cardenal desglosa su poesía, el momento de la escritura disparado por ciertos sucesos o reflexiones, así como su paso por el seminario de Colombia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 ene 2013
ISBN9786071612908
La ínsulas extrañas: Memorias II

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    La ínsulas extrañas - Ernesto Cardenal

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    Un seminario en los Andes

    THOMAS MERTON me había dicho que si a él no le permitían salir del monasterio y fundar la comunidad que habíamos planeado, yo debía estudiar para el sacerdocio en un seminario y realizar esa fundación. Así lo hice, y la fundación fue en una isla del Lago de Nicaragua, en el archipiélago de Solentiname.

    Para eso entré antes al Seminario de Cristo Sacerdote, cerca del pueblito de La Ceja, en Antioquia, Colombia. Era un bello lugar de montañas azules y verde-azules, pinares, pastos verdes, y unas colinas verdes con la cortadura roja de la carretera de Medellín.

    Por allí había pasado Fernando González, como lo describe en su libro Viaje a pie, donde cuenta que preguntaron en el camino a una vieja si llegarían a La Ceja, y ella contestó: Todo depende del ánimo. Y es que viniendo de Medellín ésa es una cuesta muy empinada. Y él y su acompañante, dice, se pusieron a analizar la frase de la vieja, que les pareció llena de filosofía.

    Estábamos en los Andes. El clima era húmedo, neblinoso y lloviznoso, de un agradable frescor que hacía más llevadera la sotana negra, que yo había aborrecido pero me había tenido que poner. También eso era cuestión de ánimo.

    Era un seminario de los llamados de vocaciones tardías, de los cuales hay pocos en el mundo, y creo que ése era el único en América Latina. Los seminarios son para que en ellos entren niños o jovencitos (según sean seminario menor o mayor), pero para quienes son de más edad la vida en ellos es difícil o imposible. Nuestro seminario era para quienes tenían la edad de bachilleres para arriba. Muchos eran estudiantes universitarios que habían dejado la universidad, o jóvenes obreros o campesinos, y otros eran profesionales, y muchos de edad madura y hasta viejos.

    Había un médico viejo, que estuvo casado y tuvo familia y enviudó, y ahora estudiaba para el sacerdocio. Había un dentista estudiando para el sacerdocio; o no, eran dos. Uno era un dentista muy viejo, y me decía que una de las renuncias más dolorosas había sido renunciar a sus clientes. Había un muchacho mulato, que era capitán de la policía; atlético; daba la clase de educación física; parecía no estar tan cómodo con la sotana como con su antiguo uniforme. Abogados eran varios, de diferentes edades, de izquierda y derecha. Había un jovencito que me contó que él lo único que había hecho era arar con bueyes. Uno era artista, de modales afeminados; su apostolado era con boy scouts; después salió del seminario, se volvió homosexual y murió apuñalado. Había un español, ya canoso, que había sido oficial de la Marina de Guerra española. Había de muchas nacionalidades. Un peruano era completamente loco. Había de muchas órdenes religiosas, que habían sido hermanos legos en sus órdenes y ahora cambiaban el rumbo a sus vidas haciéndose sacerdotes. Muchos habían llegado de otros seminarios, y aun eran veteranos de muchos seminarios donde habían tenido toda clase de conflictos y hasta los habían expulsado. Un compañero mío de clase había sido un joven finquero y no perdonaba a los bandoleros liberales que habían degollado a todos sus otros hermanos en la finca, o tal vez perdonaba, pero olvidaba que los bandoleros conservadores eran iguales (era la época peor de la llamada violencia en Colombia). Uno, imberbe, que parecía de una familia de alcurnia, era de una familia muy miserable en el campo, según me dijo, y había sido sirviente en un hotel para turistas donde lo obligaban a hacer las cosas más degradantes, aunque no me dijo cuáles. Había un viejito, exiliado de Cuba, que teniendo ya como 90 años iba a iniciar los estudios sacerdotales, muy seguro de coronar su carrera, pero quién sabe por qué lo obligaron a irse, y por varios días lloraba y lloraba porque no quería irse del seminario. Un campesino antioqueño, muy rudo, era el que ordeñaba y destazaba las reses, y era el encargado de todas las faenas de granja del seminario, y todas las hacía con sotana, y tenía la sotana llena de mierda de vaca. Uno había tenido una sastrería lujosa en Nueva York, según él, cerca de Wall Street; pero alcanzar la ordenación sacerdotal era una obsesión para él, y no lo logró porque lo despacharon del seminario. Profesores había varios, de primaria, de secundaria, de universidad. Había uno que había sido diputado conservador, y otro que era de un partido radical de izquierda. Había uno que era un seminarista joven cubano y salió de Cuba por la revolución; decía que los hostigaban cuando iban de sotana en los buses; pero se le adivinaba cierta admiración por Fidel cuando arremedaba su discurso con la larga lista de las compañías gringas nacionalizadas. Uno era muy amante de la música; había sido ateo y entraba a la iglesia sólo por el órgano; algunas veces empezó a quedarse en la iglesia aunque no había órgano, y sentía una gran paz; eso lo llevó al seminario. Uno era de una familia muy rica, y había renunciado a una gran fortuna. Había uno que había sido líder obrero; líder de la Juventud Obrera Católica; y era pintor de autos. Y había un poeta de Nicaragua que había sido novicio trapense…

    El seminario, que ya estaba atrayendo así a tantos, no tenía mucho de fundado. Lo fundó monseñor Alfonso Uribe, un sacerdote con el título de monseñor, aunque no era obispo; pero pronto lo fue, como era de suponerse. Y era un hombre de mentalidad abierta y progresista antes de ser obispo; después ya no.

    Era un régimen de bastante libertad. Nos trataban como adultos —como había de ser, puesto que lo éramos—. Uno podía ir a Medellín —a dos horas en autobús— sin tener que pedir permiso, tan sólo había que notificarlo. Igual al pueblito de La Ceja, al que se iba a pie.

    Los domingos por la tarde era obligatorio salir de paseo al campo. Adonde quisiéramos. La restricción era que tenía que ser en grupos de dos o más, no podía ir uno solo. Eso era para un control. Otro control es que uno iba con la sotana negra. Era divertido ver a los niños a la orilla del camino llamándonos padrecito y pidiéndonos la bendición. Aun a los muchachos muy jóvenes les pedían la bendición. Y claro, vos los bendecías.

    También nos decían su reverencia; o si no, su merced. Aunque Fernando González atribuía más bien al diablo ese clericalismo: ¿Podrían existir el cura y el partido conservador si el diablo no estuviera aquí, si no fuera con ellos condómino del país? Él es el rey de los Andes […] También se ha visto al ángel rebelde atormentar a los pocos que no han obedecido al cura, a los liberales […] Pobres seres ignorantes que creen más aún en el diablo que los conservadores.

    Fernando González ha dicho: En Colombia todos somos seminaristas. Colombia es el país más católico de América Latina. Los conservadores tenían su Virgen, que era la Virgen del Carmen, y los liberales tenían otra, que no recuerdo cuál era. Y los dos partidos se mataban entre sí. Y se siguen matando. Y cada uno con su Virgen, supongo. En los pueblitos la persona más importante es el cura; y la casa mejor es la del cura. Un sacerdote, Camilo Torres, creó un movimiento de liberación, y después fue guerrillero. Más tarde otro sacerdote, el padre Pérez, fue el jefe de esa guerrilla. Mientras el cardenal de Bogotá era mariscal de las fuerzas armadas. Un país en concordato con el Vaticano, cuando yo creo que no hay más países con concordato. Un país mariano, de devoción al Corazón de Jesús, de primeros viernes, de promesas, de peregrinaciones, de procesiones, escapularios, rosarios de la aurora a las cuatro de la mañana, adoración al santísimo, los niños en uniforme yendo a misa obligatoria los domingos, en algunos colegios a misa diaria, entierros solemnes con varios sacerdotes cantando hasta el cementerio, y campanas por dondequiera, y todas las órdenes religiosas imaginables, y por todas partes noviciados y seminarios. Colombia es el país más católico de América Latina, y Antioquia, donde nosotros estábamos, es el departamento más católico de Colombia. Allí la interjección más común de los hombres es ¡Ave María! Allí en casi todas las casas se reza todas las noches el rosario y muchas oraciones más y también novenas, y cuando el niño se está durmiendo le dicen que ése no es el sueño, que ése es el diablo que le pasó la cola por los ojos, y William Agudelo, que es de Antioquia, me cuenta que él sentía que era una cola sedosa muy rica. (Fernando González, que era antioqueño como William, decía que el diablo es más evolucionado que el hombre a causa del rabo prensil, que es un órgano superior a la mano.) Antioquia es el lugar de las buenísimas empanaditas de maíz, que las señoras venden en los atrios de las iglesias para recaudar fondos para la parroquia. Y allí se ha visto a un cura cargando una gran cruz en la que clava los billetes que le dan hasta que la cruz queda toda cubierta de billetes. Y allí en el futbol el portero descuida la defensa ante la bola que se acerca por estarse persignando y besando la cruz que hace con los dedos. Y actualmente con el narcotráfico, los llamados sicarios, los niños organizados para asesinar, son devotos de la Virgen de Sabaneta, su patrona, y van a ella a rezarle (como los toreros a la Macarena antes de la corrida) para que no les falle la puñalada o el tiro. ¡Cuánta religiosidad ha habido en Antioquia, ave María!

    En Antioquia hablaban bastante parecido a los nicaragüenses, y lo que más me gustaba es que usaban el vos como nosotros. Tal vez porque Antioquia es el departamento colombiano que colinda con Panamá, o sea con Centroamérica, y por eso nos parecemos. Sus alimentos básicos son los frijoles y el maíz como nosotros, aunque la tortilla no es plana como la de nosotros sino en forma de bola, y le llaman arepa.

    Cuando entré al seminario yo creía que allí no iba a poder hacer esculturas, pero me equivoqué. Ocurrió lo siguiente:

    Poco después que yo llegué al seminario, el rector (monseñor, como le llamábamos) tuvo la buena idea de reunirnos a todos y decirnos que como había tantos oficios y profesiones y personas con diversos conocimientos en el seminario, quería que se hiciera una lista de aquellos que se ofrecían a enseñar algo, y de aquellos interesados en aprender eso. Así se organizaron grupos de diferentes aprendizajes: primeros auxilios, asuntos jurídicos, agricultura, administración, guitarra… Yo me ofrecí a enseñar escultura, y como diez se apuntaron en mi clase. Inmediatamente salimos a buscar barro, y hallamos uno blanco, muy bueno, en una quebrada que cruzaba la granja del seminario; y así enseñé a modelar el barro, mientras hacía mis propios trabajos. Después ellos y otros más me pidieron que les diera charlas sobre pintura moderna, y lo hice. Principalmente sobre el pop-art, que entonces estaba apareciendo.

    Una cosa que no me gustaba en el seminario era el excesivo sacerdotalismo, que se evidenciaba ya en su propio nombre, Seminario de Cristo Sacerdote, y que fue una orientación que le dio monseñor Alfonso Uribe Jaramillo, el fundador y señor y dueño del seminario, quien vivía profundamente esa espiritualidad sacerdotal o más exactamente sacerdotalista. Equivocada, porque Jesús no fue sacerdote sino laico; no era de la tribu de Leví (que era la de los sacerdotes) sino de la de Judá; ninguno de sus apóstoles fue sacerdote; y según el Evangelio, entre sus seguidores hubo hasta fariseos y escribas, pero de los únicos que no hubo fue de la casta sacerdotal. En la Iglesia primitiva no hubo sacerdotes (No tenemos sacerdotes, ni templos ni altares, dice uno de los antiguos Padres) y es hasta en el siglo IV que los empezó a haber. Antes sólo había sacerdotes en las religiones paganas y en la judía. Esa espiritualidad de Cristo-sacerdote que monseñor infundió al seminario era la del sacerdocio jerárquico, no el sacerdocio de los fieles, y muchos de los seminaristas estaban de acuerdo con ella, habiendo llegado al seminario no por el enamoramiento de Dios o el deseo de servir a los demás, sino por el sacerdocio como fin en sí mismo, como la meta final de sus vidas. Muy acorde también con el clericalismo de Colombia, y sobre todo de Antioquia, donde pedían la bendición al padrecito, no se crea que sólo los niños, los adultos también, y las viejitas; le pedían la bendición a cualquiera de sotana que pasara por allí. Clericalismo este que era responsable de que algunos jóvenes muy pobres hubieran escogido el sacerdocio como una manera de ganarse la vida o para ascender en la escala social.

    El sacerdote o el religioso, de cualquier orden que fuera, ya pasaba a ser de una clase superior, cualquiera que hubiera sido su origen de clase. Todo era que llevara sotana. Cuenta Fernando González que en Medellín un hermano de las escuelas cristianas a la fuerza lo quería hacer bajar de la acera, y él le dijo: "Bájese usted, hermanito, que yo también soy hermano cristiano…"

    Había que ver la conmoción en algunas familias cuando un joven recibía la tonsura, la primera de las órdenes sacerdotales con la que ya se pasaba a ser clérigo (o levita, como decían en lenguaje rebuscado los periódicos). Había familias que lo celebraban con fiesta como de niña de 15 años.

    ¿Y la ordenación sacerdotal? ¡Ave María Purísima! En Colombia —también ha dicho Fernando González— confunden al sacerdote con la divinidad.

    Por su sacerdotalismo, monseñor había fundado una orden llamada Siervas de Cristo Sacerdote. Era, en la práctica, de sirvientas de los sacerdotes; y también lo era de muchachas, generalmente humildes, que habían sentido la vocación de participar en la misión sacerdotal. Era una orden religiosa circunscrita únicamente a Antioquia, y monseñor era su superior general. Lo malo es que para ellas los seminaristas éramos seres desprovistos totalmente de interés y de dignidad. Para ellas sólo contaban los sacerdotes. Pero si un seminarista era ordenado sacerdote ya se desvivían por él.

    Los profesores del seminario, sacerdotes, comían en el mismo comedor de nosotros, aunque en una mesa distinta. Y comían una comida mejor que la nuestra, aunque era enfrente de nosotros. Eso podía pasar. Lo malo es que era mayor la desigualdad si llegaba un sacerdote invitado (¡y ya no digamos si era obispo!), y el almuerzo era con muchos platos y con vino, y se les prolongaba mucho más que el de nosotros, que no nos podíamos levantar mientras no se levantaran ellos, y así perdíamos el recreo después del almuerzo, y los que fumábamos no podíamos fumar todo ese tiempo porque no era permitido fumar en el comedor.

    El doctor Luque, uno de los dos dentistas que había, era de los más viejos (no el que me había hablado de la renuncia a sus clientes) y era tan clerical que uno no sabía por qué hasta esa edad había entrado a un seminario; era de los que tenían más influencia en monseñor y era muy reaccionario. Estaba encargado, entre otras cosas, de custodiar los libros prohibidos de la biblioteca, para que no estuvieran al alcance de cualquiera, y tenía el cuarto lleno de libros prohibidos. La lista de libros prohibidos, que aún no había sido abolida por el Concilio Vaticano II que sesionaba en esos años, era muy larga y había ido creciendo cada año a través de los siglos. Pero aunque era muy larga, la hacía aún más larga una prohibición general de todo libro herético o que negara algún dogma. Pero más larga la hacía el doctor Luque porque incluía en ella no sólo los que negaban la fe sino también los que no la afirmaban, los que él llamaba agnósticos, y cuánto me costó a mí que me permitiera leer la revista Eco de Bogotá, que ni negaba ni afirmaba nada de fe porque era meramente literaria; pero para él eso la hacía más perniciosa, porque peor que el ser herética es el que fuera agnóstica. No valía que le alegara que yo tenía 37 años. Al fin cedió.

    En ese cuarto puede haber estado Viaje a pie de Fernando González, del que Manuel José Caicedo, arzobispo de Medellín, había escrito: "Viaje a pie está prohibido bajo pecado mortal porque ataca los fundamentos de la religión y la moral con ideas evolucionistas, hace burlas sacrílegas de los dogmas de la fe y con sarcasmos volterianos ridiculiza las personas y las cosas santas, trata de asuntos lascivos y está caracterizado por un sensualismo brutal que respiran todas sus páginas. (Esto sería por aquellas cosas que decía, como que Roma, ciudad de los santos, estaba llena de putos y de putas. O: ¡Qué bello estabas, Señor, en esa muchacha! O aquello otro: Acabada la obra, Dios se llevó instintivamente las manos a las narices e hizo el gesto divino: OLÍA A NALGA".)

    ¡Naranjitas! ¡Naranjitas! Así hablaba un cura viejito que llegó a dar una charla a la capilla. Y también chupen mucho limón, para aplacar las pasiones. Además del baño de agua fría y los deportes. Pero parecía que a los seminaristas jóvenes les preocupaba menos las pasiones que a aquel anciano regordito y rojito, y que además no creían mucho en las virtudes antiafrodisiacas que él atribuía a los cítricos.

    Salvatierra, que era veterano de muchos seminarios de jóvenes por los que había andado errante antes de entrar al de vocaciones tardías, contaba de un seminario donde el confesor era sordo y hablaba en voz muy alta. Una vez que hacían filas para confesarse, y había uno confesándose arrodillado, dijo con voz recia: ¿Solo o acompañado?

    El antioqueño Fernando González ha dicho: Desde niños tenemos una gana de confesarnos que da gusto. Y también ha escrito en Viaje a pie: Sí, nosotros somos los hijos del confesionario, ésa fue nuestra universidad; allá fue nuestro maestro de pedagogía el diablo que con su cola prensil hurgaba y revolvía nuestras almas.

    Los sábados teníamos apostolado en La Ceja o en el campo. La primera vez me tocó catequesis a los niños, y me dio pavor. Hablar a adultos me era difícil, pero a niños de diez o doce años me era imposible. Les hablé del amor de la Virgen, y que era la mamá de ellos, lo que me decía el padre Otaño en el colegio, y vi que les brillaban los ojos; todavía me acuerdo del brillo de algunos de esos ojitos negros y verdes.

    Arauz era el abogado vasco, creo que así se llamaba, que tenía como 20 pelos en la cabeza que se los distribuía en toda la calva para disimularla, y su apostolado era en la cárcel. Una vez me llevó a la cárcel, y era por el caso de un muchacho preso porque no cesaba en la masturbación; el papá había llamado a la policía; la queja de la mamá era que lo tenían amarrado y las ligaduras lo maltrataban. Hicimos que el sargento le soltara las manos, y el muchacho nos miró con agradecimiento desde el lugar en que lo tenían, que era una especie de jaula.

    Después convencí a monseñor que me liberaran del apostolado de los sábados, que mi verdadero apostolado era en mi cuarto con la gran cantidad de cartas que recibía de muchas partes, y muchas de ellas debían ser contestadas. Como por ejemplo un músico, cumpliendo una larga sentencia en una cárcel en Nueva York, y que tenía permiso de cartearse conmigo. Condenado por contrabando (¿de qué?). Pobre músico, en la única prisión de los Estados Unidos que no tenía banda ni conjuntos de música. Allí se convirtió a Dios y dirigía el coro de la capilla católica. Y fue Howard el que hizo que yo tuviera correspondencia con él. Howard, mi ahijado beat, al que yo llevé a la pila bautismal en Cuernavaca, y ahora desde Los Ángeles me escribía de su reciente matrimonio, y su amor a Cristo, y su trabajo en las cárceles. Mi otro ahijado de Cuernavaca, Harvey, me escribía desde Cali, Colombia, contándome que había dejado la Iglesia pero ahora había vuelto a ella y era de la Legión de María. Su anterior esposa, Margaret Randall, se había casado con Sergio Mondragón y los dos dirigían El Corno Emplumado, y me escribían a cada rato. Sergio era místico, practicaba yoga, después zen, realmente en la búsqueda de Dios. Miguel Grinberg era un poeta loco que escribía desde Buenos Aires a todo mundo sin cesar, y fundó la Liga de Poetas de América. Surgían revistas literarias por todas partes, con nombres como El Techo de la Ballena, El topo con gafas, Cormorán y Delfín, dirigida por un poeta argentino que había sido capitán de barco, o Sol Cuello Cortado, revista venezolana que se vio involucrada en el secuestro de un militar norteamericano. Sobre todo El Corno, bilingüe, la revista que más duró, hizo que muchos poetas se conocieran, se unieran y se escribieran entre sí. En la comunidad de Solentiname, que destruyó la guardia, cuando yo regresé después del triunfo encontré entre las cenizas pedacitos chamuscados de El Corno. Muchas cartas se entrecruzaban de un país a otro. Envío de poemas, peticiones de poemas. Merton participó en esa escribidera. Se celebró en grande el Encuentro de Poetas de México, al que Merton envió una declaración. Retamar desde Cuba pedía colaboraciones. Y también escribía el de la revista de la Unión Panamericana. Las revistas anunciaban una nueva poesía, un hombre nuevo, una Nueva Era. Empezaba a conocerse Cortázar por El Corno. Igualmente García Márquez por Eco, la revista agnóstica del doctor Luque. En México, a Rosario Castellanos le habían gustado mucho mis Salmos, según me escribió Sergio Mondragón. Muchos de los poetas hablaban de Dios en esas cartas. Muchos (aunque no creyeran) firmaban: Te abraza en Xto. Ludovico Silva, de los del Sol Cuello Cortado, hablaba de querer no creer en Dios y, sin embargo, seguir creyendo. Lamantia, el beat católico que se casó en Cuernavaca, me escribía desde San Francisco diciéndome que se había apartado de la Iglesia pero sentía que amaba más a Dios. También me escribía desde Argentina Alejandra Pizarnik, que se hizo famosa después de su suicidio. Los más destacados eran los nadaístas de Colombia, una especie de versión colombiana de los existencialistas, y después como una especie de beats, y que también me escribían al seminario. Habían cometido un sacrilegio con una hostia en Antioquia, pisoteándola (o fingieron hacerlo), con lo cual adquirieron gran notoriedad (que es lo que buscaban). Sin embargo, Gonzalo Arango, el fundador, me escribía hablándome mucho de santidad. Sus cartas eran firmadas desde El Monasterio. A uno de los poetas de ellos le llamaban el Monje Loco (Elmo Valencia). Otro, que se firmaba j. mario, en minúscula, me escribió que se podía encontrar a Dios en el ateísmo. El nombre de otro de los poetas era X-504, y hablaba de que había que predicar un alzamiento de los poetas, tanto en los púlpitos como en los putales. Gonzalo Arango me hablaba de la nueva poesía y el nuevo cristianismo, y que ellos debían hacer una alianza con los curas y las monjas del nuevo cristianismo. Les gustaba citar una frase que el viejo Fernando González escribió sobre ellos: Voy a orar por estos jóvenes que se están desnudando. Lo que se cumplió literalmente cuando uno de ellos, Eduardo Escobar, se desnudó en un teatro al recitar un poema, haciendo que los burgueses se levantaran indignados. Eduardo Escobar me había escrito que a los 11 años había sido seminarista, y a los 13 ya fue ateo y nadaísta. (Aunque ya Fernando González les advertía de la incoherencia que habría en ellos si reniegan del mundo, de su mundo, sin que se despeguen de él.) Y cosa muy distinta eran las cartas de sor Teresa Elizondo. Era enfermera y eso le repugnaba; ella quería dar clases, pero era enfermera por obediencia. Había dejado a su novio el día antes de su boda, y se hizo monja. Eran de la misma edad y se habían querido muchísimo de los 15 a los 18. Su novio era muy bello de alma y cuerpo, decía, pero ella prefirió casarse con Cristo. No lo volvió a ver a él, aunque lo quería. Y él la quería a ella, aunque estaba casado con otra.

    Monseñor estuvo de acuerdo en que mi apostolado de los sábados fuera el contestar cartas. Y es que monseñor era razonable —antes de ser obispo—.

    ¿Sería por antioqueños? Es que es el caso que algunos se metían a bañarse en la ducha con calzoneta. Cada uno tenía salida de baño o bata de baño, también se dice, para ir a la ducha; y algunos llevaban puesta debajo la calzoneta. Se bañaban así por pudor, o por no estar expuestos a la tentación del propio cuerpo. Otros lo considerábamos una aberración. Sobrino, el de la Marina de Guerra, decía que era pecado mortal bañarse con calzoneta.

    Fernando González había escrito: Necesitamos cuerpos, sobre todo cuerpos. Que no se tenga miedo al desnudo. A los colombianos, a este pobre pueblo sacerdotal, lo enloquece y lo mata el desnudo, pues nada que se quiera tanto como aquello que se teme. El clero ha pastoreado estos almácigos de zambos y patizambos y ha creado cuerpos horribles, hipócritas. Y también ha escrito: El seminarista no puede verse desnudo.

    Bernardo, el que había sido diputado conservador, pronto dejó de bañarse con calzoneta cuando oyó nuestras críticas, y es que él llegó muy reaccionario, pero desde el principio empezó a evolucionar por influencia de nosotros, mía especialmente, hasta llegar a ser lo más santo y revolucionario que produjo aquel Seminario de Cristo Sacerdote: el mártir Bernardo López, integrado secretamente a la guerrilla de Camilo y del padre Pérez sin dejar de ser párroco.

    Nosotros nos burlábamos también de Bernardo porque no usaba pantalones bajo la sotana, sino una especie de calzoncillos largos. Una vez se metió a querer jugar futbol, lo que no hacía bien porque era gordo, y se cayó de culo con las patas para arriba y todos vieron esos calzoncillos hasta la rodilla tan ridículos. Después él mismo se levantaba la sotana para mostrárnoslos, y se reía de él mismo porque tenía buen humor. Nosotros atribuíamos el que no llevara pantalones a otro reaccionarismo suyo. Él mismo se reconocía retrasado al oírnos hablar, y exclamaba: ¡Ave María, qué reaccionario soy! Pero en realidad era por pobreza que no andaba en pantalones. Y su pobreza era voluntaria. Porque después supimos que al tomar la decisión de ser sacerdote, lo cual fue repentino como un rayo, cogió todos sus trajes de paños finos, que eran muchos, sus trajes de diputado, cuando era la promesa de la juventud del partido conservador en Antioquia, y los dio a gente pobre. Y no se quedó pues ni con un pantalón para ponerse bajo la sotana. Dio toda su ropa de cachaco, como le dicen en Antioquia al traje formal, es decir, a andar con pantalón y chaleco y saco. Aunque en Antioquia también llaman cachacos a los bogotanos, quienes, como allí es frío, a 2 600 metros de altura, por necesidad tienen que andar de cachaco. Aunque eso no era excusa para que anduvieran de negro como los ingleses, según decían los antioqueños, ni menos para andar de bombín como, también según ellos, hasta hacía poco habían andado.

    Cachaco por ser bogotano era Eduardo Perilla, aunque no se vestía de cachaco sino de vaquero, siempre que estaba sin sotana, y estaba sin sotana siempre que podía. Él era de los que habían dejado la universidad muy pronto, primero o segundo de arquitectura, y había llegado al seminario como de 20 años. Entrar a su cuarto, decíamos entre nosotros, era como entrar a un nightclub a las cuatro de la mañana. El humo tan espeso que se veía turbio, colillas de cigarrillos por todas partes, a media luz. Se negaba terminantemente a abrir la ventana para que se purificara el aire, como nosotros le decíamos. Decía, respirando fuerte, que esa atmósfera le encantaba. Tomando una tacita de café negro todo el tiempo, que ya se le había puesto fría —y retorciéndose de dolor por su úlcera—. Y mientras el que había sido capitán de la policía no tenía ningún arma de fuego en su celda, él tenía dos revólveres y una escopeta y puñal. Y colgando de la pared su sombrero de cuero, una piel de culebra, su guitarra. Y él en la puerta bailando twist. Y algunos preguntándose: ¿Cómo habrá hecho para ser admitido en el seminario?

    Pero tenía un gran amor a Dios. Un amor de noviazgo; sintiendo que a veces le era infiel coqueteando con las muchachas. Y también escribió una poesía muy buena en el seminario.

    Cada uno era el encargado del arreglo de su cuarto, y así él podía mantenerlo con el deseado desarreglo y el aire viciado. Lo contrario a él era su vecino el doctor Toro, que era aquel que había tenido una sastrería elegante en Nueva York y que se mantenía todo el tiempo barriendo, fregando, lampaceando y sacando brillo al piso del cuarto, con toda clase de instrumentos de limpieza y cera o aceite y líquidos odoríficos, y se quedaba parado en la puerta viendo si los que pasaban admiraban aquel piso tan refulgente; y había puesto unas como alfombritas de felpa o quién sabe qué para que el que entrara no pisara el piso. El seminarista muy clerical que no sé por qué motivo despacharon del seminario.

    Como tampoco supimos lo que pasó con don Enrique, el viejito cubano que como a los 90 años había querido emprender la carrera sacerdotal, y no lo dejaron. Figúrense que había sido profesor de táctica militar en la Escuela de Cadetes de Cuba, y se había graduado en los Estados Unidos en una escuela de tanques y en una escuela de artillería. Y cuando llegó daba la impresión de ser un sacristán de profesión. Como en el monasterio de Cuernavaca me había parecido un beato de toda la vida aquel que había sido un soldado de Pancho Villa.

    Támara es el abogado costeño que era de un partido radical de izquierda, y me contó la historia de cómo es que él llegó al seminario, y era una historia interesante. Él estaba en una mesa de tragos y de pronto se le ocurrió ser sacerdote. Al día siguiente al despertar siguió con la idea y ya no se le quitó. Pasó cinco días encamado, sin ir a la oficina, leyendo vidas de santos.

    Uno que dejó una gran fortuna, de la que era el único heredero, era un sobrino de Bernardo López, Julio César López. Era muy joven, bien parecido, perseguido por las muchachas. Muy reservado, no nos dijo sus motivaciones. Lo dejó todo, hasta su patria, yéndose a otro país que no conocía: Nicaragua. Chavarría, el seminarista nicaragüense lo reclutó para su diócesis de Estelí. En Estelí, bajo los bombardeos, ayudó heroicamente a los sandinistas, sin que ellos supieran nada de él: simplemente un cura cualquiera. Y todavía está allí, yo creo, un cura cualquiera.

    Yo me ponía a pensar cuántos héroes había en el seminario. Habían dejado novias, un futuro matrimonio, dinero, juergas, profesión, una tierrita, primero de arquitectura, rango de capitán pudiendo llegar quién sabe hasta qué cosa, la Marina de Guerra, o unos bueyes y un arado. Heroísmo sin que supieran que es heroísmo, o habiéndolo olvidado; y habiendo olvidado los días o años de vacilación y miedo, cuando no se atrevían a hacer estas renuncias, y ahora es llevado el heroísmo con naturalidad, como una rutina casi, y son héroes que no saben que lo son.

    Mauricio Arias había sido dueño de una agencia de noticias en Caracas hacía cinco años (la Venezuela Press) y había tenido una elegante oficina y un buen auto, y su vida era de clubs exclusivos y elegantes hoteles en balnearios. Quién lo hubiera imaginado entonces barriendo humildemente su cuarto, y el trozo del pasillo enfrente del mío que a mí me tocaba barrer.

    William Agudelo tenía su cuarto en un pabellón más lejos que acababan de construir para los nuevos seminaristas. Él había pintado una Virgen desnuda y le engüevaba el que seminaristas de cuartos vecinos se asomaran a su cuarto, escandalizados, y lo criticaran porque había pintado una Virgen desnuda. Con tempera sobre un cartón la había pintado. Y a la pregunta de por qué había pintado a la Virgen desnuda su respuesta sería, me imagino, que por qué la Virgen no podía estar desnuda.

    Una vez un seminarista con aficiones literarias me contó que William Agudelo llevaba un diario en el que había escrito que nunca permitiría que lo leyera nadie; pero que él había insistido en que se lo prestara, y al fin, casi a la fuerza, lo logró. Le había parecido muy bueno, con algunas cosas que eran como poemas, y que yo lo debía leer. También creía que yo le podía ayudar porque tenía problemas: siempre estaba escribiendo que se iría del seminario porque le gustaban las muchachas, y estaba lleno de amor. Le decía a Dios cosas muy bellas, y en una parte le decía: Señor, tengo 21 años, soy virgen, estoy lleno de amor, te ofrezco esto. Me recomendó que le insistiera para que me prestara el diario.

    Más tarde en ese diario, William cuenta cómo es que yo le pedí leerlo. Dice que le pregunté: ¿Voj no ejcribij poesiyas, William? (arremedando mi modo de hablar nicaragüense). Él me contestó que escribía cosas raras que se le ocurrían pero no sabía si eso era poesía; las escribía en un diario. Yo le dije que le podría dar mi juicio sobre si eso era poesía o no, y que me gustaría leer su diario. Él me dijo: Bueno. Después se apareció con su libreta gruesa y se marchó.

    Comencé a leer y desde el principio me di cuenta de su valor literario; y mi sorpresa fue mayor a medida que avanzaba el diario, porque veía cómo iba progresando en él el escritor y el poeta, pues también incluía poemas. Pensé que tenía en mis manos el comienzo de un gran libro, y que más tarde podría ser publicado con un prólogo mío en el que contara cómo descubrí al escritor William Agudelo. Lo que dos años y medio después estaba haciendo en una isla del Lago de Nicaragua, cuando escribí el prólogo del diario de William, Nuestro lecho es de flores.

    En el diario él consigna la fecha en que le devolví la libreta, y escribe: Me abrieron los ojos. No me quejo. Lo que dice es literal, porque recuerdo que abría los ojos asombrados mientras le hablaba (y lo que ahora digo es copiando el prólogo). Le hablé de dos cosas, de su vida y de su diario. Le dije que me había dado cuenta que él era un volcán de amor, que le obsesionaban las muchachas y las caricias y los besos, igual que como me habían obsesionado a mí antes de conocer otro Amor. Y que esa obsesión por las muchachas no quería decir necesariamente que él no estuviera llamado al seminario y al sacerdocio, o a cualquier otra vida de entrega total a Dios. Dios era Amante. Y el amor a Dios era conyugal, y quien tenía más capacidad de entrega a una muchacha, más obsesión de amor, era también quien tenía más capacidad de amor a Dios. Y que no había pues contradicción entre su sed de amor y su entrega a Dios, porque su sed insaciable de muchachas era sed de Dios. En realidad no le estaba diciendo cosas que él no supiera del todo, pues ya antes había escrito: Te aseguro una espléndida Noche Nupcial, Señor.

    Más tarde me llevó una nueva parte de su diario, y vi cómo le había impresionado lo que le hablé. Fui así leyendo nuevas partes de su diario y viendo cómo avanzaba estupendamente su calidad literaria. Poco después de la conversación conmigo aparece la PROCLAMA A LOS MUCHACHOS DE MI GENERACIÓN, que fue publicada en El Corno Emplumado, reproducida y comentada en muchas partes de América, recitada en la radio de México, utilizada en cursillos de cristiandad, mencionada en el Times de Londres.

    Al año siguiente William tuvo que salir del seminario por problemas económicos de su familia, pero continuó enviándome nuevas remesas de su diario. A algunos amigos del seminario les dije: Este muchacho de 22 años es el mejor escritor de Colombia. Se asustaron. Se lo escribí después a William, pero esto no lo puso en su diario: tan sólo que yo le había dicho algo tan bueno que no lo pudo tragar.

    Algunas de esas nuevas páginas se publicaron después en El Corno, incluyendo unas oraciones a Jesús, y produjeron mucho entusiasmo entre los poetas nuevos de América. Gonzalo Arango, el líder de los nadaístas, le escribió una bella carta desde Bogotá cuando ya William estaba conmigo en Solentiname, en la fundación que allí hicimos. Le contaba cómo lo había estado buscando en todas las ciudades de Colombia, y le decía: Tu voz nos identificaba, nos convocaba en un raro lenguaje. Eres nuestro hermano con fe, el hermano de los poetas ateos […] Estás destinado para dar un poco de sentido a la tierra.

    Para virgos, Envigado. Ésta es una frase de Fernando González que William Agudelo cita en su diario. Tanto Fernando González como William eran del pueblito antioqueño de Envigado. Un paraíso donde, según Fernando González, Dios creó a Eva de 14 años y medio. Y otra frase que William cita de él es Muchacha de las muchachas, refiriéndose a Dios. El diario comienza hablando de unas muchachas que a él le gustan. Y al mismo tiempo describe la experiencia de probarse por primera vez la sotana: Me probé la sotana que me han hecho. Como no había espejos donde pudiera uno verse, usé como tales los vidrios de las vitrinas. Allí vi mi figura enfundada en la sotana, más estilizada, más ascética y esbelta. ‘Humm… hasta parecés cinco centímetros más alto. Qué elegancia, Will’.

    En una parte de su diario llama a Dios sexo perfectísimo. El Único Verdadero Sexo. Y en otra parte habla de una muchacha que se apea de un bus y él le mira en el nacimiento de la nuca el vellito que Fernando González llama juventud. Mientras miraba aquel vellito pensé que el Vellito que nace en la Nuca de Dios es incalculablemente más tierno y enamorador que el vellito de la nuca de la muchacha que yo miraba, y me puede proporcionar sensaciones infinitamente más refinadas.

    Dije a William las cosas que él dice que le dije en aquella primera conversación, y que están en ese diario, y tal vez otras parecidas en otras conversaciones porque es lo único que yo sé, lo único de lo que yo podía hablar. Qué otra cosa he sabido yo sino el amor, aquel amor a las muchachas, algunas veces correspondido y muchas otras no correspondido, y aquel primer amor, el gran amor a Carmen, que me lo arrancó Dios —y finalmente, después, un amor correspondido—. El amor que ha hecho de mi vida una vida perdida. Perdida en el monasterio trapense, perdida en Cuernavaca, perdida ahora en el seminario, y perdida ya sin remedio para el resto de mi vida. Por lo que empecé mis memorias titulándolas Vida perdida.

    Yo me acordaba de Carlos Martínez aquella vez que tenía una novia que parecía que no era inteligente, y él decía a los amigos: ¿Para qué la quiero inteligente? Inteligencia, con la que yo tengo me basta y sobra. Lo que quiero en ella es lo que yo no tengo, que es la belleza. Y me imaginaba a Dios diciendo de mí: Santidad, con la que yo tengo me basta y sobra. Lo que yo amo en él es lo que no tengo: su miseria, su nada, su vacío. A veces, qué vaina, sentía amar menos a Dios. Y entonces me preocupaba porque sólo lo amaba a Él, y si ya no lo amaba a Él, ¿qué iba a amar? Me quedaba sin amor. Hacía tanto tiempo que no amaba a las muchachas, y ya no recordaba a las muchachas, no existían para mí las muchachas que me habían conmovido tanto; y sin el amor a Dios, no tendría ya ningún amor. Yo había amado tanto a Carmen que parecía que no la amaba a ella sino a Dios. Yo creía que era a ella, pero era la sed de un amor que no hubiera saciado ella. Besos limitados no sacian un alma que quiere una eternidad de besos. Cuando yo miraba desde mi ventana la Cordillera Occidental de los Andes colombianos sentía que con esa belleza se me manifestaba Dios, y que era a Él a quien yo había dado mi vida, y era por Él por quien yo ahora vestía una fea sotana negra. ¡Manda, y haré lo que digas! ¡Esta sed mía de belleza no se saciará con nada sino con Vos! Sentía que yo era alguien que especialmente estaba crucificado en el sexo. Yo, que parecía ser entre todas las personas de la Tierra el que estaba más destinado para el amor humano, el amor sexual, el que más que cualquier otro había nacido para eso, el más sensual de los poetas, precisamente yo: condenado a la castración del celibato (pero castración espiritual que no extingue el amor sexual), condenado a no probar mujer, a vivir de por vida una vida perdida. Vos, el inventor del sexo, Amor Infinito, premiarás mi corazón. En este mundo, mi amor a la mujer ha quedado insaciado para siempre. Tendrás que saciarlo Vos cuando sea nuestra boda. Vos tendrás que llenar este corazón vacío. Yo he envidiado a Reynaldo al oírle decir que los días de su luna de miel habían sido verdaderamente unos días en el paraíso. Y escuchaba dentro de mí que se me decía: Para vos, jamás. Haber soñado anoche que besaba a una muchacha que fue mi novia, y despertar sintiendo en los labios el sabor de esos besos. Y la vivísima conciencia entonces de que nunca jamás en la vida volvería a besar unos labios, yo, el que se sentía que era un ser especialmente nacido para besar, y si había unos labios hechos para besar eran mis labios. ¿Y qué hacía yo entonces? Apretaba más a Dios contra mi pecho, juntaba más mi alma con Él. Y me inundaba el amor de Él, un amor sin labios, sin pechos que tocar, un amor sin nada, el puro amor. Ah, Amor, te diré una cosa: creen que tu amor no tiene nada que ver con el amor del mundo, el amor de los besos y de los abrazos, el amor de la cama, el amor libidinoso, el amor; y en verdad con estos labios míos libidinosos me he unido con Vos sin labios, es cierto, más allá del beso de los labios, con el mismo amor aquel que fuera libidinoso en un baile y esta mañana en la comunión, en la capilla del seminario, no es más que amor, el puro amor. Hay que ver lo que eran las muchachas para mí. Las adoraba como a Dios. Y con razón, lo veo claramente ahora, porque reflejaban a Dios. Había un fulgor divino titilando en ellas, y eso era lo que me volvía loco, cómo no va a volver loco Dios; pero la cosa era que ninguna de ellas, tan lindas, era Dios, la muchacha que no envejece, que dice Fernando González. Ninguna era la belleza total sino reflejos fragmentados de esa belleza, como pedazos de un espejo roto. Pero ahora ellas ya no eran nada o casi nada para mí, desde que probé un sorbo, sólo un sorbo, del deleite de Dios. Desde entonces el resplandor de sus rostros empalideció hasta hacerse casi invisible como la llama de una vela ante el sol. Pero cómo me encandiló la belleza humana brillando en la oscuridad. El amor era el que me llevaba lejos de Él, y yo no comprendía que Él era el Amor, que se trataba del noviazgo con el propio Amor. Yo había deseado tanto casarme. Pero no es que no tuviera nupcias, sino que tendría mejores nupcias, y mi alma suspiraba por ese día. Con el creador del sexo son esas bodas. Quien hizo que todo el universo fuera unión, y atracción, y sexo. Si los goces sexuales que ha dado a todos, aun a los animales, son tan grandes, y más aún a los humanos, cómo será los que dará al alma su amada, desposada con Él, y que lo ha dejado todo. Viéndolo bien, yo no me habría contentado con una mujer, con un solo rostro (con Carmen tal vez). Hiciste que las amara tanto para que después, con este corazón enamorado, te amara más a Vos. Vos, que tanto tiempo has soñado conmigo. Y por qué me perseguiste tanto lo estoy comprendiendo ahora en mi cuarto con la noche estrellada. No podías perderme, qué hubiera sido de ti sin mí. Y qué hubiera sido de mí sin ti. No podías permitir que yo me hubiera quedado siempre alejado de ti. Habíamos nacido el uno para el otro, y no podíamos haber quedado separados para siempre. Sin embargo, cómo pudimos estar tanto tiempo separados. Amándome tanto, cómo sufrirías al estar sin mí. ¡Qué emoción la que sentiste, cuando la primera vez, por fin, entraste dentro de mí y estuvimos juntos! Por favor, esto es importante: El 2 de junio fue una entrega voluntaria. Una decisión que yo hice y pude no hacer. Él esperó hasta que yo me entregué. Si yo no lo hubiera hecho, Él tampoco lo hubiera podido hacer. Mirando desde mi ventana en el segundo piso del seminario esta Cordillera Occidental de los Andes, mi ventana que daba a los Andes, yo pensaba en tu amor tan grande por el cual Vos me buscaste, Vos fuiste el que me buscaste, y no fui yo. Yo estaba tranquilo lejos de Vos; estaba insatisfecho, no lo niego, pero estaba contento con mis alegrías modestas que disimulaban la insatisfacción. Me sacaste del Brooklin Bar, el Munich, La Dinamarca, Las Delicias del Volga, y entre todos mis amigos sólo a mí me tomaste, dejaste a los demás. Las amigas eran bonitas, yo me acuerdo, y no las volví a ver, y aquí me tenés pues, como me querías, sin otro amor. Yo decía también: Si su amor para todo y para todos es tan grande, ese amor mayor que tuvo para mí ¿cómo se llama? Él movió los labios de una muchacha que me dijo que no, porque quería quererme sólo Él. La intimidad con el Infinito, ¿cómo explicar cómo es? Es una unión dentro de uno, y sin sentirlo con los sentidos lo siento, su frente sobre mi frente, sus ojos sobre mis ojos, su boca sobre mi boca, tan cerca de mí que ya no sé cuál es cuál, cuál soy yo y cuál es Él, dónde empieza Él y dónde acabo yo, porque ya Él y yo somos uno, un solo tú y un solo yo, un tú que es yo y un yo que es tú. Cierro los ojos y lo siento junto a mí, y lo siento cada vez más cerca, y está sobre mí, y su rostro y mi rostro se vuelven un solo rostro, pero no necesito cerrar los ojos para que esté sobre mí, aunque no lo piense está sobre mí, el amante sobre su amante. Y sin embargo el alma está abrazada con la nada. Acostado en la noche, entre las sábanas heladas que se empiezan a calentar con mi cuerpo, el alma desea el calor de otros brazos, y el arrimarse a otro cuerpo. Pero entonces el alma se arroja hacia Él llena de deseo, y siente que Él la recibe, y ya no me importa entonces el frío de las sábanas ni la soledad de la cama. En mi cuarto enfrente de los Andes yo podía sentir que Él me invadía y abrazaba todo mi ser, alma y cuerpo, saciando todos los deseos de mi alma y de mi cuerpo; cesando todos los deseos que no habían sido saciados con los deleites finitos que ellos deseaban, que no eran Dios sino reflejos de Dios; y estando ya dentro de uno quien es fuente de todas las cosas, ninguna cosa le falta a uno y no tiene ya ni un solo deseo. Antes, al principio, cuando comenzaba a descubrir la oración, quería sentirlo, y quedaba frustrado porque no lo sentía, su presencia era fuera de los sentidos. Aunque en el fondo de alguna manera lo sentía, sabía que estaba dentro de mí. Pero quería sentirlo mejor: yo creía que sentirlo con los sentidos era sentirlo mejor. Pero ya he llegado a saber lo que es sentirlo, sé que ese sentirlo no se siente. Acostumbrado a una presencia que para los sentidos es nada, pero contento con esa nada porque en realidad no es una nada, sino que esa nada eres Tú. En esos momentos el alma está desnuda. La siento sin ropa, como la esposa delante de su marido. Mi corazón está vacío, pero nada le falta, porque en ese vacío está Dios, que es el todo que se siente como nada. Así que Él es el vacío, pero es el vacío que me llena. Pero en lo sexual soy pobre, un mendigo bajo un puente. Soy alguien a quien también se le aplica: Bienaventurados los pobres. Un poeta obsesionado por el amor: sin una mirada, un beso, un pecho de mujer donde reclinar la cabeza. Mi corazón es un gran vacío para que lo llenés Vos.

    A Eduardo Perilla, el vaquero, el de la celda de nightclub, le estuve hablando largamente de cómo la belleza de las muchachas nos puede llevar a Dios. Le hablé de las tres vías para conocer a Dios: la afirmativa, la negativa, y la de la eminencia. La primera sería de que toda belleza que hay en una muchacha hay en Dios. La segunda sería de que toda deficiencia que hay en la belleza de una muchacha no hay en Dios. La tercera sería de que la belleza que hay en una muchacha está en Dios en sumo grado. Y le dije lo que dice san Pablo, que la belleza invisible de Dios la podemos conocer por la belleza de este mundo visible. Así, la sonrisa de una muchacha nos revela un aspecto especial de Dios, el aspecto sonrisa. La Infinita Sonrisa, porque en Dios todo es infinito. El que tiene siempre la dentadura perfecta, como dice también Fernando González. Esto ya es un indicio que nosotros podemos tener de algo que hay en Dios. Dentro de la incognoscibilidad de Dios, eso es cosa que conocemos. Esa belleza visible que tanto te gusta, una muchacha, te da una pauta de un atributo invisible que hay en Dios: su divino atributo muchacha. Igualmente el océano, una mariposa, ese valle de los Andes, lo que querrás, son aspectos de la belleza de Dios. Pero pensá: Dios es todo eso junto, y a la vez es infinitamente eso. A la pregunta: ¿a qué se parece Dios?, podríamos decir: sabemos a qué se parece. Porque ya hemos visto eso. Sonrisa de tu amiga, playa del mar, mariposa azul aterciopelada, ese valle verde de los Andes, lo que querrás: es lo invisible de Él, traducido para nosotros en formas visibles. Podemos ver los encantos que hay en Él, digamos; únicamente que en Él es en grado infinito cada encanto. Lo malo es que nosotros no nos podemos imaginar lo infinito, únicamente lo podemos pensar como que es más y más y más. Pero eso tal vez sea una idea aproximada. Mucho le impresionó a Eduardo el que la belleza de las criaturas, como reflejos que son, nos puedan dar una idea de cómo es Dios. Pero más le impresionó lo que le dije después: Que había leído que Dios, que es infinito, no tiene por qué haber reflejado todos sus atributos en las criaturas, y habrá atributos de Él que no están reflejados en ninguna parte en el universo, y son aspectos de Dios de los que no podemos tener ninguna idea de cómo son. La otra cara de la luna, me dijo él, moviendo los labios como si se le hiciera agua la boca.

    Había una famosa vuelta a Colombia en bicicleta, y un ciclista famoso que siempre participaba en esa vuelta, Carmelo Reyes. Famoso porque mientras los otros corrían promoviendo empresas comerciales, él corría por la Virgen del Carmen, y también porque siempre llegaba en el último lugar. Una muestra más de la religiosidad de Colombia, la popularidad de aquel corredor de la Virgen del Carmen, siempre el último en llegar. Por este Carmelo a Carlos Alberto Restrepo le habíamos puesto el apodo de Carmelo, simplemente porque los dos eran del mismo pueblo, Calarcá.

    Este Carmelo nuestro, en una velada, había salido disfrazado de cachaco bogotano, esto es, con frac y bombín y bastón, y después de payasadas que dieron mucha risa, porque él tenía mucha gracia, terminó lanzando gritos de ¡ALELUYA!, lo que provocó más risas y aplausos. Y eso era una sátira contra nosotros, los llamados burlescamente Aleluyas (yo era el principal animador de ellos). Lo bueno fue que Carlos Alberto allí no más nos conoció; antes no había tenido contacto con nosotros, nos había atacado inocentemente, sin saber contra quiénes iba dirigida la mofa, seguramente inducido por uno de nuestros mortales enemigos. Nos conoció, y en el acto se volvió Aleluya, el más entusiasta Aleluya del mundo. Nos habían puesto el apodo de Aleluyas porque decían que éramos como los pentecostales, que nos juntábamos a gritar ¡ALELUYA! y a tener éxtasis y demás. Caricaturas que nos hacían.

    Lo que pasaba era que las conversaciones en los recreos eran horriblemente triviales, y algunos nos aburríamos mortalmente. Hablar de ciertos temas, como el tema de Dios o similares, era tabú entre los seminaristas. Por eso fue que un grupo nos organizamos para hablar precisamente de esas cosas que tanto nos interesaban, aquello por lo que estábamos en el seminario, pues. Y entonces hubo unos que nos empezaron a odiar. Principalmente los más clericalistas, y que eran visceralmente antimísticos. Sentían que amenazábamos su estatu quo. ¿Cuál estatu quo? El del futuro. Cuando ellos fueran unos curas barrigones en una parroquia con muchas vacas. Y eran muy cercanos a monseñor, sus serviles. Y su campaña fue para raernos de la faz del seminario. Se veía allí asomar claramente ese rabo prensil del que hablaba Fernando González.

    Los principales Aleluyas eran, junto conmigo, Bernardo López, Eduardo Perilla, William Agudelo, Carlos Alberto Restrepo, que pronto se agregó y se llamó Carmelo; Arturo, que si no me equivoco se había convertido leyendo a Merton; todos ellos candidatos a la fundación que yo iba a hacer en Solentiname. Carlos Alberto me llamaba ya el padre abad y se empeñaba en ejercitar la virtud de la obediencia para conmigo, aunque él era insubordinado de nacimiento. Al final, los que fueron a hacer la fundación de Solentiname junto conmigo fueron Carlos Alberto y William. Había como una docena más de Aleluyas, algunos más cautelosos por temor a los ataques. El capitán de policía era también uno de los que participaban, y uno de los cautelosos también. Eduardo me pidió que yo fuera su director espiritual, en vez del director espiritual del seminario, un viejito que cuando le pedían dirección espiritual lo único que sabía hacer era ofrecer un tinto, un tintico, que en Colombia es café negro. Con Bernardo fui a medias director espiritual; más director suyo era un profesor del seminario, al que él admiraba mucho y tuvo muerte de santo. William no necesitaba tal cosa. A Carlos Alberto por dirección espiritual le bastaba la conversación con los Aleluyas. Bernardo conoció por mí a san Juan de la Cruz, pero después se volvió mucho más experto que yo en san Juan de la Cruz. Tal vez por su formación de abogado es que él entendía con mucha claridad todas esas distinciones de noche del sentido y purgación pasiva y vía iluminativa y demás.

    Y allí fue que nos calumniaron con Pablito

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